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Playboy x contrato – Noa Xireau

C 1 olocándose un rizo detrás de la oreja, Gema bostezó y echó otro vistazo al enorme reloj de la lujosa recepción del hotel. Las manecillas doradas parecían negarse a avanzar. Entrelazó nerviosa los dedos y se movió incómoda en el espacioso sillón de piel. Después de casi diecisiete horas entre tren, vuelos y esperas en aeropuertos para llegar a Nueva York, permanecer sentada se convertía en la peor de las torturas, en especial cuando sus párpados insistían en cerrarse y su cabeza parecía querer fundirse con el respaldo del sillón. ¿Por qué tardaba tanto esa abogada? Quizás debería haber insistido en acompañarla. No acababan de convencerle las excusas de la mujer para dejarla esperando en el vestíbulo mientras anunciaba su llegada. Se sentía como una niña a la que la profesora la hubiera castigado a esperar al director del colegio para que le echara una reprimenda. Ni que le fuera a dar al hombre un ataque al corazón solo por verla entrar por la puerta. Aunque su abuelo no se alegrara demasiado de conocerla, según la abogada, él ya estaba más que avisado de que llegaba hoy; después de todo, había sido él quién le había pagado el viaje. ¿Por qué había dejado que esa mujer la representara? Gema se mordió los labios. Apenas conocía a María José. Había aparecido en el entierro de su madre presentándose como una amiga de la infancia y no la había vuelto a ver hasta hoy. Una llamada telefónica y algunos emails no permitían conocer a fondo a una persona; que fuera abogada y trabajara en uno de los más prestigiosos gabinetes de abogados de Nueva York, o que hubiese sido la que encontró a su abuelo, no significaba que tuviera que dejarse manipular por esa mujer, ¿o sí? «Deja de pensar idioteces, deberías estarle agradecida». Gema se frotó los ojos. Estaba cansada, demasiado cansada, por eso no paraban de cruzarse pamplinas por su mente. Cuarenta minutos esperando era mucho tiempo, sobre todo, cuando la señora sentada al otro lado del vestíbulo no hacía más que encoger la puntiaguda nariz y fruncir las cejas trazadas artificialmente, observando con desprecio sus viejos vaqueros y las desgastadas zapatillas de deporte. Los pensamientos de la mujer casi se podían leer en rojo fluorescente escritos sobre su estirada frente: «¡¿Quién ha dejado entrar a esta piltrafa aquí?!». Cuando la señora, aparentemente aburrida de ojearla con disgusto, comenzó a relatarle su opinión en voz alta al chucho gordinflón sentado, altanero, en su regazo, Gema se hundió un poco más en el asiento. —No sé cómo dejan entrar a cualquiera en un establecimiento de esta categoría. Deberían tener una etiqueta mínima para permitir el acceso a la gente. El perro entrecerró los ojos saltones y, mirando fijamente a Gema, dio un ladrido como si quisiera dejarle claro que ese comentario iba por ella. Hasta las narices de la desagradable señora, Gema abrió la boca para responderle y dejarle claro que podía vestir como quería y que acababa de llegar del otro lado del mundo, pero acabó por apretar los labios y morderse la lengua. En un sitio en el que hasta un chucho tan feo como ese llevaba puesto un traje que parecía de Armani, ¿qué podía esperarse? Apostaría que le bastaría soplar en la dirección de la vieja repelente para que esta se pusiera a chillar como una histérica, acusándola de pretender atacarla o robarla o Dios sabría qué más. «¡Joderrr! ¡Debería haberme cambiado de ropa en el aeropuerto!». Gema ignoró a la vieja y le mantuvo la mirada al bicho de ojos saltones.


Ya era sorprendente que una mujer con esos aires tuviera un chucho en vez de un perro de raza, pero más aún uno tan… espantoso. Tenía ojos de loco y la nariz chata como una de esas razas de perros enanas de las que no recordaba el nombre; enormes orejas y las patas zambas de un bulldog. A pesar de su pinta de perro mafioso, con un cuello tan gordo que ni era cuello ni nada, las arrugas en la frente, y el hocico con las comisuras de los labios caídas, no parecía agresivo; aunque en aires de superioridad ganaba hasta a su dueña, y eso ya era toda una hazaña en sí misma. «¡Ufff! ¡Y mira que es feo!». Como si la dueña le hubiera leído los pensamientos, rascó al chucho con sus largas uñas de porcelana entre los pliegues de pellejo y retó a Gema con una ceja alzada a que se atreviera a seguir mirando. Gema no entró en el juego. ¿De qué le servía entablar una guerra de miradas con esa desagradable señora? ¿Acababa de darle el título de señora? Debía de ser el cansancio. «¡Vieja bruja!». María José podía haberle avisado de a dónde se dirigían cuando la recogió en la puerta de desembarque del JFK, aunque, contemplándolo desde ese punto de vista, también podía haberle aclarado antes que «tu abuelo trabaja en el sector de la hostelería» significaba que era el dueño de una de las cadenas hoteleras más importantes y lujosas del mundo y no el portero o el cocinero, como ella había esperado. Gema se abrazó ante la idea de conocerle. «Abuelo». Se le hacía raro encontrarse a estas alturas de su vida con un hombre por el que debería haber sentido cariño y que debería haber formado parte de su infancia o, lo que era aún peor, de la infancia de su madre y que, sin embargo, no era más que un desconocido sin rostro. Intentó no pensar en cómo el hombre les podía haber ayudado a pasar los apuros económicos y emotivos que supusieron los últimos años de la enfermedad de su madre. Tragó saliva e inmediatamente trató de redirigir sus pensamientos en otra dirección. No era el momento de recordar a su madre y venirse abajo. ¿Cómo sería su abuelo? Siempre se lo había imaginado como un señor pobre, uno de esos hombres latinoamericanos que trataban de sobrevivir día a día en las duras condiciones de los Estados Unidos. Una imagen que, a todas luces, no tenía nada que ver con la realidad. De humilde inmigrante a magnate multimillonario había un trecho. ¡Y vaya trecho! Aunque, siendo honesta, hubiera preferido que fuera pobre y tuviese una vida dura, porque así al menos podría haber comprendido que abandonara a su abuela cuando aún estaba embarazada o que no volviera a tener noticias de él. ¿Qué clase de hombre tenía uno que ser para llegar a esa posición y no acordarse de la hija que había dejado atrás? Ese pensamiento la trajo de nuevo al presente. ¿Qué pensaría de ella cuando la viera? ¿Que venía a mendigarle? ¿Que solo había venido para tratar de sacarle dinero? Gema se apartó un mechón rebelde de la cara. ¿En realidad importaba? Desde el entierro había estado conviviendo con la familia de su tío, que no la tragaba ni bajo agua. Seguro que la cara de su abuelo al verla no podía ser peor que la mueca con la cual su tía la saludaba cada mañana, o la indiferencia llena de desprecio con la que sus primas pasaban de ella. Total, probablemente después de hoy ni siquiera tendría que volver a verle. Gema no esperaba recuperar la relación que nunca tuvieron, se conformaba con las prácticas de empresa remuneradas que María José le había prometido con la ayuda de su abuelo.

A un magnate hotelero no debería costarle demasiado sacrificio concedérselas. Al fin y al cabo, bastaba que le diera una oportunidad como la que podía otorgarle a cualquier otra aspirante. Además, seguro que el hotel ofertaba puestos de prácticas de empresas de forma habitual. Era una forma de reducir costes y potenciar la imagen de responsabilidad social de cara a los clientes. Se fijó en sus vaqueros desteñidos. ¿Le daría tiempo de ir a los aseos a cambiarse? No había esperado que la entrevista fuera nada más llegar, sino que su abuelo se la conseguiría para el día siguiente de su llegada. Tampoco había previsto que sería él quién la entrevistaría. Soltó un bufido de disgusto. ¿A quién quería engañar? Ponerse un traje de chaqueta y una blusa, que a estas alturas estarían más arrugados que unas pasas, tampoco iba a hacerla encajar mejor en ese ambiente de gente adinerada. Ya lo que le faltaba era que la confundieran con una camarera y le hicieran un encargo sin propinas. Escudriñó de nuevo el amplio vestíbulo del hotel, haciendo lo posible por ignorar a la petulante señora y los ojos saltones del chucho mafioso. Sonrió con tristeza al ver a una feliz pareja con su bebé recién nacido. ¿Sería Pedro igual de protector cuando cogiera a su hijo en brazos? Seguro que sí. Él no estaría invirtiendo la mayor parte de su sueldo en sus padres si no fuera así. Suspiró. No es que le reprochara que cuidara de sus padres, pero las cosas habrían sido mucho más fáciles sin esa carga añadida. Aunque fuera egoísta, con sus treinta y un años, ella tenía ganas de terminar de una vez por todas sus estudios, de conseguir un buen trabajo, formar su propia familia y comenzar a disfrutar de la vida. Con el sueldo de Pedro, eso no debería haber sido un problema, si no tuviera que pagar el préstamo de su coche y diera la mitad de su sueldo a sus padres. La determinación volvió a crecer dentro de ella. ¡Lo conseguiría! Estaba aquí para eso, para alcanzar una de sus metas. Las prácticas en una multinacional como esta le abrirían muchas puertas en el mercado laboral y, una vez que consiguiera un buen sueldo, todo lo demás vendría solo. Detuvo la vista en recepción. Su mirada recorrió las letras doradas de A. Z. Corporation que destacaban con carácter en la pared de madera a pesar de su reducido tamaño.

¿Cuántas veces había visto ese nombre durante sus estudios de Turismo? Ni siquiera las podía contar y, sin embargo, jamás había asociado el nombre del imperio hotelero con el de su familia. ¿Cómo había conseguido María José encontrar a su abuelo y que incluso le pagara el vuelo?

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