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Relatos que me Asustaron – Alfred Hitchcock

Las 25 narraciones breves de suspense que mantuvieron absolutamente en vilo al mago del genero. Con la garantía Hitchcock. Si a él le asustaron… Desde la vertiginosa demencia de Cámara oscura, pasando por el inexpresable horror de Tan real, hasta los terroríficos visitantes estelares de El misterio de las profundidades, esta magnífica antología del terror y el misterio nos mantiene en vilo, oscilando entre el deseo de abandonar la lectura y la total imposibilidad de hacerlo. Una vez más, el genial Hitchcock, esta vez en el papel de antólogo especializado en el género, nos obliga a someternos al miedo, a veces psicológico, otras físico, pero siempre intenso. Esta colección de veinticinco relatos, escritos por maestros del cuento de horror, nos propone veinticinco citas con lo ominoso: Sin un ruido, La curiosa aventura de míster Bond, La habitación de los niños, El camino a Mictlantecutli, Casablanca, Dos solteronas… Estos cuentos y muchos más asustaron a Alfred Hitchcock, y seguramente lo fascinaron también porque parte de su capacidad para causar espanto consiste en que, más allá de los géneros, todos sin excepción son buena literatura.


 

Va más allá del poder de mi pluma intentar describir para ustedes el lago Reelfoot de forma que, leyendo este relato, consigan representarse el cuadro en su imaginación tal como está en la mía. Porque el lago Reelfoot es un lago completamente distinto de cualquier otro que hay an conocido en cualquier otra parte. El resto de este continente se hizo y se secó bajo la acción de los rayos del sol en el transcurso de milenios…, millones de años por lo que y o he logrado saber…, antes que Reelfoot comenzara a existir. Entre las creaciones importantes de la Naturaleza, Reelfoot ha sido, probablemente, lo más nuevo de este hemisferio; pues se formó a consecuencia del gran terremoto de 1811, hace apenas un poco más de un siglo. Aquel terremoto debió de alterar la faz de la Tierra a lo largo de lo que por aquel entonces constituían las lejanas fronteras de este país. Cambió el curso de los ríos, convirtió las colinas en las depresiones de lo que ahora son tres estados, y trocó el suelo firme en otro tan blanducho como la jalea, configurándolo con rizadas olas como el mar. Y en el fragor que ocasionó el ondulado de la tierra y el convulsionado estado de las aguas, hundió en cambiantes profundidades una parte de la corteza terrestre en una longitud de ciento veinte kilómetros, arrastrando al fondo árboles, colinas, valles, todo; abriéndose entonces una grieta de parte a parte del Mississippi, de forma que durante tres días el río acudió con su corriente a llenar el hueco. El resultado fue la creación del más grande lago del sur de Ohio, situado en Tennessee, corriéndose hacia lo que ahora constituy e la frontera de Kentucky, y tomando su nombre de la semejanza que su contorno tiene con el pie abierto en forma de aspa del negro de los maizales. Niggerwool Swamp, no lejos de allí, tal vez recibiera su nombre del mismo individuo que cristianó Reelfoot. Reelfoot es, y siempre ha sido, un lago lleno de misterio. A trechos, insondable. En otros lugares, los esqueletos de los cipreses que se fueron abajo cuando la tierra se hundió, todavía subsisten en pie, de tal manera que, si el sol brilla del lado de la derecha y el agua se muestra menos cenagosa de lo común, quien dirigiese la mirada hacia las profundidades vería, o creería ver, allá abajo, los desnudos miembros tendidos hacia lo alto como dedos humanos de un ahogado, todo ello cubierto por un lodo de años y reliado de viscosas grímpolas de los verdes mucílagos del agua. En otros encalmados parajes, el lago es poco profundo en prolongados espacios, no más hondo que para cubrir el pecho de un hombre, pero peligroso a causa del crecimiento de hierbajos hundidos y la existencia de arremolinados objetos, los cuales se enredan a restos flotantes. Sus orillas son predominantemente fangosas, sus aguas turbias, así mismo, de un color café cargado en primavera y amarillo cobrizo durante el verano, mientras que los árboles siguiendo la costa ofrecen un tinte sucio, después de las crecidas primaverales, en la zona que alcanza hasta las primeras ramas, donde los sedimentos secos han cubierto los troncos con una espesa capa de apariencia escrofulosa. A su alrededor extensiones de bosque intacto y tajos donde innumerables cipreses se elevan cual lápidas mortuorias por los raigones muertos que van pudriéndose en el blando limo. Hay trechos apacibles donde el maíz de las tierras bajas crece por debajo, arrogante y lozano, en tanto que por encima se yerguen árboles desnudos de hojas y ramas. Hay dilatados y lúgubres llanos donde en primavera los grumos formados por las huevas de las ranas se consumen como parches de blanca mucosidad entremedias de los tallos de la maleza y donde, en la noche, hasta allí se deslizan las tortugas para depositar en la arena, en camadas de perfecta redondez, blancos huevos de resistentes y ásperos cascarones. Hay bayous [1] que no conducen a parte alguna y charcas que se extienden en revueltas, a la ventura, como enormes gusanos obcecados, hasta unirse finalmente a la corriente principal, la cual hace rodar su semilíquida torrentera algunos kilómetros más al oeste. Así Reelfoot y ace aplastado sobre su fondo, superficialmente helado en invierno, tórridamente vaporoso en verano, hinchado en primavera, cuando los bosques se han tornado de un verde brillante y el pequeño jején o mosca del búfalo, por millones y billones, llena las charcas desbordadas con su dañino zumbido y al descender evolucionan en redondo esplendorosamente, con todos los colores que la tempranera escarcha produce: el dorado del nogal, el bermejo amarillento de los sicómoros, los rojos del durillo y el cenizoso púrpura negruzco del ocozol. Mas la comarca de Reelfoot tiene su utilidad.


Es el mejor paraje de caza y pesca, natural o artificial, que queda hoy en día por el sur. En momento oportuno, el pato y los gansos se reúnen allí, e incluso las aves semitropicales, como el pelícano pardo y el pájaro reptil de Florida, sabido es que habrán de acudir para anidar. Los cerdos, al regresar a la señera libertad, recorren las lomas, cada piara de estos ejemplares de fino lomo capitaneada por un viejo verraco de aplastados flancos, enjuto, feroz. Por la noche, la « rana-toro» , inconcebiblemente grande y tremendamente sonora, croa en las riberas. Es un asombroso lugar para la pesca de la lubina, de la perca y del hocicudo pez búfalo. Como estas especies comestibles pueden vivir para aovar y como sus huevas, a la vez, sobreviven para aovar de nuevo, resulta una maravilla ver cuántos grandes peces, caníbales devoradores de peces, hay en Reelfoot. Mayor que en cualquier otra parte, encontraréis aquí la belona, toda espinas, voracísima, de láminas córneas, con morro como el del caimán y el eslabón más próximo, al decir de los naturalistas, entre los animales vivientes hoy en día y los que vivieron en la era de los reptiles. El gato de hocico de pala, realmente una variedad deformada del esturión de agua dulce, provisto de una gran placa membranosa en forma de abanico prominente encima del morro, cual un bauprés, salta todo el día por los lugares encalmados con poderoso ruido de chapoteo, lo mismo que si un caballo hubiera caído al agua. Sobre todo leño varado, tremendas tortugas buscan esparcimiento, en grupos de cuatro o seis, los días soleados, desecando, calcinando sus negros caparazones bajo el sol, con sus pequeñas cabezas de culebra en alto, vigilantes, prestas para desaparecer silenciosamente al primer ruido de remos chirriando en sus toletes. Pero los más grandes de todos estos seres son los siluros. Monstruosas criaturas, estos siluros de Reelfoot, sin escamas, resbaladizas sustancias de cadavéricos ojos inertes y barbas deletéreas como venablos y largos bigotes colgantes a los costados de sus cavernosas cabezas. Con una longitud de metro y medio a dos metros, crecen hasta alcanzar el peso de cien kilos, por lo menos, y tienen fauces lo suficientemente anchas para apresar un pie humano o el puño de un hombre y lo bastante fuertes como para romper cualquier anzuelo, a no ser de los más resistentes, y son insaciables hasta el límite de devorar cualquier cosa, viva o muerta, o putrefacta, que sus encallecidas quijadas sean capaces de triturar. ¡Ah, y hay pérfidos sujetos que cuentan por ahí pérfidas historias de ellos! Se los moteja de devoradores de hombres y los comparan, por algunos de sus hábitos, con los tiburones. Fishhead formaba conjunto con tal escenario. El apelativo, « Cabeza de pez» , le venía como anillo al dedo. Toda su vida había morado en Reelfoot, siempre en el mismo sitio, en la desembocadura de la misma charca. Allí nació, de padre negro y madre a medias de casta india, ambos ya fallecidos, y la historia cuenta que, antes de nacer, su madre fue aterrorizada por uno de esos descomunales peces, de manera que el muchacho vino a este mundo horriblemente marcado, a más no poder. Por todo ello, Fishhead era una monstruosidad humana, una verdadera personificación de pesadilla. Tenía cuerpo de hombre —un cuerpo robusto, rechoncho, corto—, mas su cara estaba tan cerca de ser la cara de un gran pez como ningún otro rostro pudiera estarlo, aunque conservase ciertas trazas de humano aspecto. Su cráneo descendía hacia atrás tan bruscamente, que a duras penas podría haberse dicho de él que posey era frente, y la barbilla le sesgaba tan de prisa, que apenas existía. Sus ojos eran pequeños y redondos, con unas superficiales pupilas vidriosas de amarillo pálido, y estaban insertos demasiado separados uno de otro en la cabeza, y no parpadeaban, clavados siempre cual los ojos de los peces. Su nariz no era sino un par de menudas rendijas en medio de una máscara amarilla. En cuanto a su boca, era lo peor de todo: era la pavorosa boca de un siluro, sin labios, ancha casi inverosímilmente, rasgada de lado a lado. Incluso cuando Fishhead se convirtió en hombre hecho y derecho, su semejanza con un pez fue en aumento, pues los pelos de la cara le crecieron en dos finos colgantes, retorcidos y tiesos, que pendían a cada lado de su boca como a guisa de barbas de pez. Si tuvo algún otro nombre, ademas de Fishhead, nadie excepto él lo supo nunca.

Fishhead le llamaban y por Fishhead respondía. Puesto que conocía las aguas y los bosques de Reelfoot mejor que nadie, los hombres de la ciudad que cada año vinieran a cazar o a pescar lo apreciaban como un buen guía. Eran contadas, sin embargo, las ocasiones en que Fishhead se aviniese a encargarse de tales oficios. Le gustaba ante todo ocuparse de sí mismo, vigilando su pedazo de tierra sembrado de maíz, y endo a tender las redes en el lago, algunas veces tendiendo trampas y cazando para los mercados de la ciudad cuando era la época. Sus vecinos, blancos mordidos por las fiebres tercianas, y negros, por contra, a prueba de la malaria, dejábanle vivir a su propio arbitrio. Era así como Fishhead vegetaba solo, sin parientes ni amigos, sin un hermano tan siquiera, esquivando a sus semejantes y rehuido por ellos. Su cabaña se halla justamente en la ray a del estado, donde Mud Slough (Charca Fangosa) desemboca en el lago. Era aquella choza de troncos la única habitación humana en ocho kilómetros a la redonda. Detrás de ella, el resistente maderamen venía a servir de apoy o a la cerca del recinto del pequeño huerto de hortalizas de Fishhead, la cual lo encerraba en espesa sombra, excepto cuando el sol azotaba desde lo alto. Guisaba sus alimentos de manera primitiva, fuera, en un agujero hecho en tierra mojada, o sobre los herrumbrosos restos rojizos de un hornillo, y bebía el agua de color azafrán del lago con un cazo hecho de calabaza. Se atendía y cuidaba de sí mismo; era experto en el manejo del esquife y de la red; competente con la escopeta y el arpón, empero una criatura de pena y soledad, en mucho salvaje, casi un anfibio, mantenido aparte por sus semejantes, silente y receloso. Frente a la cabaña sobresalía el tronco caído de un álamo, a medias sumergido, a medias fuera del agua, su parte externa quemada del sol y gastada por el roce de los pies desnudos de Fishhead hasta ofrecer innumerables huellas de finas ray as que lo contorneaban, mientras la extremidad inferior estaba negra y podrida, lamida incesantemente por menudas olas cual por finas lenguas. Su lado más distante alcanzaba a las aguas profundas. Y constituía una parte indivisible del mismo Fishhead, pues a despecho de lo alejado que la pesca o el poner las trampas lo retuvieran durante el día, el ocaso había de encontrarlo de regreso, habiendo arrastrado su bote a la orilla y hallándose él a la otra punta del madero. Desde cierta distancia, algunos hombres lo columbraban allí varias veces, en ciertas ocasiones acurrucado, tan inmóvil como las tortugas que se deslizaban hasta la empapada punta durante su ausencia, y en algunos momentos tieso y vigilante cual una grulla en el río, con toda su desventurada figura amarillenta delineándose en medio de la amarillez soleada, en medio de las aguas amarillas, de la amarillenta ribera, todo ello amarillo a su vez. Mas si los habitantes de Reelfoot esquivaban a Fishhead de día, por la noche le tenían miedo y huían de él como de la peste, temerosos incluso de la posibilidad de un encuentro casual. Pues se contaban feas historias de Fishhead, historias que todos los negros y algunos blancos se creían. Decían que aquel grito escuchado precisamente un poco antes de oscurecer y un poco después, propagado como en un chapoteo sobre las tenebrosas aguas, era su grito de llamada a los siluros, y que a su clamor éstos acudían en manada, y que a su lado Fishhead nadaba por el lago las noches de luna, divirtiéndose con los monstruos, zambulléndose con ellos, incluso comiendo en su compañía, ¡y de qué manera!, hasta de las puercas cosas que ellos comían. El grito fue oído muchísimas veces, y aquella vez fue bien cierto, y era cierto también que los descomunales peces se hallaban significativamente apretados a la entrada de la charca de Fishhead. Ninguno de los nativos de Reelfoot, blanco o negro, se habría atrevido entonces a sumergir una pierna o un brazo en el agua. Aquí había vivido Fishhead y aquí moriría. Los Baxter iban a matarle, y este día, en medio del verano, sería el día de su asesinato. Los dos Baxter —Jake y Joel— se acercaban en su piragua para cumplir el propósito. Este crimen tuvo un largo período de gestación. Los Baxter contaron para fraguar su odio con un motivo surgido varios meses antes que la decisión llegase al punto culminante.

Eran ellos unos pobres blancos, pobres en todos los sentidos —en estimación, en posesiones terrenales y en posición—, una pareja de exaltados jinetes ladrones advenedizos que vivían del tabaco y del whisky cuando el whisky y el tabaco estaban a su alcance, y de pan de maíz cuando carecían de recursos para otra cosa. La querella propiamente dicha venía de meses anteriores. Habiendo encontrado un día a Fishhead en la estrecha armazón del embarcadero de botes de Walnut Log, y estando ellos harto empapados de licores, jactanciosos en una falsa apariencia de valentía nacida del alcohol, le acusaron atrevidamente y sin pruebas de haber hollado la raya de sus dominios, un imperdonable pecado entre los moradores de los lagos y los barqueros del sur. Viendo que él soportó esta acusación en silencio, contentándose con mirarlos fijamente, se envalentonaron y le golpearon el rostro. Sólo que entonces él se revolvió y propinó a ambos la may or paliza de toda su vida, haciéndoles sangrar la nariz y magullándoles los labios con enérgicos golpes contra la mandíbula, y finalmente abandonándolos, maltrechos y postrados, sobre el barro. Sin embargo, en los espectadores que presenciaron esto, el sentimiento de que lo que sucede siempre es oportuno triunfó sobre los prejuicios raciales, lo cual se manifestó permitiendo que un negro diese a aquéllos una tunda, a dos hombres libres de nacimiento, a dos blancos soberanos. Tal era el motivo de que ahora fueran a buscarle a él, un maldito negro. La cosa, en su conjunto, había sido planeada minuciosamente. Iban a matarle sobre aquel tronco de álamo, a la puesta del sol. No habría testigos que lo presenciasen, ni después el justo castigo consecuente. Lo fácil de la empresa les hizo olvidar el miedo innato que sintieran al emplazamiento mismo de la morada de Fishhead. Hacía más de una hora que navegaban desde su cabaña a través de un serpeante y profundo brazo del lago. Su piragua, construida al fuego, excavada a golpes de azuela y de cuchillo, procedente de una hevea o árbol de la goma, deslizóse sobre el agua tan silenciosamente como nada el polluelo del ánade, dejando atrás una larga estela sobre las aguas tranquilas. Jake, mejor como remero, iba sentado a la popa de la cóncava embarcación, batiendo con rapidez los salpicantes golpes de remo. Joel, mejor como tirador, iba delante, sentado en cuclillas. Entre sus rodillas había una pesada y rústica escopeta de cazar patos. Aunque el espionaje que precedió en torno a su víctima los hubiera llevado a la absoluta convicción de que Fishhead no regresaría a la orilla en varias horas, un redoblado sentido de precaución los impelía a bogar estrechamente pegados a las riberas, cubiertas de maleza. Se deslizaron a lo largo de la costa como una sombra, moviéndose con tanta suavidad y silencio, que las vigilantes y fangosas tortugas apenas si se dignaban a volver la serpentina cabeza a su paso. De tal suerte que media hora antes de lo previsto alcanzaron, suavemente deslizantes, los alrededores de la bocana de la charca, que parecía creada para una natural emboscada. Donde el desagüe de la ciénaga se unía a las aguas profundas había un árbol caído, medio arrancado su cepellón, vencido hacia la orilla, con la copa todavía espesa y hojas verdes que extraían aún alimento de la tierra donde los raigones, medio al descubierto, se tenían. Todo ello cubierto y enredado por una gran exuberancia de zarcillos y uvas agrias silvestres. En derredor había arremolinamiento de detritus, tallos de maíz, tiras de corteza mudada por los árboles, manojos de hierbajos podridos, todo el desperdicio y abarrote acumulado desde el año anterior en un apacible remanso. En línea recta hacia este verde amontonamiento, deslizábase la piragua, que se meció de costado al tocar en el tronco protector del árbol y quedando escondida desde el lado de dentro con la cortina interpuesta por la lujuriante vegetación, justamente como los Baxter hubieran pretendido que quedase oculta, cuando en días precedentes, durante una exploración anterior, señalaron este remansado paraje como lugar de espera y lo incluy eron, entonces y allí mismo, en las diferentes etapas de su plan. No había habido ningún tropiezo ni contratiempo. Nadie fue visto en los alrededores a lo largo de aquellas horas de la tarde, nadie capaz de señalar sus movimientos.

Y de un momento a otro Fishhead debería oportunamente hacer acto de presencia. La vista acostumbrada al bosque que Jake poseía iba siguiendo pensativamente el giro del sol hacia su ocaso. Las sombras, proyectadas hacia la costa, se alargaban y escabullían en pequeñas ondulaciones. Moría a lo lejos el leve bullicio del día, los menudos rumores de la noche incipiente comenzaban a multiplicarse. Se fueron las moscas de abultado vientre, mientras voluminosos mosquitos de moteadas y grises patas irrumpían para ocupar el puesto de aquéllas. El lago soñoliento lamía las cenagosas orillas con pequeños lengüeteos, como si hallase agradable el sabor del fango crudo. Un monstruoso cangrejo, tan gordo como una langosta, trepó hasta la salida de su seca chimenea de barro y allí se quedó empingorotado, cual armado centinela en una atalay a. Disparatados murciélagos comenzaron a revolotear, detrás y delante, sobre las copas de los árboles. Una rata almizclera, nadando con la cabeza fuera, viose obligada a virar repentinamente al darse cuenta de la presencia de una serpiente mocasín, tan gruesa e hinchada por su caliente veneno, que habríase dicho un lagarto sin patas, conforme agitaba a lo largo la superficie del agua en una serie de lentos y torpes zigzagueos. Precisamente, encima de las cabezas de los dos asesinos en acecho colgaba un apretado y minúsculo gusano de la mosca de agua, asido a una especie de concreción con apariencia de barrilete.

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