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Retumba el Trueno – Wilbur Smith

Retumba el trueno retoma la trama de Cuando comen los leones. La acción se desarrolla durante la guerra anglo-bóer. En medio de la lucha sin cuartel entre los granjeros de origen holandés y las fuerzas británicas vuelve a aparecer la figura avasalladora de Sean Courtney, esta vez jefe de un comando británico.

Pero la novela no se agota en combates y batallas, sino que cala hondo en el alma de los personajes. Una serie de conflictos de todo tipo desgarran al protagonista. Viudo a raíz de trágicas circunstancias,

Sean se ve obligado a luchar contra su propio cuñado, general de las fuerzas bóers. Su amor por Ruth no puede concretarse sin traicionar también a un viejo amigo y compañero de armas.

Verdadera epopeya de una época histórica, apasionante y turbulenta, éste es un libro notable que cautiva por su dinamismo y acción.


Cuatro años de viaje por las desérticas inmensidades habían destrozado las carretas. Muchos de los ejes de las ruedas y de los disselbooms habían sido reemplazados por madera cortada por el camino;

los toldos habían sido remendados hasta casi no verse la tela original; se habían reducido los grupos de bueyes de dieciocho componentes a diez cada uno, ya que depredadores y enfermedades los habían diezmado.

Pero esta pequeña y exhausta caravana llevaba los colmillos de quinientos elefantes, diez toneladas de marfil, la cosecha del rifle de Sean Courteney.

Una vez llegados a Pretoria, él los convertiría en casi quince mil soberanos de oro.
Sean era rico otra vez. Sus ropas estaban manchadas, deformadas y burdamente remendadas; tenía las botas muy gastadas en la puntera y las suelas habían sido torpemente reemplazadas por otras de duro pellejo de búfalo;

la mitad de su pecho estaba cubierto por una gran barba descuidada y una melena de cabellos negros se enrollaba alrededor de su cuello,

allí donde habían sido cortados con tijeras desafiladas, rozándole la chaqueta. Sin embargo, a pesar de su apariencia, tenía una inmensa riqueza en marfil, y también en oro guardado en las cajas fuertes del Banco Volkskaas de Pretoria.

Detuvo su caballo sobre una loma al lado del camino y observó cómo sus carretas se acercaban tranquilas y bamboleantes. «Ya es hora de comprar la granja», pensó con satisfacción. Treinta y siete años, ya no era un muchacho y era hora de comprar la granja.

Sabía cuál quería, y sabía exactamente dónde construiría la casa principal, cerca del borde del acantilado, de modo que en los atardeceres pudiera sentarse en el umbral y mirar a través de la llanura hacia el río Tugela perdido en la azul distancia.

—Mañana temprano llegaremos a Pretoria.
La voz que resonó a su lado interrumpió su sueño, y Sean se movió en la montura para mirar al zulú en cuclillas que estaba al lado del caballo.
—Ha sido una buena cacería, Mbejane.

—Nkosi, hemos matado muchos elefantes —asintió Mbejane, y Sean observó por primera vez los hilos de plata entre el lanudo ovillo de su pelo. Él tampoco era ya un muchacho.
—Y hemos caminado mucho —continuó Sean, y Mbejane volvió a inclinar la cabeza asintiendo gravemente.


«Un hombre se cansa de andar siempre —pensó Sean en voz alta—. Hay un momento en el que ansía dormir dos noches en el mismo lugar».

—Y escuchar el canto de sus mujeres mientras trabajan en los campos —continuó Mbejane—. Y mirar cómo su ganado entra al corral al atardecer arreado por sus hijos.
—Ya ha llegado el momento para ambos, amigo. Volvemos a casa, a Ladyburg.

Las lanzas sonaron al chocar contra el gran escudo de cuero cuando Mbejane se levantó; los músculos se extendieron bajo el negro terciopelo de su piel y levantó la cabeza sonriendo a Sean.

Su radiante sonrisa mostraba los dientes blancos. Sean tuvo que devolverla y ambos se dedicaron sendos gestos de satisfacción como dos chiquillos ante una diablura que ha tenido éxito:
—Si arreamos los bueyes, podremos llegar a Pretoria esta noche, Nkosi.

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