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Piloto de guerra – Antoine de Saint-Exupéry

Saint-Exupéry era piloto en una escuadrilla de reconocimiento de l’Armée de l’Air cuando los alemanes entraron en Francia en 1940. En Piloto de Guerra, escrito dos años más tarde, nos habla de una misión en la que, junto a un navegante y un artillero, debía tomar fotografías del frente en torno a la ciudad de Arras, donde se luchaba ferozmente mientras la población anegaba las carreteras huyendo de los combates. Los tres hombres debían hacer frente a los BF-109 que eran dueños y señores del cielo y a la potente defensa antiaérea que acompañaba el avance de las tropas alemanas, sabiendo que en los últimos días sólo regresaba una de cada tres tripulaciones, y hacerlo además por unas fotos que serían ya inútiles en el momento que llegasen a los despachos de los oficiales encargados de estudiarlas, si es que llegaban. A pesar de todo, Saint-Exupéry era capaz de encontrarle un sentido, de darle un porqué a sus acciones y a las de sus compañeros, más allá de la escasa utilidad de aquellas fotografías, y es que él creía en el valor del sacrificio. Pocos como él, que no era precisamente un guerrero, han explicado mejor lo que eso significa.


 

Sin duda sueño. Estoy en el colegio. Tengo quince años. Resuelvo con paciencia mi problema de geometría. De codos sobre el pupitre negro, me sirvo del compás, de la regla, del transportador. Soy estudioso y tranquilo. Algunos camaradas hablan en voz baja cerca de mí. Uno de ellos alinea cifras en una pizarra. Otros, menos serios, juegan al bridge. De vez en cuando me adentro más allá en mi sueño y echo un vistazo por la ventana. La rama de un árbol oscila suavemente al sol. La miro largo rato. Soy un alumno disipado… Encuentro gusto en disfrutar de este sol como en saborear este olor infantil de pupitre, de creta, de pizarra. ¡Me encierro tan a gusto en esta infancia bien protegida! Yo ya lo sé: primero están la infancia, el colegio, los camaradas, luego viene el día de exámenes. En que se recibe algún diploma. En que se franquea, con el corazón oprimido, un cierto pórtico, más allá del cual, de repente, se es un hombre. Entonces se pisa más firme en la tierra. Uno traza y a su camino en la vida. Los primeros pasos de su camino. Al fin se ensayarán las armas sobre adversarios verdaderos.


La regla, la escuadra, el compás, se usarán para construir el mundo o para triunfar de los enemigos. ¡Se acabaron los juegos! Ya sé que ordinariamente un colegial no teme afrontar la vida. Un colegial patalea de impaciencia. Los tormentos, los peligros, las amarguras de una vida de hombre no intimidan a un colegial. Pero por lo visto soy un colegial raro. Soy un colegial que se da cuenta de su felicidad y que no tiene prisa por afrontar la vida… Dutertre pasa. Le invito: —Siéntate ahí, voy a hacerte un juego de manos… Y me divierte mucho encontrar su as de pique. Enfrente de mí, sobre un pupitre negro como el mío, está sentado Dutertre con las piernas colgando. Se ríe. Yo sonrío modestamente. Pénicot se acerca a nosotros y apoya un brazo sobre mi hombro: —¿Y pues, camarada? ¿Qué hay, compañero? Dios mío ¡qué tierno es todo esto! Un celador (¿es realmente un celador?) abre la puerta para convocar a dos camaradas. Ellos sueltan sus reglas, sus compases, se levantan y salen. Les seguimos con la vista. Se acabó el colegio para ellos. Los sueltan en la vida. Su ciencia va a servir. Van, como hombres, a ensayar sobre sus adversarios las fórmulas de sus cálculos. Extraño colegio, del que cada uno se va cuando le llega el turno. Y sin grandes adioses. Esos dos camaradas ni siquiera nos han mirado. Los azares de la vida, sin embargo, los llevarán, tal vez, más allá de la China. ¡Mucho más lejos! Cuando la vida, después del colegio, dispersa a los hombres, ¿pueden jurar volver a verse? Bajamos la cabeza, nosotros, los que vivimos aún en la cálida paz de la incubadora. —Oye, Dutertre, esta noche… Pero la misma puerta se abre por segunda vez. Y oigo como un veredicto: —El Capitán Saint Exupéry y el Teniente Dutertre: los llama el Comandante. Se acabó el colegio.

Es la vida. —¿Sabías que nos tocaba a nosotros? —Pénicot ha volado esta mañana. Salimos en misión, sin duda, puesto que nos convocan. Estamos a fines de Mayo, en plena retirada, en pleno desastre. Se sacrifican los equipos como si fueran vasos de agua echados en el incendio de un bosque. ¿Por qué pesar los riesgos cuando todo se desmorona? Somos aún para toda Francia cincuenta equipos de Gran Reconocimiento. Cincuenta equipos de tres hombres, de los cuales veintitrés de los nuestros, del Grupo 2/33. En tres semanas hemos perdido diecisiete equipos de los veintitrés. Nos fundimos como si fuéramos de cera. Ayer le dije al Teniente Gavoille: —Ya veremos esto después de la guerra. Y el Teniente Gavoille me respondió: —¿No pretenderá usted, mi Capitán, estar vivo después de la guerra? Gavoille no bromeaba. Sabemos muy bien que no pueden hacer otra cosa que arrojarnos a la hoguera, aunque el gesto sea inútil. Somos cincuenta equipos para toda Francia. ¡Sobre nuestros hombros reposa toda la estrategia del ejército francés! Hay un inmenso bosque que se quema, y unos pocos vasos de agua que se pueden sacrificar para apagarlo: se les sacrificará. Es correcto. ¿Quién sueña en quejarse? No se ha oído jamás entre nosotros contestar otra cosa que: « Bien, mi Comandante. Sí, mi Comandante. Gracias, mi Comandante. Comprendido, mi Comandante» . Pero hay una impresión que domina todas las otras en el transcurso de este final de guerra. Es la del absurdo. Todo cruje en torno de nosotros. Todo se desploma. Es tan total, que la misma muerte parece absurda. Le falta seriedad a la muerte en este galimatías… Entramos en donde está el Comandante Alias.

(Todavía manda hoy en Túnez el mismo Grupo 2/33). —Buenos días, Saint Ex. Buenos días, Dutertre. Sentémonos. Nos sentamos. El Comandante extiende un mapa y se vuelve hacia el ordenanza: —Vaya a buscarme la météo. Luego golpea la mesa con su lápiz. Me quedo observándolo. Tiene mala cara. No ha dormido. Ha ido y venido en auto buscando un Estado May or fantasma, el Estado Mayor de la División, el Estado Mayor de la Subdivisión… Ha intentado luchar contra los almacenes de aprovisionamiento que no entregaban sus piezas de recambio. Se ha visto enredado en la carretera en embotellamientos inextricables. Ha presidido también la última mudanza, pues cambiamos de lugar como unos pobres diablos, perseguidos por un ujier inexorable. Alias ha conseguido salvar, cada vez, los aviones, los camiones y diez toneladas de material. Pero nosotros comprendemos que se le acaban las fuerzas, los nervios. —Pues bien, aquí tenemos… Sigue golpeando la mesa sin mirarnos. —Es bien desagradable… Luego se encoge de hombros. —Es una misión desagradable. Pero en el Estado May or están muy interesados. Muy interesados en ella… Yo he discutido, pero ellos están empeñados. Así es. Dutertre y y o contemplamos por la ventana un cielo sereno. Oigo cómo cacarean las gallinas, pues el despacho del Comandante está instalado en una granja, así como la Sala de Informaciones lo está en una escuela. Yo no contrapondría el verano, las frutas que maduran, los pollitos que aumentan de peso, los trigos que crecen, a la muerte tan próxima. No veo en qué podría la paz del verano contradecir a la muerte, ni en qué seria una ironía la dulzura de las cosas.

Pero me asalta una vaga idea: « Es un verano que se estropea. Un verano estancado» . He visto trilladoras abandonadas, segadoras abandonadas. En las cunetas, coches abandonados. Pueblos abandonados. Tal fuente de un pueblo vacío dejaba correr su agua. El agua pura se convertía en ciénaga, ella que tantos cuidados había costado a los hombres. De pronto se me ocurrió una imagen absurda. La de los relojes parados. De todos los relojes parados. Relojes de las iglesias de los pueblos. Relojes de las estaciones. Relojes de chimenea de las casas vacías. Y, en este escaparate de relojero que ha huido, este osario de relojes muertos. La guerra… ya no se da cuerda a los relojes. Ya no se recolectan las remolachas. Ya no se reparan los vagones. Y el agua, que se recogía para apagar la sed y para lavar los bellos encajes dominicales de las lugareñas, se esparce en lodazal ante la iglesia. Y uno se muere en verano… Es como si tuviera una enfermedad. Este médico acaba de decirme: « Es muy fastidioso…» . Habría pues que pensar en el notario, en los que se quedan. De hecho, Dutertre y y o hemos comprendido que se trata de una misión sacrificada: —Dadas las circunstancias presentes —termina el Comandante— no se puede considerar demasiado el riesgo… Naturalmente. No se « puede demasiado» . Y nadie tiene la culpa. Ni nosotros, de sentirnos melancólicos.

Ni el Comandante, de sentirse incómodo. Ni el Estado Mayor, de impartir órdenes. El Comandante rechina porque estas órdenes son absurdas. Nosotros también lo sabemos, pero el Estado Mayor lo sabe a su vez. Da órdenes porque hay que dar órdenes. En el transcurso de una guerra un Estado Mayor da órdenes. Las confía a vistosos oficiales de caballería o más modernamente a motociclistas. Allí en donde reinaba el desorden y la desesperanza, cada uno de estos oficiales salta de un caballo humeante. Muestra el Porvenir, como la estrella de los Magos. Lleva la Verdad. Y las órdenes aquí reconstruy en el mundo. Esto es el esquema de la guerra. La estampería en colores de la guerra. Y cada uno se esfuerza lo que puede por hacer que la guerra se parezca a la guerra. Piadosamente. Cada uno se esfuerza por cumplir bien las reglas. Tal vez se consiga, entonces, que esta guerra acabe por parecer una guerra. Y para que parezca una guerra se sacrifican, sin objetivos precisos, los equipos. Nadie se confiesa a sí mismo que esta guerra no se parece a nada, que nada tiene sentido, que ningún esquema se adapta, que se estiran con toda seriedad unos hilos que no comunican ya con sus títeres. Los Estados Mayores expiden convencidos estas órdenes que no llegarán a ninguna parte. A nosotros se nos exigen informes imposibles de recoger. La aviación no puede asumir la carga de explicar la guerra a los Estados Mayores. La aviación puede, por medio de sus observaciones, controlar las hipótesis. Pero ya no hay hipótesis. Y de hecho se pide a una cincuentena de equipos que modelen una fisonomía a una guerra que no la tiene.

Se dirigen a nosotros como a una tribu de cartománticos. Yo miro a Dutertre, mi observador-cartomántico. Ayer le objetaba así a un coronel de la división: « ¿Y cómo haré, a diez kilómetros del suelo y a quinientos treinta kilómetros por hora, para señalar las posiciones?» . « ¡Pero bien verá si disparan contra usted! Si disparan quiere decir que las posiciones son alemanas» . —Me hizo mucha gracia —terminaba por decir Dutertre. Pero los soldados franceses no han visto nunca aviones franceses. Hay un millar de ellos diseminados desde Dunkerque a Alsacia. Mejor fuera decir que están diluidos en el infinito. Así, cuando en el frente pasa raudo un aparato, puede decirse con seguridad que es alemán. Más vale tratar de echarlo abajo antes de que hay a soltado sus bombas. Un solo rugido ya desata las ametralladoras y los cañones de tiro rápido. —¡Con semejante método —añadía Dutertre—, sus informes serán magníficos!… Y se tomarán en consideración porque, en un esquema de guerra, deben tomarse en consideración los informes… Sí, pero también la guerra está desquiciada. Afortunadamente, sabemos que no tomarán en consideración alguna nuestros informes. No podremos transmitirlos. Las carreteras estarán embotelladas. Los teléfonos, parados. El Estado Mayor habrá tenido que cambiar urgentemente de lugar. Los informes importantes sobre la posición del enemigo, es el enemigo mismo quien los proporcionará. Discutíamos hace algunos días, cerca de Laon, sobre la posición eventual de las líneas. Enviamos un oficial de enlace al General. Amedio camino, entre nuestra base y el General, el coche tropieza con un rodillo tras el cual se esconden dos coches blindados. El teniente da media vuelta. Pero una ráfaga de ametralladoras le deja seco y hiere al mecánico. Los blindados son alemanes. El Estado Mayor se parece a un jugador de bridge a quien se pidiera consejo desde la habitación contigua: —¿Qué he de hacer con mi dama de pique? El aislado se encogería de hombros.

No habiendo visto nada del juego, ¿cómo iba a contestar? Pero un Estado May or no tiene derecho a encogerse de hombros. Si controla aún algunos elementos, debe movilizarlos para conservarlos y para intentarlo todo mientras dura la guerra. Aunque sea como un ciego, debe actuar y mandar actuar. Pero es difícil atribuir de memoria un papel a una dama de pique. Hemos comprobado y a, primero con cierta sorpresa, luego con toda evidencia, que cuando empieza el hundimiento falta trabajo. Se supone al vencido sumergido por un torrente de problemas, usando hasta el límite, para resolverlos, su infantería, su artillería, sus tanques, sus aviones; pero la derrota empieza por escamotear los problemas. No se conoce y a nada del juego. No se sabe en qué emplear los aviones, los tanques, la dama de pique… Se la echa al fin sobre la mesa, después de haberse devanado los sesos para descubrirle un papel eficaz. Reina el malestar y no la fiebre. Sólo la victoria llega rodeada de entusiasmo. La victoria organiza. La victoria construye. Y cada uno pierde el aliento con tal de llevar sus propias piedras. Pero la derrota sumerge a los hombres en una atmósfera de incoherencia, de fastidio y sobre todo de futilidad. Pues ante todo son fútiles las misiones que nos exigen. Cada día más fútiles. Más cruentas y más fútiles. Para oponerse a este desmoronamiento de montaña, los que imparten órdenes no tienen otro recurso que echar sus últimos triunfos sobre la mesa. Dutertre y y o somos triunfos y escuchamos al Comandante. Desarrolla para nosotros el programa de la tarde. Nos envía a volar a setecientos metros de altura por encima de los parques de tanques de la región de Arras, al regresar de un largo recorrido a diez mil metros, con la misma voz que diría: « Seguirá usted entonces por la segunda calle a la derecha hasta la esquina de la primera plaza; allí hay un estanco en donde comprará unos fósforos…» . —Bien, mi Comandante. La misión no es ni más ni menos útil que esto. Ni más ni menos lírico el lenguaje que la significa. Yo me digo « misión sacrificada» .

Y pienso… Pienso muchas cosas. Esperaré a la noche, si estoy vivo, para reflexionar. Pero vivo… Cuando una misión es fácil, vuelven una de cada tres. Cuando es un poco « fastidiosa» , naturalmente que es más difícil volver. Y aquí, en el despacho del Comandante, la muerte no me parece ni augusta, ni majestuosa, ni heroica, ni desgarradora. No es más que una muestra del desorden. Un efecto del desorden. El Grupo va a perdernos como se pierden unos equipajes en el barullo de una estación de transbordo. Y no es que y o no piense algo completamente diferente, sobre la guerra, sobre la muerte, sobre el sacrificio, sobre Francia, pero me falta un concepto directivo, un lenguaje claro. Pienso por contradicción. Mi verdad está en pedazos y no puedo considerarlos más que uno tras otro. Si estoy vivo, esperaré la noche para reflexionar. La noche bien amada. Por la noche, la razón duerme y las cosas son, simplemente. Las que verdaderamente importan recobran su forma, sobreviven a las destrucciones de los análisis del día. El hombre reconstruy e sus pedazos y vuelve a ser un árbol tranquilo. El día es para las escenas familiares, pero, por la noche, aquél que se ha querellado encuentra de nuevo el Amor. Pues el amor es más grande que ese vendaval de palabras. Y el hombre, apoy ado en su ventana, bajo las estrellas, es responsable de nuevo de los niños que duermen, del pan del mañana, del sueño de la esposa que reposa ahí, tan frágil, y delicada, y pasajera. El amor no se discute. ¡Es! ¡Que venga la noche para que se muestre ante mí alguna evidencia que merezca el amor! Para que piense: civilización, destino del hombre, placer de la amistad en mi país. Para que desee servir a alguna verdad imperativa, aunque tal vez inexpresable aún… Por el momento soy muy semejante a un cristiano abandonado de la gracia. Haré mi papel con Dutertre honradamente, no hay duda, pero de la misma manera que se salvan ritos que no tienen y a ningún contenido. Cuando el Dios se ha retirado. Esperaré la noche, si aún puedo vivir, para caminar un poco por la carretera que atraviesa nuestro pueblo, envuelto en mi muy amada soledad, a fin de comprender por qué debo morir.

II Me despierto de mi sueño. El Comandante me sorprende con una extraña proposición: —Si le fastidia demasiado esta misión… Si no se siente usted con fuerzas, y o puedo… —¡Por Dios, mi Comandante! Bien sabe el Comandante que esta proposición es absurda. Pero cuando un equipo no regresa, uno recuerda la seriedad de las caras en la hora de la partida. Se interpreta esta gravedad como señal de un presentimiento. Uno se acusa de no haber hecho caso. El escrúpulo del Comandante me recuerda a Israel. Estaba yo ayer fumando en la ventana de la Sala de Informaciones. Israel andaba muy aprisa cuando le vi desde la ventana. Tenía la nariz colorada. De pronto me llamó la atención la nariz colorada de Israel. Una gran nariz bien judía y bien colorada. Yo sentía una amistad profunda por aquel Israel cuya nariz consideraba. Era uno de los más valientes camaradas-pilotos del Grupo. De los más valientes y de los más modestos. Tanto le habían hablado de la prudencia judía, que su valor lo debía confundir con la prudencia. Es prudente ser vencedor. Pues bien, yo estaba observando su nariz colorada, que no brilló más que un momento, dada la rapidez de los pasos que se llevaron a Israel y su nariz. Sin ánimo de bromear me volví hacia Gavoille: —¿Por qué tiene esa nariz?… —Su madre se la ha hecho —respondió Gavoille. Pero añadió: —Extraña misión a baja altitud. Va a salir. —¡Ah! Y, claro que recordé por la noche, cuando dejamos de esperar el regreso de Israel, aquella nariz que, plantada en medio de una cara totalmente impasible, expresaba de un modo genial, muy suyo, la más dura de las preocupaciones. Si hubiera sido y o quien hubiera tenido que disponer la marcha de Israel, la visión de aquella nariz me hubiera obsesionado durante mucho tiempo como un reproche. Claro que Israel no había respondido a la orden de partida más que con un: « Sí, mi Comandante. Bien, mi Comandante. Comprendido, mi Comandante» .

Claro que ni un solo músculo de la cara de Israel se había estremecido. Pero suavemente, insidiosamente, traidoramente, la nariz se había iluminado. Israel controlaba los rasgos de su cara, pero no el color de su nariz. Y la nariz había abusado para manifestarse por cuenta propia, en el silencio. La nariz, a despecho de Israel, había expresado al Comandante su fuerte desaprobación. Por eso no le gusta al Comandante mandar a los que él cree que están abrumados por los presentimientos. Los presentimientos engañan casi siempre, pero dan a las órdenes de guerra un tono de condena. Alias es un jefe, no un juez. Así, el otro día, a propósito del Ayudante T. Todo lo que Israel tenía de valiente, lo tenía T. de susceptible al miedo. Es el único hombre que he conocido que tuviera realmente miedo. Cuando daban a T. una orden de guerra, desataba en él una extraña ascensión de vértigo. Era algo simple, inexorable y lento. T. se envaraba lentamente de pies a cabeza. Su cara parecía lavada de toda expresión. Y le empezaban a brillar los ojos. Contrariamente a Israel, cuya nariz me había parecido tan triste, triste por la muerte probable de Israel, y al mismo tiempo muy irritada, en T. no se producía ningún movimiento interior. No reaccionaba: enmudecía. Cuando uno había terminado de hablar con T. descubría que había despertado en él una sola cosa: la angustia. La angustia empezaba a extender sobre su rostro una especie de claridad.

Desde entonces T. estaba fuera de nuestro alcance. Uno tenía la sensación de que entre el Universo y él se iba agrandando un desierto de indiferencia. En ningún otro mortal he visto jamás semejante forma de éxtasis. —Nunca hubiera debido dejarle marchar ese día —decía más tarde el Comandante. Cuando el Comandante le anunció ese día su salida, T. no solamente había palidecido, sino que había empezado a sonreír. Sencillamente a sonreír. Así hacen tal vez los condenados cuando el verdugo realmente traspasa los límites. —Usted no se siente bien. Le voy a reemplazar… —No, mi Comandante. Puesto que es mi turno, es mi turno. Y T., en guardia ante el Comandante, le miraba sin hacer el menor movimiento. —Pero si no se siente usted hoy dueño de usted mismo… —Es mi turno, mi Comandante. Es mi turno. —Vamos a ver, T… —Mi Comandante… El hombre parecía un bloque. Y Alias: —Entonces le dejé marchar. Lo que pasó después nunca pudimos explicárnoslo. T., que era el ametrallador de su aparato, soportó una tentativa de ataque por parte de un caza enemigo. Pero el caza, trabadas sus ametralladoras, dió media vuelta. El piloto y T. estuvieron hablando hasta cerca del terreno de base, sin que el piloto notara nada anormal. Pero cuando faltaban cinco minutos para llegar, dejó de obtener respuesta.

Y al atardecer encontraron a T. con el cráneo destrozado por la cola del avión. Había saltado con paracaídas en condiciones desastrosas, en plena marcha, y eso en territorio amigo, cuando ya no le amenazaba peligro alguno. El paso del caza había sido para él una llamada irresistible. —Vayan a vestirse —nos dijo el Comandante—, y estén en el aire a las cinco y treinta. —Hasta la vista, mi Comandante. El Comandante responde con un gesto vago. ¿Superstición? Como se me ha apagado el cigarrillo y busco inútilmente por los bolsillos: —¿Por qué no tiene usted nunca fósforos? Eso es exacto. Y con tal adiós franqueo la puerta preguntándome: ¿Por qué no tengo nunca fósforos? —La misión le fastidia —observa Dutertre. Yo pienso: ¡Le tiene sin cuidado! Pero no es en Alias en quien pienso mientras formulo esta injusta réplica. Me choca una evidencia que nadie confiesa: la vida del Espíritu es intermitente. Sólo la vida de la Inteligencia es permanente, o casi. Hay pocas variaciones en mis facultades analíticas. Pero el Espíritu no toma en consideración los objetos, sino que considera el sentido que los anuda entre sí. La cara leída de parte a parte. Y el Espíritu pasa de la visión plena a la ceguera absoluta. Para aquel que ama su propiedad llega la hora en que no descubre en ella más que un conjunto de objetos dispares. Para el que ama a su mujer llega la hora en que no ve en el amor más que preocupaciones, contrariedades y deberes. Para el aficionado a tal música llega la hora en que ya no recibe nada de ella. Llega la hora, como en este momento, en que y a no comprendo a mi país. Un país no es la suma de comarcas, de costumbres, de materiales que mi inteligencia puede siempre captar. Es un Ser. Y llega la hora en que yo descubro que estoy ciego para los Seres. El comandante Alias ha pasado la noche con el General discutiendo lógica pura. Lo que hace la lógica pura es arruinar la vida del Espíritu.

Luego se ha extenuado en la carretera contra interminables embotellamientos. Después, al volver al Grupo, se ha encontrado con cien dificultades materiales, de ésas que te roen poco a poco como mil pedruscos de un derrumbe de montaña que no se pudiera contener. Por fin nos ha convocado para lanzarnos a una misión imposible. Somos objeto de la general incoherencia. No Saint-Exupéry o Dutertre, dotados de un modo peculiar de ver las cosas o de no verlas, de pensar, de andar, de beber, de sonreir, sino trozos de una gran construcción, y hace falta más tiempo, más silencio, y más perspectiva para descubrir el conjunto. Si yo tuviera un tic, Alias no se fijaría más que en mi tic. No expediría a Arras más que la imagen de un tic. En el desbarajuste de los problemas planteados en el desmoronamiento, también nosotros estamos divididos en trozos. Esta voz. Esta nariz. Este tic. Y los trozos no conmueven. No se trata aquí del Comandante Alias, sino de todos los hombres. Durante los fastidiosos quehaceres de un entierro, nosotros, los que queríamos al muerto, no nos sentimos en contacto con la muerte. La muerte es una gran cosa. Es una nueva red de relaciones con las ideas, los objetos, las costumbres del muerto. Es un nuevo arreglo del mundo. Nada ha cambiado en apariencia, pero todo ha cambiado. Las páginas del libro son las mismas, pero no el sentido del libro. Nos hace falta, para sentir la muerte, imaginar las horas en que tenemos necesidad del muerto. Entonces se nos escapa. Imaginar las horas en que él nos hubiera necesitado a nosotros. Pero ya no nos necesita. Imaginar la hora de la visita amiga. Y encontrarla vacía.

Necesitamos ver la vida en perspectiva. Pero no hay ni perspectiva ni espacio el día en que se entierra. El muerto está todavía en pedazos. El día en que se le entierra, nos dispersamos en pataleos, en manos que estrechar de amigos verdaderos o falsos, en preocupaciones materiales. El muerto morirá, tan sólo mañana, en el silencio. Se mostrará a nosotros en su plenitud, para arrancarse, en su plenitud, a nuestra substancia. Entonces lloraremos por el que se va y que no podemos retener. No me gustan las estampas de guerra de Epinal. El rudo guerrero aplasta una lágrima y disimula su emoción con réplicas malhumoradas. Es falso. El rudo guerrero no disimula nada. Si suelta una invectiva es que la piensa. No se trata de la calidad del hombre. El Comandante Alias es perfectamente sensible. Si no volvemos, tal vez sufrirá más que ningún otro. A condición de que se ocupe de nosotros y no de una porción de detalles diversos. A condición de que el silencio le permita esta reconstrucción. Pues si, esta noche, el ujier que nos persigue obliga al Grupo a cambiar de lugar, el pinchazo de una rueda de camión, entre el alud de los problemas, relegará nuestra muerte para más tarde. Y Alias se olvidará de sentirla. Así, cuando salgo en misión, no pienso en la lucha del Occidente contra el Nazismo. Pienso en detalles inmediatos. Pienso en lo absurdo de un vuelo sobre Arras a setecientos metros. En la futilidad de los informes que nos piden. En la lentitud de la vestimenta que se me antoja una indumentaria para el verdugo. Y luego en mis guantes.

¿En dónde diablos encontraré unos guantes? He perdido los guantes. Ya no veo la catedral que habito. Me estoy vistiendo para el servicio de un dios muerto.

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