Recuerdos de la guerra de España se publicó en 1942, en pleno apogeo del nazismo y pocos años después de la victoria de las tropas de Franco en la Guerra Civil. La inquietud de George Orwell por la rápida expansión de los totalitarismos que marcó sus obras más populares se muestra también en este texto en el que denuncia la manipulación de la verdad histórica y expresa su preocupación por el conocimiento de las generaciones futuras.
En primer lugar los recuerdos físicos, los ruidos, los olores, la superficie de los objetos. Es curioso, pero lo que recuerdo más vivamente de la guerra es la semana de supuesta instrucción que recibimos antes de que se nos enviara al frente: el enorme cuartel de caballería de Barcelona, con sus cuadras llenas de corrientes de aire y sus patios adoquinados; el frío glacial de la bomba de agua donde nos lavábamos; la asquerosa comida que tragábamos gracias al vino abundante; las milicianas con pantalones que partían leña y la lista que pasaban al amanecer, en la que mi prosaico nombre inglés era una especie de interludio cómico entre los sonoros nombres españoles: Manuel González, Pedro Aguilar, Ramón Fenellosa, Roque Ballester, Jaime Doménech, Sebastián Viltrón y Ramón Nuvo Bosch, cuyos nombres cito en particular porque recuerdo sus caras. Exceptuando a dos que eran escoria y que sin duda serán ahora buenos falangistas, es probable que todos estén muertos. El más viejo tendría unos veinticinco años; el más joven, dieciséis.
Una experiencia esencial en la guerra es la imposibilidad de librarse en ningún momento de los malos olores de origen humano. Hablar de las letrinas es un lugar común de la literatura bélica, y yo no las mencionaría si no fuera porque las de nuestro cuartel contribuyeron a desinflar el globo de mis fantasías sobre la guerra civil española. La letrina ibérica en la que hay que acuclillarse ya es suficientemente mala en el mejor de los casos, pero las del cuartel estaban hechas con una piedra pulimentada tan resbaladiza que costaba lo suyo no caerse. Además, siempre estaban obstruidas.
En la actualidad recuerdo muchísimos otros pormenores repugnantes, pero creo que fueron aquellas letrinas las que me hicieron pensar por primera vez en una idea sobre la que volvería a menudo: «somos soldados de un ejército revolucionario que va a defender la democracia del fascismo, a librar una guerra por algo concreto, y sin embargo, los detalles de nuestra vida son tan sórdidos y degradantes como podrían serlo en una cárcel, y no digamos en un ejército burgués». Ulteriores experiencias confirmaron esta impresión; por ejemplo, el aburrimiento, el hambre canina de la vida en las trincheras, las vergonzosas intrigas por hacerse con las sobras del rancho, las mezquinas y fastidiosas peleas en las que se enzarzaban hombres muertos de sueño.