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Relatos de Faerun – Christie Golden

En enero de 2003, una encuesta realizada la página de Wizards of the Coast animaba a los lectores a elegir sus relatos preferidos aparecidos en las ocho antologías previas de Reinos Olvidados (que no se han publicado en castellano), y este volumen es el resultado. En él se incluyen catorce cuentos: trece escogidos por los lectores y un relato inédito de R. A. Salvatore. De la mano de Ed Greenwood, J. Robert King, Jean Rabe, Elaine Cunningham y otros autores os invitamos a este peculiar recorrido por la mítica historia de Faerun.


 

En las tierras de Toril vivían unos hombres poderosos cuyos nombres raramente se mencionaban y de cuy as hazañas sólo se hablaba entre murmullos furtivos. Entre ellos se encontraban los Comerciantes del Crepúsculo, una asociación de capitanes mercantes que comerciaban con las misteriosas gentes de la Antípoda Oscura. Tan exclusiva hermandad contaba con una media docena de miembros, todos tan astutos como audaces, menos atentos a la moralidad de sus actos que a su ambición. La integración en este grupo clandestino tenía lugar en secreto, tras un proceso largo y complicado supervisado no sólo por los miembros de la asociación, sino también por fuerzas misteriosas de los reinos inferiores. Quienes superaban dicha iniciación conseguían un acceso privilegiado a los reinos ocultos: el derecho a entrar en la ciudad comercial subterránea conocida como MantolDerith. Construida en el interior de una gigantesca caverna enclavada a unos cinco mil metros de profundidad, Mantol-Derith estaba envuelta en una atmósfera de magia más tupida que la de la ciudadela de un hechicero. El secreto que la rodeaba era la principal de sus defensas: pocos eran los que en la misma Antípoda Oscura conocían la existencia de aquel gran mercado. Muy pocos sabían cuál era su emplazamiento exacto. De hecho, bastantes de los mercaderes que acudían a ella con regularidad habían tenido dificultades para situar la caverna en un mapa. Tan complicadas eran las rutas de acceso a Mantol-Derith que los mismos duergars y gnomos de las profundidades tenían problemas para orientarse por ellas. Entre la ciudad-mercado y las poblaciones más próximas se extendían unos laberintos de túneles infestados de monstruos y cuajados de puertas secretas, portales de teletransporte y trampas mágicas. Nadie llegaba a Mantol-Derith por casualidad: el comerciante que a ella se dirigía conocía el camino a la perfección o moría en el empeño. El gran mercado subterráneo tampoco podía ser localizado mediante la magia. Las extrañas radiaciones de la Antípoda Oscura resultaban particularmente poderosas en los gruesos muros de piedra que envolvían la caverna. Ninguna llave mágica servía para atravesarlos. Todo conjuro se veía disipado o devuelto, en algunas ocasiones después de haber sufrido una peligrosa mutación. Los mismos drows, los indiscutidos reyes de la Antípoda Oscura, no tenían fácil acceso al mercado. En la población de los elfos oscuros más cercanos, la gran ciudad de Menzoberranzan, apenas llegaban a ocho las asociaciones mercantiles que conocían aquellas rutas secretas. La posesión de dicho secreto era la clave para disfrutar de una riqueza y un poder inmensos, la máxima distinción a que podía aspirar un mercader de la ciudad.


No es de extrañar, por consiguiente, que se diera una lucha feroz por hacerse con él, una lucha que con frecuencia implicaba complejas intrigas y desembocaba en sangrientas luchas en las que ambas partes recurrían por igual a las armas y a la magia. Tales enfrentamientos y disputas eran del agrado de las matronas que gobernaban la ciudad, las sacerdotisas de Lloth, quienes, por otra parte, no prestaban demasiada atención a las actividades de sus súbditos de a pie. Eran pocas las gobernantas de Menzoberranzan —excepción hecha de aquéllas que mantenían alianzas con una u otra asociación de mercaderes— que mostraban demasiado interés por el mundo que se extendía más allá de la caverna de su ciudad. Los drows eran un pueblo insular, convencidos de su superioridad racial, fanáticamente devotos del culto a Lloth, por entero inmersos en las intrigas y la división inspiradas por su Señora del Caos. La posición social lo era todo, y la lucha por el poder agotaba todas las energías. La visión del mundo que tenían los elfos subterráneos era estrecha por tradición, y muy pocas cosas conseguían distraerlos de sus querellas intestinas. Con todo, la existencia de Xandra Shobalar, la tercera hija de cierta casa noble de la ciudad, se regía por las dos principales fuerzas motrices de los drows: el odio y la sed de venganza. Los miembros de la casa Shobalar eran de naturaleza muy reservada, incluso en aquella ciudad tendente a la paranoia, hasta el punto de que raramente se aventuraban fuera del complejo residencial familiar. En aquel momento Xandra se encontraba más lejos de su hogar de lo que nunca había querido estar. El viaje a Mantol-Derith era muy largo: la medianoche de Narbondel seguramente se presentaría un centenar de veces hasta que volviera a encontrarse entre los muros de la casa Shobalar. Eran pocas las aristócratas que se atrevían a viajar tan lejos, por miedo a que su posición fuera usurpada durante su ausencia. Xandra no albergaba dicho temor. Ella tenía diez hermanas, cinco de las cuales, como la propia Xandra, se contaban entre las escasas magas de Menzoberranzan. Sin embargo, ninguna de las cinco ambicionaba su posición. Xandra era una Señora de la magia, encargada de formar en el arte de los encantamientos a los jóvenes de Shobalar y, por supuesto, a todos los retoños de la Casa que mostraran predisposición a la magia. Aunque su responsabilidad era muy importante, la gloria de su misión estribaba en la acumulación de poderes mágicos y en el estudio y creación de misteriosos experimentos, que le permitieran crear nuevos y prodigiosos objetos mágicos. Si alguna de las hechiceras de Shobalar tratara de arrebatarle su cargo de instructora, Xandra la mataría en el acto, aunque sólo fuese por mera formalidad. Ninguna hembra drow permitía jamás que una rival le quitase algo que era suyo, incluso cuando ese algo no le merecía especial estima. Es posible que no sintiera gran pasión por su cometido, pero Xandra Shobalar era muy efectiva en lo que hacía. En Menzoberranzan se tenía los brujos de Shobalar por grandes innovadores, y todos sus alumnos eran educados a conciencia. Entre dichos alumnos se contaban los hijos, y las hijas, de la casa Shobalar, algunos niños de otras casas nobles que Xandra había aceptado como aprendices y unos cuantos muchachos de origen humilde y disposición prometedora que había comprado, secuestrado o adoptado. Estas últimas adopciones generalmente tenían lugar tras la conveniente desaparición de una familia, cuando un niño con dotes mágicas se quedaba huérfano. Una vez convertidos en miembros de la casa Shobalar, lo habitual era que los alumnos de Xandra obtuvieran los máximos galardones en las competiciones anuales destinadas a estimular las dotes de los jóvenes drows. Tales triunfos garantizaban el acceso a la Sorcere, la escuela de magia dependiente de la reputada Academia Tier Breche. Hasta la fecha, todos los alumnos educados en la casa Shobalar habían ingresado en esa Academia, y la mayoría de ellos sobresalían en el dominio del Arte.

Estos éxitos eran fuente de orgullo, un orgullo que Xandra Shobalar poseía en grado superlativo. Pero esta misma reputación había sido la causante de que Xandra hubiera ido a la lejana Mantol-Derith. Hacía unos diez años, Xandra había reclutado a una muchacha con grandes dotes para la magia. Al principio, la Dama Shobalar se había mostrado entusiasmada con aquella niña que prometía engrandecer todavía más su reputación. Xandra tenía por misión iniciar en la magia a Liriel Baenre, la hija única y casi segura heredera de Gomph Baenre, el poderoso archimago de Menzoberranzan. Si la muchacha respondía a las esperanzas en ella depositadas (lo que era más que probable, pues de lo contrario el influyente Gomph no perdería el tiempo con la hija que había tenido con la bella y estúpida Sosdrielle Vandree), podía ser que la joven Liriel acabara por heredar el título nobiliario de su padre. Xandra se relamía ante la perspectiva de convertirse en la mentora de la próxima archimaga de Menzoberranzan, la primera hembra en acceder a tan alto cargo. Pero su alegría inicial se vio atemperada por la insistencia de Gomph en que el acuerdo al que habían llegado se mantuviera oculto. Mantener ese secreto no era un imposible, pues el clan Shobalar era de natural discreto, aunque a Xandra le contrariaba no poder alardear de su nueva alumna ante todos ni ufanarse en público de la alta consideración en que los Baenre tenían a su Casa. Por lo demás, la Señora de la Magia ansiaba que llegara el día en que la pequeña pudiera competir ¡y vencer!, en los concursos de aprendices de mago. Xandra se relamía de gozo ante tan espléndida perspectiva. Desde el primer día, la joven Liriel superó todas las expectativas que Xandra había puesto en ella. La tradición requería que el estudio de la magia se iniciara cuando los niños entraban en la denominada Década Ascharlexten, el complicado tránsito de la primera niñez a la pubertad. Durante ese período, que solía iniciarse en torno a los quince años de edad y que finalizaba al llegar a la pubertad o al cumplir veinticinco años —lo que antes sucediese—, los niños drows tenían la suficiente energía física para canalizar las fuerzas de la magia y la suficiente instrucción para leer y escribir el complicado lenguaje de sus may ores. Sin embargo, Liriel se situó bajo el manto de Xandra a los cinco años de edad, cuando era poco más que una criatura. Aunque los elfos oscuros solían despertar a sus innatos poderes durante la primera infancia, a aquellas alturas Liriel disfrutaba de un dominio formidable de su mágica herencia. No sólo eso, sino que también estaba capacitada para leer las viejas runas escritas en Alto Drow. Y, lo más importante, poseía en grado sumo el talento natural que diferenciaba a una verdadera hechicera de un simple drow con talento para la magia. En muy breve plazo, la niñita aprendió a descifrar los viejos pergaminos, a reproducir los signos arcanos y a memorizar encantamientos sumamente complicados. Xandra estaba entusiasmada. Liriel se convirtió en su orgullo, en una mimada y casi querida hija adoptiva. Así siguieron las cosas durante cinco años. Hasta que la niña empezó a descollar entre los alumnos de la casa Shobalar. Xandra comenzó a inquietarse. Cuando Liriel superó en conocimiento a la propia hija de Xandra, By thnara, que tenía bastantes años más.

Xandra se contrarió. Y cuando la hija de los Baenre empezó a desgranar unos conjuros que estaban fuera del alcance de los magos segundones pertenecientes al clan Shobalar, la contrariedad de Xandra dio paso a un odio frío y competitivo que las drows acostumbraban a sentir por sus semejantes. Cuando Liriel creció en estatura y se fue convirtiendo en una joven de belleza extraordinaria, Xandra fue presa de una envidia tan honda como personal. Y cuando el creciente interés que aquella mocosa mostraba por los soldados y sirvientes masculinos de la casa Shobalar evidenció que había entrado en la Década Ascharlexten, Xandra creyó llegada su oportunidad y urdió un dramático punto final a la educación de Liriel. Para lo que eran las relaciones entre los drows, ésta era una progresión bastante típica, sólo peculiar por lo intenso de la animosidad de Xandra, en lo lejos que estaba dispuesta a llegar para calmar el ardiente odio que sentía por la demasiado talentosa hija de Gomph Baenre. Tal era, en definitiva, la sucesión de acontecimientos que había llevado a Xandra a las calles de Mantol-Derith. A pesar de lo imperioso de su misión, la maga drow no dejaba de maravillarse ante las espléndidas vistas que ofrecía Mantol-Derith. Era la primera vez que Xandra salía de la enorme caverna de Menzoberranzan, y aquel gran mercado, tan exótico como pintoresco, era por completo distinto a su ciudad natal. Mantol-Derith estaba enclavada en una gigantesca gruta natural, una caverna excavada eones atrás por unas aguas torrenciales que hasta la fecha seguían su curso. Xandra estaba acostumbrada a las inmóviles y negruzcas profundidades del lago Donigarten, vecino a Menzoberranzan, y a los pozos tan mudos como profundos donde las familias aristocráticas de la ciudad guardaban sus tesoros más preciados. En Mantol-Derith, el agua era una fuerza viva y vital. El sonido dominante en aquella inmensa caverna era el de las aguas en movimiento. Por las paredes de la gruta se precipitaban cascadas provenientes del techo de aquella gran caverna en forma de cúpula, mientras que las abundantes fuentes susurraban su canción junto a los pequeños embalses que estaban por todas partes y los arroyos espumeantes que discurrían por toda aquella gruta colosal. Aparte de la omnipresente música del agua, en la ciudad-mercado reinaba un silencio más bien extraño. Mantol-Derith tenía menos de baza bullicioso que de escenario de acuerdos clandestinos y taimadas negociaciones. La luz era más abundante que el sonido. Unas cuantas farolas resultaban suficientes para que toda la caverna reluciese, pues sus muros estaban incrustados de gemas y cristales multicolores. Por todas partes se veían obras de reluciente mampostería. Las paredes de los embalses exhibían unos mosaicos maravillosos elaborados con gemas semipreciosas y los puentecillos que cruzaban los arroyos eran de cristal natural esculpido, mientras que los senderos estaban pavimentados con gemas talladas y alisadas. En ese momento los pies de Xandra estaban avanzando por un sendero hecho de reluciente malaquita verde. Era un tanto incómodo caminar entre semejante despliegue de riquezas, incluso para una drow proveniente de Menzoberranzan. Por lo menos, la atmósfera le resultaba familiar. Húmedo y cargado, el aire olía a hongos. El mercado central estaba situado en el centro de un bosque de setas gigantes, bajo cuy os sombreretes se encontraban los puestos de los mercaderes. Los perfumes, las maderas aromáticas, las especias y los frutos exóticos y dulzones —tan del gusto de los adinerados habitantes de la Antípoda Oscura— aportaban sus intensas fragancias a la húmeda atmósfera.

Para Xandra, lo más extraño de aquel mercado era la tregua aparente que existía entre las distintas razas enfrentadas que comerciaban en él. En los tenderetes y en las calles, los gnomos del color de la piedra, conocidos como los svirfneblin, se mezclaban pacíficamente con los duergars, habitantes de las profundidades, de pigmentación más oscura, los desastrados mercaderes de la superficie y, por supuesto, los drows. En los cuatro extremos de la vasta caverna había unos edificios gigantescos que servían como almacenes y ofrecían alojamiento por separado a los cuatro grupos: svirfneblin, drows, duergars y habitantes de la superficie. Xandra, en ese momento, se estaba dirigiendo al que albergaba a los habitantes de la superficie. El sonido de las aguas en movimiento era cada vez más intenso a medida que Xandra se acercaba a su destino, pues la esquina del mercado en la que se vendían productos de la superficie se hallaba situada junto a la cascada principal. La atmósfera era particularmente húmeda en este lugar, de forma que los tenderetes y mostradores estaban envueltos en lonas que los protegían. La humedad impregnaba el rocoso suelo de la gruta, empapando las lanas y las pieles de los seres de la superficie que se arremolinaban en el lugar, un heterogéneo grupo de orcos, ogros, humanos y demás. Xandra esbozó un gesto de aprensión y se embozó el rostro con su capa para resguardarse de aquella atmósfera hedionda. Sus ojos recorrieron la abigarrada y pestilente multitud en busca del hombre que le habían descrito. Al parecer, entre semejante gentío era más fácil reconocer a una elfa drow que a uno de tantos humanos. Desde el interior de una tienda de lona, una voz grave y melodiosa llamó a la hechicera por su nombre y título. Xandra se volvió hacia aquella voz, sorprendida de encontrar a un drow en tan sórdido entorno. Sin embargo, la figura pequeña y encorvada que se le acercó renqueando era la de un varón humano. El hombre era viejo para ser un humano, con el pelo blanco, el rostro curtido y oscuro, y el paso lento y vacilante. Estaba claro que los años habían hecho mella en su persona, como lo atestiguaban el bastón con que se ay udaba a caminar y el parche que le cubría el ojo izquierdo. Con todo, a pesar de sus taras físicas, saltaba a la vista que el desconocido gozaba de una buena posición social. Elaborado en una madera lustrosa, su bastón estaba ornado con gemas y revestido con una chapa dorada. Sobre su túnica de fina seda plateada lucía una capa bordada con hilos de oro y cuy o cierre exhibía un gran diamante. Gemas de buen tamaño relucían en sus dedos y en torno a su garganta. Su sonrisa de bienvenida denotaba una gran seguridad en sí mismo, la seguridad de quien lo tiene todo y está satisfecho con su posición social. —¿Hadrogh Prohl? —preguntó Xandra. El mercader hizo una reverencia. —A vuestro servicio, Dama Shobalar —respondió hablando un drow fluido pero con marcado acento. —Ya sabes quién soy. Así que también sabrás que ando buscando… —Por supuesto, Dama Shobalar, y estaré encantado de ayudaros en lo que pueda.

La visita de una dama tan noble constituye un verdadero honor para mí. Por favor, pasad al interior —invitó, haciéndose a un lado para que Xandra entrase en la tienda de lona. Las palabras de Hadrogh eran deferentes, y sus modales correctos hasta lo obsequioso, los adecuados al tratar con una dama perteneciente a la aristocracia drow. Y sin embargo, Xandra se sentía un tanto escamada. La actitud del mercader daba la impresión de ser amistosa, relajada, no demasiado despierta incluso. En otras palabras, su actitud era la de un zoquete más bien ingenuo. Que un hombre así hubiera podido sobrevivir durante tanto tiempo en los túneles de la Antípoda Oscura era un misterio para la maga de Shobalar. Con todo, Xandra no dejó de observar que, a diferencia de la may oría de los humanos, Hadrogh no precisaba de las cegadoras luces de antorchas y faroles. El interior de su tienda estaba en una penumbra que a Xandra le resultaba cómoda, y el mercader no parecía tener problema para orientarse entre el laberinto de cajas, jaulas y baúles. Curiosa, Xandra musitó un conjuro sencillo destinado a aportar algunas respuestas sobre la naturaleza de aquel hombre y los poderes mágicos de que acaso disponía. No le sorprendió demasiado que ese conjuro de búsqueda fuera por completo inútil. O bien el astuto Hadrogh era portador de algún recurso mágico destinado a rechazar los conjuros ajenos, o bien contaba con una inmunidad mágica innata similar a la que ella misma poseía. Xandra empezaba a albergar ciertas sospechas sobre el verdadero origen del mercader, unas sospechas que resultaban demasiado terribles para expresarlas en voz alta. En todo caso, lo que estaba claro era que aquel humano se encontraba muy a gusto en la Antípoda Oscura y que sabía cuidar de sí mismo a la perfección, a pesar de su apariencia frágil y envejecida. Por lo demás, aquel mercader mestizo de drow —pues las sospechas de Xandra eran fundadas— no daba muestras de haberse dado cuenta del atento examen de la hechicera. Hadrogh finalmente llevó a Xandra a la parte posterior de la tienda y se detuvo ante una hilera de grandes jaulas, cada una de las cuales contaba con un único ocupante. El mercader las señaló con un gesto de la mano y dio un paso atrás para que Xandra pudiera contemplar la mercancía a su antojo. La maga paseó con calma ante la hilera de jaulas, observando con atención a aquellos seres destinados a la esclavitud. Aunque los esclavos eran abundantes en la Antípoda Oscura, el característico esnobismo de los elfos oscuros llevaba a que éstos siempre anduvieran ansiosos por adquirir sirvientes de naturaleza novedosa o inusual. La demanda de esclavos provenientes de la superficie era incesante. Las hembras medianas eran muy apreciadas como doncellas debido a su habilidad manual y su capacidad para ondular, rizar y recortar los cabellos hasta convertirlos en verdaderas obras de arte. Los enanos de las montañas, más habilidosos que los duergars en la orfebrería y el manejo de las armas, eran muy valorados a pesar de su carácter frecuentemente díscolo. Los humanos resultaban útiles como bestias de carga y fuentes de pociones y conjuros desconocidos en la Antípoda Oscura. Los animales de origen exótico también eran muy apreciados. Los drows más ostentosos los criaban como mascotas o los exhibían en sus pequeños zoológicos privados.

Muchos de tales animales acababan en las arenas del barrio de Muchasrazas, en la propia Menzoberranzan. Los elfos oscuros sedientos de sangre se apiñaban en las gradas para disfrutar del espectáculo ofrecido por la lucha de los animales entre ellos, contra esclavos de diversas razas y contra soldados drows deseosos de hacerse un nombre o ganarse el puñado de monedas y la momentánea celebridad de la que disfrutaban quienes salían vivos de la arena. Hadrogh estaba en disposición de aportar esclavos o animales con cualquier finalidad. Xandra hizo un gesto de satisfacción al contemplar tan heterogénea colección. —Mi querida señora, no me han informado en detalle del tipo de esclavo que andáis buscando… Si me decís cuáles son vuestros requerimientos, quizá me sea más fácil guiaros en vuestra selección —ofreció Hadrogh. Un brillo peculiar centelleó en los rojizos ojos de la hechicera. —No ando buscando esclavos —corrigió—. Lo que necesito es una presa. —Ah. —El mercader no parecía sorprendido—. ¿Una presa acaso destinada al Rito de Sangre? Xandra asintió con la expresión ausente. El Rito de Sangre era una ceremonia peculiar de los drows, un ritual iniciático en el que los jóvenes elfos oscuros tenían que dar caza y matar a un ser inteligente o peligroso, preferiblemente proveniente de la superficie. Lo normal era que esas cacerías se organizaran en la superficie. Con todo, la adquisición de cautivos adecuados como presa en ocasiones llevaba a que la persecución se celebrase en los peligrosos túneles de la Antípoda Oscura. La selección de la presa ritual jamás había sido tan importante como esta vez, por lo que Xandra observó a los candidatos con la mayor de las atenciones. Sus ojos rojizos se detuvieron en la forma encogida de un niño elfo de piel clara y cabellos dorados. Los sañudos drows sentían un odio proverbial por los elfos de la superficie. Los elfos feéricos, como también eran conocidos, eran las presas preferidas cuando el Rito de Sangre se celebraba a pleno sol, si bien raramente se les daba caza cuando la ceremonia tenía por escenario la Antípoda Oscura. En consecuencia, la captura de una presa tan rara durante la cacería ritual confería un gran prestigio a quien la conseguía. Muy a su pesar, Xandra negó con la cabeza. Aunque el joven elfo de la superficie era lo bastante may or para ofrecer resistencia a un perseguidor, sus ojos hundidos y sin expresión desmentían esa primera impresión. El joven feérico parecía no darse cuenta de nada de cuanto lo rodeaba. Su mirada estaba fija en un mundo propio y preñado de pesadillas. Estaba claro que el muchacho costaría un precio exorbitante, pues eran incontables los drows que pagarían lo que fuese por acabar con un feérico, por lastimosa que fuera su condición. Pero Xandra andaba buscando una presa más peligrosa.

La maga se situó ante la jaula vecina, cuy o interior estaba ocupada por un animal de aspecto magnífico, una especie de felino con el pelaje pardo y alas similares a las de un murciélago de las profundidades. Mientras paseaba furioso por la jaula, su cola —que era tan larga como flexible y estaba atravesada por varias puntas de hierro— no dejaba de asestar unos latigazos formidables a los barrotes que sonaban con estrépito. Su horrísono rostro de humanoide estaba contraído por la rabia; sus ojos miraron a Xandra con un hambre voraz, con la furia y el odio más absolutos. Un ejemplar muy prometedor, se dijo ella. Esforzándose en no mostrar demasiado interés, pues no quería que el precio del animal se incrementara, Xandra se volvió hacia el mercader y enarcó una ceja con aire escéptico. —Se trata de una mantícora, un animal verdaderamente temible —explicó Hadrogh—. Una bestia que vive con el ansia irresistible de devorar carne humana. Aunque no le haría ascos a la carne de drow, si tal es vuestra intención. Con ello tan sólo quiero decir que la naturaleza voraz de ese animal aportaría may or emoción a la cacería —matizó al instante—. La mantícora es un depredador, un adversario de verdadera talla. Xandra contempló al animal con renovada atención, complaciéndose en sus colmillos y garras similares a dagas afiladísimas. —¿Inteligente? —preguntó. —Es una bestia muy astuta. —Pero ¿capaz de diseñar su propia estrategia y reconocer la contraestrategia hasta los niveles tercero y cuarto? —insistió la hechicera—. La joven maga que se dispone a afrontar el Rito de Sangre constituye un adversario formidable. Quiero una presa que verdaderamente ponga a prueba su capacidad. El mercader abrió las manos en el aire y se encogió de hombros. —La fuerza bruta y el hambre también son armas muy poderosas —afirmó —. Unas armas que la mantícora posee en abundancia. —Como no lo has mencionado, imagino que este animal carece de poderes mágicos —apuntó la maga—. ¿Cuenta con alguna clase de protección natural contra los conjuros? —Me temo que no. Lo que me pedís, mi digna señora, son unos dones que los drows poseen casi en exclusiva. Unos poderes que son muy difíciles de encontrar entre los seres inferiores —respondió el mercader con tono obsequioso. Xandra resopló con fastidio y se plantó ante la siguiente jaula, en la que un animal enorme y de pelaje blanco estaba roy endo ruidosamente una pata de rote. La bestia venía a ser una especie de quaggozh —un animal parecido a un oso que vivía en la Antípoda Oscura—.

Con la salvedad de que su cabeza era puntiaguda y su cuerpo despedía un penetrante hedor almizclado. —No, me temo que un y eti no resulta conveniente para vuestros propósitos — dijo Hadrogh con tono pensativo—. ¡Vuestra joven maga no tardaría en detectarlo por el olor! —El ojo bueno del mercader se iluminó de repente. Chasqueando los dedos, Hadrogh añadió—: ¡Un momento! Acaba de ocurrírseme que acaso tenga exactamente lo que buscáis… El mercader se marchó sin añadir palabra para volver unos segundos después seguido por un humano. Xandra esbozó una expresión de disgusto. Hasta el momento, Hadrogh le había parecido un profesional astuto, demasiado buen conocedor de la naturaleza de los drows para ofrecer una mercancía de tan bajo nivel. Su mirada desdeñosa recorrió al humano de arriba abajo, fijándose en su forma contrahecha, similar a la de un enano, en la piel blancuzca de su rostro barbado, en los extraños tatuajes visibles a través de los cortísimos cabellos grises que recorrían su craneo con irregularidad, en la túnica polvorienta y de un rojo tan chillón que hasta los míseros prostitutos del barrio de Eastmy r lo hubieran encontrado grotesco. Pero cuando Xandra fijó la mirada en los ojos del cautivo, unos ojos tan verdes y duros como la malaquita más preciosa, el gesto despectivo al punto se esfumó de sus labios. Lo que vio en aquellos ojos la dejó anonadada: una inteligencia que iba mucho más allá de lo previsto, orgullo, astucia, rabia y un odio implacable. Conteniendo la respiración, Xandra examinó las manos del cautivo. Sí, tenía las muñecas amarradas y las manos envueltas en una espesa capa de vendajes de seda. Saltaba a la vista que le habían quebrado algunos dedos, precaución habitual cuando un prisionera era dado a los conjuros. No importaba. Los poderosos sacerdotes de la casa Shobalar sabrían curar dichas fracturas con prontitud. —Un brujo —repuso Xandra, procurando que su tono de voz fuera neutro. —Un brujo muy poderoso —subray ó el mercader. —Eso lo veremos ahora mismo —murmuró ella—. Desátalo. Pienso ponerlo a prueba. El mercader no trató de disuadirla, lo que hablaba en su favor. Hadrogh liberó al humano de sus ataduras e incluso encendió un par de pequeñas velas para que el cautivo pudiera ver mejor. El hombre de la túnica roja flexionó los dedos con visible dolor. Xandra no dejó de advertir que sus manos se mostraban rígidas pero que no parecían haber sufrido verdaderos daños. La maga miró a Hadrogh en demanda de una explicación. —Un amuleto de contención —dijo el mercader, señalando el collar dorado que el humano llevaba al cuello—.

Se trata de un escudo mágico destinado a evitar que el mago pueda recurrir a los conjuros que hay a aprendido y memorizado en el pasado. Eso sí, nuestro hombre está en disposición de aprender y recurrir a nuevos conjuros. Su mente sigue intacta, lo mismo que los conjuros preservados en su recuerdo. Lo mismo que sus manos. Reconozco que este método resulta más bien costoso, pero mi reputación me obliga a entregar la mercancía en perfectas condiciones. Una inusual sonrisa apareció en el rostro de Xandra. La maga nunca había oído hablar de unas prácticas semejantes, pero lo cierto era que se ajustaban a la perfección de sus propósitos. Las cualidades que andaba buscando eran la astucia, la rapidez mental y la aptitud para la magia. Si el humano demostraba contar con ellas, la propia Xandra se encargaría de enseñarle cuanto fuera necesario. Que la mente del cautivo pudiera ser más tarde explorada y su arsenal de recursos mágicos explotado en su provecho constituían sendos alicientes adicionales. Sin más dilación, la drow sacó tres pequeños objetos de la bolsa que llevaba a la cintura y los mostró a la atenta mirada del humano. Pausadamente, Xandra hizo los pases mágicos y desgranó las palabras de un sencillo conjuro. En respuesta un pequeño globo de oscuridad apareció en torno a una de las dos velas, anulando su luz por completo. —Ahora tú —le ordenó Xandra entregándole aquellos objetos al humano. El brujo envuelto en la túnica roja al punto comprendió lo que se pedía de él. El orgullo y la rabia ensombrecieron su rostro, pero sólo por un momento: el atractivo de un conjuro nuevo y desconocido le resultaba irresistible. Lentamente, con cuidado, el humano secundó los pases mágicos de Xandra y repitió sus palabras. La segunda vela tembló un segundo y se vio ensombrecida. La llama seguía siendo débilmente perceptible a través de la neblina grisácea que la envolvía. —Este humano parece prometedor —reconoció la maga de Shobalar. Era inhabitual que un hechicero pudiera reproducir un conjuro, aunque fuera de forma imperfecta, sin haberse sumido antes en el adecuado estudio de los símbolos mágicos—. Sin embargo, su pronunciación es verdaderamente deplorable y seguirá siendo un obstáculo para sus eventuales progresos. ¿No tendrás a mano, por casualidad, un brujo que hable drow? ¿O por lo menos el dialecto común de la Antípoda Oscura? Es mucho más fácil adiestrar a alguien con quien pueda comunicarme adecuadamente. Hadrogh hizo una reverencia y se marchó a toda prisa. Cuando volvió un momento después, el mercader alzó la mano en gesto solemne, dándole a entender a Xandra que había dado con otra solución.

La débil lucecilla de la vela envuelta en una niebla grisácea arrancó destellos de los dos pequeños aretes semicirculares de plata que llevaba en la mano. —Sirven para traducir la conversación —explicó—. Uno de los aretes se clava en su oído, para que entienda lo que se le dice. El otro se clava en su boca, para que sus palabras sean comprensibles. ¿Os parece que haga una demostración?

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