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Primera Memoria – Ana María Matute

La guerra civil está ahí, lejana e invisible, tal vez porque la adolescente Matia y su primo Borja viven esos momentos en una isla, en casa de su abuela. En ese rincón del mundo, Matia, huérfana de madre y de padre desaparecido, irá despojando su mirada de la inocencia de la infancia y despertará a la tristeza de una realidad que siempre le había sido disfrazada. Durante ese proceso, que no es otro que el del paso a la vida adulta, Matia descubrirá muchas cosas de sus mayores, iniciando esa decepción inevitable que sucede a las ilusiones de la niñez.


 

M ELDECLIVE 1 I abuela tenía el pelo blanco, en una ola encrespada sobre la frente, que le daba cierto aire colérico. Llevaba casi siempre un bastoncillo de bambú con puño de oro, que no le hacía ninguna falta, porque era firme como un caballo. Repasando antiguas fotografías creo descubrir en aquella cara espesa, maciza y blanca, en aquellos ojos grises bordeados por un círculo ahumado, un resplandor de Borja y aun de mí. Supongo que Borja heredó su gallardía, su falta absoluta de piedad. Yo, tal vez, esta gran tristeza. Las manos de mi abuela, huesudas y de nudillos salientes, no carentes de belleza, estaban salpicadas de manchas color café. En el índice y anular de la derecha le bailaban dos enormes brillantes sucios. Después de las comidas arrastraba su mecedora hasta la ventana de su gabinete (la calígine, el viento abrasado y húmedo desgarrándose en las pitas, o empujando las hojas castañas bajo los almendros; las hinchadas nubes de plomo borrando el brillo verde del mar). Y desde allí, con sus viejos prismáticos de teatro incrustados de zafiros falsos, escudriñaba las casas blancas del declive, donde habitaban los colonos; o acechaba el mar, por donde no pasaba ningún barco, por donde no aparecía ningún rastro de aquel horror que oíamos de labios de Antonia, el ama de llaves. (« Dicen que en el otro lado están matando familias enteras, que fusilan a los frailes y les sacan los ojos… y que a otros los echan en una balsa de aceite hirviendo… ¡Dios tenga piedad de ellos!» ). Sin perder su aire inconmovido, con los ojos aún más juntos, como dos hermanos confiándose oscuros secretos, mi abuela oía las morbosas explicaciones. Y seguíamos los cuatro —ella, tía Emilia, mi primo Borja y yo—, empapados de calor, aburrimiento y soledad, ansiosos de unas noticias que no acababan de ser decisivas —la guerra empezó apenas hacía mes y medio—, en el silencio de aquel rincón de la isla, en el perdido punto en el mundo que era la casa de la abuela. La hora de la siesta era quizá la de más calma y a un tiempo más cargada del día. Oíamos el crujido de la mecedora en el gabinete de la abuela, la imaginábamos espiando el ir y venir de las mujeres del declive, con el parpadeo de un sol gris en los enormes solitarios de sus dedos. A menudo le oíamos decir que estaba arruinada, y al decirlo, metiéndose en la boca alguno de los infinitos comprimidos que se alineaban en frasquitos marrones sobre su cómoda, se marcaban más profundamente las sombras bajo sus ojos, y las pupilas se le cubrían de un gelatinoso cansancio. Parecía un Buda apaleado. Recuerdo el maquinal movimiento de Borja, precipitándose cada vez que el bastoncillo de bambú resbalaba de la pared y se caía al suelo. Sus manos largas y morenas, con los nudillos más anchos —como la abuela— se tendían hacia él (única travesura, única protesta, en la exasperante quietud de la hora de la siesta sin siesta). Borja se precipitaba puntual, con rutina de niño bien educado, hacia el bastoncillo rebelde, y lo volvía a apoyar contra la pared, la mecedora o las rodillas de la abuela. En estas ocasiones en que permanecíamos los cuatro reunidos en el gabinete —la tía, mi primo y y o como en audiencia—, la única que hablaba, con tono monocorde, era la abuela. Creo que nadie escuchaba lo que decía, embebido cada uno en sí mismo o en el tedio. Yo espiaba la señal de Borja, que marcaba el momento oportuno para escapar.


Con frecuencia, tía Emilia bostezaba, pero sus bostezos eran de boca cerrada: sólo se advertían en la fuerte contracción de sus anchas mandíbulas, de blancura lechosa, y en las súbitas lágrimas que invadían sus ojillos de párpados rosados. Las aletas de su nariz se dilataban, y casi se podía oír el crujido de sus dientes, fuertemente apretados para que no se le abriera la boca de par en par, como a las mujeres del declive. Decía, de cuando en cuando: « Sí, mamá. No, mamá. Como tú quieras, mamá» . Ésa era mi única distracción, mientras esperaba impaciente el gesto levísimo de las cejas de Borja, con que se iniciaba nuestra marcha. Borja tenía quince años y yo catorce, y estábamos allí a la fuerza. Nos aburríamos y nos exasperábamos a partes iguales, en medio de la calma aceitosa, de la hipócrita paz de la isla. Nuestras vacaciones se vieron sorprendidas por una guerra que aparecía fantasmal: lejana y próxima a un tiempo, quizá más temida por invisible. No sé si Borja odiaba a la abuela, pero sabía fingir muy bien delante de ella. Supongo que desde muy niño alguien le inculcó el disimulo como una necesidad. Era dulce y suave en su presencia, y conocía muy bien el significado de las palabras herencia, dinero, tierras. Era dulce y suave, digo, cuando le convenía aparecer así ante determinadas personas mayores. Pero nunca vi redomado pillo, embustero, traidor, may or que él; ni, tampoco, otra más triste criatura. Fingía inocencia y pureza, gallardía, delante de la abuela, cuando, en verdad —oh, Borja, tal vez ahora empiezo a quererte—, era un impío, débil y soberbio pedazo de hombre. No creo que yo fuera mejor que él. Pero no desaprovechaba ocasión para demostrar a mi abuela que estaba allí contra mi voluntad. Y quien no hay a sido, desde los nueve a los catorce años, traído y llevado de un lugar a otro, de unas a otras manos, como un objeto, no podrá entender mi desamor y rebeldía de aquel tiempo. Además, nunca esperé nada de mi abuela: soporté su trato helado, sus frases hechas, sus oraciones a un Dios de su exclusiva invención y pertenencia, y alguna caricia indiferente, como indiferentes fueron también sus castigos. Sus manos manchadas de rosa y marrón se posaban protectoras en mi cabeza, mientras hablaba entre suspiros, de mi corrompido padre (ideas infernales, hechos nefastos) y mi desventurada madre (Gracias a Dios, en Gloria está), con las dos viejas gatas de Son Lluch, las tardes en que éstas llegaban en su tartana a nuestra casa. (Grandes sombreros llenos de flores y frutas mustias, como desperdicios, donde sólo faltaba una nube de moscas zumbando). Fui entonces —decía ella— la díscola y mal aconsejada criatura, expulsada de Nuestra Señora de los Ángeles por haber dado una patada a la subdirectora; maleada por un desavenido y zozobrante clima familiar; víctima de un padre descastado que, al enviudar, me arrinconó en manos de una vieja sirviente. Fui —continuaba, ante la malévola atención de las de Son Lluch— embrutecida por los tres años que pasé con aquella pobre mujer en una finca de mi padre, hipotecada, con la casa medio caída a pedazos. Viví, pues, rodeada de montañas y bosques salvajes, de gentes ignorantes y sombrías, lejos de todo amor y protección. (Al llegar aquí, mi abuela, me acariciaba).

—Te domaremos —me dijo, apenas llegué a la isla. Tenía doce años, y por primera vez comprendí que me quedaría allí para siempre. Mi madre murió cuatro años atrás y Mauricia —la vieja aya que me cuidaba— estaba impedida por una enfermedad. Mi abuela se hacía cargo definitivamente de mí, estaba visto. El día que llegué a la isla, hacía mucho viento en la ciudad. Unos rótulos medio desprendidos tableteaban sobre las puertas de las tiendas. Me llevó la abuela a un hotel oscuro, que olía a humedad y lejía. Mi habitación daba a un pequeño patio, por un lado, y, por el otro, a un callejón, tras cuya embocadura se divisaba un paseo donde se mecían las palmeras sobre un pedazo de mar plomizo. La cama de hierro forjado, muy complicada, me amedrentó como un animal desconocido. La abuela dormía en la habitación contigua, y de madrugada me desperté sobresaltada —como me ocurría a menudo— y busqué, tanteando, con el brazo extendido, el interruptor de la luz de la mesilla. Recuerdo bien el frío de la pared estucada, y la pantalla rosa de la lámpara. Me estuve muy quieta, sentada en la cama, mirando recelosa alrededor, asombrada del retorcido mechón de mi propio cabello que resaltaba oscuramente contra mi hombro. Habituándome a la penumbra, localicé, uno a uno, los desconchados de la pared, las grandes manchas del techo, y sobre todo, las sombras enzarzadas de la cama, como serpientes, dragones, o misteriosas figuras que apenas me atrevía a mirar. Incliné el cuerpo cuanto pude hacia la mesilla, para coger el vaso de agua, y entonces, en el vértice de la pared, descubrí una hilera de hormigas que trepaba por el muro. Solté el vaso, que se rompió al caer, y me hundí de nuevo entre las sábanas, tapándome la cabeza. No me decidía a sacar ni una mano, y así estuve mucho rato, mordiéndome los labios y tratando de ahuyentar las despreciables lágrimas. Me parece que tuve miedo. Acaso pensé que estaba completamente sola, y como buscando algo que no sabía. Procuré trasladar mi pensamiento, hacer correr mi imaginación como un pequeño tren por bosques y lugares conocidos, llevarla hasta Mauricia y aferrarme a imágenes cotidianas (las manzanas que Mauri colocaba cuidadosamente sobre las maderas, en el sobrado de la casa, y su aroma que lo invadía todo, hasta el punto de que, tonta de mí, acerqué la nariz a las paredes por si se habían impregnado de aquel perfume). Y me dije, desolada: « Estarán ya amarillas y arrugadas, yo no he comido ninguna» . Porque aquella misma noche Mauricia empezó a encontrarse mal, y y a no se pudo levantar de la cama, y mandó escribir a la abuela —oh, ¿por qué, por qué había pasado?—. Procuré llevar el pequeño carro de mis recuerdos hacia las varas de oro, en el huerto, o a las ranas de tonos verdes, resplandecientes en el fondo de las charcas. (A una charca, en particular, sobre la que brillaba un enjambre de mosquitos, verdes también, junto a la que oía cómo me buscaban, sin contestar a sus llamadas, porque aquel día fue la abuela a buscarme —vi el polvo que levantaba el coche en la lejana carretera—, para llevarme con ella a la isla). Y recordé las manchas castañas de las islas sobre el azul pálido de mis mapas —queridísimo Atlas—. De pronto, la cama y sus retorcidas sombras en la pared, hacia las que caminaban las hormigas, de pronto —me dije—, la cama estaba enclavada en la isla amarilla y verde, rodeada por todas partes de un azul desvaído.

Y la sombra forjada, detrás de mi cabeza —la cama estaba casi a un palmo del muro—, me daba una sensación de gran inseguridad. Menos mal que llevé conmigo, escondido entre el jersey y el pecho, mi Pequeño Negro de trapo —Gorogó, Deshollinador—, y lo tenía allí, debajo de la almohada. Entonces comprendí que había perdido algo: olvidé en las montañas, en la enorme y destartalada casa, mi teatrito de cartón. (Cerré los ojos y vi las decoraciones de papeles transparentes, con cielos y ventanas azules, amarillos, rosados, y aquellas letras negras en el dorso: El Teatro de los Niños, Seix y Barral, clave telegráfica: Arapil. Al primer telar, número 3… «La estrella de los Reyes Magos», «El alma de las ruinas», y el misterio enorme y menudo de las pequeñas ventanas trasparentes. Oh, cómo deseé de nuevo que fuera posible meterse allí, atravesar los pedacitos de papel, y huir a través de sus falsos cristales de caramelo. Ah, sí, y mis álbumes, y mis libros: Kay y Gerda, en su jardín sobre el tejado, La Joven Sirena abrazada a la estatua, Los Once Príncipes Cisnes. Y sentí una rabia sorda contra mí misma. Y contra la abuela, porque nadie me recordó eso, y ya no lo tenía. Perdido, perdido, igual que los saltamontes verdes, que las manzanas de octubre, que el viento en la negra chimenea. Y, sobre todo, no recordaba siquiera en qué armario guardé el teatro; sólo Mauricia lo sabía). No me dormí y vi amanecer, por vez primera en mi vida, a través de las rendijas de la persiana. La abuela me llevó al pueblo, a su casa. Qué gran sorpresa cuando desperté con el sol y me fui, descalza, aún con un tibio sueño prendido en los párpados, hacia la ventana. Cortinas rayadas de azul y blanco, y allá abajo el declive. (Días de oro, nunca repetidos, el velo del sol prendido entre los troncos negros de los almendros, abajo, precipitadamente hacia el mar). Gran sorpresa, el declive. No lo sospechaba, detrás de la casa, de los muros del jardín descuidado, con sus oscuros cerezos y su higuera de brazos plateados. Quizás no lo supe entonces, pero la sorpresa del declive fue punzante y unida al presentimiento de un gran bien y de un dolor unidos. Luego me llevaron otra vez a la ciudad, y me internaron en Nuestra Señora de los Ángeles. Sin saber por qué ni cómo, allí me sentí malévola y rebelde; como si se me hubiera clavado en el corazón el cristalito que también transformó, en una mañana, al pequeño Kay. Y sentía un gran placer en eso, y en esconder (junto con mis recuerdos y mi vago, confuso amor por un tiempo perdido) todo lo que pudiera mostrar debilidad, o al menos me lo pareciese. Nunca lloré. Durante las primeras vacaciones jugué poco con Borja. Me tacharon de hosca y cerril, como venida de un mundo campesino, y aseguraron que cambiarían mi carácter.

Año y medio más tarde, apenas amanecida la primavera —catorce años recién cumplidos—, me expulsaron, con gran escándalo y consternación, de Nuestra Señora de los Ángeles. En casa de la abuela, hubo frialdad y promesas de grandes correcciones. Por primera vez, si no la simpatía, me gané la oculta admiración de Borja, que me admitió en su compañía y confidencias. En plenas vacaciones estalló la guerra. Tía Emilia y Borja no podían regresar a la península, y el tío Álvaro, que era coronel, estaba en el frente. Borja y yo, sorprendidos, como víctimas de alguna extraña emboscada, comprendimos que debíamos permanecer en la isla no se sabía por cuánto tiempo. Nuestros respectivos colegios quedaban distantes, y flotaba en el ambiente —la abuela, tía Emilia, el párroco, el médico—, un algo excitante que influía en los mayores y que daba a sus vidas monótonas un aire de anormalidad. Se trastocaban las horas, se rompían costumbres largo tiempo respetadas. En cualquier momento y hora, podían llegar visitas y recados. Antonia traía y llevaba noticias. La radio, vieja y llena de ruidos, antes olvidada y despreciada por la abuela, pasó a ser algo mágico y feroz que durante las noches centraba la atención y unía en una rara complicidad a quienes antes sólo se trataron ceremoniosamente. La abuela acercaba su gran cabeza al armatoste, y, si se alejaba la anhelada voz, lo sacudía frenética, como si así hubiera de volver la onda a su punto de escucha. Quizá fue todo esto lo que estrechó las relaciones, hasta entonces frías, entre Borja y y o. La calma, el silencio y una espera larga y exasperante, en la que, de pronto, nos veíamos todos sumergidos, operaba también sobre nosotros. Nos aburríamos e inquietábamos alternativamente, como llenos de una lenta y acechante zozobra, presta a saltar en cualquier momento. Y empecé a conocer aquella casa, grande y extraña, con los muros de color ocre y el tejado de alfar, su larga logia con balaustrada de piedra y el techo de madera, donde Borja y yo, de bruces en el suelo, manteníamos conversaciones siseantes. (Nuestro siseo debía tener un eco escalofriante arriba, en las celdillas del artesonado, como si nuestra voz fuera robada y transportada por pequeños seres de viga a viga, de escondrijo en escondrijo). Borja y yo, echados en el suelo, fingíamos una partida de ajedrez en el desgastado tablero de marfil que fue de nuestro abuelo. A veces Borja gritaba para disimular: Au roi! (porque a la abuela y a la tía Emilia les gustaba que practicáramos nuestro detestable francés con acento isleño). Así, los dos, en la logia —que a la abuela no le gustaba pisar, y que sólo veía a través de las ventanas abiertas— hallábamos el único refugio en la desesperante casa, siempre hollada por las pisadas macizas de la abuela, que olfateaba como un lebrel nuestras huidas al pueblo, al declive, a la ensenada de Santa Catalina, al Port… Para escapar y que no oy era nuestros pasos, teníamos que descalzarnos. Pero la maldita descubría, de repente, cruzando el suelo, nuestras sombras alargadas. Con su porcina vista baja, las veía huir (como vería, tal vez, huir su turbia vida piel adentro), y se le caía el bastón y la caja de rapé (todo su pechero manchado) y aullaba: —¡Borja! Borja, hipócrita, se calzaba de prisa, con la pierna doblada como una grulla (aún lo veo sonreír hacia un lado, mordiéndose una comisura, los labios encendidos como una mujerzuela; eso parecía a veces, una mujerzuela, y no un muchachote de quince años, ya con pelusa debajo de la nariz). —Ya nos vio la bestia… (En cuanto nos quedábamos solos, nos poníamos a ver quien hablaba peor). Borja salía despacio, con aire inocente, cuando ella llegaba golpeando aquí y allá los muebles con su bastoncillo, pesada como una rinoceronte en el agua, jadeando, con su cólera blanca encima de la frente, y decía: —¿A dónde ibais… sin Lauro? —Íbamos un rato al declive… (Aquí estoy ahora, delante de este vaso tan verde, y el corazón pesándome. ¿Será verdad que la vida arranca de escenas como aquélla? ¿Será verdad que de niños vivimos la vida entera, de un sorbo, para repetirnos después estúpidamente, ciegamente, sin sentido alguno?).

Borja no me tenía cariño, pero me necesitaba y prefería tenerme dentro de su aro, como tenía a Lauro. Lauro era hijo de Antonia, el ama de llaves de la abuela. Antonia tenía la misma edad que la abuela, a quien servía desde niña. Al quedarse viuda, siendo Lauro muy pequeño —la abuela la casó cuando y con quién le pareció bien—, la abuela la volvió a tomar en la casa, y al niño lo enviaron primero al Monasterio, donde cantaba en el Coro y vestía sayal, y luego al Seminario. (Lauro el Chino. Lauro el Chino. Solía decir, a veces: « Ésta es una isla vieja y malvada. Una isla de fenicios y de mercaderes, de sanguijuelas y de farsantes. Oh, avaros comerciantes. En las casas de este pueblo, en sus muros y en sus secretas paredes, en todo lugar, hay monedas de oro enterradas» . Imaginé líquidos tesoros, mezclados a los resplandecientes huesos de los muertos, debajo de la tierra, en las raíces de los bosques. Revueltas entre piedras y gusanos, en los monasterios, las monedas de oro, como luminosos carbones encendidos). Y si Lauro hablaba —como solía— en la noche del declive, unidos los tres por sus misteriosas palabras, imbuidos de aquella voz baja, yo a veces cerraba los ojos. Tal vez fueron aquéllos los únicos momentos buenos que tuvimos para él. En la oscuridad erraban mariposas de luz, como diminutos barcos flotantes, iguales a aquellos que pasaban sobre la Joven Sirena y que la estremecían de nostalgia. (Barcos de seda roja y bambú, donde navegó el extraño muchacho de los ojos negros que no pudo darle un alma). El Chino se callaba de pronto y se pasaba el pañuelo por la frente. Parecía que al hablarnos de los mercaderes lo hiciera con la única furia permitida a su cintura doblada de sirviente. Borja se impacientaba: « Sigue, Chino» . Él se limpiaba los lentes de cristal verde, y al quitárselos aparecían sus ojos mongólicos, de párpados anchos a medio entornar. « Estoy cansado, señorito Borja… la humedad me acentúa la afonía… y o…» . « ¡No te calles!» . Y Borja le apoy aba la mano en el pecho, como para empujarle. El Chino se quedaba mirando la mano, con los dedos abiertos, como cinco puñalillos. « Déjenme subir a dormir… Estoy muy triste, déjenme… ¿Qué saben ustedes, de estas cosas? ¿Han perdido algo, acaso? ¡Ustedes no han perdido nunca nada!» .

Como no entendíamos, Borja se reía. Yo pensaba: « ¿He perdido? No sé: sólo sé que no he encontrado nada» . (Y era como si alguien o algo me hubiera traicionado, en un tiempo desconocido). No éramos buenos con él. « Señor Preceptor, mister Chino…» . Le llamábamos Prespectiva, Cuervo Prespectiva, Judas Amarillo… y cualquier nombre estúpido que nos pasara por la cabeza, bajo el enramado de los cerezos del jardín o de la higuera a donde se subía el tozudo gallo de Son Major. (¿Cómo me acuerdo ahora del gallo de Son Major? Era un viril y valiente gallo blanco, de ojos coléricos, que resplandecían al sol. Se escapaba de Son Major para ir a subirse a la higuera de nuestro jardín). Lauro estuvo muchos años en el Seminario, pero al fin no pudo ser cura. La abuela, que pagó sus estudios, estaba disgustada. Momentáneamente se convirtió en nuestro profesor y acompañante. A veces, mirándole, pensé si le habría pasado en el Seminario algo parecido a lo que me ocurrió en Nuestra Señora de los Ángeles. —Cura rebotado —le decíamos. Yo imitaba en todo a Borja. Cura rebotado, de ojos tristes y mongólicos, de barba sedosa y negra, apenas nacida. Las niñas amarillas y redondas, eran difíciles de ver tras los cristales verdes de las gafas. El Chino. —¡Por Dios, por Dios, delante de su señora abuela no me llamen así! Guarden la compostura, por favor, o me echará a la calle… El Chino miraba a Borja, con los labios temblorosos sobre los dientes salidos, separados. Borja, con la navaja que le quitó a Guiem, cortaba trozos de vara. Se reía calladamente y tiraba al aire la madera verde y húmeda, con un hermoso perfume. Los trozos de la vara caían al suelo del jardín, por encima de la cabeza del Chino. Borja se llevaba una mano abierta a la oreja: —¿Qué dices, qué dices? No oigo bien: mírame dentro de las orejas, tengo algo que me zumba. No sé si será una abeja… Los pómulos achatados del Chino se cubrían de un tono rosado. Delante de la abuela no. (Pero delante de la abuela Borja aparecía confiado, bueno).

Borja besaba las manos de la abuela y de su madre. Borja se persignaba, el rosario entre sus dedos dorados, como un frailecito. Eso parecía, con sus desnudos pies castaños dentro de las sandalias. Y decía: —Misterios de Dolor… (Borja, gran farsante. Y, sin embargo, qué limpios éramos, todavía). Recuerdo un viento caliente y bajo, un cielo hinchado como una infección gris, las chumberas pálidas apenas verdeantes, y la tierra toda que venía desde lo alto, desde las crestas de las montañas donde los bosques de robles y de hay as habitados por los carboneros, para abrirse en el valle, con el pueblo, y precipitándose por el declive, detrás de nuestra casa, hasta el mar. Y recuerdo la tierra cobriza del declive escalonado por los muros de contención: las piedras blanqueando como enormes dentaduras, una sobre otra, abiertas sobre el mar que allá abajo se rizaba. De pronto cesaba el viento, y Borja, en el cuarto de estudio, conmigo y con el Chino, levantaba la cabeza y escuchaba, como si fuera a oírse algo grande y misterioso. (En el piso de arriba, en su gabinete, la abuela desgarraba con ansiosas zarpas la faja de los periódicos recién recibidos. El ávido temblor de sus dedos, con los brillantes hacia la palma de la mano. La abuela buscaba y buscaba en los periódicos huellas de la hidra roja y de sus desmanes, fotografías de nobles sacerdotes abiertos en canal). Recuerdo. Tal vez eran las cinco de la tarde, aquel día, y el viento cesó de repente. El perfil de Borja, delgado como el filo de una daga. Borja levantaba el labio superior de un modo especial, y los colmillos, largos y agudos, como blanquísimos piñones mondados, le daban un aire feroz. —Cállate ya, grulla —dijo. Amedia catilinaria el Chino parpadeó, confuso. Y suplicó, en seguida: —Borja… —interrumpiéndose. Miró sobre los cristales verdes, al través de la bruma amarilla de sus ojos, y otra vez, y otra, me pregunté por qué razón le temía tanto a un mocoso de quince años. A mí también me apresó, puede decirse, sin saber cómo. Aunque si alguna noche me despertaba con sed y, medio dormida, encendía la luz de la mesilla y buscaba el vaso cubierto por un tapetito almidonado (Antonia, ritual, los ponía de habitación en habitación todas las noches) mientras se hundían mis labios en el agua fresca sabía que estuve soñando que Borja me tenía sujeta con una cadena y me llevaba tras él, como un fantástico titiritero. Me rebelaba y deseaba gritar —como cuando era pequeña, en el campo—, pero Borja me sujetaba fuertemente. (¿Y por qué?, ¿por qué? Si aún no cometí ninguna falta grave, para que me aprisionase con el secreto). Sentado a un extremo de la mesa le daba vueltas a un lápiz amarillo. Las hojas del balcón estaban abiertas y se veía un pedazo de cielo gris y muy brillante.

Borja salió afuera y y o me levanté para seguirle. Lauro el Chino me miró, y vi que se traslucía el odio en sus ojos, un odio espeso, casi se podía tocar en el aire. Le sonreía como había aprendido de Borja: —¿Qué pasa, viejo mono? No era viejo, apenas rebasaba los veinte años, pero parecía sin edad, sumido en sí mismo, como devorándose. (Borja decía que le había oído azotarse, de rodillas: miró por la cerradura de su horrible habitación, en la buhardilla de la casa, en cuyo muro tenía pegadas estampas y reproducciones de vidrieras de la Catedral de no sé dónde, alrededor de un santito moreno que se parecía a Borja, con el pelo rizado y los pies descalzos. Y también una fotografía de su madre y de él, cogidos de la mano: él con un sayal, y asomando por debajo los calcetines arrugados). Pero a mí Lauro el Chino no me temía como a Borja: —Señorita Matia, usted se queda aquí. Borja volvió a entrar. Tenía la piel encendida y hacía rodar el lápiz entre los dedos. Entrecerró los ojos: —Se acabó el latín, señor Prespectiva… Lauro el Chino se llevó un dedo, largo y amarillo, a la sien. Algo murmuró por entre los labios gordezuelos, que mostraron la fila de sus dientes separados. —¿A dónde van a ir? Su señora abuela preguntará por ustedes… Borja echó sobre la mesa el lápiz, que rodó con un tableteo menudo sobre sus planos de forma trapezoide. —Su abuelita dirá: ¿dónde están los niños, Lauro? ¿Cómo les ha dejado solos? Y y o, ¿qué voy a responder? A ella no le gusta verlos vagabundear… Borja echó atrás los brazos, los balanceó como péndulos, y, al fin, los alzó, colgándose del quicio del balcón. Encogió las piernas como un gazapo, las rodillas levantadas, brillando a la luz pálida. Se columpiaba como un mono. Bien mirado, había algo simiesco en Borja, como en toda mi familia materna. Se reía: —Borja, Borja… El viento, como dije, se había detenido. Antes de presentarse a la abuela, Borja vestía unos pantalones de dril azul, desgastados en los fondillos y arrollados sobre los muslos, y un viejo suéter marrón, dado de sí por todos lados. Su cuello emergía delgado y firme del escote redondo, y parecía aún más un frailecito apócrifo

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  1. Muchas gracias por este libro y por el servicio que dais.

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