Recopilación de relatos de Carlos Ruiz Zafón realizada por el Proyecto Scriptorium. Todos estos relatos se pueden encontrar en la web del autor, salvo «Rosa de fuego» que salió publicado en la prensa española.
La casa donde la vi por última vez ya no existe. En su lugar se alza ahora uno de esos edificios que resbalan a la vista y adoquinan el cielo de sombra.
Y sin embargo, aún hoy, cada vez que paso por allí recuerdo aquellos días malditos de la Navidad de 1938 en que la calle Muntaner trazaba una pendiente de tranvías y caserones palaciegos.
Por entonces yo apenas levantaba trece años y unos céntimos a la semana como mozo de los recados en una tienda de empeños de la calle Elisabets.
El propietario, don Odón Llofriu, ciento quince kilogramos de mezquindad y recelo, presidía su bazar de quincallería quejándose hasta del aire que respiraba aquel huérfano de mierda, uno entre los miles que escupía la guerra, a quien nunca llamaba por su nombre.
—Chaval, rediós, apaga esa bombilla, que no están los tiempos para dispendios. El mocho lo pasas a vela, que estimula la retina.
Así discurrían nuestros días, entre turbias noticias del frente nacional que avanzaba hacia Barcelona, rumores de tiroteos y asesinatos en las calles del Raval y las sirenas alertando de los bombardeos aéreos. Fue uno de aquellos días de diciembre del 38, las calles salpicadas de nieve y ceniza, cuando la vi.
Vestía de blanco y su figura parecía haberse materializado de la bruma que barría las calles. Entró en la tienda y se detuvo en el leve rectángulo de claridad que serraba la penumbra desde el escaparate.
Sostenía en las manos un pliego de terciopelo negro que procedió a abrir sobre el mostrador sin mediar palabra. Una guirnalda de perlas y zafiros relució en la sombra. Don Odón se calzó la lupa y examinó la pieza. Yo seguía la escena desde el resquicio de la puerta de la trastienda.
—La pieza no está mal, pero los tiempos no están para dispendios, señorita. Le doy cincuenta duros, y pierdo dinero, pero esta noche es Nochebuena y uno no es de piedra.
La muchacha plegó de nuevo el paño de terciopelo y se encaminó hacia la salida sin pestañear.
—¡Chaval! —bramó don Odón—. Síguela.
—Ese collar cuesta por lo menos mil duros —apunté.
—Dos mil —corrigió don Odón—. Así que no vamos a dejar que se nos escape.
Tú síguela hasta su casa y asegúrate de que no le dan un porrazo y la despluman. Ésa volverá, como todos.
El rastro de la muchacha se fundía ya en el manto blanco cuando salí a la calle. La seguí por el laberinto de callejas y edificios desventrados por las bombas y la miseria hasta emerger en la plaza del Peso de la Paja,
donde apenas tuve tiempo de verla abordar un tranvía que ya partía calle Muntaner arriba. Corrí tras el tranvía y salté al estribo posterior.
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