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Princesa Mecánica – Cassandra Clare

El peligro aumenta para los Cazadores de Sombras ahora que esta trilogía, besteller del New York Times, llega a su fin. Si la única manera de salvar el mundo fuera destruyendo a quien más amás, ¿lo harías? El tiempo corre. Debes elegir. Pasión. Poder. Secretos. Magia. El peligro acecha a los Cazadores de Sombras en la entrega final de Los Orígenes.


 

York, 1847 —Tengo miedo —confesó la niña sentada en la cama—. Abuelo, ¿puedes quedarte conmigo? Aloysius Starkweather emitió un sonido gutural de impaciencia mientras acercaba una silla a la cama y se sentaba. Esa muestra de intranquilidad iba sólo parcialmente en serio. Le gustaba que su nieta confiara tanto en él, que a menudo fuera él el único capaz de calmarla. Su hosca actitud nunca le había importado a la niña, a pesar de su delicado carácter. —No hay nada de lo que tener miedo, Adele —repuso él—. Ya lo verás. La pequeña lo miró con los ojos muy abiertos. Normalmente, la ceremonia de la primera runa se habría celebrado en uno de los salones más señoriales del Instituto de York, pero debido a la fragilidad de la salud y los nervios de Adele, se había acordado que podía realizarse en la seguridad de su dormitorio. Se hallaba sentada en el borde de la cama, con la espalda muy recta. Su vestido ceremonial era rojo, con una cinta asimismo roja sujetándole el fino cabello rubio. Los ojos resultaban enormes en el delgado rostro; los brazos, delgados. Toda ella era frágil como una taza de porcelana. —Los Hermanos Silenciosos —dijo ella—, ¿qué me van a hacer? —Dame el brazo —le pidió él, y la niña se lo tendió confiada. El abuelo se lo volvió y vio las azules venas bajo la piel—. Emplearán sus estelas…, ya sabes lo que es una estela, para dibujarte una Marca. Normalmente empiezan por la runa de Videncia, que y a conoces por tus estudios, pero en tu caso comenzarán por la de la Fuerza.


—Porque no soy muy fuerte. —Para mejorar tu constitución. —Como el caldo de carne. —Adele arrugó la nariz. Él rió. —Esperemos que no tan desagradable. Notarás un pequeño pinchazo, así que debes ser valiente y no gritar, porque los cazadores de sombras no gritan de dolor. Luego el pinchazo desaparecerá, y te sentirás mejor y mucho más fuerte. Y así se acabará la ceremonia, e iremos abajo para celebrarlo con pasteles helados. Adele chocó los talones. —¡Y una fiesta! —Sí, una fiesta. Y regalos. —Se palmeó el bolsillo, donde tenía escondida una pequeña caja envuelta en elegante papel azul, que contenía un minúsculo anillo de familia aún más pequeño—. Aquí tengo uno para ti. Te lo daré en cuanto se acabe la ceremonia de las Marcas. —Nunca antes me han hecho una fiesta. —Es porque te vas a convertir en una cazadora de sombras —explicó Aloy sius—. Sabes que eso es muy importante, ¿verdad? Tus primeras Marcas significan que eres nefilim, como yo, y como tu madre y tu padre. Significan que formas parte de la Clave, parte de nuestra familia guerrera. Alguien diferente y mejor que todos los demás. —Mejor que todos los demás —repitió la niña lentamente mientras se abría la puerta del cuarto y entraban dos Hermanos Silenciosos. Aloy sius vio un destello de temor en los ojos de Adele, que apartó el brazo que él le sujetaba. Aloy sius frunció el cejo; no le gustaba ver el miedo en su progenie, aunque no podía negar que los Hermanos resultaban inquietantes, con su silencio y su peculiar manera de deslizarse al andar. Fueron hacia el lado de la cama donde se hallaba la pequeña mientras la puerta volvía a abrirse y entraban el padre y la madre de la niña; su padre, el hijo de Aloysius, con un traje escarlata, y su esposa con un vestido rojo que se acampanaba en la cintura y un collar dorado del que colgaba una runa enkeli. Sonrieron a su hija, que les correspondió con una trémula sonrisa, mientras los Hermanos Silenciosos la rodeaban.

Adele Lucinda Starkweather. Era la voz del primer Hermano Silencioso, el hermano Cimon. Ya has cumplido la edad. Es el momento de que recibas en ti la primera de las Marcas del Ángel. ¿Conoces el honor que se te otorga y harás todo lo que esté en tu poder para ser merecedora de él? —Sí —contestó Adele, asintiendo obediente. ¿Y aceptas esas Marcas del Ángel, que estarán para siempre sobre tu cuerpo, un recordatorio de todo lo que le debes al Ángel y de tu sagrado deber con el mundo? Adele asintió de nuevo. A Aloysius se le llenó el corazón de orgullo. —Las acepto —dijo la niña. Entonces, comencemos. Una estela destelló, sujeta en la larga y blanca mano del Hermano Silencioso. Le cogió el tembloroso brazo a Adele, le colocó la punta de la estela sobre la piel y comenzó a dibujar. Líneas negras surgían ondeantes de dicha punta, y Adele fue observando maravillada cómo el símbolo de la Fuerza iba tomando forma sobre la pálida piel de la parte interior del brazo, un delicado dibujo de líneas que se cortaban, cruzando las venas, envolviéndole el brazo. Tenía el cuerpo tenso, los dientecitos clavados en el labio inferior. Lanzó una rápida mirada a Aloysius, y él se quedó parado ante lo que vio en los ojos de su nieta. Dolor. Era normal notar algo de dolor al recibir una Marca, pero lo que veía en los ojos de Adele era… pura agonía. Aloy sius se incorporó de golpe, y la silla en la que había estado sentado salió disparada hacia atrás. —¡Detente! —gritó, pero era demasiado tarde. La runa estaba completa. El Hermano Silencioso se apartó, mirando fijamente. Había sangre en la estela. Adele estaba gimiendo, recordando la advertencia de su abuelo de que no debía llorar, pero en seguida, la piel lacerada y ensangrentada comenzó a levantársele de los huesos, ennegrecida, ardiendo bajo la runa como si ésta fuera de fuego, y Adele no pudo evitar echar la cabeza atrás y gritar, gritar… Londres, 1873 —¿Will? —Charlotte Fairchild entreabrió la puerta de la sala de entrenamiento del Instituto—. Will, ¿estás ahí? Un apagado gruñido fue la única respuesta. La puerta se abrió del todo y mostró la amplia sala de altos techos que había al otro lado. Charlotte había crecido entrenándose ahí y conocía cada irregularidad de las maderas del suelo; la vieja diana pintada en la pared norte; las ventanas de hojas cuadradas, tan viejas que eran más gruesas en la base que en lo alto.

En el centro de la estancia se hallaba Will Herondale, con un cuchillo en la mano derecha. Éste volvió la cabeza para mirar a Charlotte, y ella pensó de nuevo que era un niño muy raro, aunque con doce años y a no era tan pequeño. Era guapo, con el cabello oscuro y espeso que se le ondulaba levemente a la altura del cuello de la camisa; en ese momento lo tenía mojado de sudor y pegado a la frente. Había llegado al Instituto con la piel bronceada por el aire y el sol del campo, pero seis meses en la ciudad lo habían dejado sin color, y eso hacía que el rubor le destacara sobre los pómulos. Tenía los ojos de un azul extrañamente luminoso. Algún día sería un hombre muy apuesto, si lograba hacer algo con la expresión de enfado que le retorcía los rasgos permanentemente. —¿Qué pasa, Charlotte? —soltó él. Aún hablaba con un ligero acento galés, una forma de pronunciar las vocales que habría resultado encantadora si su tono no fuera tan agrio. Se pasó la manga por la frente mientras la chica entraba a medias por la puerta y se detenía. —Llevo horas buscándote —contestó ella con cierta aspereza; aunque ese tono tenía poco efecto con Will. No había mucho que afectara a Will cuando estaba de mal humor, y casi siempre estaba de mal humor—. ¿No te has acordado de lo que te dije ay er, que hoy íbamos a recibir a un nuevo miembro en el Instituto? —Oh, sí que me he acordado. —Will lanzó el cuchillo. Se clavó justo fuera del círculo de la diana, lo que aún le hizo poner peor cara—. Pero no me importa. El chico que estaba detrás de Charlotte ahogó un ruido. Una carcajada, habría pensado ella, pero, sin duda, no podía estar riendo, ¿no? Ya le habían advertido de que el chico que llegaba al Instituto desde Shanghái no estaba bien pero, aun así, se había sorprendido al verlo bajar del carruaje, pálido y agitándose como una caña bajo el viento, con el rizado cabello oscuro salpicado de canas como si fuera un hombre de ochenta años y no un chico de doce. Tenía los ojos grandes y de un negro plateado, extrañamente bellos, pero inquietantes en un rostro tan delicado. —Will, vas a ser educado —dijo Charlotte, y cogió al chico de detrás y lo empujó para que entrara en la estancia—. No te preocupes por Will, sólo está de mal humor. Will Herondale, te presento a James Carstairs, del Instituto de Shanghái. —Jem —puntualizó el chico—. Todo el mundo me llama Jem. —Dio otro paso hacia el interior de la sala mientras miraba a Will con amistosa curiosidad. Hablaba sin ningún rastro de acento, lo que sorprendió a Charlotte, pero claro, su padre era… había sido… británico—.

Tú también puedes llamarme así. —Bien, si todo el mundo te llama así, no es ningún favor especial para mí, ¿no? —El tono de Will era ácido; era capaz de ser sorprendentemente desagradable, algo inusual en alguien tan joven—. James Carstairs, ya irás viendo que si te ocupas de tus asuntos y me dejas en paz, será lo mejor para los dos. Charlotte suspiró por dentro. Había esperado que la presencia de ese chico, de la misma edad que Will, sirviera para que éste perdiera su rabia y su maldad, pero parecía evidente que había hablado en serio al decir que no le importaba si otro chico cazador de sombras llegaba al Instituto. No quería amigos, ni los necesitaba. Charlotte miró a Jem, esperando que su semblante reflejara sorpresa o dolor, pero sólo sonreía ligeramente, como si Will fuera un gatito que hubiera tratado de arañarle. —No me he entrenado desde que salí de Shanghái —señaló Jem—. Me iría bien un compañero, alguien con quien practicar. —Y a mí también —repuso Will—. Pero necesito a alguien que esté a mi nivel, no a una criatura enfermiza que parece estar arrastrándose hacia la tumba. Aunque supongo que podrías servir de diana para hacer prácticas de puntería. Charlotte, sabiendo lo que sabía de James Carstairs y lo que no había compartido con Will, sintió un horror que le revolvió el estómago. « “Arrastrándose hacia la tumba”, ¡oh, Dios santo! —¿Qué le había dicho su padre? Que Jem dependía de una droga para vivir, alguna clase de medicina que prolongaba su vida, pero no lo curaba—. Oh, Will» . Iba a colocarse entre los dos chicos, como para proteger a Jem de la crueldad de Will, terriblemente más punzante de lo habitual dada la naturaleza de a quién iba dirigida, pero se detuvo. Jem ni siquiera había cambiado de expresión. —Si por « arrastrándose hacia la tumba» te refieres a que estoy muriéndome, entonces, aciertas —repuso—. Me quedan unos dos años de vida, tres si tengo suerte, o eso me dicen. Incluso Will no pudo ocultar su impresión; se le colorearon las mejillas. —Yo… Pero Jem había comenzado a caminar hacia la diana pintada en la pared; cuando llegó allí, arrancó el cuchillo de la madera. Luego se volvió y fue directo hasta Will. Aunque más delicado, tenía su misma altura; a sólo unos centímetros de distancia se miraron a los ojos y se aguantaron la mirada. —Puedes usarme para practicar puntería, si lo deseas —dijo Jem con tanta calma como si estuviera hablando del tiempo—. Me parece que tengo poco que temer de ese ejercicio, y a que no pareces tener mucha puntería.

—Se volvió, apuntó y lanzó el cuchillo, que se clavó en el corazón de la diana, temblando levemente—. O —continuó Jem, volviéndose hacia Will— podrías dejarme que te enseñara. Porque tengo una gran puntería. Charlotte se lo quedó mirando sorprendida. Durante medio año había observado a Will apartar a cualquiera que trataba de acercarse a él (tutores, su padre, su prometido Henry o los dos hermanos Lightwood) sirviéndose de una actitud aborrecible combinada con una crueldad mordaz. Suponía que, de no haber sido la única persona que lo había visto llorar, también habría perdido la esperanza, hacía tiempo, de que Will pudiera servir de algo a alguien. Y, sin embargo, ahí estaba, mirando a Jem Carstairs, un chico con aspecto tan frágil que parecía hecho de cristal, y la dureza de su expresión se estaba transformando en una incertidumbre tentativa. —No te estás muriendo de verdad —dijo Will, con el tono más extraño en la voz—, ¿no? Jem asintió. —Eso me dicen. —Lo siento —se lamentó Will. —No —contestó Jem a media voz. Dejó la chaqueta a un lado y sacó un cuchillo del cinturón—. No seas así de vulgar. No me digas que lo sientes. Di que te entrenarás conmigo. Le tendió el cuchillo a Will con el mango por delante. Charlotte contuvo la respiración, temía moverse. Se sentía como si estuviera siendo testigo de un momento crucial, aunque no habría podido decir por qué. Will cogió el cuchillo aún sin apartar los ojos del rostro de Jem y le rozó la mano al hacerlo. Charlotte pensó que era la primera vez que lo había visto tocar a otra persona voluntariamente. —Me entrenaré contigo —afirmó Will. 1 UNA BRONCA ESPANTOSA En martes, ni te cases, ni te embarques. Dicho popular —Diciembre es un mes venturoso para una boda —dijo la costurera, entre los alfileres que llevaba en la boca, con la facilidad de años de práctica—. Como dicen: « Si te casas en diciembre, el amor durará para siempre» . —Colocó un último alfiler en el vestido y dio un paso atrás—.

Ya está. ¿Qué le parece? Está diseñado a partir de uno de los modelos del propio Worth. Tessa miró su reflejo en el espejo de cuerpo entero colocado entre las dos ventanas de su habitación. Era un vestido de una seda de color dorado oscuro, como era costumbre entre los cazadores de sombras, que consideraban al blanco como símbolo de luto y se negaban a casarse de ese color a pesar de que la propia reina Victoria había introducido esa moda. El ajustado cuerpo estaba bordeado de encaje de Bruselas, que también recorría las mangas. —¡Es precioso! —Charlotte aplaudió y se inclinó hacia adelante, con lo ojos castaños brillándole de entusiasmo—. Tessa, ese color te queda muy bien. Ésta se volvió de un lado al otro ante el espejo. El dorado le ponía el color que tanto necesitaba en las mejillas. El corsé con forma de reloj de arena la moldeaba y la redondeaba donde se suponía que debía hacerlo, y el ángel mecánico que le colgaba del cuello la calmaba con su tictac. Bajo él se balanceaba el medallón de jade que Jem le había regalado. Había alargado la cadena para poder llevar ambos adornos al mismo tiempo, ya que no quería separarse de ninguno. —¿No opinas que quizá el encaje es un adorno un poco excesivo? —¡En absoluto! —Charlotte se recostó en su asiento y, sin darse cuenta, se colocó una mano protectora sobre el vientre. Siempre había sido demasiado delgada, escuálida, a decir verdad, para necesitar un corsé, y ahora que estaba embarazada, le había dado por ponerse vestidos de té, ajustados por encima de la cintura y sueltos por debajo de ésta, con los que parecía un pajarito—. Es para el día de tu boda, Tessa. Si alguna vez hay excusa para ir demasiado adornada, es justamente ese día. Imagínatelo. Tessa se había pasado muchas noches haciendo justamente eso. Aún no estaba segura de dónde se casarían Jem y ella, porque el Consejo seguía deliberando sobre su situación. Pero cuando se imaginaba la boda, siempre era en una iglesia, con ella recorriendo el pasillo hasta el altar, quizá del brazo de Henry, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, sino hacia adelante, a su prometido, como debía hacer una novia. Jem vestiría un uniforme, no como los que llevaba cuando luchaba, sino como de militar, diseñado especialmente para la ocasión: negro con bandas doradas en los puños y runas doradas en relieve sobre el cuello y las solapas. Se le vería muy joven… Ambos eran muy jóvenes. Tessa sabía que no era corriente casarse a los diecisiete y dieciocho años, respectivamente, pero tenían el reloj en contra. El reloj de la vida de Jem, presto a pararse. Se llevó la mano al cuello y notó la familiar vibración de su ángel mecánico, que le rascaba la palma con las alas.

La costurera la miró inquieta. Era una mundana, no nefilim, pero tenía la Visión, como todos los que servían a los cazadores de sombras. —¿Quiere que le quite el encaje, señorita? Antes de que Tessa pudiera contestar, llamaron a la puerta. —Soy Jem, Tessa, ¿estás ahí? —dijo una voz conocida. Charlotte se incorporó de golpe en su asiento. —¡Oh! ¡No debe verte con el vestido! Tessa la miró perpleja. —¿Y por qué no? —Es otra costumbre de los cazadores de sombras… ¡Da mala suerte! — Charlotte se puso en pie—. ¡Rápido! ¡Escóndete detrás del armario! —¿El armario? Pero… —Tessa soltó un gritito cuando su amiga la cogió por la cintura y la empujó detrás del mueble como habría hecho un policía con un criminal que le opusiera resistencia. Cuando Charlotte la liberó, Tessa se sacudió el vestido y le hizo una mueca; ambas miraron agazapadas tras el mueble mientras la costurera, después de lanzarles una mirada de asombro, abría la puerta. La plateada cabeza de Jem apareció en la abertura. Parecía un poco despeinado, con la chaqueta torcida. Miró alrededor, confuso, antes de vislumbrar a Charlotte y a Tessa, a pesar de sus intentos de que no las viera. —Gracias a Dios —exclamó—. No tenía ni idea de dónde os habíais metido. Gabriel Lightwood está abajo, y está armando una bronca espantosa. —Escríbeles, Will —dijo Cecily Herondale—. Por favor. Sólo una carta. Will se echó hacia atrás el cabello negro, empapado de sudor, y la miró enfadado. —Pon los pies en posición —fue todo lo que dijo. Señaló con la punta de la daga—. Ahí y ahí. Cecily suspiró y movió los pies. Ya sabía que no estaba en posición; lo había estado haciendo a posta para picarlo. Era fácil picarlo.

Eso sí que lo recordaba de cuando Will tenía doce años. Incluso entonces, retarle a hacer algo, como escalar el muy inclinado tejado de su mansión, había llevado a lo mismo: una furiosa llama azul en sus ojos, la mandíbula tensa y, a veces al final, Will con una pierna o un brazo roto. Claro que ese hermano, el Will casi adulto, no era el hermano que ella recordaba de su infancia. Se había vuelto más explosivo y más reservado. Tenía toda la belleza de su madre y toda la terquedad de su padre, y se temía que también había heredado de este último la propensión a los vicios, aunque eso sólo lo había supuesto a partir de algunos murmullos de los ocupantes del Instituto. —Alza el cuchillo —le ordenó Will. Su voz era tan fría y profesional como la de una institutriz. Cecily lo alzó. Había tardado un poco en acostumbrarse a la sensación del traje de combate contra la piel: la túnica suelta, los pantalones y el cinturón rodeándole la cintura. Pero ya se movía vestida así con tanta soltura como lo había hecho con los camisones más holgados. —No entiendo por qué no quieres ni pensar en escribirles una carta. Una única carta. —Y y o no entiendo por qué no quieres ni pensar en volver a casa —replicó Will—. Si tú aceptaras regresar a Yorkshire, dejarías de preocuparte por nuestros padres y y o podría arreglar… Ella lo interrumpió; ya había oído mil veces ese discurso. —¿Qué te parecería una apuesta, Will? Se sintió complacida y un poco decepcionada al ver que a su hermano le brillaban los ojos, igual que hacían los de su padre cuando se le sugería una apuesta entre caballeros. Los hombres eran tan predecibles… —¿Qué clase de apuesta? —Él avanzó un paso. Iba con traje de combate; Cecily veía las Marcas que le rodeaban las muñecas y la runa mnemosyne en el cuello. Le había costado bastante tiempo dejar de ver las Marcas como algo que desfiguraba, pero ya se había acostumbrado a ellas, igual que se había acostumbrado al traje de combate, a los sólidos muros resonantes del Instituto y a sus peculiares habitantes. Señaló la pared que tenían enfrente. Había una vieja diana negra pintada en ella: un círculo grande rodeando un punto negro. —Si le doy al centro tres veces, tendrás que escribir una carta a mamá y a papá y decirles cómo estás. Les explicarás lo de la maldición y por qué te fuiste. La expresión del rostro de Will se volvió imperturbable, igual que pasaba siempre que le pedía eso. —Nunca le darás tres veces seguidas, Cecy —contestó, sin embargo. —Bien, entonces no te importará apostar, William.

—Empleó su nombre completo a propósito. Sabía que le molestaba si lo decía ella, aunque cuando su mejor amigo…, no, su parabatai (desde su llegada al Instituto había aprendido que eran dos cosas muy diferentes), Jem, lo hacía, Will parecía considerarlo una muestra de afecto. Seguramente sería porque aún la recordaba corriendo torpemente tras él sobre sus gordezuelas piernecitas y llamándole « Will, Will» , en un galés jadeante. Nunca le había llamado William, sólo Will o su nombre en galés, Gwilym. Él entrecerró los ojos, esos ojos azul oscuro del mismo color que los suy os. Cuando su madre decía cariñosamente que, de may or, Will sería un rompecorazones, Cecily siempre la había mirado sin acabar de creérselo. En aquel tiempo, Will era todo brazos y piernas, delgaducho, desaliñado y siempre sucio. No obstante, ya veía que su madre tenía razón; lo había visto la primera vez que había entrado en el comedor del Instituto, cuando él se había levantado sorprendido y ella había pensado: « Ése no puede ser Will» . Él había vuelto esos ojos hacia ella, los ojos de su madre, y ella los había visto cargados de rabia. No se había alegrado de verla, en absoluto. Y aunque en sus recuerdos había habido un chico flaco con una revuelta mata de pelo negro, como la de un gitano, y con hojas en la ropa, en aquel momento veía a un hombre alto e inquietante. Las palabras que le había querido decir se le habían fundido en la lengua, y lo había retado con la mirada. Y así había sido desde entonces, con Will soportando a duras penas su presencia como si ella fuera una piedra en su zapato, una molestia menor, pero constante. Cecily respiró hondo, alzó la barbilla y se preparó para lanzar el primer cuchillo. Will no sabía, ni sabría nunca, las horas que ella había pasado en esa sala, sola, practicando, aprendiendo a equilibrar el peso del cuchillo en la mano, descubriendo que un buen lanzamiento comenzaba desde detrás del cuerpo. Primero bajó ambos brazos, y luego alzó el derecho, por detrás de la cabeza, antes de lanzarlo hacia adelante, acompañado del peso del cuerpo. La punta del cuchillo estaba en línea con la diana. Lo soltó y echó la mano hacia atrás, ahogando un grito. La punta del cuchillo se clavó en la pared, justo en el centro de la diana. —Uno —dijo Cecily, mientras lanzaba a su hermano una mirada de superioridad. Él la miró impasible, arrancó el cuchillo de la pared y se lo entregó. Ella lo lanzó de nuevo. El segundo lanzamiento, al igual que el primero, voló directamente hacia la diana y se clavó allí, vibrando como un dedo burlón. —Dos —contó Cecily en un tono sepulcral. Will apretó los dientes mientras arrancaba de nuevo el cuchillo y se lo tendía.

Ella lo cogió sonriendo. Sentía la confianza fluyéndole por las venas como una sangre nueva. Sabía que podía hacerlo. Siempre había sido capaz de trepar tan alto como Will, correr tan rápido, aguantar la respiración el mismo rato… Lanzó el cuchillo. Se clavó en el centro de la diana, y Cecily pegó un brinco en el aire, aplaudió y se dejó llevar durante un instante por la excitación de la victoria. El cabello se le soltó de las horquillas y le cay ó sobre el rostro; se lo apartó y sonrió a Will. —Ahora tendrás que escribir la carta. ¡Has aceptado la apuesta! Él la sorprendió sonriendo. —Oh, sí que la escribiré —aceptó él—. La escribiré y luego la tiraré al fuego. —Alzó una mano para detener las muestras de indignación de la chica—. He dicho que la escribiría, no que la enviaría. Cecily ahogó un grito. —¿Cómo te atreves a engañarme así? —Ya te he dicho que no tienes madera de cazadora de sombras, o no te habría engañado con tanta facilidad. No voy a enviarles una carta, Cecy. Va contra la Ley, y no hay nada más que discutir. —¡Cómo si a ti te importara mucho la Ley…! —Cecily pataleó sobre el suelo, e inmediatamente se enfadó más que nunca; odiaba las chicas que pataleaban. Will la miró con ojos entornados. —Y a ti te da lo mismo ser o no una cazadora de sombras. ¿Qué te parece esto? Escribiré una carta y te la daré a ti si me prometes llevarla personalmente a casa y no volver. Cecily retrocedió. Tenía muchos recuerdos de peleas a gritos con Will, de las muñecas de porcelana que había tenido y que él le había roto tirándolas desde la ventana del desván, pero también tenía buenos recuerdos: el hermano que le había vendado un corte en la rodilla, o le había vuelto a atar las cintas del pelo cuando se le habían soltado. Pero esa bondad estaba ausente en el Will que estaba ante ella en ese momento. Su madre había estado llorando durante un año o dos después de que él se marchara; le había dicho, mientras la abrazaba, que los cazadores de sombras le « arrebatarían el cariño de dentro» . Una gente fría, le había dicho a Cecily, una gente que le había prohibido casarse con su marido.

¿Por qué iba a querer estar con ellos su Will, su pequeño? —No me marcharé —aseguró ella, mirando con dureza a su hermano—. Y si sigues insistiendo en que lo haga, iré y… La puerta del desván se abrió, y se vio a Jem recortado contra el marco de la puerta. —Ah —dijo éste—, amenazándoos mutuamente, y a veo. ¿Lleváis toda la tarde así o acabáis de empezar? —Ha empezado él —acusó Cecily, apuntando a Will con la barbilla, aunque sabía que no servía de nada. Jem, el parabatai de Will, la trataba con la amabilidad distante y dulce reservada para las hermanitas de los amigos, pero siempre se ponía del lado de Will. Con amabilidad, pero con igual firmeza, Jem ponía a Will por encima de cualquier otra cosa. Bueno, casi cualquier otra cosa. Cecily se había quedado muy impresionada con Jem cuando había llegado al Instituto; tenía una belleza extraña y fantasmal, con su cabello y ojos plateados y sus delicados rasgos. Parecía el príncipe de un cuento de hadas, y Cecily se habría planteado la posibilidad de establecer algún tipo de relación con él de no haber sido absolutamente evidente que estaba perdidamente enamorado de Tessa Gray. La seguía con la mirada allá adonde fuera, y le cambiaba la voz cuando hablaba con ella. Una vez, Cecily había oído bromear a su madre diciendo que uno de los hijos de los vecinos miraba a una chica como si fuera « la única estrella en el cielo» , y así era como Jem miraba a Tessa. A Cecily no le importaba: Tessa era agradable y amable con ella, aunque un poco tímida, y con la nariz siempre metida en un libro, como Will. Si ésa era la clase de chica que Jem quería, él y ella no estaban hechos el uno para el otro, y cuanto más tiempo pasaba en el Instituto más cuenta se daba de lo mucho que eso habría complicado las cosas con Will. Éste era ferozmente protector con Jem, y la habría estado vigilando constantemente por si alguna vez lo hacía enfadar o le hacía daño de alguna manera. No, lo cierto era que estaba mucho mejor no metiéndose en ese lío. —Estaba pensando en envolver a Cecily y echársela a los patos de Hyde Park—dijo Will mientras se apartaba el sudado cabello de la cara; dedicó a Jem una de sus raras sonrisas—. Me iría bien tu ayuda. —Por desgracia, tendrás que dejar tus planes de fratricidio para más tarde. Gabriel Lightwood está abajo, y tengo que decirte dos palabras. Dos de tus palabras favoritas, al menos cuando las pones juntas. —¿Cazurro total? —aventuró Will—. ¿Advenedizo inútil? Jem sonrió. —Viruela demoníaca —contestó. Sophie sujetó la bandeja con una mano, con la facilidad que da una larga práctica, mientras llamaba a la puerta de Gideon Lightwood con la otra. Oyó un rápido roce y la puerta se abrió.

Éste estaba en pantalones, tirantes y una camisa blanca remangada hasta el codo. Tenía las manos mojadas, como si acabara de pasarse los dedos por el cabello, que también estaba húmedo. A Sophie el corazón le dio un salto dentro del pecho antes de calmarse. Se obligó a mirarlo con el cejo fruncido. —Señor Lightwood —dijo—, le he traído los pastelillos que ha pedido, y Bridget también le ha preparado una bandeja de sándwiches. Él retrocedió para dejarla entrar en la habitación. Era como todas las habitaciones del Instituto: pesados muebles oscuros, una gran cama con dosel, una amplia chimenea y altas ventanas, que en este caso daban al patio. Sophie notaba la mirada de Gideon sobre ella mientras cruzaba la habitación para dejar la bandeja sobre la mesa ante el fuego. Se irguió y se volvió hacia él, con las manos cogidas ante el delantal. —Sophie… —comenzó él. —Señor Lightwood —le interrumpió ella—. ¿Necesita alguna otra cosa? Él la miró medio enfadado, medio triste. —Me gustaría que me llamaras Gideon. —Ya se lo he dicho, no le puedo llamar por su nombre de pila. —Soy un cazador de sombras; no tengo nombre de pila. Sophie, por favor. — Dio un paso hacia ella—. Antes de que viniera a residir en el Instituto, había pensado que nos estábamos haciendo amigos. Pero desde el día que llegué, has estado muy fría conmigo. Sin darse cuenta, Sophie se llevó la mano al rostro. Recordó al señorito Teddy, el hijo de su antiguo señor, y la horrible manera en que la acorralaba en los rincones oscuros; la apretaba contra la pared y le metía las manos bajo el canesú, mientras le murmuraba al oído que era mejor que fuera cariñosa con él si sabía lo que le convenía. Ese recuerdo le provocaba náuseas, incluso después de tanto tiempo.

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