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Sacame De Aqui. Un Psiquiatrico – M Baeza

Los recuerdos de aquella noche aparecieron en mis sueños como relámpagos que arrojaban ráfagas de luz a mi memoria; mi madre intentaba impedirme que corriera tras André aprisionándome fuertemente entre sus brazos, pero conseguí librarme de ella empujándola y tirándola contra el suelo de la entrada. Salí de la casa de mis padres y bajé las escaleras atropelladamente mientras oía sus sollozos a mis espaldas. Una vez fuera, el aire helador del invierno de Vancouver me sacudió todo el cuerpo, no obstante, corrí en su busca. Nunca había notado el húmedo y resbaladizo tacto de los adoquines de Water Street en mis pies, pero la adrenalina los protegía del frío y del dolor. La luz tenue y ligeramente amarillenta de las farolas confería a la calle un ambiente lúgubre que me hacía presentir que algo horrible iba a ocurrir. —¡André! —chillé con todas mis fuerzas para que se detuviera. Sin embargo, André ignoró mi llamada y siguió alejándose de mí a gran velocidad. Los pocos transeúntes con los que me cruzaba se volvían a mi paso desconcertados al ver a una chica joven, en pijama y descalza, perseguir a un chico en plena madrugada, pero no me importaba, ya que las ganas de estar con él eran mucho más grandes que mi vergüenza. André se adentró en Cambie Street y, cuando yo ya estaba llegando al reloj de vapor situado en la intersección de Cambie con Water Street, choqué contra un hombre que pareció salir de la nada, y caí al suelo. —¡¿Estás loca?! —me gritó mientras me ayudaba a levantarme. Aun con las piernas temblorosas por el seco impacto, me zafé de sus brazos y seguí corriendo, dejándole atrás. —¡Te vas a matar! Hice caso omiso a sus alaridos y continué con la carrera; André ya había llegado al final de Cambie Street y avanzaba por el sombrío callejón que se desplegaba junto a las vías del tren provenientes de la estación de Waterfront. Cada vez me resultaba más difícil divisarle, pero necesitaba alcanzarlo por mucho que me costase; mi madre le había echado de su casa presa de un ataque de histeria, y quería suplicarle que me perdonara. Tras el enfrentamiento entre ellos dos, había recordado cómo era mi vida sin él, y no quería volver a aquel túnel de tristeza que se replegaba sobre sí mismo. Sin embargo, la temperatura de mi cuerpo ascendía cada vez más hasta llegar a arder, y mis pulsaciones eran rápidas y cortas, como si mi corazón no tuviera tiempo suficiente para efectuar un latido completo; no sabía cuánto tiempo más podría aguantar con aquella marcha, pero continuaría persiguiéndolo hasta que mis piernas no pudieran dar más de sí. Apenas pude ver nada cuando llegué al callejón trasero en el que André se había adentrado, por lo que me detuve unos segundos para que mi vista se acostumbrara a aquella oscuridad, hasta que empecé a distinguir pequeñas luces y sombras que se desplegaban frente a mis ojos. Reanudé la marcha, apretando el paso lo máximo que pude, hasta que divisé a André de nuevo. Pero, de repente, algo punzante atravesó mi pie derecho y me desplomé en la acera. Incorporé mi torso torpemente con la ayuda de mis brazos, y vislumbré un fino riachuelo de sangre recorriendo la agrietada carretera del callejón; el cristal de una botella rota se me había incrustado en la planta del pie, y ni la adrenalina pudo mitigar el daño. Lo apreté con fuerza esperando cortar la hemorragia, pero sólo conseguí que la herida se abriera más y el dolor se multiplicara hasta volverse insoportable. Alcé la vista al cielo y emití un grito ahogado, que provocó que André se detuviera, se diera la vuelta y se apresurara hacia mí al verme tirada en el suelo. En el momento en el que le vi acercándose a donde estaba yo, la desesperación empezó a abandonar mi cuerpo, y sentí que el mundo giraba de nuevo; aquel no iba a ser nuestro final. Sin embargo, cuando ya estaba a pocos metros de distancia de mi posición, se detuvo en seco, como si hubiera chocado contra una barrera invisible que le impedía continuar, y me miró con expresión apesadumbrada. Contemplé su rostro mientras mi cuerpo volvía a paralizarse por completo, inmerso en una angustiosa expectación. —Ayúdame, por favor —le supliqué al intuir su intención de no acercarse más a mí —.


Estoy sangrando —exclamé. André tenía los ojos vidriosos y la respiración entrecortada, pero parecía que sus reservas le impedían venir en mi ayuda. —Debo alejarme de ti —se limitó a contestar. —¿Por qué? —pregunté exasperada— ¿Es por mis padres? Por primera vez desde que le conocía, vi un atisbo de angustia en su rostro que me hizo temer lo peor; parecía que él ya no controlaba la situación, y yo no podría hacerlo de ninguna manera sin su ayuda. —Tengo que irme —dijo finalmente. —Mis padres no me importan —me apresuré a contestar para que no se fuera—. Me iré contigo y no nos molestarán más, te lo juro. André permaneció quieto, sopesando la situación. —Por favor, no me dejes sola tú también —añadí desconsolada. El dolor físico y emocional me estaba retorciendo por dentro, y apenas me quedaban fuerzas para seguir hablando. —No podemos seguir juntos —dijo a modo de despedida, intentando contener las lágrimas —. Lo siento, Blanca. Me encorvé lentamente hasta que dejé mi frente apoyada sobre el pavimento, adoptando una postura de súplica. —Aún no estoy preparada —musité como último recurso mientras notaba que la energía iba abandonando mi cuerpo por completo. Antes de caer desfallecida en el asfalto, escuché los pasos de André corriendo hacia mí. 2 Vancouver. 23 de enero de 2020. El sonido de la puerta de mi habitación abriéndose de golpe y chocando contra la pared de mi cuarto, unido al destello de la luz recién encendida, me despertó de un sobresalto. Mi padre lanzó una maleta al suelo, haciendo que la vibración del impacto se expandiera hasta mi cama. — Mete tu ropa aquí —me ordenó mientras yo aún intentaba ubicarme—. Te marchas de casa. Miré hacia los dos lados de la cama, aturdida. — ¡Blanca! —exclamó para atraer mi atención—. En una hora quiero verte en el coche, ¿me has entendido? —espetó antes de salir del dormitorio. —Sí —contesté asustada y con la voz ronca.

No me dijo adónde me iba a llevar, pero tampoco hizo falta; en las pocas ocasiones en las que recobraba la consciencia después de aquella horrible noche, pude oír a mis padres barajando la idea de internarme en un “centro de descanso para jóvenes problemáticos”. Aun en mi letargo, supe que aquél era un sinónimo comedido de psiquiátrico. —Daniel, vamos a darle otra oportunidad, por favor —escuché susurrar a mi madre a lo lejos, en el pasillo—. Además, hoy es veintitrés. —Ni veintitrés, ni veinticuatro, ni veinticinco —replicó mi padre en un tono demasiado agresivo e inusual para él—. No voy a seguir consintiendo esta locura. —Shhhh —chistó mi madre para que bajara el volumen. —Que no, Ingrid, que no —exclamó—. Me niego a seguir andando de puntillas por mi propia casa, y a tratarla como si fuera de cristal; necesita ayuda, y seguir negándolo no va a hacer que se cure. La falta de cariño en sus palabras me provocó una leve náusea, pero no fui tras él para hacerle cambiar de opinión, ya que apenas tenía fuerzas para mantenerme despierta; empleé toda mi energía en auto convencerme de que aquello no era más que un farol o que, de ser cierto, se arrepentiría antes de que llegáramos allí. Miré a mi alrededor aletargada, como lo haría una momia milenaria a la que acaban de resucitar, y me froté los párpados fuertemente para quitarme una especie de capa gelatinosa que se había instaurado sobre mis ojos tras haber permanecido varios días en la cama. Acto seguido, abrí el cajón de mi mesilla de noche para coger dos xanax, y los tragué sin agua, esperando que no tardaran mucho tiempo en hacerme efecto. Cuando me levanté, el suelo de mi cuarto pareció ondularse bajo mis pies, así que inspiré lentamente, procurando no asustarme por mi desequilibrio, y di unos pasos por la habitación para que mis piernas empezaran a recordar cómo se caminaba. Una vez me estabilicé, abrí el armario y me dispuse a doblar mi ropa como un autómata, mientras repasaba mentalmente cada detalle del sueño que acababa de tener; aquella madrugada revivida a modo de pesadilla era lo único que recordaba de mi última noche con André, ya que no sabía cómo había vuelto a mi cama, ni lo que había ocurrido en los días posteriores. No obstante, hubo ciertos momentos en los que recobraba la consciencia y me descubría incorporada en la cama mientras mi padre me daba de comer, o sentada en la taza del váter con mi madre esperando al lado para limpiarme; desde que él se había ido, mi dignidad también había saltado por la ventana. En cuanto terminé de hacer el equipaje, eché un último vistazo a la habitación y me dirigí a la puerta de la entrada. Mi madre se encontraba en el vestíbulo, apoyada sobre la pared y masajeando su frente como si tuviera una terrible jaqueca; el enrojecimiento de su nariz, labios y párpados indicaba que había estado llorando, pero no sentí nada al verla sufrir. Levanté el mentón al pasar por su lado, intentando castigarle con un gesto de dignidad que no sentía, y la dejé atrás. —Blanca —le oí decir a mis espaldas—. Por favor, escúchame. —No tengo nada que escuchar —contesté parándome frente a la puerta, pero sin volverme hacia ella. —No quiero que te vayas. —Pues no me eches. —Si quieres quedarte, por favor, dime que sabes que… Mi madre paró de hablar al instante, por lo que esperé unos segundos a que acabara la frase mientras me metía el dedo meñique en la oreja, agitándolo fuertemente para deshacerme de un desagradable pitido que me estaba atravesando el tímpano. —Por favor, dime que lo sabes, Blanca —continuó tras unos segundos callada.

—¿Saber el qué? —pregunté irritada, volviendo mi cabeza para verla. Mi madre se tapó la cara con las manos y empezó a llorar. —Sólo repítelo, por favor —susurró entre jadeos. —¡Repetir el qué! —me desesperé. Tras unos segundos de silencio, mi madre pareció darse por vencida. —Te quiero, cariño —dijo a modo de despedida. —¡Eres una maldita loca! —contesté apretando los puños llena de rabia. Con la ira quemándome en el pecho, salí de su casa y vi a mi padre esperándome bajo las escaleras que conducían a la calle, con el motor del coche encendido. Le di mi equipaje para que lo metiera en el maletero sin intercambiar ni una palabra con él, me monté en el coche, y cerré mis párpados fingiendo que dormía. A pesar de que mi cuerpo estaba empezando a relajarse gracias a los ansiolíticos que me había tomado nada más levantarme, tenía un rescoldo de tristeza y melancolía que ninguna pastilla conseguía apaciguar. Traté de deshacerme de aquella angustiosa sensación recordando el primer día en el que conocí a André, hasta que me quedé profundamente dormida al son invariable de la canción de cuna de la carretera.

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