debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Prometeme que seras mia – Silvie Anderson

El guapo empresario Sergio Figueroa descubre que su padre no fue quien lo crio, sino un emigrante que murió en Argentina, dejándole una cuantiosa fortuna justo cuando su compañía está a punto de quebrar. Para recibir la herencia, solo debe cumplir dos requisitos: contar con pareja estable y ser un ferviente católico. Su único problema es que cada día se acuesta con una mujer distinta. Tiene cuarenta y ocho horas para engañar al albacea, y solo una oportunidad: Susana, una tímida becaria que se hará pasar por su esposa. ¿Conseguirá el dinero para salvar a su empresa? ¿Será Susana capaz de cambiar a este calavera?


 

Sergio es moreno. Lo que se dice un morenazo. El pelo ondulado con vetas grisáceas en las sienes. Un flequillo que le oculta la ceja izquierda, y que se esmera en cuidar. Sus ojos son claros, muy claros. Pero su mirada es la que recluta féminas. Mirada insolente, directa, desvergonzada, y al mismo tiempo cálida, sensual; una mousse suave que envuelve un licor fuerte. Se instala en su coto de caza preferido, el lounge del hotel Wellington. Y sonríe. A las mujeres les agradan sus labios. Son carnosos, voluptuosos. Quizá pornográficos. Esta tarde rastrea en busca de la víctima apropiada. Se estira la chaqueta, se recoloca el pañuelo del bolsillo y comprueba la hora. Aún es temprano. Las directivas de piernas descomunalmente largas y torneadas, y zapatos de aguja, que se desplazan a Madrid por trabajo y odian las solitarias noches de los viajes de negocios, resisten atrincheradas en sus salas de reunión. Pasa a la terraza. En una mano, un gin tonic de Bombay Saphire. En la otra la revista Executive Excellence. Su bronceado contrasta con el tono pálido del traje. Dos semanas en Marbella, una en Menorca y una sesión semanal de rayos uva, han tostado su piel ligeramente aceitunada.


Saluda a la camarera. —¿Me sirves otro? —Es alta. Tal vez aspirante a modelo. —¿Bombay Saphire? Sergio confirma con una sonrisa. Y la mira sin pestañear. —¿Qué es la vida sin un Bombay Saphire? La camarera le devuelve la sonrisa. No es lo que dice, es cómo lo dice. Y él lo sabe. Domina la escena, saborea el momento, presiente lo que viene después, lo que siempre viene después, y le sobreviene una erección. La boca ligeramente entreabierta, la mirada sesgada, más que invitándola, retándola a adentrarse en su juego. —¿Una vida vacía? —le responde ella, devorándole con los ojos. Luego se fuerza a salir en busca de la copa. Sergio se acaricia el mentón. Prominente, masculino. Sopesa las posibilidades de arrastrarla a la cama. Bonito trasero, mejores pechos, rostro agraciado, larga melena rubia. Un bombón. Su deseo continúa insidioso. Pero existen reglas. Siempre hay reglas. No ahí, no con una camarera del Wellington. Le traería problemas. «Las mujeres exigen demasiado. Quieren un anillo y una casa con jardín». Sergio solo un polvo.

Un gran polvo. Un polvo de los que hacen época. De tres orgasmos, quizá cuatro. Pero no una relación bendecida ante el altar. Ya tuvo una. Y desde luego no le fue nada bien, ni a él ni a su ego. La camarera regresa con la copa en una bandeja. La deposita sobre la mesa mientras lo observa de reojo. Ha oído hablar de él. Las otras camareras del Wellington también. Siempre tiene una habitación reservada a su nombre. Y cada día la abandona una mujer distinta. Habitualmente con el pelo revuelto, caminando agotada y con una sonrisa de complacencia. «Debe de ser un fiera en la cama», piensa ella. —¿Le pongo algo más? —La pregunta no es nada inocente. A la camarera le hubiera apetecido acompañarla de un guiño. Pero no se siente tan valiente. Sergio sonríe de nuevo, con sus dientes blancos y perfectamente cuadrados, y luego se lleva la copa a los labios. «Las camareras siempre están ahí. Las huéspedes van y vienen». —No, gracias. Piensa en el gimnasio, su segundo coto de caza. Allí no existen reglas. Las mujeres se inscriben, se matan en spinning durante dos semanas, se cansan, abandonan, vuelven a los tres meses… El gimnasio es enorme y da juego. Cuenta con ventaja, se ha fabricado un cuerpo a medida.

Su pecho es recio, compacto, sin vello. En las abdominales luce una tableta potente, delineada, esculpida en mármol. Las mujeres se sientan en la bicis estáticas y le observan con el rabillo de ojo. Sudado es cuando más encanto desprende. Aceitoso, con la piel perlada. A la mitad de las mujeres del gimnasio les gustaría arrastrarlo a la cama, la otra mitad ya lo ha hecho. Las siete y media. El bar poco a poco se va atiborrando de ejecutivos extenuados. Desde la terraza, observa un Madrid dorado por efecto de la luz del atardecer. Abajo. los atascos del tráfico, los gases de los coches, los semáforos insufribles. Arriba, la puesta de sol, una copa y mujeres hermosas. Suspira y recuesta la espalda. «¿Qué más se puede esperar de la vida? Un nuevo affaire, otra noche entre sábanas de raso…». A diez días de cumplir cuarenta años, se halla en la cima del mundo. Al volver la vista a la terraza localiza a dos mujeres. La primera, morena, de cara redonda y sonrisa amigable, mantiene una conversación telefónica. No la oye. Pero tiene pinta de hablar con uno de sus hijos. Gesticula mucho, suelta carcajadas de vez en cuando, apunta cosas. De Valencia, o tal vez andaluza. Dos niños, quizá niña y niño. Se siente culpable por las horas que dedica a su trabajo. Está felizmente casada. No ve el anillo desde su posición, pero está convencido de que lo encontraría en su anular.

La segunda bebe despacio. Un gin tonic. De cara alargada y ojos muy juntos. Contempla a los clientes, como si aguardase a que alguien se decidiera a alejarla de una tarde aburrida. «La soledad es un sentimiento difícil de soportar para ciertas personas». Comprueba el móvil, pero nadie la llama. Es separada, puede que divorciada. Sergio desea examinarla de cerca. Se levanta y se dirige hacia ella. Se sitúa en frente, en otra mesa. Escote sugerente y sin anillo en el anular. Bonitos labios, estrechos, elegantes… Le gusta su piel lechosa, casi blanca. Adivina bajo su chaqueta una mujer de curvas sugerentes, con pechos pequeños, pero prietos. Le guiña imperceptible. Ella no se da cuenta. Pero Sergio insiste. —Ha quedado una bonita tarde, ¿no le parece? Repara en él. Y parece que lo que ve le agrada. —Así es. Alza la copa y bebe. Despacio. —Me gusta Madrid en esta época del año —añade la mujer, tanteando a su interlocutor. —Madrid es una ciudad mágica en cualquier época. —Espera un par de segundos, y luego remata—. Es una ciudad para compartir amigos, recuerdos… amores.

La mujer respalda su reflexión con un ligero cabeceo. Y Sergio sonríe de forma enigmática, como si le hubiera transmitido un secreto poderoso, tal vez como si esa estúpida frase contuviera un misterio. Luego ella se lleva la copa a los labios y bebe con parsimonia, sin esconder la mirada, resuelta, atrevida, directa. —¿Es de aquí? —Acaba por preguntar, como si no soportara el silencio y los ojos penetrantes de Sergio. —De aquí y de allá —responde él, extendiendo la vista hacia el horizonte —. Ahora vivo en Madrid, sí. Pero viajo mucho. —Clava los ojos de nuevo en ella—. ¿Usted? —Soy de Valencia. He venido por trabajo. Sergio censura la respuesta con un ademán. —Ha venido para darme suerte. —¿Suerte? Sonríe. —Discúlpeme. Hoy ha sido un mal día, estaba a punto de irme a la cama con una botella de ginebra. Pero ha sido verla y mi día ha cambiado. La mujer festeja la ocurrencia. Debe de saber que le miente, «pero a qué mujer no le agrada un piropo». —¿Y qué he hecho yo para merecer tal honor? Sergio se levanta de su mesa y se cambia a la de ella. —Ser mi salvavidas. —Le tiende la mano—. Sergio Figueroa. La mujer se la estrecha. La presión de las manos de él es enérgica. Transmite seguridad, confianza.

También es cálida. —Ángeles Escrivá. Ángeles toma su copa y antes de beber, pregunta: —¿Y para qué necesitas un salvavidas, Sergio? —Para escapar de la monotonía. —Bebe, esperando su reacción. Pero ella se mantiene a la expectativa—. Trabajo en una multinacional. Todo el día en la oficina contestando al teléfono, si no viajando. —Exhala cansado—. Ahora mismo, ahí sentado —señala su anterior mesa—, me preguntaba si no desperdicio mi vida. —¡Qué profundo! —No, en serio —vuelve a beber—, ¿tú estás satisfecha con tu vida? Ella inspira. Parece que no se decide a hablar. «¿Será que esta tarde lo único que anhela es a un hombre entre sus piernas, a poder ser con un buen miembro y un movimiento de caderas que la haga perder el sentido?». —Puede que no. Pero las cosas siempre pueden mejorar. Sergio asiente pensativo. —Por eso decía que me has venido a salvar la vida. Eres positiva. Me gustas. —Esboza un remedo de sonrisa—. ¿Has vivido siempre en Valencia? —Sí. Bueno, no. —Llama a la camarera—. Estudié dos años en los Estados Unidos. En Boston. Pero eso fue hace siglos.

—No eres tan mayor. ¿Treinta y tres?, ¿treinta y cuatro? Ángeles suelta una carcajada. —Eres bueno, Sergio. Muy bueno. Supera los cuarenta. Y él se ha percatado de ello. De todos modos, le agrada el cumplido. Sergio está al corriente de que un hombre tiene la obligación de hacer sentir joven a una mujer, a cualquier mujer. La camarera se acerca y ambos piden lo mismo. —¿Y qué has venido a hacer a Madrid? —A ver si adivinas… —Déjame pensar… Por tu aspecto, diría que has sido modelo. Pero ya te has retirado. Y ahora trabajas en una empresa de cosmética o de bolsos, o quizá vendiendo productos para calvos. Ángeles ríe una vez más. Y Sergio la acompaña. —Sí, eso, eso. Vendo productos para calvos. Llega la camarera y les sorprende riendo. A él le fascinan las féminas desinhibidas y algo payasas. La camarera coloca la bandeja sobre la mesa, deja las copas y se da la vuelta con un mohín despectivo. —Me da que está celosa. —¿Tú crees? —Antes te comía con los ojos. —¿Antes? —Cuando te sirvió, en tu mesa. —¿Me espiabas? Ángeles le mira de forma enigmática. —No había mucha gente por aquí. Sergio no responde, pero clava los ojos en los de ella, que sonríe maliciosamente y se humedece los labios con la punta de la lengua.

Apenas un momento. Pero el suficiente. —¿Desde cuándo haces esto? —Le suelta a borbotón Ángeles. —¿El qué? —Ligar en hoteles. La cuestión le pilla de improviso. «Se acabó». Intenta recomponerse. En ese momento piensa en Carlos Sáinz y su ¡trata de arrancarlo, por Dios! A un tris de follar o de volver a casa. Solo. Lo considera bastante antes de contestar. «¿Pretende la verdad o que la seduzca?». Existen mujeres decididas, con una opinión precisa acerca de lo que les apetece, y que no permiten frustraciones. También están quienes se dejan seducir. Desean lo mismo que las anteriores pero les entusiasma la diversión previa. Y luego existen los otros tipos. Pero a Sergio no le interesan más que las dos primeras. Ahora debe decidir a cual pertenece Ángeles. —Depende —se arriesga a contestar—. No me cierro en banda al amor. —¿Al amor o al sexo? No contesta pero le devuelve una mirada cómplice. «Es el momento». Ángeles le sonríe a su vez. —¿Cuántas te has follado, aquí, en este hotel? —Yo… —Venga. ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? —No sé. No las cuento.

—Seguro que las numeras… O no. Mejor. Les pones motes. ¿A qué sí? Se pone serio. «¿A qué juega?». Nunca la ha visto antes de hoy. «No puede ser un antiguo lío». Está seguro. «¿La manda alguien?». —No te pongas así, hombre. Solo es un pasatiempo. —Cruza las piernas, adelantando una sobre la otra. Un muslo blanco se pierde mesa abajo. En el otro lado, la mirada de Sergio se desliza hacia un tobillo que desemboca en un zapato de tacón alto. Rojo. «Quiere guerra», piensa. —¿Y tú? ¿Cuántas veces has ligado así? Ángeles ríe. Se acechan uno en los ojos del otro. Sergio se acerca lo suficiente para aspirar su perfume. Intenso, penetrante. Le recuerda al jazmín. Vuelve a sentir la avidez del apetito carnal, y esta vez está convencido de que no va a moderarse. —Lo cierto es que me da igual —añade—. Sean las que sean, sería un placer contarme entre ellas. Su voz suena resueltamente masculina.

Pero en esta frase vuelca además una suavidad gutural que lo reviste de una sensualidad irresistible para las mujeres. Ángeles aprieta los labios en una fina línea. Ninguno de los dos añade nada, hasta que Sergio reclama a la camarera. «La cuenta». Ha tenido suerte. No es frecuente una sintonía tal con alguien. Habitualmente habla y habla, toma copas y, con suerte, después de cenar la acompaña a la habitación. Sexo no hay siempre. Tal vez al segundo o tercer día. En el espejo del ascensor, la sorprende en el acto de morderse el labio inferior mientras se fija en su trasero. «¿Me está mirando el culo?». Es firme y redondo, producto de cientos de horas de ejercicio. Oscila una mano nerviosa, tal vez tentada de tocárselo. Sin embargo, se reprime. La habitación es sencilla. Una habitación más de un hotel de cuatro estrellas. Sergio entorna las cortinas para dotarla de un ambiente íntimo. Aún no ha anochecido. Ángeles se mantiene de pie, con el bolso en la mano. No sabe dónde dejarlo. Se siente tonta, como si fuera la primera vez que hace esto. Enseguida repara en la estupidez. —Ven. —Él se acerca y la rodea con sus brazos. Ella aproxima sus labios y le susurra—.

¿Me lo vas a hacer lentamente? Sergio inspira la fragancia de su cuello. Le cautivan las mujeres sin complejos. «Lo quiero, lo tengo». —Muuuuyyyy lentamente. Una vez. Otra. Y otra. —¡Donde vas semental! Menos hablar y más demostrar. —Desciende una mano al trasero de él y, esta vez sí, lo estruja. Sergio la retiene de la nuca y la besa en los labios. Primero la besuquea con mimo. Después, entreabre sus labios. Más tarde, ya desinhibidos, enredan sus lenguas. Una mano de él en su nunca, la otra en la cadera, ciñéndola. Ángeles también se aferra a su culo, restregándose contra el torso y la entrepierna de su amante. Su respiración, la de ambos, se desboca. Sergio se deshace de la chaqueta de ella con un par de movimientos e introduce una mano por la camisa, desabotonándola al mismo tiempo que resbala por el escote femenino con dos dedos. Luego captura una de sus pechos, aún dentro del sujetador. Lo manosea, lo acaricia, para detenerse en un pezón duro, tenso, sensible. Ángeles resopla. Detienen sus besos y se exploran con la mirada. Sergio continúa acariciando el pezón, y con la otra mano suelta el enganche del sujetador. Sus pechos, blancos, pequeños, perfectos, se agitan. Los codicia. Vuelve a dirigir los ojos hacia su amante, como pidiéndole permiso.

Ella entorna los párpados. Y Sergio desciende, lamiendo su piel, por el cuello, el escote y alcanza el pezón izquierdo. Allí relame su juguete. Lo ensaliva, lo mordisquea, lo besa, lo succiona. La mujer cree morir. Deja caer la cabeza hacia atrás y jadea, sintiendo cómo su humedad la empapa. Lo quiere en su interior. Ya. De modo que lo empuja a la cama. Él cae. Ella sigue de pie. Se insinúa con un vaivén de su cuerpo. Ambos mantienen la respiración alterada, anhelante. Ángeles sonríe de medio lado. Se quita la falda. Lleva un tanga de encaje negro. Sergio se regodea devorándola con los ojos. Ella gira para que pueda verla al completo. Cuando acaba, desliza las braguitas hasta el suelo y se queda desnuda. Apenas tiene vello púbico. Una fina línea. Su sexo palpita y está húmedo. Él lo percibe desde la cama. —¿Qué te parece? —Tienes un cuerpazo. Ángeles ríe alborozada.

Sabe que no. Alguna celulitis, un poco de grasa aquí o allá. «Pero qué más da». Ahora solo quiere sexo con ese macho. Curiosea en su entrepierna en la distancia. El bulto del pantalón es suficientemente explícito. —Ahora tú. Sergio frunce las cejas. —¿Y si no? Su amante salta sobre él, separando las piernas. Sus sexos entran en contacto. Ella mueve las caderas, y sus pechos se bambolean al ritmo del movimiento. El roce es excitante. —¿Estás seguro? —le pregunta de forma tentadora. Sergio no contesta. Pero aprieta los labios con contundencia. Y luego jadea. —Quítate todo. La orden de Ángeles actúa como un resorte. Se aparta y él se incorpora y se desabotona la camisa. Debajo, un pecho musculado. «El tipo se cuida bien», piensa la ejecutiva, que se humedece una vez más. Se aupa sobre sus rodillas y le acaricia las abdominales. —¿Esto es todo tuyo? —Del primo de Zumosol. Ángeles no parece oírle. Repta con los dedos por el torso arriba y abajo, y luego de arriba abajo, hasta llegar al botón del pantalón.

Lo desabrocha y tira de la cremallera. Sergio la observa desde la altura. Desea que lo haga, pero no se lo va a pedir. Ella le agarra el bulto de los calzoncillos. Es un miembro grande. Largo y, sobre todo, grueso. —Menuda… Sergio deja escapar una queja. Le complace que jueguen con su pene desde la punta hasta la base, y vuelta al comienzo. Ángeles lo hace instintivamente, con una expresión de asombro. Y él se excita aún más al descubrir su gesto de turbación. —¿Qué tal por ahí abajo? Ángeles le mira desde su posición y sonríe con malicia. Le baja el calzoncillo y, como un muelle, el pene salta hacia arriba. No se detiene a contemplarlo. Se acerca y le regala un beso. Luego desliza la mano hacia abajo con suavidad. Y regresa. Varias veces. Cuando siente los gemidos de Sergio, se detiene y lo aprieta. Tiene ganas de más. Pero hoy no irá más allá. Lo decide en ese instante. No la primera vez. Escarda en el bolso, saca una caja de preservativos y se la enseña. Sergio consiente con la mirada perdida. —Ven.

—Le coge de una mano y lo atrae hacia ella. Rompe el envoltorio de un preservativo y se lo coloca. Luego se dirige a él con una mirada cargada de lascivia—. ¿Preparado? Sergio asiente. «No hay otra cosa en el mundo que desee más en este momento», piensa. Y se tumba sobre ella para fundirse en un beso de lenguas salivosas, pegajosas, enredadas. Se lamen. Entretanto, el miembro de Sergio se restriega, como si gozara de vida propia, contra la entrepierna de Ángeles. Ella suspira. A veces jadea. Le agarra del trasero para retener su cuerpo. —Me estás matando. Sergio la penetra apenas un centímetro, ayudado por su mano. Después espera. Le gusta mantenerse ahí. En la antesala del placer. Deseando continuar hasta el fondo, pero reprimiéndose para intensificar luego el goce. Ella intenta forzarle a continuar. Quiere su orgasmo ya. Exhala un gemido y lo busca con la mirada. En sus ojos hay súplica. Házmelo, por favor, parecen decir. Sergio avanza un poco más. Ángeles vuelve a gemir. —No seas malo.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

1 comentario

Añadir un comentario
  1. Donde puedo conseguir el libro de silvie Anderson prométeme la luna

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |