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Proyecto Omega – Steve Alten

2020-2025. En los cinco años que duró la Gran Mortandad murieron millones de personas. Durante ese período, cuando el mundo se convirtió en un lugar salvaje, escenario de una lucha a muerte por cualquier alimento, el joven Robert se encontró a sus padres asesinados en su propia casa. Desde entonces, ha sobrevivido solo, aislado. El tiempo pasa y el gobierno aspira a restablecer la ley. Pretende crear un nuevo orden, un mundo basado en un consumo racional de energía limpia. Las autoridades reclaman a Robert, porque en su día participó en un proyecto para obtener una nueva fuente de energía de la Luna. Ahora le necesitan para que se una a una misión en la Antártida, el único lugar con condiciones similares a las de una de las lunas de Júpiter, Europa. Una palpitante aventura cargada de adrenalina.


 

Yo no sabía mucho de armas. La que sostenía entre las sudorosas manos tenía cuatro balas en el cargador y una en la recámara, como cuando la saqué del cadáver con el que me había tropezado hacía dos semanas. En aquellos tiempos era raro encontrar un muerto al que no le hubieran arrancado la piel y la carne. Por suerte, nunca me había visto obligado a comer carne humana, y por eso estaba allí… en el bosque, con la esperanza de cazar un ciervo antes de que desapareciese el último, antes de que se agotaran mis escasas provisiones y el hambre me empujase al canibalismo, el suicidio o la muerte por inanición. Había llegado al bosque poco antes del amanecer, después de viajar toda la noche en motocicleta. Gracias a mis gafas de visión nocturna no necesitaba encender las luces, y tampoco hacía ruido, pues la moto funcionaba únicamente con batería. Llevaba en aquel escondite casi ocho horas. Las gotas de sudor seguían deslizándoseme por la cara y el traje de camuflaje, y los bichos eran implacables, pero había elegido aquel lugar porque estaba a solo veinte pasos del arroyo y me permitía apuntar sin problema si alguien o algo se aproximaba. En realidad, jamás había disparado nada más peligroso que un tirachinas, pero las situaciones desesperadas exigían medidas desesperadas. De pequeño, mi padre me llevó de acampada con los Boy Scouts. Lo más cerca que estuvimos de cazar algo fue asar malvaviscos. Un cazador de verdad no habría intentado cazar ciervos con una pistola. Seguramente, un cazador de verdad no habría tenido picaduras de hormiga en los tobillos ni de mosquito en los brazos, y tampoco habría estado tan asustado. No tenía miedo del bosque. Lo que me aterrorizaba era estar perdido en él, no saber cómo volver a la carretera y a los arbustos donde había escondido la moto. Más que nada, me asustaba pensar en lo que podría estar acechando a los cazadores de ciervos.


Yo los llamaba « S. S.» : Supervivientes Sociópatas. Violadores, asesinos, caníbales… Seres sin alma que solo querían disfrutar al máximo de sus últimos momentos en la Tierra. Nunca los había visto en acción, pero sí había encontrado pruebas de su depravación y me aterraban. Guardaba la última bala de la recámara para volarme la tapa de los sesos si aquellas fieras me atrapaban. Los S. S. eran auténticos parásitos antes de la Mortandad, y precisamente por eso habían sobrevivido. Vivían al margen de la red de suministros. Igual que los expertos en Dwarf Fortress, los fanáticos de los búnkeres, los teóricos de la conspiración y otros chiflados que sabían leer los posos del café y se dieron cuenta de que las reservas de petróleo del mundo se estaban agotando. Nota para las futuras generaciones que escuchen estas grabaciones: los que mandaban sabían que las reservas de petróleo alcanzaron su techo en 2005; de hecho ya intuían cómo iba a acabar todo allá por los años setenta, cuando Jimmy Carter era presidente. Y aun así los muy capullos no hicieron nada. Mi padre lo sabía, por eso dejó su puesto en la Universidad de Virginia y nos mudamos a una pequeña comunidad rural a los pies de la cordillera Blue Ridge. Sin internet, sin televisión por cable, pasamos de ser una familia moderna normal a convertirnos en pioneros del siglo XXI que se iban alejando cada vez más del mundo. A ninguno nos entusiasmaba la idea; mi madre pensó en divorciarse, mis hermanas pequeñas empezaron a llamar a papá « el nuevo Unabomber» y amenazaron con escaparse de casa. En cuanto a mí, si mi padre me hubiera dicho que iba a caer el diluvio, rápidamente habría ido a ayudarlo a construir el arca. Mi padre me explicó la razón de todo aquello poco después de que cayera la primera bomba en Teherán. « Robbie, la vida es una prueba, y la humanidad se enfrenta a una de las más serias. Por desgracia, cuando se trata de afrontar lo impensable, la mayor parte de la gente prefiere seguir negando lo evidente. Tú viste Titanic, ¿verdad? Cuando el barco chocó contra el iceberg, unos cuantos pasajeros se dirigieron hacia los botes salvavidas, pero la mayoría estaba tan convencida de que el barco no podía hundirse que se quedó en la cama o volvió al bar para tomarse otra copa. Antes de que te hagas mayor quiero que aprendas dos grandes lecciones: no se puede salvar a alguien si no quiere que lo salven; y optar por seguir en la inopia cuando sobreviene una catástrofe demuestra falta de inteligencia» . Papá podría haber añadido a la ecuación el ego humano. Yo había crecido en un mundo de rescates financieros, recesiones, desempleo, economías en bancarrota y guerras sin fin; mi país pervirtió la democracia hasta el punto de garantizarles a las empresas los mismos derechos que a los ciudadanos. La corrupción estaba por encima de cualquier sentido de la justicia, y la radicalización del sistema político impedía que los pocos representantes auténticos de unas masas repentinamente empobrecidas promulgaran soluciones que podrían haber revertido el colapso de la sociedad.

Como decía mi padre: « El ego humano creó estos problemas, y el ego humano nos precipitará al vacío. Más valdría que un ordenador gobernara el mundo» . « Ah, ordenadores… El próximo me lo implantarán en el cráneo» . ¡Un ruido! El corazón me dio un vuelco. Era un animal, que se acercaba al arroy o por mi izquierda. Con sigilo, me sequé el sudor de la frente y las palmas de las manos, que tenía empapadas, y cambié el peso de pierna para apuntar sin apartar la mirada del claro. Era un ciervo, un macho joven de unos treinta y cinco kilos, y tan nervioso y sediento como el que os habla. Me tembló la mano cuando el animal miró hacia donde y o estaba, me estremecí cuando me ofreció su flanco para una diana perfecta. Dudé y tomé aire, repentinamente temeroso del disparo y de quién podría oírlo… ¡Zaaap! El venado cay ó sobre sus patas delanteras sin hacer el menor ruido; la flecha había surgido de la nada y la punta había traspasado con limpieza el espinazo del animal para salirle por el tórax. Abandoné mi improvisado escondite para acercarme al ciervo moribundo. El ángulo de entrada de la flecha indicaba que el tirador había disparado desde los árboles. —Toca ese ciervo y eres hombre muerto. Me volví despacio, con el corazón a mil, mientras ella salía del bosque como una erótica guerrera de una pintura de Luis Roy o. Los cabellos negros como el ébano le llegaban casi a la cintura, una masa rizada y camuflada con ramitas y hojas; hasta el último centímetro de su piel estaba pintado de verde y marrón, o bien cubierto por un body muy ajustado y de esos mismos tonos. La tenía a diez pasos de distancia, pero me llegó su olor, un aroma intenso, animal. Aparentaba mi edad. Llevaba un carcaj atado al muslo y los músculos de su torso parecían a punto de saltar mientras me apuntaba al corazón con su arco de grafito. Me quedé prendado, además de estupefacto. —El ciervo es tuy o. Cógelo. —Eso voy a hacer. Suelta el juguete. —¿El qué? Ah, la pistola. En serio, te la puedes quedar. Creo que ni siquiera habría sido capaz de pegarle un tiro.

—Bajé el arma, la dejé en el suelo y retrocedí unos pasos—. ¿Cómo te llamas? —Cierra el pico. Guardó la flecha en el carcaj, cogió el arma y, con mano experta, sacó el cargador y comprobó la recámara. Volvió a montarla, la metió en un pequeño morral que llevaba escondido en la cintura, se cargó el venado al hombro y desapareció. De nuevo solo, esperé treinta segundos y luego seguí sus pasos hacia la densa maleza, pero enseguida le perdí la pista. ¿Quién era? ¿Estaba sola o formaba parte de algún grupo? Por su actitud, más bien lo primero. ¿Mi teoría? Que cuando las luces se apagaron y no quedó nada en los estantes de los supermercados, ella había huido a las montañas, o quizá tenía familia viviendo allí. En ambos casos, era mi polo opuesto: inflexible, astuta…, una cazadora que no conocía la piedad. Y aun así a mí me había perdonado la vida. « Bueno, tonto del culo, le has dado el arma, y casi has hecho una reverencia al dejarla en el suelo» . Me detuve otra vez y agucé el oído; no oí nada. Por su olor, supe que vivía en el bosque, probablemente en una gruta. Fui ascendiendo por un sendero de helechos y piedras cubiertas de musgo hasta llegar a un claro con hierba crecida. A mi izquierda la cordillera Blue Ridge acariciaba el sol poniente entre sus picos y el valle. A apenas noventa minutos del anochecer tenía que tomar una decisión: la mujer o el refugio. Hacía veinte meses que no mantenía una conversación con otro ser humano. Tal vez sea introvertido por naturaleza, pero oír solamente la voz de mi cabeza día y noche es para volverse loco; de ahí que me decidiera a grabar esta especie de diario. Pero verla a ella… era una bomba, una diosa. Tenía que encontrarla, aunque aquello supusiera arriesgarme a una escaramuza con los S. S. Me detuve al borde del claro, saqué agua y una manzana de la mochila, le di unos rápidos bocados, enterré las pruebas y continué monte arriba. A menos de cien metros empezaba de nuevo el bosque. Las sombras de los pinos se cernieron sobre mí, anochecía rápidamente. Vagué durante media hora entre un laberinto de árboles hasta que la noche se me echó encima y tuve que aceptar que estaba irremediablemente perdido. Entonces oí voces masculinas y me escondí.

Había una decena de hombres, y varios más dentro de la cueva. Los perros habían encontrado la guarida de la mujer, cuya pequeña entrada estaba tapada con ramas. Supuse que se quedarían apostados por la zona esperando a que ella volviera. La olí mientras se movía entre las sombras para ocultarse junto a mí tras los matorrales. Noté que apoy aba con firmeza el cañón del arma en el lado izquierdo de mi caja torácica. —Necesito un sitio seguro. —Llévame de vuelta a la carretera. La moto estaba escondida en un barranco a la altura del mojón número 36. Hacía medio año le había cambiado el motor y el depósito por un motor eléctrico y una batería recargable de camión, de modo que era muy rápida y a la vez silenciosa. Esperamos una hora más antes de dirigirnos hacia el sur; mi visor nocturno me permitía controlar la calzada y sus alrededores, protegiéndonos de posibles depredadores. El barrio de las afueras donde vivía mi familia había sido abandonado hacía tiempo. Nuestra casa se encontraba en un callejón sin salida, entre cascotes quemados. Yo había despejado el terreno circundante para que nadie pudiera aproximarse sin ser visto. Las ventanas estaban tapiadas, y la casa y el muro de casi dos metros y medio que rodeaba la parte de atrás los había pintado para que pareciesen basura carbonizada. El césped estaba cubierto con planchas de metal: cientos de capós y maleteros de coche hincados en la hierba y soldados para formar un gigantesco rompecabezas. Al bajar de la moto le dije a la hermosa cazadora que siguiera exactamente mis pasos. Mis gafas de visión nocturna revelaban un camino que serpenteaba hasta unos arbustos altos que escondían una entrada lateral subterránea. Una vez que estuvimos dentro, eché el cerrojo a la puerta de acero y, para gran sorpresa de la chica, encendí las luces. —¿Tienes electricidad? ¿Cómo puede ser? —Mientras la gente buscaba comida y agua, yo me hice con baterías de coche y paneles solares. —Y capós. ¿Para qué? —Seguridad. Quien ponga el pie en mi propiedad recibirá una descarga eléctrica de diez mil voltios. Por cierto, me llamo Eisenbraun, Robert Eisenbraun. Casi todo el mundo me llamaba Ike. —Andria Saxon.

—Dejó caer el venado muerto al suelo y se puso a curiosear por la casa—. Aire acondicionado, nevera y cocina que funcionan… Impresionante, Einstein. ¿Qué más tienes por aquí? —Una ducha y jabón, para empezar. Y es Eisenbraun. —¿Sabes qué? Tú haz de Einstein y déjame el resto a mí. Puede que nos las arreglemos para salir vivos de esta. 2 La muerte de un hombre es una tragedia. La muerte de millones es una estadística. IÓSIF STALIN —Haces el amor como un principiante. —Y tú, como si quisieras domar a un semental salvaje. Llevábamos tres semanas en casa de mis padres, durmiendo en habitaciones separadas y con el cerrojo echado. Ella me enseñó a hacer blanco desde las ramas de los árboles y y o la aleccioné sobre el funcionamiento de los mecanismos de la fortaleza que compartíamos, pero apenas hablábamos sobre nuestras vidas antes de la Mortandad. Y entonces, una tarde, ella se volvió hacia mí mientras recogíamos manzanas en el huerto y me besó. Pocos minutos después estábamos en la cama, desnudos y entrelazados; ambos entramos en un mundo nuevo y excitante. Cuando acabamos, Andria se tumbó a mi lado. Tenía varias cicatrices en la espalda bronceada y en las nalgas. —Rasca. Acepté mis obligaciones y reprimí el impulso de abrazarla por detrás por si me partía la tráquea de un codazo en la garganta. —Habrás notado que me cuesta controlarme, Eisenbraun. Imagino que me viene de estar sola desde los quince años. Un poco más abajo. Más fuerte, con las uñas… Dios, qué gusto. Bueno, y tú ¿qué? ¿Cómo aprendiste a hacer todas estas cosas? —Estudiando mucho. Ya sabes, poca vida social. —Qué curioso, yo pensaba que eras el típico cachas.

¿Cuánto mides? ¿Metro noventa? ¿Dos metros? Seguro que jugabas al baloncesto. —Atletismo. Mi madre era una atleta innata, heredé su velocidad. Hice algo de salto de longitud y corrí los cien metros lisos en el instituto, pero después el entrenador universitario me obligó a probar de receptor en el equipo de fútbol americano. Era absolutamente incapaz de atrapar un balón. Me llamaban « Manitas de Piedra» , aparte de « judío cabrón» . Sin embargo, la cosa cambió cuando me pasaron a cierre de la defensa y se vio que al judío le gustaba dar caña. —De ahí la marca que tienes en el hombro, ¿verdad? Parece que somos almas gemelas. ¿Jugaste al béisbol en la universidad? —Yo quería, pero los del Pentágono me lo prohibieron. Supongo que tenían miedo de que un pelotazo me machacara la sesera. —¿El Pentágono? —Mi tío era general, un pez gordo de la Agencia de Proyectos de Investigación de Defensa Avanzados. Con catorce años creé un algoritmo para un videojuego que terminó utilizándose para el manejo de aviones militares no tripulados. Tres años después a mi tío le encargaron una iniciativa de alto secreto llamada Omega. Abandoné la universidad en el segundo año para trabajar con su equipo. Santo cielo, estaba parloteando como una niña pequeña. —¿Y? —Es alto secreto. Ahora tú. ¿De dónde eres? ¿Quién te enseñó a cazar? —Tengo sangre seminola, pero no cambies de tema. Cuéntame algo de Omega. Y nada de tonterías de que es alto secreto. El mundo se ha ido a la mierda por culpa de capullos como tu tío. —Mi tío no era ningún capullo y Omega no era un arma. Se trataba de una iniciativa que podría haber impedido la Gran Mortandad. El Proy ecto Omega era un programa energético de setecientos cincuenta mil millones de dólares; el Pentágono lo desarrolló en secreto durante los mandatos de Obama para sustituir los combustibles fósiles por energía de fusión. —Justo lo que necesita el mundo, más desechos nucleares.

—No, no, eso es fisión. La fusión se basa en la energía limpia que se libera cuando dos átomos de hidrógeno se fusionan. El gran inconveniente es que las elevadísimas temperaturas que se requieren para generar una reacción en cadena también liberan neutrinos, unas partículas que destruyen el recipiente del reactor. La solución pasaba por fusionar deuterio con helio-3, pues así se estabiliza el proceso. —En cristiano, Einstein. —Para estabilizar la fusión hace falta helio-3, un elemento que se origina en el Sol. El problema es que la densa atmósfera terrestre solo deja pasar una pequeña cantidad de helio-3. La Luna, en cambio, posee más de un millón de toneladas de ese elemento, suficiente para generar energía durante los próximos mil años. —Entonces ¿Omega era una misión secreta para sacar helio-3 de la Luna? —Exacto. —Pero has mencionado el Pentágono. ¿Para qué implicar a ese hatajo de belicistas? —En primer lugar, porque los capullos disfuncionales del Congreso jamás habrían aprobado subvencionar un plan energético tan radical cuando la prioridad era bajar la tasa de desempleo, a pesar de que el programa creó muchos puestos de trabajo. En segundo lugar, porque el Pentágono no solo tenía acceso al dinero necesario, sino también la capacidad de desarrollar el programa en secreto sin la supervisión del Congreso. Aun así, los retos científicos eran considerables; la NASA tenía que diseñar nuevas lanzaderas lunares para transportar el helio-3, y con un habitáculo capaz de alojar a un equipo de extracción. Ten en cuenta que cada astronauta necesita grandes provisiones de comida, agua y oxígeno. —Creía que había agua en la Luna… Ráscame el culo. —Hay hielo, o sea que sí hay agua. Pero también hay polvo lunar, lo cual plantea grandes dificultades. Las partículas de polvo lunar actúan como esquirlas de cristal, con lo que hay un riesgo constante para la piel y los ojos de los astronautas. Aparte de que el cuerpo humano tiene sus límites, sobre todo cuando está expuesto durante mucho tiempo a una fuerza gravitacional que es una sexta parte de la de la Tierra. Entre eso y los elevados costes, cerca de un millón de dólares por astronauta y día, mi tío optó por otra táctica… los drones o naves no tripuladas. —¿Naves no tripuladas? —Andria se dio la vuelta, apoyó la cabeza en mi pecho y se puso a acariciarme el pene distraídamente con la mano derecha—. Continúa. —Pues… Se trataba de sustituir a los astronautas por un equipo de extracción que se pudiera operar por control remoto desde la Tierra. Solo hacía falta un superordenador capaz de manejar los drones. Lo que pensó mi tío fue que, si un ordenador podía controlar a distancia cualquier cosa, desde un avión de pasajeros hasta un apéndice mecánico utilizado en neurocirugía, ¿por qué no una operación minera en la Luna? Esa fue la razón de que me reclutara para el Proy ecto Omega, quería que me sumase a los mejores científicos para diseñar y fabricar GOLEM.

—¿Qué es GOLEM? Tuve que coger aire cuando comenzó a besarme el abdomen. —Es el nombre que le dimos al superordenador, suena mejor que « máquina de excavación lunar geológica a distancia» . Piensa que no iba a ser solo un superordenador, sino el no va más en inteligencia artificial, una máquina capaz de pensar y adaptarse con el fin de controlar complejas e intrincadas tareas a cuatrocientos mil kilómetros de distancia. Cerré los ojos deseando que su boca se aventurara más abajo. Ella se detuvo. —Sigue hablando, Eisenbraun. ¿Cómo es que un entusiasta del atletismo acabó metido en el proyecto? —Mi tío contaba con que resolviera los defectos de diseño del ordenador, de modo que me puso a trabajar a las órdenes de la directora de GOLEM, Monique DeFriend, la antigua jefa de CSAIL, un prestigioso laboratorio de inteligencia artificial. DeFriend solo me encargaba tareas de poca importancia, hasta que un día presenté un diseño para la matriz de ADN de GOLEM que dejó a todo el mundo boquiabierto. Dos días después me puso al mando del equipo de programadores. Yo acababa de cumplir veinte años. —Qué bien. ¿Y qué pasó? —¿Que qué pasó? La Gran Mortandad, nada menos. El mundo se fue al infierno. Andria se apartó con el gesto torcido. —¿Quién eres tú para quejarte? Has sobrevivido, Eisenbraun. Tú, con tus paneles solares, tus filtros de agua y tu agua de lago. Yo no tuve semillas ni comida en lata; no tuve un patio repleto de árboles frutales. —Tampoco tuviste a antisemitas famélicos por vecinos. Cuando el gobierno se vino abajo, mis padres les pidieron a mis hermanas pequeñas que guardaran el secreto, « Si los vecinos descubren que tenemos comida, primero nos la robarán y luego pedirán las sobras» , pero es lógico que los adolescentes quieran ayudar cuando sus amigas se están muriendo literalmente de hambre. » El día que nuestros vecinos pasaron al ataque, yo volvía a casa desde el caos de Washington. Mis padres y mis hermanas fueron masacrados por tres bolsas de arroz integral y diez kilos de manzanas. El resto de las provisiones seguía donde lo habíamos escondido, en el desván del garaje. —Lo siento. —Volvió a tumbarse en la cama, con una mano abierta sobre mi pecho—. Y después de eso, ¿qué hiciste? —Primero enterré a mi familia detrás del muro del huerto.

Luego utilicé la gasolina que quedaba en casa para incendiar las casas de los asesinos mientras dormían. Desde aquel día he estado aquí solo. —Eres un cabroncete lleno de odio, Eisenbraun, pero ya no estás solo. Se subió encima de mí y me besó. Su lengua áspera me exploró la boca y su mano me acarició los bajos hasta que volví a penetrarla. 3 Está el amor, cómo no. Y está también la vida, su enemigo. JEAN ANOUILH Seis meses más tarde… El sol de agosto asomó hasta teñir de oro la grisácea pared vertical del risco. El corazón se me puso a cien. —Andie, no lo veo nada claro. —Lo verás más claro en cuanto nos pongamos a ello. —Es que no quiero ni ponerme. Cuando dijiste que sabías cómo solucionar lo de mis terrores nocturnos, pensé que íbamos a ir de excursión por el monte. —Es una excursión, pero en vertical hasta la cima. —¿Sin cuerdas ni arneses? Esto es una locura. —No, se llama escalada libre. Y puedes hacerlo. —No, no puedo. —Claro que sí. Tienes fuerza física, lo que te falta es el control psicológico necesario para no caerte de la pared. Tienes que dominar tus miedos recurriendo a la respiración abdominal: inspiras por la nariz, llenas el abdomen y luego expulsas lentamente el aire por la boca. Concéntrate en la cumbre. Piensa que eres un mono araña y haz que tus dedos se peguen a la roca. Y hagas lo que hagas, Ike, no dejes de mirar hacia arriba. Andria y y o llevábamos viviendo juntos algo más de cinco meses cuando empecé a sufrir graves ataques de ansiedad.

Ella lo achacaba, en broma, a la presión que me suponía estar siendo domesticado, y en cierto sentido tenía razón. Preocuparme por mi supervivencia había sido muy distinto a proteger a la mujer que amaba de las bandas de asesinos que merodeaban por la región. El miedo penetró en mis sueños en forma de pesadillas horribles. Unos macabros personajes irrumpían en nuestra casa; aquellos diablos sin rostro violaban y torturaban a Andria y me amordazaban para obligarme a mirar. Las pesadillas terminaban siempre con la muerte de Andria, seguida de mis gritos de espanto. La cosa se puso tan fea que nos vimos obligados a dormir otra vez en habitaciones separadas. Cuando la ansiedad se convirtió en una fuerte depresión, Andria decidió que necesitábamos cambiar de aires. Me aseguró que conocía un escondite perfecto en las montañas, a salvo de los sociópatas, de modo que empaquetamos provisiones y viajamos toda la noche en mi moto. Justo antes del amanecer, llegamos al pie de Buzzard Rock, una montaña de 343 metros de altura en el condado de Loudoun, Virginia. Cuando me señaló la ruta, noté que la sangre se me helaba. —Tranquilo, Ike. He escalado esta pared una decena de veces. Yo iré delante, haz exactamente lo mismo que yo y todo irá bien. Y no lo olvides… —Sí, sí, y a sé. Mirar siempre hacia arriba. Iniciamos la ascensión. Medí con mucho cuidado los primeros cincuenta asideros, temblando de pánico mientras aprendía a mantener el equilibrio en una pared de roca. Pasado un rato, mis dedos, manos y pies se convirtieron en engranajes de carne con los que me adhería a la pared del risco. Aprendí a aferrarme a los mínimos surcos de dos centímetros de anchura que se abrían entre las losas de pizarra; los dedos de mis zapatillas de correr buscaban la menor de las grietas para soportar mi peso, al tiempo que y o pegaba el cuerpo como una lapa a la terrible montaña. Tres metros se convirtieron en quince; quince, en treinta. Cada vez que estiraba un brazo controlaba la respiración, y de vez en cuando respondía « Estoy bien» a las preguntas de Andie. Hicimos una parada en un saliente de tres palmos de ancho a ciento diez metros de nuestro punto de partida, y desde allí contemplamos un panorama lleno de copas de árboles mientras descansábamos y comíamos un poco. Di un mordisco a una pera madura. Mi cuerpo estaba fatigado; mi musculatura, tensa. —Andie, ha sido un ejercicio fantástico, pero estoy hecho polvo y todavía tenemos que volver a bajar.

La verdad, no me veía capaz de subir ni tres metros, y mucho menos hasta aquí arriba. Ella estaba bañada en sudor, y sus pómulos prominentes, de un moreno intenso, acentuaban su ascendencia india. —Vamos a subir hasta la cima, Ike. Confía en mí, y a hemos pasado lo peor. A partir de aquí es pan comido. Me fie de ella. « Pero ¡qué tonto! Qué tonto» . Las siguientes horas de ascensión fueron ligeramente más llevaderas, pues la pared estaba llena de grietas de tres dedos de anchura que nos permitieron alcanzar un nuevo balcón hacia los doscientos setenta metros. Señalé un piñón herrumbroso que alguien había hincado en la roca y dije: —Nenazas. —Tú eres un hombretón, Eisenbraun —dijo Andie con una sonrisa, y le dio un mordisco a una manzana—. En cuanto lleguemos arriba, voy a echarte un polvo que te vas a enterar. Miré hacia lo alto. En el lado positivo, unas raíces medio podridas asomaban de la pared; en el negativo, un anillo de roca de metro y medio protegía la cima como una rebaba. —¿Cómo vamos a escalar eso? —Te lo explicaré cuando estemos allí. ¿Preparado? Me estoy poniendo muy cachonda. Reanudamos la ascensión, y o con los dedos en carne viva y con ampollas, y las palmas de las manos sudorosas debido a que el sol del mediodía nos daba de frente, lo cual suponía un nuevo peligro. Las raíces fueron una bendición hasta cierto punto. Nos ofrecían un buen agarre, pero nos llenaban las manos de astillas. Y por fin llegamos al último balcón, bajo el techo de roca que sobresalía un metro y medio sobre nuestras cabezas. Andria me señaló una serie de raíces en la parte exterior de la repisa. —No te asustes, pero lo que tenemos que hacer es inclinarnos hacia fuera, agarrarnos a esas raíces y luego lanzar los pies y las piernas hacia arriba para superar el anillo. —Te has vuelto loca. Estoy tan cansado que casi no puedo ni sostenerme. —Razón de más para llegar hasta arriba. Así podremos descansar y mañana hacer el descenso.

—Ya. ¿Y cómo vamos a bajar, ahora que lo mencionas? Andria me dedicó una sonrisa bobalicona. —Por el camino que hay. La furia me hizo temblar de pies a cabeza mientras la insultaba sin parar. Me sentía absolutamente impotente, obligado a vivir una situación límite que era tan desquiciante como frustrante e incomprensible; tan desquiciante como lo que les había ocurrido a mi familia y al mundo entero, tanto como los psicópatas que merodeaban por el campo y me acosaban en sueños. Pero esta vez tenía una alternativa. Esta vez podía salvar el pellejo o, al menos, morir con cierta dignidad. —Asume el miedo, Ike. Agárrate a él para concentrar tu fuerza. —Vale, Andie, pero yo voy primero. —No me parece buena idea. Yo he escalado esta mont… —Y una mierda. No la has escalado nunca; si lo hubieras hecho, no habrías elegido esta ruta. Te diste cuenta en el último descanso, te lo noté en la cara. Viste que la habías cagado, pero, como de costumbre, procuraste improvisar, controlar la situación. Pero sí tienes razón en una cosa: como no lleguemos ya arriba, no conseguiremos bajar, porque dentro de nada se hará de noche. Así que vamos a intentarlo, pero yo voy primero. Y no porque tú seas mujer ni por caballerosidad masculina o chorradas similares, sino porque te quiero y no… y no soportaría verte caer al vacío. Se le llenaron los ojos de lágrimas, era la primera vez que mostraba sus sentimientos delante de mí. Metió la mano en su mochila y sacó una cuerda de nailon de seis metros. —Átate bien —dijo, y se ciñó un cabo alrededor de la cintura antes de pasarme el otro—. Cuando llegues a la cumbre, podrás tirar de mí hacia arriba. Si pasa algo, moriremos juntos. —Se inclinó hacia mí para besarme—. No he amado a ningún otro hombre, Eisenbraun.

No la cagues. Me enrollé la cuerda a la cintura e inspiré hondo varias veces tratando de reunir las pocas fuerzas que me quedaban. Por primera vez en toda la ascensión me sentí vivo de verdad. Sabía que, pasara lo que pasase en los días, semanas o años venideros, allí y en aquel momento no iba a permitirme fracasar de ninguna manera.

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