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Rompamos el hielo – David Safier

Felix Sommer hijo estaba junto a la barandilla del crucero Arctica 2 , que según la compañía naviera sólo contaminaba la mitad que el viejo Arctica 1 . Así y todo, era tal la porquería que hasta los fabricantes chinos de productos químicos habrían dicho al respecto: «Lo entiendo, pero la voz de mi conciencia no me dejaría dormir». Felix contemplaba ese límpido mar azul por el que se desplazaban témpanos de hielo y dejaba que el frío aire le azotara el rostro curtido por el sol y el rubio cabello cada vez menos abundante. En la parte superior incluso empezaba a asomar una pequeña calva. Cuando momentos antes había afirmado que quería que el peluquero del barco volviera a darle forma al pelo, Maya, su hija de once años, había sonreído con descaro. «¿Pelo? ¿Qué pelo?», dijo. ¿Qué le esperaba cuando la niña llegase a la pubertad? ¿Sería él y no su hija quien fumara porros para calmarse? La sola idea hizo tiritar a Felix, pese al plumífero de marca que llevaba. El plumífero contaba con la ventaja de que se podía replegar en una pelota, aunque menuda estupidez que no tuviera capucha: quienquiera que lo hubiese diseñado, lo suyo no era pensar las cosas a fondo. Además, el verde fosforito no era muy bonito que dijéramos. Por desgracia, era el único color que costaba bastante menos que los demás. No se había podido permitir el azul celeste, que a Felix le parecía tan chic y que ahora habría quedado de maravilla con el radiante cielo. En sentido estricto, Felix ya no se podía permitir nada en absoluto, ya que a sus treinta y nueve años había creado y gestionado dos start-ups con las que había quemado no sólo sumas millonarias de dos cifras, sino también su esófago, gracias al reflujo causado por el estrés. La primera start-up con la que Felix quería cambiar el mundo se llamaba EscriBien, y desarrollaba un bolígrafo que supuestamente reconocía las faltas de ortografía y las corregía en el acto. La pena era que esto sólo funcionaba cuando la caligrafía era en extremo legible; en el resto de casos, algo como: «La suma de los cuadrados de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa» podía convertirse en: «Quiero cantarle al vino que nace de la tierra». Lo único que recordaba ya a EscriBien era un almacén en Marzahn, en la periferia de Berlín. Estaba lleno de cajas de cartón que valían más que los bolígrafos que contenían y que nunca abriría nadie. El depósito lindaba con uno considerablemente mayor, donde se acumulaba un montón de latas de goulash vegano. Eran de la empresa CarneVegana, la segunda start-up de Felix, con la que pretendía cambiar aún más el mundo. El guiso era saludable y nutritivo, y su impacto medioambiental, mínimo. Sin duda habría sido un gran éxito… de no haber sabido a ropa interior masculina. Desde esas dos aciagas derrotas, hasta el momento Felix sólo había podido atisbar unos rayos de esperanza: las conferencias ocasionales que dictaba sobre el tema «El fracaso conduce al éxito» le daban para mantenerse a flote a duras penas. Y eso que sabía que el título no hacía honor a la verdad. Habría sido más acertado «El fracaso conduce a los números rojos». Pero con semejante tema, Felix no percibiría honorarios de conferenciante y la naviera no les habría costeado los pasajes a su hija y a él en pago por hablar todas las tardes ante los pasajeros del crucero. Sin embargo, le habría gustado más que alguien le hubiese ofrecido dinero por viajar dando conferencias por los Alpes, ya que le tenía miedo al agua.


Felix había accedido a embarcarse en el crucero para poder pasar por fin tiempo con su hija Maya, que vivía con Franzi, su exmujer. Durante los primeros años de vida en común, Franzi, que era médico y trabajaba en un hospital, creyó que Felix era un visionario encantador; después, un calavera encantador; luego, un soñador desesperado, y en la etapa final de su matrimonio, un hombre que se hallaba en un callejón sin salida y quizá aún pudiera retomar sus estudios de Ciencias Empresariales en la facultad para conseguir un empleo de contable en una empresa, lo cual tal vez fuera posible todavía dada la buena coyuntura reinante. Ahora Felix no tenía ni un título universitario ni una start-up , y ni siquiera podía pagar la pensión de Maya. Sólo por eso debía fundar una nueva empresa con la que al fin conociera el éxito. Así pues, junto a la barandilla del Arctica 2 , Felix rumiaba cuál sería su siguiente start-up . ¿Con qué podía cambiar el mundo, no sólo un poco, sino de manera crucial? Estaba claro que un bolígrafo que descubriera las faltas de ortografía habría hecho felices a millones de estudiantes y más aún a sus profesores. Y con el goulash vegano habrían muerto menos animales. Y además habrían conseguido que los carnívoros comieran más sano; por ejemplo, su padre, Felix Sommer, quien habría proporcionado sustento a una tribu caníbal durante un año sólo con la grasa de su barriga. Pero aunque hubiesen triunfado, esas dos empresas no habrían sido un éxito mayúsculo, algo que hiciera feliz de verdad a la gente. Tal vez su padre tuviera razón —hubo de admitir Felix a regañadientes— cuando decía que ambas ideas eran patéticas. «Patéticas.» Nada de lo que Felix había hecho en su vida había sido lo bastante bueno para su padre, a quien le gustaba utilizar palabras como «patético» o «patraña» y decir cosas como «A veces me pregunto si de verdad eres hijo mío». «¿Qué no será patético? ¿Cómo puedo hacer feliz de verdad a la gente?», cavilaba Felix mientras contemplaba los grandes bloques de hielo. «¡Haciéndola feliz!», se respondió a sí mismo. Durante un breve instante se alegró del descubrimiento, pero después constató que hacer feliz a la gente haciéndola feliz era un círculo vicioso no demasiado impresionante. «¡Una app!», se le pasó por la cabeza. Eso, una app siempre era buena para una start-up nueva. ¡Superbuena, incluso! Además, crear una app contaba con el atractivo de que no tendría por qué alquilar un almacén en caso de que esa empresa también terminase en fiasco. No, no podía pensar así. Esta vez tendría éxito, por fuerza. ¿Qué haría la app? ¿La app de la felicidad? Ejercitar a las personas para que fuesen felices. ¡Exacto! ¡Eso era! ¡Una app para ejercitar la felicidad! Y Felix también creía saber cómo se podía ser feliz. El camino para lograrlo, a su juicio, era: ¡VIVE TU SUEÑO! Entre exclamaciones, para sofocar en su origen cualquier duda subconsciente respecto a su viabilidad. Felix había convertido esa frase en su mantra personal porque expresaba justo lo contrario del ejemplo que le habían dado sus padres. Lo único que les había importado a ellos era el dinero y el estatus, lo que había acarreado desagradables efectos secundarios: Felix Sommer padre, miembro de la junta directiva del Deutsche Bank, había hecho caso omiso a la sobrecarga física y mental de tal modo y durante tanto tiempo, que un buen día sufrió un colapso en una reunión del consejo de administración.

Mientras le ponían un marcapasos, dos de sus secretarias, una recepcionista y una encargada de recursos humanos coincidieron con su mujer en el hospital y le comunicaron que todas ellas eran amantes de su marido. La conmoción, unida al hecho de que Felix Sommer padre no recuperaría su estatus social así como así tras la pérdida de su cargo en la junta por motivos de salud, provocó que la madre de Felix llegara a la conclusión de que el divorcio era una idea excelente. Un año después ya vivía con un cirujano plástico especializado en aumentos de trasero, una actividad sobre la que Felix nunca había querido conocer detalles. Su padre tardó mucho tiempo en restablecerse de la grave enfermedad y retomar su carrera profesional. Ahora estaba casado con una lituana quince años más joven —quince años más joven que Felix hijo, entiéndase bien— y formaba parte de la junta directiva de un fondo de inversión estadounidense al que no le importaba especialmente si las empresas en las que invertía fomentaban la guerra, el cambio climático, la dependencia de los medicamentos o todas esas cosas a la vez. A diferencia de su padre, Felix no quería consagrar su vida al dinero, sino hacer algo bueno con ella. Y aunque hasta el momento no lo hubiese logrado del todo, con la app de la felicidad — lo presentía ahora que lo azotaba el crudo viento del Ártico— ¡lo conseguiría! En la app, decidió Felix, habría ejercicios para realizar a diario. Éstos no durarían más de cinco minutos: hoy en día nadie disponía de más tiempo para mejorar su vida. Cuatro minutos sería mejor. Pero qué demonios: lo suyo sería un minuto. De ese modo se podrían realizar los ejercicios en la parada del tranvía o en el retrete. Y así el usuario —en su razonamiento Felix ni se dio cuenta de que llamaba «usuarios» a las personas a las que quería hacer felices— sería más feliz con cada día que pasara, y todo de forma rápida y fácil. ¿Cómo llamaría a la app? ¿Carpe diem? No, el latín sólo lo entendían las personas cultas, y se suponía que la app debía hacer feliz a todo el mundo. Tenía que incluir la palabra happy . Ahora que lo pensaba, en happy estaba también la palabra app . Pero un momento: el contenido de la app es casi tan importante como el nombre. ¿Cómo serían los ejercicios? Felix se puso a cavilar y tuvo una idea: cada ejercicio empezaría con un gong. «Un gong —pensó Felix— se asocia de inmediato con el Tíbet y los monjes budistas. Uno ve, por así decirlo, al dalái lama delante, que siempre sonríe.» ¿Se cabrearía alguna vez ese hombre? ¿Por ejemplo, cuando se quedaba sin internet? ¿O cuando no había papel higiénico en el cuarto de baño? ¿O cuando un monje le preguntaba si le podía conseguir un autógrafo de George Clooney? Daba lo mismo. Si el usuario escuchaba un gong, creería poder ser tan feliz como el dalái lama, a Felix no le cabía la menor duda. Y mientras resonara el gong, se escucharía música de meditación, para que uno siguiera en ese groove de felicidad a lo dalái lama. Felix se planteó durante un instante si sería la primera persona que utilizaba la palabra groove en relación con el dalái lama, pero acto seguido se volvió a centrar deprisa en su app. Sí, eso era. Se oiría una voz grave.

¿Quizá la de algún famoso? Tenía que ser alguien que fuese feliz para que resultase creíble cuando vendiese los ejercicios. Pero ¿qué famoso era feliz? Incluso aquellos que uno pensaba que lo eran —como lector ocasional de la revista del corazón Gala en las salas de espera, Felix lo sabía— sólo estaban a un revés emocional de la clínica de rehabilitación. De modo que sería mejor contratar a alguien que no fuese conocido. Y, además, le saldría más barato. Recapitulando: el gong marcaría el comienzo del ejercicio, se oiría una relajante melodía de meditación y después la voz de un desconocido diría… Uy, y ahora, ¿qué? Felix estuvo pensando, pensando y pensando, pero no se le ocurrió nada. Sin embargo, no cayó en cuál era la causa de esa falta de ideas, pues Felix la llevaba reprimiendo toda su vida: a pesar de su dogma de vivir el sueño, no sabía lo que era la verdadera felicidad. Y de pronto, al pensar en la felicidad, a Felix le vino a la cabeza la tarta de manzana de su abuela Nele, oriunda de las islas Frisias; sin lugar a dudas, ella lo había querido mucho más que sus padres. Siempre le estaba diciendo al pequeño Felix: «Ve por el mundo con una sonrisa, así tú serás más feliz y las personas a las que se la regales estarán de mejor humor. Y lo increíble de esto es que ellas a su vez sonreirán y eso te hará un poquito más feliz, si cabe». Aunque Felix no había seguido nunca el consejo de su abuela, pensó que su máxima sería un excelente primer ejercicio: VE POR EL MUNDO CON UNA SONRISA . Y cuando escucharan esa idea mientras sonaba la música de meditación, los usuarios sonreirían como el dalái lama. Por desgracia, las demás ideas de la abuela Nele acerca de cómo se podía ser feliz no eran muy indicadas para una app, como por ejemplo su propuesta: BEBE AGUARDIENTE DE TRIGO TRES VECES AL DÍA . Pero menos daba una piedra: por algún sitio había que empezar. De repente, Felix no pudo evitar sonreír. Y mientras él sonreía para sus adentros, un bloque de hielo se dirigía hacia el barco. Mediría unos tres metros de alto por tres de ancho. Y si lo mirabas con atención —cosa que Felix no hizo, porque en ese momento se le ocurrió la genial idea de que el logotipo de la app fuese un Smiley—, podías ver que dentro había una persona congelada. Y si lo mirabas con más atención aún, también podías ver un pequeño mamut.

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