En aquella terrible noche de 1912, cuando el majestuoso Titanic se hundió en las gélidas aguas del Atlántico Norte, nadie sabía que en sus bodegas transportaba clandestinamente una pequeña cantidad de bizanio,
un elemento escasísimo en la naturaleza pero de incalculable valor. En 1988, el gobierno norteamericano pone en marcha el denominado proyecto Siciliano, un plan arriesgadísimo para recuperar el bizanio y, de paso, rescatar del abismo al Titanic.
Abril de 1912
El hombre que ocupaba el camarote 33 de la cubierta A se daba vueltas en su estrecha litera; su mente estaba extraviada en las profundidades de una pesadilla. Era bajo, no medía más de un metro cincuenta y cinco; su cabello era blanco y ralo y en su inexpresiva cara el único rasgo notable era un par de hirsutas cejas oscuras.
Sus manos yacían entrelazadas sobre el pecho, sus dedos se agitaban nerviosamente. Aparentaba algo más de cincuenta años. Su piel tenía el color y la textura de una acera de cemento y bajo sus ojos las arrugas estaban profundamente marcadas. Sin embargo, le faltaban apenas diez días para cumplir treinta y cuatro años.
El esfuerzo físico y el tormento mental de los últimos cinco meses lo habían agotado hasta llevarlo al borde mismo de la locura.
Durante sus horas de vigilia sorprendía a su mente vagando por vacíos canales, fuera de las dimensiones del tiempo y la realidad. Tenía que recordarse continuamente dónde estaba y qué día era. Se estaba volviendo loco, lenta pero irrevocablemente loco, y lo peor era que lo sabía.
Abrió los ojos y los enfocó en el silencioso ventilador que pendía del cielo raso del camarote. Al pasarse la mano por la cara, palpó la barba de dos semanas que la cubría.
No le hacía falta mirarse la ropa; sabía que estaba sucia, arrugada y manchada de sudor. Debería haberse bañado y cambiado después de subir a bordo, pero se había refugiado en su litera para dormir con un temeroso y obseso sueño intermitente durante casi tres días.
Era el atardecer del domingo y la nave no llegaría a Nueva York hasta las primeras horas del miércoles, casi cincuenta horas más tarde.
Intentó convencerse de que ya estaba a salvo, pero su mente se negaba a aceptarlo pese al hecho de que el botín que tantas vidas había costado estaba totalmente seguro. Por centésima vez tocó el bulto en el bolsillo de su chaleco. Habiendo comprobado que la llave seguía allí, se frotó la frente y volvió a cerrar los ojos.
No sabía con seguridad cuánto tiempo había dormitado. Algo lo había hecho despertar sobresaltado. No había sido un ruido fuerte ni una sacudida violenta, sino más bien un movimiento tembloroso surgido de su colchón y un extraño ruido rechinante en algún sitio por debajo de su camarote de estribor.
Se irguió hasta quedar sentado y apoyó los pies en el suelo. Pocos minutos después sintió un silencio insólito, sin vibraciones.
Entonces su mente confusa comprendió que los motores se habían detenido.
Se quedó allí sentado, escuchando, pero los únicos sonidos eran la conversación de los camareros en los pasillos y las voces apagadas que provenían de los camarotes contiguos.
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