debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Pietr, el Letón – Georges Simenon

En el verano de 1929, Georges Simenon, que navegaba por el Mar del Norte, se ve obligado a detenerse debido a una avería del barco. Mientras lo reparan, se instala en una gabarra abandonada. «Esa gabarra, en la que coloqué un gran cajón para mi máquina de escribir y una caja algo más pequeña para mi trastero, iba a convertirse en la cuna de Maigret. ¿Me disponía a escribir una novela popular como las demás? Una hora después, vi que empezaba a perfilarse la mole poderosa e impasible de un tipo que me pareció que sería un comisario aceptable. A lo largo de ese día fui añadiendo algunos accesorios: una pipa, un sombrero hongo y un grueso abrigo de cuello de terciopelo. Y le concedí, para su despacho, una vieja estufa de hierro colado». Pietr Johannson, conocido como Pietr el Letón, es un famoso delincuente perseguido por las autoridades de toda Europa. La policía parisina es informada de la llegada del estafador a la estación del Norte, donde le esperará Maigret. A su llegada, y tras sospechar que le siguen, Pietr se refugia en el hotel Majestic; pero, tras entrevistarse con un multimillonario norteamericano, cambia de alojamiento. Mientras tanto, en el tren que le ha traído se descubre un cadáver que es la viva imagen de Pietr el Letón… El lector que abra las páginas de esta extraordinaria novela asistirá a un gran suceso: el nacimiento del comisario Maigret.


 

C.I.P.C. a Dirección general de Seguridad, París. Xvzust Cracovie vimontra m ghks triv psot uv Pietr-le-Letton Bremen vs tyz btolem. El comisario Maigret, de la primera Brigada Móvil, levantó la cabeza y tuvo la impresión de que el ronquido de la estufa de hierro colocada en medio de su despacho y unida al techo por un grueso tubo negro se hacía más débil. Dejó el telegrama, se levantó pesadamente, reguló la llave y echó tres paletadas de carbón al hogar. Después de lo cual, de pie, dando la espalda al fuego, llenó la pipa y se aflojó el cuello postizo, que, aunque era muy bajo, le molestaba. Miró el reloj, que marcaba las cuatro. Su chaqueta colgaba de un gancho colocado detrás de la puerta. Se dirigió lentamente hacia la mesa de despacho, volvió a leer el telegrama y tradujo a media voz: Comisión Internacional de Policía Criminal a Dirección General de Seguridad, París: Policía Cracovia señala paso y salida para Bremen de Pietr el Letón. La Comisión Internacional de Policía Criminal (C.I.P.


C.) reside en Viena y dirige, en total, la lucha contra el bandolerismo europeo, encargándose más particularmente del enlace entre las diversas policías internacionales. Maigret cogió un segundo telegrama, redactado también en polcod, lengua internacional secreta utilizada en las relaciones entre todos los centros policíacos del mundo. Tradujo mientras leía: Polizei-praesidium de Bremen a Dirección General de Seguridad de París: Pietr el Letón señalado en dirección Amsterdam y Bruselas. Un tercer telegrama, procedente de la Nederlandsche Céntrale in Zake Internationale Misdadigers, el G. Q, G. de la policía neerlandesa, anunciaba: Pietr el Letón embarcado compartimento G. 263 coche 5, a las once mañana en la Estrella del Norte, con destino París. El último telegrama en polcod procedía de Bruselas y decía: Verificado paso Pietr el Letón 2 horas Estrella del Norte en Bruselas compartimento designado por Amsterdam. Maigret, ancho y pesado, con las manos en los bolsillos y la pipa en la boca se plantó delante de un mapa inmenso desplegado en la pared, detrás de la mesa de despacho. Su mirada fue desde el punto que representaba Cracovia hasta otro punto que designaba el puerto de Bremen; luego, de allí a Amsterdam y a Bruselas. Volvió a mirar la hora. Las cuatro y veinte. La Estrella del Norte debía rodar a ciento diez por hora entre San Quintín y Compiègne. Sin parada en la frontera. Sin disminuir la velocidad. En el coche 5, compartimiento G. 263, sin duda Pietr el Letón se ocupaba en leer o en mirar el paisaje que desfilaba ante sus ojos. Maigret se dirigió hacia una puerta que abría un armario, se lavó las manos en una palangana de esmalte, pasó un peine por su duro cabello castaño oscuro, en el que apenas se distinguían algunos hilillos blancos alrededor de las sienes, y luego se ajustó de cualquier manera una corbata que nunca había logrado anudar correctamente. Era noviembre. Caía la noche. Por la ventana pudo ver un brazo del Sena, la plaza Saint-Michel y un barco, todo ello envuelto en una sombra azul que las farolas una tras otra estrellaban. Abrió un cajón, y recorrió con la mirada un telegrama del Despacho Internacional de Identificación de Copenhague. Dirección General de Seguridad, París: Pietr-le-Letton 32 169 01512 0224 0255 02732 03116 03233 03243 03325 03415 03522 04115 04144 04147 05221… etc. Esta vez se tomó el trabajo de traducir en voz alta e incluso de repetir varias veces, como un colegial que recita una lección: —Señas personales de Pietr el Letón: edad aparente, treinta y dos años; estatura, 1, 69; nariz rectilínea, base horizontal, saliente máximo, particularidad: tabique no aparente, oreja reborde original, lóbulo grande, atravesado en el límite y dimensión máxima, antitragus saliente, límite del pliegue inferior convexo, límite forma rectilínea, límite particularidad surcos separados, ortognato superior, cara alargada, bicóncava, cejas despobladas rubio claro, labio inferior prominente, gran espesor inferior colgante, cuello largo, aureola amarillenta, periferia intermedia verdosa, cabellos rubio claro.

Era el retrato hablado de Pietr el Letón, tan elocuente para el comisario como una fotografía. Se dibujaban en primer lugar los grandes rasgos del individuo: un hombre pequeño, delgado, joven, de cabellos muy claros y cejas rubias y poco pobladas, de ojos verdosos, de cuello largo. Maigret conocía además los menores detalles de la oreja, lo que le permitiría, en medio de la multitud, y aun cuando Pietr el Letón se hubiese maquillado, reconocerlo con seguridad. Descolgó su chaqueta, se la puso, se echó sobre los hombros un pesado abrigo negro y se caló el sombrero hongo. Dirigió una última mirada a la estufa, que parecía a punto de estallar. Al final de un largo pasillo, en el descansillo que servía de antesala, hizo una recomendación a Jean: —No descuides el fuego, ¿eh? En la escalera le sorprendió el viento que venía de la calle, y tuvo que refugiarse en un rincón para encender su pipa. A pesar de la monumental cristalera, las borrascas barrían los andenes de la estación del Norte. Varios cristales se habían desprendido de la marquesina y se habían hecho añicos entre las vías. La electricidad funcionaba mal. La gente se arropaba contra el frío. Ante una ventanilla, unos viajeros leían un cartel poco tranquilizador: « Tempestad en la Mancha» . Y una mujer, cuy o hijo se embarcaba para Folkestone, ponía cara de angustia, con los ojos enrojecidos. Hasta el último momento le estuvo dando consejos. El muchacho tuvo que prometerle que no permanecería ni un instante en la cubierta del barco. Maigret estaba de pie a la entrada del andén número 11, donde la multitud esperaba a la Estrella del Norte. Todos los grandes hoteles, además de la agencia Cook, estaban representados allí. No se movió. Otros se mostraban nerviosos. Una mujer, con un abrigo de visón, y las piernas, por el contrario, con medias de seda invisible, iba y venía martilleando el suelo con sus tacones. Él permanecía allí, enorme, con sus hombros impresionantes que proy ectaban una gran sombra. Le empujaban al pasar y permanecía impasible como una pared. La luz amarilla del tren asomó a lo lejos. Luego fue un ruido estrepitoso: gritos de los mozos, pasos agitados de los viajeros hacia la salida. Desfilaron unos doscientos antes que la mirada de Maigret atrapase entre la muchedumbre a un hombrecillo vestido con un gabán de viaje verde a cuadros grandes, cuyo corte y color eran de un estilo claramente nórdico. El hombre no se daba prisa.

Iba seguido de tres mozos. El representante de un « Palace» de los Campos Elíseos le abría paso obsequiosamente. Edad aparente, 32; estatura, 1, 69… Sinus de la nariz… Maigret no se inmutó. Le miró la oreja. Eso le bastaba. El hombre vestido de verde pasó a su lado. Uno de los mozos rozó al comisario con una de sus maletas. En el mismo instante, un empleado del tren echaba a correr, lanzaba algunas palabras apresuradas a su colega, que se mantenía a la entrada del andén, cerca de la cadena que permitía cerrar el paso. Echaron la cadena. Hubo protestas. El hombre del gabán de viaje estaba ya en la puerta. El comisario fumaba dando pequeñas y frecuentes chupadas. Se acercó al funcionario que había echado la cadena. —¡De la policía! ¿Qué ocurre? —Un crimen… Acaban de descubrir… —¿Coche B?… —Parece que sí… La estación continuaba su vida acostumbrada. Únicamente el andén número 11 tenía un aspecto de anormalidad. Quedaban por salir cincuenta viajeros. Les habían cerrado el paso y comenzaban a impacientarse. —Déjelos pasar… —dijo Maigret. —Pero… —Déjelos pasar… Miró cómo salía la última oleada. El altavoz anunciaba la salida de un tren de cercanías. La gente corría. Delante de uno de los vagones de la Estrella del Norte un grupito esperaba algo. Eran tres hombres de uniforme de la compañía. El jefe de estación fue quien llegó primero, con aire de importancia pero inquieto. Luego, una camilla rodó por el gran andén, atravesó los grupos en que la gente intranquila la seguía con los ojos, sobre todo los que se iban de viaje.

Maigret recorría el tren con su paso pesado, sin dejar de fumar. Coche 1, coche 2… Llegó al coche 5. Había allí un grupo delante de la portezuela. La camilla se detuvo. El jefe de estación escuchaba a los tres hombres que hablaban a la vez. —¡La policía!… ¿Dónde está? Le miraron con evidente alivio. Avanzaba su plácida corpulencia entre el grupo agitado y, de pronto, los otros no fueron ya más que satélites. —Al lavabo… Maigret se empino y vio la puerta de los lavabos abierta, a su derecha. En el suelo había un cuerpo, doblado por la mitad, extrañamente contorsionado. El jefe de tren daba órdenes desde el andén. —Que lleven ese vagón a una vía muerta… ¡Esperen!… La 62… y que llamen al comisario especial… Al principio sólo vio la nuca del hombre. Pero corriendo un poco su gorra mal colocada, descubrió la oreja izquierda. —Lóbulo grande, atravesado en el límite y dimensión mínima, antitragus… — refunfuñó. Había algunas gotas de sangre en el linóleum. Miró en torno suyo. Los empleados estaban en el andén o subidos al estribo. El jefe de estación no dejaba de hablar. Entonces Maigret echó hacia atrás la cabeza del hombre y apretó más su pipa entre los dientes. Si no hubiese visto salir al viajero del abrigo verde, si no le hubiera visto dirigirse en compañía de un intérprete del Majestic, hubiera podido dudar. Las mismas señas personales. El mismo bigotillo rubio en forma de cepillo de dientes, bajo una nariz de arista pronunciada. Las mismas cejas claras y despobladas. Las pupilas de un gris verdoso. ¡Dicho de otro modo, Pietr el Letón! Maigret no podía moverse en aquel lavabo reducido, donde el grifo que había dejado abierto seguía corriendo y donde un chorro de vapor se escapaba de una junta mal apretada. Tenía las piernas contra el cadáver.

Levantó el torso de éste y vio, en el pecho, en la camisa y en la chaqueta, huellas de las quemaduras provocadas por un disparo a bocajarro. Aquello formaba una gran mancha negruzca donde la sangre mezclaba su púrpura violácea. Al comisario le sorprendió un detalle. Por casualidad, se fijó en uno de los pies. Lo tenía doblado, torcido como todo aquel cuerpo que habían debido aplastar para poder cerrar la puerta. Ahora bien, los zapatos eran un calzado negro muy vulgar, de saldo. Presentaba señales de habérsele echado medias suelas. El tacón estaba gastado por un lado y, en medio de la suela, se veía un agujero redondo que el uso había ido produciendo lentamente. Llegó el comisario especial de la estación, con todos sus galones, muy seguro de sí mismo, y preguntó desde el andén: —¿Qué pasa ahora?… ¿Es un crimen?… ¿Un suicidio?… ¡Que no se toque nada mientras no llegan del Juzgado!… ¡Cuidado!… ¡La responsabilidad es mía! … Maigret se vio apurado para salir de aquel lavabo donde estaba encajado entre las piernas del muerto. Con un ademán rápido, profesional, le palpó los bolsillos y se aseguró de que estaban vacíos, absolutamente vacíos. Bajó del vagón, con la pipa apagada, el sombrero torcido, una mancha de sangre en un puño de la camisa. —¡Anda! Es Maigret… ¿Qué piensa usted de todo esto?… —¡Nada! Veremos… —Un suicidio, ¿verdad?… —Si le parece… ¿Ha telefoneado usted al Juzgado?… —En cuanto me he enterado… Una voz gritaba en el altavoz. Algunas personas, que se habían dado cuenta de que ocurría algo anormal, miraban desde lejos el tren vacío, el grupo inmóvil cerca del estribo del coche número 5. Maigret desapareció sin decir nada, salió de la estación y llamó un taxi. —¡Al Majestic!… La tormenta redoblaba. Las calles estaban barridas por torbellinos que daban a los transeúntes la silueta de borrachos. Una teja cayó, en alguna parte, sobre la acera. Los autobuses pasaban a toda marcha. Los Campos Elíseos se habían transformado en una pista medio desierta. Las gotas de agua comenzaban a caer. El portero del Majestic se precipitó hacia el taxi con su enorme paraguas rojo. —¡De la policía!… ¿Acaba de llegar un viajero de la Estrella del Norte? El portero cerró el paraguas. —Ha llegado uno, sí. —Abrigo verde… bigote rubio… —Eso es, pregunte usted en recepción… La gente corría para escapar del chaparrón. Maigret penetró en el hotel con el tiempo justo de evitar unas gotas de lluvia del tamaño de nueces, frías como el hielo.

Detrás del mostrador de caoba, empleados e intérpretes se presentaban con toda elegancia y corrección. —De la policía… Un viajero con abrigo verde… Con un bigotillo rubio… —Habitación 17… Están subiéndole el equipaje. Capítulo dos El amigo de los multimillonarios La presencia de Maigret en el Majestic tenía fatalmente algo de hostil. Formaba en cierto modo un bloque que la atmósfera del hotel se negaba a asimilar. No porque se pareciese a los policías que las caricaturas han popularizado. No tenía ni bigote ni zapatos de suela gruesa. Su traje era de lana bastante fina, bien cortado. Además, se afeitaba todos los días y se cuidaba las manos. Pero la figura era plebey a. Era enorme y huesudo. Bajo la chaqueta se dibujaban unos músculos duros que deformaban pronto también sus pantalones más nuevos. Tenía, sobre todo, una manera muy particular de acomodarse en cualquier sitio, lo cual no dejaba de suscitar críticas de muchos de sus colegas. Era algo más que estar seguro de sí mismo. Sin embargo, no era orgullo. Llegaba como un bloque y, desde ese momento, parecía que todo tenía que romperse contra ese bloque, ya fuera que avanzara, ya fuera que se quedase plantado con las piernas un poco separadas. La pipa formaba una pieza con la mandíbula. No se la quitaba de la boca por el hecho de estar en el Majestic. ¿No era tal vez, en el fondo, un propósito de vulgaridad, de confianza en sí mismo? Con un gran abrigo negro de cuello de terciopelo, era imposible no reconocerlo enseguida en el hall iluminado donde las elegantes se agitaban entre regueros de perfume, risas agudas, cuchicheos, saludos de un estilo que brillaba por su falsedad. Él no se preocupaba lo más mínimo de todo esto. Permanecía apartado del movimiento. Los ruidos del jazz que llegaban desde el dancing del sótano tropezaban contra él como contra una barrera impermeable. Cuando comenzaba a subir por una escalera, le llamó el liftman para que tomase el ascensor. Pero ni siquiera volvió la cabeza. En el primer piso le preguntó alguien: —¿A quién busca usted?… La voz pareció no haber llegado hasta él. Miraba los pasillos cubiertos hasta el infinito de alfombras rojas hasta producir náuseas y seguía subiendo.

En el segundo, con las manos en los bolsillos, descifró los números de las placas de bronce. La puerta del 17 estaba abierta. Unos criados con chaleco de ray as metían las maletas. El viajero, que se había quitado el abrigo y que resultaba muy fino, muy delgado con su traje de estambre, fumaba un cigarrillo emboquillado y daba órdenes. El 17 no era una habitación, sino un apartamento completo: salón, despacho, alcoba y cuarto de baño. Las puertas se abrían en el ángulo de dos pasillos, donde, como un banco en la esquina de la calle, habían colocado un espacioso diván circular. Maigret se sentó allí, exactamente enfrente de la puerta abierta, estiró las piernas y se desabrochó el abrigo. Pietr el Letón le vio y siguió dando órdenes sin manifestar la menor sorpresa ni desagrado. Cuando los criados acabaron de colocar las maletas y los baúles en los soportes, él mismo fue a cerrar la puerta, no sin haberla dejado un instante entreabierta para observar al comisario. Maigret tuvo tiempo de fumar tres pipas y despachar a dos camareros y una doncella que fueron a preguntarle a quién esperaba. Hacia las ocho, Pietr el Letón salió de sus habitaciones, más delgado y más pulcro todavía que antes, con un smoking de corte elegante en el que se veía la mano de un gran sastre inglés. Iba con la cabeza descubierta. Su pelo, muy rubio y corto, comenzaba a despoblarse. Presentaba unas grandes entradas que descubrían una frente huidiza y dejaba adivinar una calva rosada en medio del cráneo. Sus manos eran largas, pálidas. En el anular izquierdo llevaba una sortija de platino con un diamante amarillo. Estaba todavía fumando un cigarrillo ruso emboquillado. Pasó muy cerca de Maigret, estuvo a punto de pararse como si le sedujese la idea de dirigirle la palabra, y luego, preocupado, se dirigió hacia el ascensor. Diez minutos más tarde se sentaba en el comedor, a la mesa del matrimonio Mortimer Levingston, que era el centro de la atención. La señora Levingston llevaba un collar de perlas que valdría por lo menos un millón. La víspera, su marido había evitado la bancarrota de una gran empresa francesa de construcción de automóviles, de la que se había reservado, como es de suponer, la may oría de las acciones. Los tres empezaron a charlar alegremente. Pietr el Letón hablaba mucho, con una voz discreta, inclinándose un poco. Se le veía a sus anchas, natural, desenvuelto a pesar de la sombría silueta de Maigret que podía distinguir en el hall, a través de los cristales de las puertas. En la recepción, el comisario reclamó la lista de viajeros.

Ley ó sin extrañeza, en el lugar donde había firmado el Letón, el nombre de Oswald Oppenheim, procedente de Bremen, armador. No había duda de que poseía pasaporte en regla, documentación completa con ese nombre, como la poseía con otros. Tampoco había duda de que y a en otros sitios se había entrevistado con los Mortimer Levingston: en Berlín, en Varsovia, en Londres o en Nueva York. ¿No había venido a París más que para reunirse con ellos y realizar una de las estafas colosales en las que estaba especializado? Su ficha, que Maigret tenía en el bolsillo, decía: Individuo sumamente hábil y peligroso, de nacionalidad desconocida, pero de origen nórdico. Se cree que hay a nacido en Letonia o en Estonia; habla corrientemente el ruso, francés, inglés y alemán. Muy instruido, pasa por ser el jefe de una poderosa banda internacional que practica especialmente la estafa. Esta banda ha sido localizada sucesivamente en París, Amsterdam (asunto Van Heuvel), Berna (asunto de los Armadores Reunidos), Varsovia (asunto Lipmann) y en diversas ciudades europeas donde sus procedimientos han sido menos claramente identificados. Los cómplices de Pietr el Letón parecen pertenecer sobre todo a la raza anglosajona. Uno de los que han sido vistos más a menudo con él y que ha sido reconocido por haber presentado el cheque falsificado en el Banco Federal de Berna, ha resultado muerto al ser detenido. Se hacía pasar por cierto mayor Howard, de la American Legión, pero ha podido establecerse que era un antiguo bootlegger de Nueva York, conocido en los Estados Unidos por el mote de Fred el Gordo. Pietr el Letón ha sido detenido dos veces. La primera en Wiesbaden, por estafa de medio millón de marcos a un negociante de Munich; la segunda en Madrid, por un asunto parecido cuy a víctima fue una alta personalidad española. Las dos veces su táctica ha sido la misma. Ha tenido una conversación con su víctima, a quien ha afirmado sin duda que los fondos robados estaban en lugar seguro y que su detención no haría que los encontraran. Las dos veces la denuncia ha sido retirada y los denunciantes verosímilmente indemnizados. Después de eso nunca ha sido cogido en flagrante delito. Contactos probables con la banda Maronetti (moneda falsa y documentos oficiales falsos) y con la banda de Colonia (llamada de los perforadores de murallas). Quedaba un rumor que circulaba por la policía de toda Europa: Pietr el Letón, jefe y cajero de una o de varias bandas, debía tener a su cargo unos cuantos millones diseminados bajo nombres diferentes en diversos Bancos, incluso invertidos en empresas industriales. Pietr el Letón sonreía cortésmente al escuchar a la señora Mortimer Levingston, que le contaba una historia, y su mano blanca iba arrancando del racimo unas uvas suntuosas. —¡Perdón, señor! ¿Quiere usted concederme un instante, por favor? Maigret se dirigía a Mortimer Levingston en el hall del Majestic mientras Pietr el Letón acababa de volver a su habitación y lo mismo la americana. Mortimer no tenía en absoluto el tipo deportivo de los yanquis. Pertenecía más bien a la raza latina. Era alto, delgado. Su cabeza, muy pequeña, estaba cubierta de cabellos negros peinados con ray a. Parecía siempre fatigado.

Sus ojos estaban ojerosos. Por lo demás, llevaba una vida agotadora, en la que encontraba medios de mostrarse en Deauville, en Miami, en el Lido, en París, en Cannes y en Berlín, de tomar su y ate en cualquier sitio, de resolver un asunto en cualquier capital europea y arbitrar los más grandes combates de boxeo en Nueva York y en California. Como un gran señor, miró de arriba a abajo a Maigret. Sin mover los labios, dejó caer: —¿Usted es?… —Comisario Maigret, de la lª Brigada Móvil… Mortimer apenas frunció el ceño y permaneció un instante inclinado como si estuviese decidido a no concederle más que un segundo. —¿Sabe usted que acaba de cenar con Pietr el Letón? —¿Es todo cuanto tiene usted que decirme? Maigret no se inmutó. Eran exactamente las palabras que esperaba. Volvió a colocarse la pipa entre los dientes, se había dignado apartarla para dirigir la palabra al multimillonario, y gruñó: —¡Eso es todo! Estaba contento de sí mismo. Levingston pasó glacial y penetró en el ascensor. Eran poco más de las nueve y media. La música sinfónica, que había acompañado la cena, cedía su sitio al jazz. Algunas personas llegaban de fuera. Maigret no había comido. Permaneció de pie en medio del hall, sin manifestar la menor impaciencia. El gerente, desde lejos, no cesaba de dirigirle miradas inquietas y hurañas. Los más humildes miembros del personal, al pasar por su lado, ponían un ceño adusto, e incluso se las ingeniaban para tropezar con él. El Majestic no lo digería. Él se obstinaba en constituir una gran mancha negra e inmóvil entre los dorados, las luces, las idas y venidas de los trajes de noche, de los abrigos de pieles, de las siluetas perfumadas y deslumbrantes. La señora Mortimer salió la primera del ascensor. Había cambiado de vestido. Iba con una capa de raso forrada de armiño que le dejaba los hombros desnudos. Parecía extrañada de no encontrar a alguien. Comenzó por pasearse golpeando el suelo cadenciosamente con sus altos tacones dorados. De repente, se detuvo ante el mostrador de caoba tras el que se mantenían atentos los empleados y los intérpretes. Les dijo algunas palabras. Uno de los empleados oprimió un botón rojo y descolgó un receptor telefónico.

Se quedó sorprendido, y llamó a un botones, que se precipitó hacia el ascensor. La señora Levingston estaba visiblemente inquieta. A través de la puerta de cristales podían distinguirse, en la acera, las líneas aerodinámicas de un coche de marca americana. El botones volvió a aparecer y habló al empleado. Éste, a su vez, dirigió la palabra a la señora Mortimer. Ella protestó. Seguramente le decía: « ¡Es imposible!…» . Entonces Maigret subió la escalera, se detuvo ante el 17 y llamó a la puerta. Tal y como esperaba, después de las escenas a las que acababa de asistir, no obtuvo respuesta. Abrió y vio el salón vacío. En la habitación, el smoking de Pietr el Letón estaba abandonado descuidadamente sobre la cama. Un baúl-armario estaba abierto. Los zapatos de charol estaban sobre la alfombra, lejos uno de otro. El gerente llegó, refunfuñando. —¿Usted aquí y a? —¿Y bien?… Ha desaparecido, ¿eh?… ¡Levingston también!… ¿No es eso? —Bueno, no es preciso tomarlo por lo trágico. No están en su habitación ni uno ni otro, pero los encontraremos sin duda en cualquier rincón del hotel. —¿Cuántas salidas tiene? —Tres… La de los Campos Elíseos… La de los soportales y por último la puerta de servicio, en la calle de Ponthieu… —¿Hay un guarda? ¡Llámele!… El teléfono funcionó. El gerente estaba rabioso. Se enfadó con un proveedor que no le comprendía. Su mirada, que no perdía de vista al comisario, no era nada benevolente. —¿Qué significa esto? —dijo, mientras esperaba la llegada del guarda de la puerta de servicio, escondido en una pequeña garita de cristal. —Nada, o casi nada, como usted dice… —Espero que no se trate de un… de un… Era excesivo pronunciar la palabra crimen, pesadilla de todos los hoteleros del mundo, desde los más humildes dueños hasta los gerentes de los « palaces» . —Vamos a saberlo. La señora Mortimer Levingston apareció y preguntó: —¿Y bien?… El gerente se inclinó y balbuceó algo. Al fondo del pasillo apareció la silueta de un viejecito de barba sucia, con traje mal cortado, que contrastaba con el ambiente del hotel.

Naturalmente, estaba hecho para permanecer en los bastidores; de lo contrario, también él hubiese tenido un bonito uniforme y le habrían afeitado todas las mañanas. —¿Ha visto salir a alguien? —¿Cuándo? —Hace unos minutos. —A alguien de las cocinas, creo… No me he fijado… Un hombre con una gorra… —¿Bajito y rubio? —intervino Maigret. —Sí… Creo… No miré… Iba de prisa… —¿Nadie más? —No sé… He ido hasta la esquina a comprar el Intran… La señora Mortimer Levingston perdía su sangre fría. —¿Es así como buscan?… —pronunció dirigiéndose a Maigret—. Acaban de decirme que es usted de la policía… Tal vez hayan matado a mi marido… ¿A qué espera? Maigret la miró fijamente con toda la fuerza de su mirada. Tranquilo, indiferente. ¡Como si sólo oy ese el zumbido de una mosca! Como si sólo tuviese delante un objeto insignificante. Ella no estaba acostumbrada a que la mirasen de aquella manera. Se mordió los labios, se sonrojó bajo su maquillaje, y golpeó el suelo con el pie, impaciente. Maigret seguía observándola atentamente. Entonces, sin aguantar más o tal vez porque no supo qué otra cosa hacer, tuvo una crisis de nervios.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |