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Recuerdos, Sueños, Pensamientos – C. G. Jung

En la primavera de 1957, al final de su vida, cuando contaba 81 años, C. G. Jung emprendió la tarea de recapitular y poner por escrito sus «Recuerdos, sueños y pensamientos», con la colaboración de su colega y amiga Aniela Jaffé. En esta autobiografía las anécdotas se ponen al servicio exclusivo de su concepción del inconsciente y del hombre en general. No se detiene en recoger encuentros con otras celebridades ni en pronunciar discursos sobre el curso del mundo. Esta obra constituye el memorial analítico en el que el eminente psiquiatra suizo da a conocer sus años de formación, su ambivalente relación con Freud, sus principales viajes y descubrimientos, y la gestación del conocimiento que adquirió a partir de la experiencia de contacto, en ocasiones perturbador, con las imágenes arquetípicas que surgen del fondo del alma.


 

M PRÓLOGO I VIDA ES LA HISTORIA DE LA AUTORREALIZACIÓN DE LO INCONSCIENTE. Todo cuanto está en el inconsciente quiere llegar a ser acontecimiento, y la personalidad también quiere desplegarse a partir de sus condiciones inconscientes y sentirse como un todo. Para exponer este proceso de evolución no puedo utilizar el lenguaje científico; pues y o no puedo experimentarme como problema científico. Lo que se es según la intuición interna y lo que el hombre parece ser sub specie aeternitatis se puede expresar sólo mediante un mito. El mito es más individual y expresa la vida con may or exactitud que la ciencia. La ciencia trabaja con conceptos de término medio que son demasiado generales para dar cuenta de la diversidad subjetiva de una vida individual. Así pues, me he propuesto hoy, a mis ochenta y tres años, explicar el mito de mi vida. Sin embargo, no puedo hacer más que afirmaciones inmediatas, sólo « contar historias» . Si son verdaderas no es problema. La cuestión consiste solamente en si este es mi cuento, mi verdad. Lo más difícil en la configuración de una autobiografía consiste en que no se posee ninguna medida, ningún terreno objetivo desde el cual juzgar. No hay posibilidad de comparación. Yo sé que en muchas cosas no soy como los demás, pero no sé, sin embargo, cómo soy yo realmente. El hombre no puede compararse con nada: no es un mono, ni una vaca, ni un árbol. Soy una persona. ¿Pero qué es esto? Como todo ente, también yo me separé de la divinidad infinita, pero no puedo confrontarme con ningún animal, con ninguna planta y con ninguna piedra. Sólo un ente mítico está por encima de los hombres. ¿Cómo se puede tener una opinión definitiva acerca de sí mismo? Una persona es un proceso psíquico al que [ella misma] no domina, o sólo parcialmente. Por eso no puede dar un juicio final de sí misma ni de su vida.


Para ello tendría que saber todo lo que la concierne, pero a lo más que llega es a figurarse que lo sabe. En el fondo, uno nunca sabe cómo ha ocurrido nada. La historia de una persona tiene un comienzo, en cualquier punto del que uno se acuerda, pero y a entonces era muy complicado. Uno no sabe adonde va a parar la vida. Por esto el relato no tiene comienzo, y la meta sólo se puede indicar aproximadamente. La vida del hombre es un intento arriesgado. Sólo cuantitativamente se le puede considerar como un fenómeno prodigioso. Es tan efímero, tan insuficiente, que es un milagro que pueda existir algo y desarrollarse. Esto me impresionó ya cuando era estudiante de medicina, y me pareció que sería un milagro no morir prematuramente. La vida se me ha aparecido siempre como una planta que vive de su rizoma. Su vida propia no es perceptible, se esconde en el rizoma. Lo que es visible sobre la tierra dura sólo un verano. Luego se marchita. Es un fenómeno efímero. Si se medita el infinito devenir y perecer de la vida y de las culturas se recibe la impresión de la nada absoluta; pero yo no he perdido nunca el sentimiento de algo que vive y permanece bajo el eterno cambio. Lo que se ve es la flor, y ésta perece. El rizoma permanece. En el fondo sólo me parecen dignos de contar los acontecimientos de mi vida en los que el mundo inmutable incide en el mutable. De ahí que hable principalmente de los acontecimientos internos. A ellos pertenecen mis sueños e imaginaciones. Además constituyen la materia prima de mi trabajo científico. Fueron como de lava y de basalto que cristaliza en piedra tallable. Al lado de los acontecimientos internos los demás recuerdos (viajes, personas y ambiente) se esfuman. La historia de la época la han vivido y escrito muchos: mejor leerles a ellos o escuchar cuando alguien la cuenta. El recuerdo de los factores externos de mi vida ha desaparecido o se ha difuminado en su mayor parte.

Sin embargo, los encuentros con la otra realidad, el choque con el inconsciente han marcado mi memoria de modo indeleble. En este aspecto hubo siempre plenitud y riqueza, y todo lo demás quedó eclipsado. Así, pues, también los hombres se convirtieron en recuerdos imborrables sólo cuando en el libro de mi destino tenían ya sus nombres incorporados desde mucho tiempo antes, y su conocimiento venía a ser como una revelación. También las cosas que en la juventud o posteriormente me afectaron desde lo externo y se me hicieron importantes lo fueron al quedar incorporadas a la experiencia interna. Llegué muy pronto a la convicción de que si no se da una respuesta y solución desde lo interno a las relaciones de la vida, su significado es muy pobre. Las circunstancias externas no pueden sustituir a las internas. Por eso mi vida es pobre en acontecimientos externos. De ellos no puedo decir gran cosa, porque lo que dijera me parecería vacío o trivial. Sólo puedo comprenderme a partir de los sucesos internos. Constituyen lo peculiar de mi vida, y de ellos trata mi « autobiografía» . M INFANCIA EDIO AÑO DESPUÉS DE MI NACIMIENTO (1875) mis padres se trasladaron de Kesswil (cantón de Thurgau) junto al lago de Constanza, a la parroquia del castillo de Laufen, más allá de la cascada del Rin. Mis recuerdos se remontan aproximadamente a los dos o tres años. Recuerdo la casa del párroco, el jardín, los libros infantiles, la iglesia, el castillo, la cascada del Rin, el castillo de Worth y la finca de Messmer. Son islas de recuerdo que flotan en un mar indeterminado, aparentemente sin relación alguna. De aquí emerge un recuerdo, quizás el primero de mi vida y, por consiguiente, sólo una impresión bastante vaga: yazco en un cochecito a la sombra de un árbol. Es un bello y caluroso día de verano, de cielo azul. Los dorados ray os del sol juguetean a través de las hojas. La cubierta del cochecito es alzada. Despierto en medio de tanta belleza y siento un indescriptible bienestar. Veo brillar el sol a través de las hojas y flores de los árboles. Todo es extraordinariamente maravilloso, alegre y vivo. Otro recuerdo: estoy sentado en nuestro comedor en la parte occidental de la casa, en una alta silla para niños, y tomo leche caliente con trocitos de pan. La leche tiene sabor agradable y olor característico. Era la primera vez que percibía tal olor. Fue el momento en que desperté, por así decirlo, al sentido del olfato.

Este recuerdo perduró en mí mucho tiempo. O bien: un bello atardecer de verano. Mi tía dice: « Ahora quiero mostrarte algo» . Salió conmigo de la casa, y tomamos la carretera hacia Dachsen. Allá lejos, bajo el horizonte, estaba la cadena de los Alpes en resplandeciente puesta de sol. Se veía claramente cada atardecer. « Mira ahora allí, las montañas son todas rojas» . ¡Entonces vi por vez primera los Alpes! Después me enteré que los niños de Dachsen harían al día siguiente una excursión escolar a Zurich a través del Uetliberg. Yo quise ir con ellos a todo trance. Bien a mi pesar fui informado de que niños tan pequeños no debían ir, pues nada tenían que hacer allí. A partir de entonces Zurich y el Uetliberg se convirtieron en un país maravilloso e inaccesible, próximo a las resplandecientes montañas nevadas. De poco tiempo después: mi madre me llevó consigo a Thurgau a visitar a unos amigos. Tenían un castillo junto al lago de Constanza. Una vez allí, no podía apartarme de la orilla. El sol centelleaba en el agua. El oleaje, cansado por el vapor, llegaba a la orilla. Dibujaba pequeñas estrías en la arena del fondo. El lago se extendía en lejanías imposibles de divisar y esta inmensidad producía una felicidad inimaginable, de una grandeza sin igual. Entonces se apoderó de mí la idea de que debía vivir junto a un lago. Sin agua, pensé yo, no hay quien pueda vivir. Otro recuerdo: gentes extrañas, agitación, movimiento. La sirvienta vino corriendo: « Los pescadores han desembarcado un cadáver que fue arrastrado por la cascada del Rin y quieren ponerlo en el lavadero» . Mi padre dijo: « Sí, sí» . Quise inmediatamente ver el cadáver. Mi madre me contuvo y me prohibió terminantemente salir al jardín.

Cuando los hombres se hubieron marchado, corrí sigilosamente al lavadero, atravesando el jardín. Pero las puertas estaban cerradas. Entonces di la vuelta a la casa. En la parte posterior había un acceso abierto hacia la pendiente. Agua y sangre goteaban allí. Esto me interesó extraordinariamente. Por entonces no tenía y o todavía cuatro años. Otra imagen emerge de mis recuerdos: me siento intranquilo, febril, desvelado. Mi padre me lleva en brazos, me pasea por la habitación y canta viejas canciones de estudiante. Me acuerdo de una que me gustó especialmente y que siempre me ha emocionado. Era la canción llamada del Landesvater (canción festiva coreada en reuniones estudiantiles): « Todo está en silencio, todos se inclinan…» , así comenzaba más o menos. Hoy recuerdo todavía la voz de mi padre que cantaba para mí en el silencio de la noche. Sufría, como mi madre me contó más tarde, de eccema agudo. Presagios sombríos de dificultades en el matrimonio de mis padres me inquietaban. Mi enfermedad tuvo que ver seguramente con una separación temporal de mis padres (1878). Mi madre estuvo entonces varios meses en un hospital de Basilea y posiblemente su afección era consecuencia de su decepción en el matrimonio. De mí se ocupaba una tía mía, veinte años mayor que mi madre. La larga ausencia de mi madre me fue difícil de soportar. Desde entonces sentí desconfianza siempre que oía la palabra « amor» . El sentimiento que me unía con lo « femenino» fue durante mucho tiempo inseguridad natural. « Padre» significaba para mí seguridad y… debilidad. Éste fue el obstáculo con que yo tropecé. Posteriormente esta impresión revivió en mí. Creía tener amigos pero me decepcioné de ellos, y, en cambio, fui desconfiado frente a las mujeres que no me decepcionaron. Durante el tiempo en que mi madre estuvo ausente, también se ocupó de mí nuestra sirvienta.

Recuerdo todavía cómo me tomaba en brazos y ponía yo mi cabeza sobre sus hombros. Tenía cabellos negros y un tinte oliváceo y era completamente distinta a mi madre. Recuerdo la raíz del cabello, el cuello de piel intensamente pigmentada y la oreja. Ello me causaba extrañeza y a la vez me resultaba chocante. Era como si ella no perteneciera a mi familia sino solamente a mí y como si dependiera de un modo incomprensible para mí de otras cosas enigmáticas que no podía comprender. El tipo de la muchacha se convirtió posteriormente en un aspecto de mi ánima. La sensación de lo extraño y, sin embargo, conocido y a previamente, que ella me producía, fue lo característico de aquel tipo que posteriormente representó para mí la esencia de lo femenino. De la época de la separación de mis padres hay otra imagen rememorativa: una muchacha joven, muy bonita y simpática, con ojos azules y cabellos rubios, me llevó a pasear en un claro día de otoño bajo los dorados arces y castaños, íbamos a lo largo del Rin, al pie de la cascada del Rin y cerca del castillo de Worth. El sol brillaba entre el follaje y doradas hojas cubrían el suelo. La joven muchacha se convirtió más tarde en mi madre política. Ella admiraba a mi padre. Sólo volví a verla cuando tenía veintiún años. Éstos son mis recuerdos « externos» . Lo que ahora sigue son cosas más fuertes, ciertamente subyugantes, que en parte sólo recuerdo confusamente: una caída por las escaleras, un golpe contra las patas hirientes de la estufa. Recuerdo el dolor y la sangre, un médico me cosió una herida en la cabeza, cuya cicatriz fue visible hasta mis años de instituto. Mi madre me contó que una vez fui con la sirvienta a Neuhausen por el puente sobre la cascada del Rin, caí de repente y mi pierna resbaló bajo la barandilla. La muchacha pudo aún agarrarme y sacarme a rastras. Estas circunstancias indican un impulso suicida inconsciente, relativo a una fatal aversión a la vida en este mundo. Por la noche subsistían vagos temores. Me rondaban fantasmas. Se oía siempre el estrépito sordo de la cascada del Rin y a su alrededor se extendía una zona de peligro. Hombre ahogados, un cadáver cayó de las rocas. En el cercano cementerio hace el Messmer un agujero; tierra parda amontonada. Hombres enlutados con levita, extraños sombreros altos y relucientes zapatos negros, llevaban una caja negra. Mi padre está también allí con vestido talar y habla con voz de trueno.

Las mujeres lloran. Esto significa que se sepulta a alguien en esta fosa. Algunos de los allí presentes dejan repentinamente de verse. Yo oí que se les enterraba o que hêr Jesús se los había llevado. Mi madre me había enseñado una oración que yo debía rezar cada noche. Lo hacía con gusto porque me daba un cierto sentimiento reconfortante frente a la confusa inseguridad de la noche: Extiende ambas alas, Oh Jesús, mi amigo, Y torna tu pastelito. Si Satanás quiere tragárselo haz que los angelitos canten: Este niño saldrá incólume. Hêr Jesús resultaba confortante, un hêr [1] , benévolo y gentil como el hêr Wegenstein en el castillo, rico, poderoso, apreciado y atento para con los niños durante la noche. Por qué tenía alas como un pájaro era un pequeño milagro que dejó de preocuparme. Pero mucho más importante y objeto de muchas meditaciones era el hecho de que los niños se compararan con pequeños pasteles que, por lo visto, sólo contra su voluntad y como una amarga medicina fueran « tomados» . Esto me resultaba difícil de comprender. Comprendía fácilmente que a Satanás le gustasen los pastelitos y se debía impedir que se los tragara. Puesto que el hêr Jesús no lo permitía. Satanás no podía tragárselos. Tal era mi argumento « tranquilizante» . Sin embargo, esto significaba también que el hêr Jesús « comía» también a otra gente lo que significaba un foso en la tierra. La siniestra conclusión por analogía tuvo fatales consecuencias. Empecé a desconfiar del hêr Jesús. Perdió su aspecto de pájaro grande, acogedor y benévolo y quedó asociado a los enlutados y tétricos hombres de levita con sombrero de copa y relucientes zapatos negros que se ocupaban de la caja negra. Estas meditaciones me condujeron al primer trauma [*] de mi vida. En un cálido día de verano estaba yo sentado, solo, en la carretera ante mi casa y jugaba en la arena. La carretera conducía de la casa a una colina, la subía y más allá se perdía en el bosque. Desde la casa se podía divisar un largo trecho del camino. Por el camino vi venir del bosque una figura con amplio sombrero y largas vestiduras negras. Tenía el aspecto de un hombre que llevaba vestiduras de mujer.

La figura fue acercándose lentamente y pude comprobar que se trataba realmente de un hombre que llevaba una clase de vestido negro que le llegaba hasta los pies. Su mirada me infundió miedo, que se convirtió rápidamente en temor y pánico, pues surgió en mí el pensamiento horripilante: « ¡Es un jesuita!» . Hacía poco que había oído una conversación de mi padre con un colega suy o sobre las intrigas de los « jesuitas» . Del tono de sus observaciones, mitad indignado, mitad angustiado, saqué la impresión de que « jesuita» significaba algo especialmente peligroso, incluso para mi padre. En el fondo yo no sabía qué significaba « jesuita» , pero la palabra « Jesús» me era conocida por mi oración. Por lo visto, el hombre que descendía por el camino, pensé y o, iba disfrazado. Por esto llevaba vestidos de mujer. Probablemente tenía malas intenciones. Con terrible espanto entré precipitadamente en casa, subí por la escalera hasta el ático, donde me oculté bajo una viga en un oscuro ángulo. No sé cuánto tiempo permanecí allí. Debió ser mucho porque cuando regresé al primer piso y con desconfianza miré por la ventana, la negra figura ya no se divisaba. Pero seguí con el miedo en el cuerpo durante días y resolví permanecer en casa. Y cuando, tiempo después, volví a jugar a la carretera, el lindero del bosque era para mí objeto de inquieta atención. Naturalmente, más tarde comprendí que la figura negra era un inofensivo sacerdote católico. Aproximadamente por esta época —no puedo decir con seguridad absoluta si fue antes o después del mencionado acontecimiento— tuve el primer sueño del que logro acordarme y del cual debía ocuparme, por así decirlo, toda mi vida. Tenía yo entonces tres o cuatro años. La casa parroquial se erguía solitaria cerca del castillo de Laufen, y detrás de la finca de Messmer se extendía un amplio prado. En sueños penetré en este prado. Allí descubrí de pronto, en el suelo, un oscuro hoy o tapiado, rectangular, nunca lo había visto anteriormente. Por curiosidad me acerqué y miré en su interior. Entonces vi una escalera de piedra que conducía a las profundidades, titubeante y asustado descendí por ella. Abajo se veía una puerta con arcada románica cerrada por un cortina verde. La cortina era alta y pesada, como de tejido de malla o de brocado, y me llamó la atención su muy lujoso aspecto. Curioso por saber lo que detrás de ella se ocultaba, la aparté a un lado y vi una habitación rectangular de unos diez metros de largo débilmente iluminada. El techo, abovedado, era de piedra y también el suelo estaba enlosado.

En el centro había una alfombra roja que iba desde la entrada hasta un estrado bajo. Sobre éste había un dorado sitial extraordinariamente lujoso. No estoy seguro, pero quizás había encima un rojo almohadón. El sillón era suntuoso, ¡como en los cuentos, un auténtico trono real! Más arriba había algo. Era una gigantesca figura que casi llegaba al techo. En un principio creí que se trataba de un elevado tronco de árbol. El diámetro medía unos cincuenta o sesenta centímetros y la altura era de cuatro o cinco metros. La figura era de extraños rasgos: de piel y carne llena de vida y como remate había una especie de cabeza, de forma cónica, sin rostro y sin cabellos; únicamente en la cúspide había un solo ojo que miraba fijamente hacia arriba. La habitación estaba relativamente bien iluminada, pese a que no había luz ni ventanas. Sin embargo, allí, en lo alto, reinaba bastante claridad. La figura no se movía, no obstante, y o tenía la sensación de que a cada instante podía descender de su tronco en forma de gusano y venir hacia mí arrastrándose. Quedé como paralizado por el miedo. En tan apurado momento oí la voz de mi madre como si viniera de fuera y de lo alto, que gritaba: « Sí, mírale. ¡Es el ogro!» . Sentí un miedo enorme y me desperté bañado en sudor. A partir de entonces muchas noches tenía miedo a dormirme, pues temía que se repitiera un sueño semejante. Este sueño me preocupó durante años. Sólo, mucho más tarde, descubrí que la extraña figura era un falo y, sólo décadas después, que se trataba de un falo ritual. No podía discernir si mi madre me había dicho « Ése es el ogro» o « Es el ogro» , en el primer caso se referiría ella a que el devorador de niños no es « Jesús» o el « jesuita» , sino el falo; en el segundo, que el devorador de hombres se representa en general por el falo, por lo tanto, el sombrío « hêr Jesús» , el jesuita y el falo serían idénticos. El significado abstracto del falo señala que el miembro es entronizado de un modo en sí itifálico (ίδύς = erguido). El foso en el prado representaba ciertamente una tumba. La tumba misma es un templo subterráneo cuy a cortina verde recordaba el prado; aquí, pues, representa el secreto de la tierra cubierta de verde vegetación. La alfombra era de color rojo sangre. ¿Por qué el techo abovedado? ¿Es que había yo estado y a en el Munot, en el torreón de Schaffhausen? Posiblemente no, no se llevaría allí a un niño de tres años. Así, pues, no podía tratarse de un recuerdo.

Igualmente el origen del itífalo anatómicamente correcto se desconocía. La significación del orificium urethrae como ojo, y encima de él un foco luminoso alude a la etimología de falo: φαλός = luminoso, brillante. [2] El falo de este sueño parece ser en todo caso un dios infernal y no un Dios digno de mención. Como tal le recordé durante toda mi juventud y lo evocaba siempre que se hablaba de Jesucristo Nuestro Señor. Para mí, el « hêr» Jesús nunca fue algo completamente real, ni del todo aceptable o digno de estima, pues siempre volvía a pensar en su rival infernal como en una aparición espantosa, no buscada por mí. El « disfraz» del jesuita proy ectaba sus sombras sobre la instrucción cristiana que había recibido. Me parecía a menudo una máscara festiva, como una especie de pompas fúnebres. Allí la gente podía adoptar ciertamente una expresión seria o triste, pero en el fondo parecían reír en secreto y no estar tristes en absoluto. El « hêr» Jesús se me presentaba como una especie de Dios de los muertos, ciertamente dispuesto a prestar ay uda, y a la vez a dispersar los espectros nocturnos, pero también inquietante y lúgubre por haber sido crucificado y ser un sangriento cadáver. Sus amores y bondades, constantemente ensalzadas, me parecieron siempre dudosas, especialmente también porque gente con levita negra y relucientes zapatos, que me recordaban siempre los sepelios, hablaban del « querido Hêr Jesús» . Eran los colegas de mi padre y ocho tíos míos —todos ellos sacerdotes—. Me infundieron miedo durante muchos años. Y no digamos de los eventuales sacerdotes católicos que me recordaban al terrible « jesuita» , y los jesuitas habían causado temor y disgustos incluso a mi padre. En los años siguientes hasta la primera comunión me esforcé todo lo posible por lograr la exigida actitud positiva respecto a Cristo. Pero no pude nunca superar mi secreta desconfianza. Al fin y al cabo, el miedo al « hombre enlutado» lo experimenta todo niño, y no constituy ó en absoluto lo esencial de aquella experiencia, sino la inquietante conclusión a que llegó mi cerebro de niño: « Ése es un jesuita» . Así también en el sueño lo esencial es la curiosa interpretación simbólica y la inaudita justificación del « ogro» . No es el infantil aspecto del « devorador de hombres» , sino el que estuviera sentado en un áureo trono infernal. Para mi conciencia infantil de entonces el rey se sentaba en primer lugar en un trono áureo pero después, en uno dorado mucho más alto y mucho más bello se sentaban el buen Dios y el Hêr Jesús en lo más alto del cielo con una corona dorada y vestido blanco. Sin embargo, de este Hêr Jesús bajó del bosque el « jesuita» , con falda negra, con amplio sombrero negro. Tuve que mirar todavía muchas veces hacia allí por si algún peligro me amenazaba. En sueños descendí a la caverna y encontré otro ser en el áureo trono, inhumano e inmundo, que miraba fijamente hacia arriba y se alimentaba de carne humana. Sólo cincuenta años después me sorprendió un párrafo de un comentario sobre ritos religiosos en que se hablaba de los motivos fundamentalmente antropológicos en el simbolismo de la eucaristía. Entonces vi claro lo poco infantil, lo maduro, incluso la excesiva madurez del pensamiento que en estos dos acontecimientos comenzaba a hacerse consciente. ¿Quién hablaba entonces en mí? ¿Qué espíritu ha imaginado este suceso? ¿Qué meditada razón se encontraba en este hecho? Ya sé que todo débil mental siente tentación de delirar por « hombres negros» y « devoradores de hombres» y por « casualidades» e « interpretaciones» ulteriores para borrar rápidamente algo incómodo que espanta y con ello no perturbar la tranquilidad familiar.

Ah, estos bravos hombres virtuosos y sanos me hacen el efecto de aquellos renacuajos optimistas que en un charco de lluvia se agitan alegremente al sol, apretados unos con otros, en el más mísero de los arroyos, sin sospechar que mañana el charco estará seco. ¿Qué hablaba entonces en mí? ¿Quién pronunciaba frases de profunda problemática? ¿Quién asociaba lo superior y lo inferior y asentaba de este modo el fundamento de todo cuanto sembró toda la segunda mitad de mi vida de tempestades del más apasionado carácter? ¿Quién perturbaba la serena e inocente infancia con graves presentimientos de la vida en su plena madurez? ¿Quién sino el huésped extraño que venía de arriba y de abajo? Con este sueño infantil fui iniciado en los secretos de la tierra. Tuvo lugar entonces, por así decirlo, una sepultura en la tierra y transcurrieron años hasta que reaparecí. Hoy sé que sucedió para introducir en la oscuridad la may or cantidad posible de luz. Fue un tipo de iniciación en el imperio de las tinieblas. Entonces mi vida espiritual dio comienzo inconscientemente. Ya no me acuerdo de nuestro traslado a Klein-Hüningen (Basilea) en 1879, pero sí, en cambio, de un suceso que tuvo lugar algunos años después: Una noche mi padre me sacó de la cama y me llevó en brazos a nuestra glorieta orientada hacia el oeste y me mostró el cielo vespertino que resplandecía con los más soberbios tonos verdes. Esto fue después de la erupción del Krakatoa en 1883. En otra ocasión mi padre me llevó al aire libre y me mostró un gran cometa que se encontraba al este del horizonte. Una vez hubo una gran inundación. El río Wiese, que atraviesa la aldea, había roto los diques. En su curso superior hundió un puente. Catorce personas se ahogaron y fueron arrastradas por las amarillas aguas hacia el Rin. Cuando las aguas volvieron a su cauce se dijo que había cadáveres en la arena. No hubo manera de detenerme. Encontré el cadáver de un hombre de mediana edad, vestido con levita negra, ¡por lo visto acababa de salir de la iglesia! Yacía allí, medio enterrado en la arena y con el brazo sobre los ojos. Con gran espanto de mi madre, me fascinaba también el presenciar cómo degollaban a un cerdo. Todas estas cosas resultaban del may or interés para mí. De aquellos años vividos en Klein-Hüningen proceden también mis primeros recuerdos sobre el arte pictórico. En la paterna casa, la casa parroquial data del siglo XVIII, había una solemne sala oscura. Había allí buenos muebles y de las paredes colgaban cuadros. Recuerdo especialmente un cuadro italiano que representaba a David y Goliat. Se trataba de una copia procedente del taller de Guido Reni, el original se encuentra en el Louvre. No sé cómo llegó a pertenecer a nuestra familia. Había otro cuadro antiguo que actualmente se encuentra en casa de mi hijo; era un paisaje de Basilea de principios del siglo XIX.

Muchas veces me deslizaba secretamente en la oscura habitación abandonada y permanecía largas horas sentado ante los cuadros para contemplar esta belleza. Era ciertamente la única belleza que conocía. Una vez —y o era aún muy pequeño, tendría unos seis años— mi tía me llevó consigo a Basilea y me mostró el museo de animales disecados. Permanecimos allí mucho tiempo porque queríamos verlo todo detalladamente. A las cuatro sonó la campana que indicaba que el museo iba a cerrarse. Mi tía se apresuró para salir, pero yo no podía apartarme de las vitrinas. Entretanto la puerta central de la sala había sido cerrada ya y tuvimos que ganar las escaleras por otro camino, a través de la galería de antigüedades. ¡Me encontré de repente ante aquellas soberbias figuras! Completamente subyugado abrí mucho los ojos, pues nunca había visto nada tan hermoso. No logré verlo todo. Mi tía me tiró de la mano arrastrándome hacia la salida —pero yo siempre quedaba rezagado— y gritó: « ¡Niño detestable, cierra los ojos; detestable niño, cierra los ojos!» . ¡En este instante observé que las figuras estaban desnudas y llevaban hojas de parra! No me había dado cuenta antes. Tal fue mi primer encuentro con las bellas artes. Mi tía estaba vivamente indignada como si hubiera entrado en un establecimiento pornográfico. Cuando tenía seis años mis padres hicieron conmigo una excursión a Arlesheim. A la sazón mi madre llevaba un vestido que resultó inolvidable para mí y con el cual la veo siempre que la recuerdo: era de tejido negro con pequeñas medias lunas verdes. En esta antiquísima imagen mi madre aparece como una jovencita delgada. En los demás recuerdos míos aparece siempre corpulenta y de más edad. Fuimos a una iglesia y mi madre dijo: « Esto es una iglesia católica» . Mi curiosidad mezclada al miedo me hizo huir de mi madre para echar una ojeada al interior de la iglesia a través de la puerta abierta. Todavía veo los grandes cirios sobre un altar ricamente adornado (era por Pascua), cuando de repente tropecé con un escalón y di con la barbilla contra el limpiabarros. Sólo recuerdo que mis padres me recogieron del suelo con una herida que sangraba abundantemente. Me hallaba en un curioso estado de ánimo, por una parte me avergonzaba de que a causa de mi grito hubiera atraído sobre mí la atención de los feligreses y por otra parte tenía la sensación de haber realizado algo prohibido: Jesuitas —la cortina verde—, el secreto del ogro… Es, pues, la Iglesia católica la que tiene que ver con los jesuitas. ¡Ellos son los culpables de que y o tropezara y gritase! Durante muchos años no pude entrar en una Iglesia católica sin experimentar un extraño miedo a la sangre, a la caída y a los jesuitas. Tal era la atmósfera que rodeaba a la Iglesia católica. Pero siempre me fascinó.

La proximidad de un sacerdote católico me resultaba aún más desagradable si cabe. Sólo a mis treinta años, cuando entré en la catedral de San Esteban de Viena, pude dejar de sentir desagrado por la Madre Iglesia. A los seis años comenzaron mis clases de latín que mi padre me daba. No iba a la escuela a disgusto. Me resultó fácil, pues siempre me encontraba adelantado respecto a los demás. Sabía y a leer antes de ir e importunaba a mi madre para que me ley era precisamente un viejo libro infantil: Orbis pictus [3] , en el que había una descripción de religiones exóticas, en especial de la hindú. Había ilustraciones de Brahma, Visnú y Shiva que despertaron en mí un inagotable interés. Mi madre me explicó más tarde que una y otra vez volvía yo a contemplarlas. Frente a ellas experimentaba yo la oscura sensación de afinidad con mi « prerrevelación» , de la cual no había hablado nunca con nadie. Era para mí un secreto inviolable. Mi madre me lo confirmó indirectamente, pues no se me escapó el tono de ligero menosprecio con que ella hablaba de los « gentiles» . Yo sabía que hubiera rechazado con horror mi « revelación» y no quería exponerme a tal ofensa.

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  1. Excelente para entender el libro Rojo de C.G.Jung

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