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Princesa mecánica – Cassandra Clare

—Tengo miedo —confesó la niña sentada en la cama—. Abuelo, ¿puedes quedarte conmigo? Aloysius Starkweather emitió un sonido gutural de impaciencia mientras acercaba una silla a la cama y se sentaba. Esa muestra de intranquilidad iba sólo parcialmente en serio. Le gustaba que su nieta confiara tanto en él, que a menudo fuera él el único capaz de calmarla. Su hosca actitud nunca le había importado a la niña, a pesar de su delicado carácter. —No hay nada de lo que tener miedo, Adele —repuso él—. Ya lo verás. La pequeña lo miró con los ojos muy abiertos. Normalmente, la ceremonia de la primera runa se habría celebrado en uno de los salones más señoriales del Instituto de York, pero debido a la fragilidad de la salud y los nervios de Adele, se había acordado que podía realizarse en la seguridad de su dormitorio. Se hallaba sentada en el borde de la cama, con la espalda muy recta. Su vestido ceremonial era rojo, con una cinta asimismo roja sujetándole el fino cabello rubio. Los ojos resultaban enormes en el delgado rostro; los brazos, delgados. Toda ella era frágil como una taza de porcelana. —Los Hermanos Silenciosos —dijo ella—, ¿qué me van a hacer? —Dame el brazo —le pidió él, y la niña se lo tendió confiada. El abuelo se lo volvió y vio las azules venas bajo la piel—. Emplearán sus estelas…, ya sabes lo que es una estela, para dibujarte una Marca. Normalmente empiezan por la runa de Videncia, que ya conoces por tus estudios, pero en tu caso comenzarán por la de la Fuerza. —Porque no soy muy fuerte. —Para mejorar tu constitución. —Como el caldo de carne. —Adele arrugó la nariz. Él rió. —Esperemos que no tan desagradable. Notarás un pequeño pinchazo, así que debes ser valiente y no gritar, porque los cazadores de sombras no gritan de dolor. Luego el pinchazo desaparecerá, y te sentirás mejor y mucho más fuerte.


Y así se acabará la ceremonia, e iremos abajo para celebrarlo con pasteles helados. Adele chocó los talones. —¡Y una fiesta! —Sí, una fiesta. Y regalos. —Se palmeó el bolsillo, donde tenía escondida una pequeña caja envuelta en elegante papel azul, que contenía un minúsculo anillo de familia aún más pequeño—. Aquí tengo uno para ti. Te lo daré en cuanto se acabe la ceremonia de las Marcas. —Nunca antes me han hecho una fiesta. —Es porque te vas a convertir en una cazadora de sombras —explicó Aloysius—. Sabes que eso es muy importante, ¿verdad? Tus primeras Marcas significan que eres nefilim, como yo, y como tu madre y tu padre. Significan que formas parte de la Clave, parte de nuestra familia guerrera. Alguien diferente y mejor que todos los demás. —Mejor que todos los demás —repitió la niña lentamente mientras se abría la puerta del cuarto y entraban dos Hermanos Silenciosos. Aloysius vio un destello de temor en los ojos de Adele, que apartó el brazo que él le sujetaba. Aloysius frunció el cejo; no le gustaba ver el miedo en su progenie, aunque no podía negar que los Hermanos resultaban inquietantes, con su silencio y su peculiar manera de deslizarse al andar. Fueron hacia el lado de la cama donde se hallaba la pequeña mientras la puerta volvía a abrirse y entraban el padre y la madre de la niña; su padre, el hijo de Aloysius, con un traje escarlata, y su esposa con un vestido rojo que se acampanaba en la cintura y un collar dorado del que colgaba una runa enkeli. Sonrieron a su hija, que les correspondió con una trémula sonrisa, mientras los Hermanos Silenciosos la rodeaban. Adele Lucinda Starkweather. Era la voz del primer Hermano Silencioso, el hermano Cimon. Ya has cumplido la edad. Es el momento de que recibas en ti la primera de las Marcas del Ángel. ¿Conoces el honor que se te otorga y harás todo lo que esté en tu poder para ser merecedora de él? —Sí —contestó Adele, asintiendo obediente. ¿Y aceptas esas Marcas del Ángel, que estarán para siempre sobre tu cuerpo, un recordatorio de todo lo que le debes al Ángel y de tu sagrado deber con el mundo? Adele asintió de nuevo. A Aloysius se le llenó el corazón de orgullo. —Las acepto —dijo la niña.

Entonces, comencemos. Una estela destelló, sujeta en la larga y blanca mano del Hermano Silencioso. Le cogió el tembloroso brazo a Adele, le colocó la punta de la estela sobre la piel y comenzó a dibujar. Líneas negras surgían ondeantes de dicha punta, y Adele fue observando maravillada cómo el símbolo de la Fuerza iba tomando forma sobre la pálida piel de la parte interior del brazo, un delicado dibujo de líneas que se cortaban, cruzando las venas, envolviéndole el brazo. Tenía el cuerpo tenso, los dientecitos clavados en el labio inferior. Lanzó una rápida mirada a Aloysius, y él se quedó parado ante lo que vio en los ojos de su nieta. Dolor. Era normal notar algo de dolor al recibir una Marca, pero lo que veía en los ojos de Adele era… pura agonía. Aloysius se incorporó de golpe, y la silla en la que había estado sentado salió disparada hacia atrás. —¡Detente! —gritó, pero era demasiado tarde. La runa estaba completa. El Hermano Silencioso se apartó, mirando fijamente. Había sangre en la estela. Adele estaba gimiendo, recordando la advertencia de su abuelo de que no debía llorar, pero en seguida, la piel lacerada y ensangrentada comenzó a levantársele de los huesos, ennegrecida, ardiendo bajo la runa como si ésta fuera de fuego, y Adele no pudo evitar echar la cabeza atrás y gritar, gritar… Londres, 1873 —¿Will? —Charlotte Fairchild entreabrió la puerta de la sala de entrenamiento del Instituto—. Will, ¿estás ahí? Un apagado gruñido fue la única respuesta. La puerta se abrió del todo y mostró la amplia sala de altos techos que había al otro lado. Charlotte había crecido entrenándose ahí y conocía cada irregularidad de las maderas del suelo; la vieja diana pintada en la pared norte; las ventanas de hojas cuadradas, tan viejas que eran más gruesas en la base que en lo alto. En el centro de la estancia se hallaba Will Herondale, con un cuchillo en la mano derecha. Éste volvió la cabeza para mirar a Charlotte, y ella pensó de nuevo que era un niño muy raro, aunque con doce años ya no era tan pequeño. Era guapo, con el cabello oscuro y espeso que se le ondulaba levemente a la altura del cuello de la camisa; en ese momento lo tenía mojado de sudor y pegado a la frente. Había llegado al Instituto con la piel bronceada por el aire y el sol del campo, pero seis meses en la ciudad lo habían dejado sin color, y eso hacía que el rubor le destacara sobre los pómulos. Tenía los ojos de un azul extrañamente luminoso. Algún día sería un hombre muy apuesto, si lograba hacer algo con la expresión de enfado que le retorcía los rasgos permanentemente. —¿Qué pasa, Charlotte? —soltó él. Aún hablaba con un ligero acento galés, una forma de pronunciar las vocales que habría resultado encantadora si su tono no fuera tan agrio.

Se pasó la manga por la frente mientras la chica entraba a medias por la puerta y se detenía. —Llevo horas buscándote —contestó ella con cierta aspereza; aunque ese tono tenía poco efecto con Will. No había mucho que afectara a Will cuando estaba de mal humor, y casi siempre estaba de mal humor—. ¿No te has acordado de lo que te dije ayer, que hoy íbamos a recibir a un nuevo miembro en el Instituto? —Oh, sí que me he acordado. —Will lanzó el cuchillo. Se clavó justo fuera del círculo de la diana, lo que aún le hizo poner peor cara—. Pero no me importa. El chico que estaba detrás de Charlotte ahogó un ruido. Una carcajada, habría pensado ella, pero, sin duda, no podía estar riendo, ¿no? Ya le habían advertido de que el chico que llegaba al Instituto desde Shanghái no estaba bien pero, aun así, se había sorprendido al verlo bajar del carruaje, pálido y agitándose como una caña bajo el viento, con el rizado cabello oscuro salpicado de canas como si fuera un hombre de ochenta años y no un chico de doce. Tenía los ojos grandes y de un negro plateado, extrañamente bellos, pero inquietantes en un rostro tan delicado. —Will, vas a ser educado —dijo Charlotte, y cogió al chico de detrás y lo empujó para que entrara en la estancia—. No te preocupes por Will, sólo está de mal humor. Will Herondale, te presento a James Carstairs, del Instituto de Shanghái. —Jem —puntualizó el chico—. Todo el mundo me llama Jem. —Dio otro paso hacia el interior de la sala mientras miraba a Will con amistosa curiosidad. Hablaba sin ningún rastro de acento, lo que sorprendió a Charlotte, pero claro, su padre era… había sido… británico—. Tú también puedes llamarme así. —Bien, si todo el mundo te llama así, no es ningún favor especial para mí, ¿no? —El tono de Will era ácido; era capaz de ser sorprendentemente desagradable, algo inusual en alguien tan joven—. James Carstairs, ya irás viendo que si te ocupas de tus asuntos y me dejas en paz, será lo mejor para los dos. Charlotte suspiró por dentro. Había esperado que la presencia de ese chico, de la misma edad que Will, sirviera para que éste perdiera su rabia y su maldad, pero parecía evidente que había hablado en serio al decir que no le importaba si otro chico cazador de sombras llegaba al Instituto. No quería amigos, ni los necesitaba. Charlotte miró a Jem, esperando que su semblante reflejara sorpresa o dolor, pero sólo sonreía ligeramente, como si Will fuera un gatito que hubiera tratado de arañarle. —No me he entrenado desde que salí de Shanghái —señaló Jem—.

Me iría bien un compañero, alguien con quien practicar. —Y a mí también —repuso Will—. Pero necesito a alguien que esté a mi nivel, no a una criatura enfermiza que parece estar arrastrándose hacia la tumba. Aunque supongo que podrías servir de diana para hacer prácticas de puntería. Charlotte, sabiendo lo que sabía de James Carstairs y lo que no había compartido con Will, sintió un horror que le revolvió el estómago. «“Arrastrándose hacia la tumba”, ¡oh, Dios santo! —¿Qué le había dicho su padre? Que Jem dependía de una droga para vivir, alguna clase de medicina que prolongaba su vida, pero no lo curaba—. Oh, Will». Iba a colocarse entre los dos chicos, como para proteger a Jem de la crueldad de Will, terriblemente más punzante de lo habitual dada la naturaleza de a quién iba dirigida, pero se detuvo. Jem ni siquiera había cambiado de expresión. —Si por «arrastrándose hacia la tumba» te refieres a que estoy muriéndome, entonces, aciertas — repuso—. Me quedan unos dos años de vida, tres si tengo suerte, o eso me dicen. Incluso Will no pudo ocultar su impresión; se le colorearon las mejillas. —Yo… Pero Jem había comenzado a caminar hacia la diana pintada en la pared; cuando llegó allí, arrancó el cuchillo de la madera. Luego se volvió y fue directo hasta Will. Aunque más delicado, tenía su misma altura; a sólo unos centímetros de distancia se miraron a los ojos y se aguantaron la mirada. —Puedes usarme para practicar puntería, si lo deseas —dijo Jem con tanta calma como si estuviera hablando del tiempo—. Me parece que tengo poco que temer de ese ejercicio, ya que no pareces tener mucha puntería. —Se volvió, apuntó y lanzó el cuchillo, que se clavó en el corazón de la diana, temblando levemente—. O —continuó Jem, volviéndose hacia Will— podrías dejarme que te enseñara. Porque tengo una gran puntería. Charlotte se lo quedó mirando sorprendida. Durante medio año había observado a Will apartar a cualquiera que trataba de acercarse a él (tutores, su padre, su prometido Henry o los dos hermanos Lightwood) sirviéndose de una actitud aborrecible combinada con una crueldad mordaz. Suponía que, de no haber sido la única persona que lo había visto llorar, también habría perdido la esperanza, hacía tiempo, de que Will pudiera servir de algo a alguien. Y, sin embargo, ahí estaba, mirando a Jem Carstairs, un chico con aspecto tan frágil que parecía hecho de cristal, y la dureza de su expresión se estaba transformando en una incertidumbre tentativa. —No te estás muriendo de verdad —dijo Will, con el tono más extraño en la voz—, ¿no? Jem asintió.

—Eso me dicen. —Lo siento —se lamentó Will. —No —contestó Jem a media voz. Dejó la chaqueta a un lado y sacó un cuchillo del cinturón—. No seas así de vulgar. No me digas que lo sientes. Di que te entrenarás conmigo. Le tendió el cuchillo a Will con el mango por delante. Charlotte contuvo la respiración, temía moverse. Se sentía como si estuviera siendo testigo de un momento crucial, aunque no habría podido decir por qué. Will cogió el cuchillo aún sin apartar los ojos del rostro de Jem y le rozó la mano al hacerlo. Charlotte pensó que era la primera vez que lo había visto tocar a otra persona voluntariamente. —Me entrenaré contigo —afirmó Will. 1 UNA BRONCA ESPANTOSA En martes, ni te cases, ni te embarques. Dicho popular —Diciembre es un mes venturoso para una boda —dijo la costurera, entre los alfileres que llevaba en la boca, con la facilidad de años de práctica—. Como dicen: «Si te casas en diciembre, el amor durará para siempre». —Colocó un último alfiler en el vestido y dio un paso atrás—. Ya está. ¿Qué le parece? Está diseñado a partir de uno de los modelos del propio Worth. Tessa miró su reflejo en el espejo de cuerpo entero colocado entre las dos ventanas de su habitación. Era un vestido de una seda de color dorado oscuro, como era costumbre entre los cazadores de sombras, que consideraban al blanco como símbolo de luto y se negaban a casarse de ese color a pesar de que la propia reina Victoria había introducido esa moda. El ajustado cuerpo estaba bordeado de encaje de Bruselas, que también recorría las mangas. —¡Es precioso! —Charlotte aplaudió y se inclinó hacia adelante, con lo ojos castaños brillándole de entusiasmo—. Tessa, ese color te queda muy bien. Ésta se volvió de un lado al otro ante el espejo.

El dorado le ponía el color que tanto necesitaba en las mejillas. El corsé con forma de reloj de arena la moldeaba y la redondeaba donde se suponía que debía hacerlo, y el ángel mecánico que le colgaba del cuello la calmaba con su tictac. Bajo él se balanceaba el medallón de jade que Jem le había regalado. Había alargado la cadena para poder llevar ambos adornos al mismo tiempo, ya que no quería separarse de ninguno. —¿No opinas que quizá el encaje es un adorno un poco excesivo? —¡En absoluto! —Charlotte se recostó en su asiento y, sin darse cuenta, se colocó una mano protectora sobre el vientre. Siempre había sido demasiado delgada, escuálida, a decir verdad, para necesitar un corsé, y ahora que estaba embarazada, le había dado por ponerse vestidos de té, ajustados por encima de la cintura y sueltos por debajo de ésta, con los que parecía un pajarito—. Es para el día de tu boda, Tessa. Si alguna vez hay excusa para ir demasiado adornada, es justamente ese día. Imagínatelo. Tessa se había pasado muchas noches haciendo justamente eso. Aún no estaba segura de dónde se casarían Jem y ella, porque el Consejo seguía deliberando sobre su situación. Pero cuando se imaginaba la boda, siempre era en una iglesia, con ella recorriendo el pasillo hasta el altar, quizá del brazo de Henry, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, sino hacia adelante, a su prometido, como debía hacer una novia. Jem vestiría un uniforme, no como los que llevaba cuando luchaba, sino como de militar, diseñado especialmente para la ocasión: negro con bandas doradas en los puños y runas doradas en relieve sobre el cuello y las solapas. Se le vería muy joven… Ambos eran muy jóvenes. Tessa sabía que no era corriente casarse a los diecisiete y dieciocho años, respectivamente, pero tenían el reloj en contra. El reloj de la vida de Jem, presto a pararse. Se llevó la mano al cuello y notó la familiar vibración de su ángel mecánico, que le rascaba la palma con las alas. La costurera la miró inquieta. Era una mundana, no nefilim, pero tenía la Visión, como todos los que servían a los cazadores de sombras. —¿Quiere que le quite el encaje, señorita? Antes de que Tessa pudiera contestar, llamaron a la puerta. —Soy Jem, Tessa, ¿estás ahí? —dijo una voz conocida. Charlotte se incorporó de golpe en su asiento. —¡Oh! ¡No debe verte con el vestido!

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