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Salamina – Javier Negrete

E l verano en que Temístocles cumplió nueve años, una pareja de amantes asesinó al tirano Hiparco. Ese crimen fue el primero de una serie de hechos que revolucionaron la política de Atenas. Aunque aún no podía sospecharlo, el propio Temístocles, hijo de un mercader, sería uno de los protagonistas en la larga cadena de acontecimientos que arrebatarían el monopolio del poder a los nobles atenienses. Pero, por muchos años que pasaran, para Temístocles el recuerdo más vívido de aquel verano no fue el tiranicidio cometido al pie de la Acrópolis, sino el de la humillación que él había sufrido delante de sus compañeros. Fénix el gramatista, su maestro de letras, les repetía todos los días que la verdad era la piedra angular de la virtud. Aquella mañana, en vísperas de las fiestas Panateneas, no fue la excepción. —Fijaos si es importante evitar la mentira que incluso los bárbaros persas sólo enseñan dos cosas a sus hijos: a disparar el arco y a decir la verdad. El gramatista hizo una pausa y se apretó la rodilla derecha con la mano. El aseguraba que le dolía por una herida recibida en combate contra los tebanos, pero los niños sospechaban que debía tratarse de un achaque de la edad. Si Fénix hubiera poseído patrimonio suficiente para mantener las costosas armas de un hoplita y formar en las filas de la falange, no habría tenido que ganarse la vida recibiendo dinero de otros ciudadanos a cambio de enseñar a sus hijos los rudimentos de la lectura. Y todo el mundo sabía que el muchacho que molía la tinta para Fénix, enceraba su sillón de madera y barría el polvo y la hojarasca del suelo de la escuela era su propio nieto, porque con las clases no ganaba bastante para comprarse un esclavo. —Cazar con el arco es un arte noble patrocinado por Artemis —prosiguió Fénix—. Pero usarlo en la guerra es de cobardes. Una horda de arqueros persas podrá derrotar a una falange griega, mas nunca podrá parangonarse en gallardía y valor a nuestros hoplitas. Temístocles era por entonces un niño moreno y más bien flacucho, con unos ojos grandes y oscuros que lo absorbían todo sin apenas parpadear. Al escuchar a Fénix, se inclinó hacia su amigo Euforión, sentado en el taburete de su derecha, y le susurró: —¿De qué sirven tanta nobleza y tanto valor si te derrotan? Euforión se retorció los dedos nervioso, sin saber qué contestar. Pero a su espalda otra voz dijo: —Prefiero una derrota con honor que una victoria con vergüenza. Temístocles volvió el cuello para mirar de reojo. El chico que había hablado era su antítesis. Lo aventajaba en más de un palmo, aunque era bien cierto que le llevaba dos años. Tenía la piel muy clara y enrojecida por el sol, los ojos azul zafiro y el pelo tan rubio que su cabeza destacaba entre las demás como una espiga de trigo solitaria en un campo de rastrojos quemados. Los demás niños lo seguían como las ovejas al perro y lo elegían de cabecilla en sus juegos, de juez en sus tribunales, de general en las batallas contra los chicos de otras escuelas y de corifeo en las danzas y cantos de los festivales. Temístocles lo aborrecía. Era Arístides, hijo de Lisímaco. Un eupátrida, un noble ateniense de los pies a la cabeza que cuando miraba a Temístocles siempre lo hacía levantando la barbilla y entornando los ojos.


Todo porque el padre de Temístocles era un nuevo rico. Hasta su nombre, Neocles, «el de la fama reciente», lo delataba. En lugar de poseer tierras que le trabajaran los aparceros, como hacían los eupátridas desde tiempos inmemoriales, Neocles cometía el nefando pecado de fletar barcos que cruzaban el mar para comerciar con las islas del Egeo y las ciudades de la costa de Asia Menor. Además, tenía arrendadas varias minas de plata en el Laurión, en la costa sudeste del Ática, y no se conformaba con cobrar sus rentas, sino que las administraba en persona. No es que los nobles fuesen reacios a atesorar dinero, pero les desagradaba hablar de ello. Preferían que la plata entrara en sus arcas por sí sola, con la misma magia alada con que los males del mundo habían huido volando de la jarra de Pandora. —La sinceridad es la mayor virtud de un hombre —insistió Fénix, ajeno a los cuchicheos de sus alumnos—. Ni los dioses escapan a la obligación de decir la verdad. Hasta ellos deben respetar la palabra dada cuando juran por las aguas de la laguna Estigia. ¿Qué pasa si un inmortal comete perjurio? Aunque era una pregunta retórica, Temístocles levantó la mano. Fénix fingió no verlo, pero el niño mantuvo el brazo erguido como el mástil de un trirreme, y al final, el gramatista no tuvo más remedio que concederle la palabra señalándolo con su báculo. Temístocles se levantó del taburete, respiró hondo y recitó con su vocecilla aún no formada: —Si uno de los inmortales que habitan las cimas del nevado Olimpo comete perjurio al verter las aguas de la Estigia, ha de yacer exánime durante un año entero. Tampoco puede probar ni la ambrosía ni el néctar ni la comida, sino que debe tenderse mudo y sin respiración sobre lechos preparados, envuelto por un espantoso sopor. Al terminar, el corazón le latía como un timbal. Era la primera vez que tomaba la palabra delante de tantas personas, pues había allí más de veinte alumnos. Pero sabía que había recitado bien. Pese a que el dialecto era muy diferente del griego ático que todos ellos empleaban y a que algunas palabras, de tan antiguas, apenas tenían sentido para él, había marcado todas las pausas en su sitio y no se había equivocado al escandir ni una sola sílaba. Sin embargo, Fénix puso cara de estar oliendo vinagre. —Eso no es de Homero. A Temístocles, que no se esperaba esa objeción, se le cayó la mandíbula. —Lo sé, maestro. Es de Hesíodo. —¿Qué estáis aprendiendo conmigo? —preguntó Fénix dirigiéndose a los demás. Jantipo, al que los demás llamaban Pepino porque tenía la cabeza en forma ahuevada, se apresuró a responder: —Los poemas de Homero, maestro. —Y añadió con venenoso retintín, mirando a Temístocles—: Aún no nos toca saber quién es Hesíodo.

Pues a Jantipo ya desde entonces le gustaba ver en aprietos a los demás. Fénix se volvió hacia Temístocles. —¿Dónde has aprendido a Hesíodo, hijo de Neocles? —Nunca lo llamaba por su nombre—. ¿Tan mal maestro te parezco que tu padre te paga otro más caro por las tardes? Entre los demás niños hubo codazos y risitas sofocadas. Temístocles notó que se le subía la sangre a la cara. Por suerte, era tan moreno que no se le notaba el rubor. —No, maestro —respondió con aplomo—. Se lo oí recitar a un rapsoda en el Ágora. —¿Ah, sí? ¿Se lo oíste recitar? —Sí —contestó Temístocles. Luego se acordó y añadió—: Maestro. —¿Cuántas veces se lo oíste para que entrara en esa cabeza de chorlito? —Una, maestro. —Qué trolero —murmuró Jantipo. El gramatista asintió a aquel comentario. —¡Menuda tontería! Siéntate ahora mismo y no vuelvas a interrumpirme. Fénix prosiguió con la clase. Aquellos días estaban aprendiendo de carrerilla los versos que narraban cómo Polifemo iba devorando uno por uno a los compañeros de Ulises, hasta que éste lo emborrachaba con vino puro y aprovechaba que el cíclope dormía la cogorza para dejarlo ciego. Temístocles ya se sabía aquella historia, y de propina había memorizado las aventuras de Circe, Escila y Caribdis, las Sirenas y las vacas del Sol. Le gustaban mucho más los viajes y correrías de la Odisea que los combates de la Ilíada. Ya desde niño soñaba con recorrer el vasto mar, arribar a países desconocidos y escuchar las mil y una lenguas que se hablaban por el mundo. Y también admiraba más la astucia de Ulises que la ira ciega y brutal de Aquiles. En un descanso del recitado, Fénix, sin levantarse de su cátedra, señaló a Arístides con el bastón. —A ver, Arístides, ¿por qué crees que Ulises ciega a Polifemo? —Pues… porque Ulises le clava una estaca en el ojo —titubeó Arístides. De pronto pareció darse cuenta de un detalle y añadió con una sonrisa de aplomo—: Y como los cíclopes sólo tienen un ojo, se queda ciego. —Muy buena conclusión, pero no me refería exactamente a eso. Quiero decir, ¿tú crees que Polifemo se merece lo que le ocurre? Arístides volvió a vacilar.

—Pues sí. —¿Por haberse saltado los preceptos de la hospitalidad, por no respetar las leyes sagradas de Zeus Xenio, por su soberbia y su crueldad? ¿Por su hybris, en suma? Arístides se quedó un rato pensativo y, por fin, contestó: —Pues sí. El maestro abrió los brazos para dirigirse a todos los niños de la clase. —¿Veis? He aquí cómo debéis aprender los versos del divino Homero. No basta con recitarlos de memoria y sin alma, como canta el gallo —Fénix señaló a Temístocles con un gesto elocuente—, sino que debéis comprender las enseñanzas que encierran para insuflarles nueva vida cada vez que los recitéis. Tomad ejemplo de vuestro compañero Arístides, que no se limita a memorizar sin más, sino que trata de sacar provecho de lo que lee.

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