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Piedras Rojas – Aurora Salas Delgado

El fuego se extendió por el pasillo, recorriendo rápidamente las paredes de la mansión, comiéndose las cortinas sin salir al exterior, rugiendo contra las ventanas. —¡Por allí! —gritó. La tomó de la mano, dejando que la familia Stevenson pasara por delante de ellos. La sujetó con fuerza. —Lo siento… tanto… Él se volvió un segundo para verla. —No ha sido culpa tuya, nadie sabía que a tu padre le fuesen estos juegos peligrosos. —Pero se trata de mi padre —recalcó ella a lágrima viva. Un hombre los alcanzó en el umbral. —Todos, al almacén y a la capilla, son los únicos lugares en los que podemos sobrevivir… ih… —¡Señor Lawson…! —le llamó la chica aproximándose en un arrebato. Tomás tiró de ella, arrastrándola con él, evitando que se aproximara al cadáver que comenzó a derretirse misteriosamente. La muchacha, se llevó una mano a su boca, asombrada por lo que acababa de presenciar. Sus pies corrían siguiendo a los del chico que la sostenía, ¿qué le había pasado al señor Lawson? Por fin encontraron la puerta, el muchacho la abrió con un par de patadas, saliendo afuera de la casa. Tras sus pasos, un torbellino de fuego cruzó a punto de alcanzarles. —¡Corre! Debemos llegar al almacén o a la capilla —le recordó. —¡No…! —gritó ella, haciendo que parasen a mitad del camino—. Ve tú. A mí no me hará daño. Tomás levantó el rostro de Alicia, capturando sus ojos, dibujándola en su mente. —No voy a dejarte sola —le contestó. Alicia se quitó el anillo dorado, con una piedra roja como las llamas, que ahora, se iban elevando en la mansión. Lo colocó sin decir nada en el dedo meñique del muchacho. —Ven conmigo —le pidió. Tomás la miró atentamente; esa chiquilla ya se había convertido en una mujer tan hermosa, adorable e inteligente… que no cabía en sí de gozo que ella lo hubiese elegido entre tantos que se postraban en su camino. Asintió breve, aún embelesado. Alicia tomó el mando de la situación, hicieron oídos sordos a los espantosos gritos, corriendo hasta la verja que marcaba el límite de las tierras.


Tomás empujó con fuerza, las puertas cedieron con lentitud, rechinando por la falta de aceite. —Vamos —la animó a salir. La muchacha le sonrió breve, pasando el umbral marcado, donde ya no se oía ningún lamento, soltando la mano de Tomás. Un “pon” se oyó tras ella; se giró, agarrándose a los barrotes, viendo como Tomás se quedaba en el otro lado. —¡No… no me dejes! —le pidió ella. Tomás cogió sus manos a través de los barrotes, sonriéndole, besando sus manos. —Sálvate, Alicia. Debo quedarme aquí, tengo que encontrar la manera de parar todo este círculo vicioso. —No… —repitió negando—. Ven conmigo. —Tengo que salvar a tu padre, salvar a todos. —Por favor… —le suplicó —no me dejes sola… —Alicia —la llamó tiernamente—. Vete, volveremos a encontrarnos, no me iré a mi otra vida sin ti. —¡¡Tomás…!! —lo llamó llorando, viendo cómo se alejaba hacia una borrosa sombra y desaparecía. Alicia trató de abrir la verja, sacudió esta con ímpetu, pero no cedía. Sus lágrimas la terminaron de abatir, haciendo que se dejase caer sobre el portón, ajena a los sonidos espeluznantes del otro lado, presa de la maldición, hasta caer agotada. Capítulo 1 Setenta años después… El niño buscaba ansioso la teta de su madre, se movía hacia arriba y abajo en un intento de que no se escapase nada, tragando con gula. —Marie, es un comilón… —sonrió Carolina —precioso. La mujer miró a su bebé con amor, iluminándosele la cara. —Sí, le gusta mi teta. Ambas rieron. —¿Y a quién no? —habló Eric —Son las más bonitas del mundo que conozco —besó a Marie en la frente con afecto—. De la mujer que más amo —se sentó a su lado—. Eric Junior, la teta de mamá será prestada temporalmente, ¿eh? —habló al bebé. Volvieron a reír.

—¿Cuándo te animarás a encontrar a tu hombre perfecto sin sacarle defectos? —la interrogó su amiga. Carolina suspiró. —No existe el hombre perfecto, sólo el hombre que tengamos en mente es el perfecto. —No te me pongas filosófica psicológica, mis estudios no abarcan a tantos calentamientos de cabeza como es tu profesión, sólo son decisión. Eric rió con Carolina. —Llegará cuando no lo busque —respondió decidida. —Es muy posible —comentó Eric—. Cuanto menos quieres antes viene… así que… —Eso es otra teoría filosófica —recalcó Marie. Estallaron de nuevo en risas. —¿Cómo está tu abuela? —preguntó Eric sirviéndole el té. —Está mejor, fui a despedirme de ella antes, mañana embarco hacia Grueter, al orfanato infantil —sonrió breve—. Ver a tu pequeño me hace preguntarme como puede existir un orfanato donde los padres abandonan a sus hijos tras tenerlos. —He oído que muchos son hijos bastardos de amantes —le ofreció unas pastas de chocolate — Es una pena, son criaturas tan inocentes. —Sí, sí que lo son. —Ser psicóloga allí… espero que no te vuelvas tan loca como para que tú lo necesites en vez de esos niños. —No es solo por los niños, allí también viven algunos profesores, tienen una escuela. Aquello es como una pequeña villa. —Qué interesante —comentó Marie —¿Viven en casitas? —Hay cuidadores por cada siete niños. Sí, viven en casitas. —Debe ser por eso que dicen que es un orfanato privado. —No deja de ser un orfanato —se encogió de hombros Carolina con suspiro—. Estoy un poco nerviosa. Mi abuela me dio estos pendientes que llevo de rubíes. Me ha hecho prometerle que no me los quite por nada del mundo. Marie alzó la ceja extrañada.

Cambió al niño al otro pecho. —Supongo que desea que lleves algo con ella como regalo —trató de darle una respuesta. —No lo sé, estuvo rara. Y una promesa es una promesa. Toca dejármelos. —Son lindos —aprobó Marie observándolos con atención. Carolina acabó pronto el café. Se despidió tras abrazar a su amiga y futuro ahijado, ella iba a ser la madrina de Eric Junior. —Espero que se porten bien contigo, si tienes algún problema, ya sabes dónde estoy —dijo Eric acompañándola a la puerta. —Gracias señor abogado —agradeció sonriente. —Cuídate. —Sí. La puerta se cerró a sus espaldas, avanzó por el pasillo. Debía ir a casa y tomar su equipaje, el autobús saldría en cuatro horas y se sentía nerviosa. ******************** Elena se preparó, tomó aire tratando de tranquilizarse y llamó a la puerta. —Adelante. Giró el pomo, sintiendo como las manos le temblaban ligeramente. No miró hacia arriba, sólo a la directora, allí sentada, con su mirada dulce ahora seria. —¿Estás segura que quieres irte? Elena, eres nuestra mejor cocinera, dejarás con mucha tarea a Susana. —Lo siento, señora. No puedo soportar más estar aquí. Hilda la observó, sus ojos asustadizos sin querer alzarlos al techo. Enarcó una ceja, tratando de ver algo pero allí no había nada. Suspiró. —Querida, creo que tienes demasiada imaginación.

Primero fue en el comedor y ahora ¿qué es lo que ves aquí? —Preferiría no decirlo, señora —habló con un escalofrío recorriéndole la espalda—. Déjeme marchar, tengo que ir bajo su palabra o me harán daño. Por favor. La mediana mujer, pasó una mano en desconcierto por su cabello castaño. Su mirada celeste se clavó en su asustada empleada. —Esta bien, tienes mi consentimiento. La nueva psicóloga está al llegar, puede echar una mano en la cocina. Asintió callada. Ya tenía la bendición de irse. —Gracias, señora —giró en sus pasos, saliendo. No quería mirar hacia arriba, aún no, podía sentir que estaba ahí, su frío aliento le soplaba en la coronilla de vez en cuando. Tenía que salir, ya, cuanto antes. Caminó normal pero rápida, quería alejarse de ese techo, coger su maleta ya preparada. Entró en el cuarto tirando del asa, salió presurosa, esta vez casi corrió. —Elena… —oyó que la llamaban, se giró un instante, sin levantar la vista —¿era cierto que te ibas?—Muy cierto, tengo el consentimiento de la directora. Lo siento, Susana. La mujer suspiró y sonrió. La tomó de las manos en un apretón cariñoso. —De acuerdo, ven a visitarme alguna vez. Echaré de menos nuestras charlas divertidas. Sus labios dibujaron una sonrisa que se borró rápidamente, algo helado le había dado en la nuca. Se soltó de las manos de su compañera. —Tengo que irme, tengo que irme… —le dijo echando a andar sin mirar atrás, tan solo hacia delante. El portón de la casa mayor estaba abierto de par en par, era una hora en la que los niños estaban en clase. En cuanto abandonó el edificio, su cuerpo dejó de sentir escalofríos.

Respiró hondamente, tratando de tranquilizarse. Aun así, la sensación de que algo la observaba, seguía siendo prevaleciente en ella. —Dejarme marchar. Me dio su permiso —dijo casi en susurros comenzando a caminar—. No soy quién buscáis, no puedo liberados. Algo la atravesó veloz y furioso, rodeándola antes de llegar a las grandes verjas que limitaban el terreno. —Dejarme ir… —balbuceó muerta de miedo—. Alguien vendrá, quizás sea quién necesitáis… dejarme… por favor… por favor… —sus lágrimas abordaron su rostro Lo que fuese que estaba con ella, cedió en la verja, dejándola partir hacia la libertad que pedía. —Gracias, gracias… —dijo presurosa saliendo. Sus pasos se perdieron en la distancia mientras la verja volvía a cerrarse. ******************** El autobús llegó con atraso de media hora, y para colmo, la dejaba en el pueblo no en la villa donde debía ir. Se vio llamando un taxi que la llevara hasta allí. El camino era verdoso, lleno de bellos y grandes árboles que parecían estar vivos, flores silvestres adornaban los lados, se respiraba el olor de naturaleza pura. Cerró los ojos unos segundos, bajando la ventanilla. —Hermoso, ¿verdad, señorita? Los abrió contestando. —El paraje es mágico. Vengo de la ciudad, extrañaba ver algo así. —Grueter es mágico —señaló el taxista—. Lo que no entiendo es porqué va a ese orfanato privado. Deben pagar bien, no es a la primera que llevo. Carolina lo miró con interés. —¿Perdone? ¿Qué es lo que quiere decir con eso? ¿Acaso todos se van? —Se van al cabo de los meses. Cuando llegan al pueblo están mudos, asustados y se van enseguida. —Asustados —repitió volviendo a observar el exterior. —Sí, señorita, asustados, todos y cada uno de los que salen de allí.

—Pero aún tienen gente. —Sí, no todos son cobardes —sonrió —¿Y usted? —No creo en nada que no vea con mis propios ojos —respondió. El taxista asintió compresivo. —Eso es bueno, le durará el trabajo más que a otros. Algunos padres vienen a ver a esos niños en secreto de sus amantes. Me da pena esos chicos; algunos no son ni siquiera huérfanos, simplemente están ahí porque no los quieren en sus vidas materiales. Carolina frunció el ceño. —Había oído que era un orfanato privado —comentó. —Lo es. Y muy privado. Hemos llegado. Una alta verja negra, recién pintada, estaba al lado del vehículo. —Gracias —sacó el dinero pagándole. —Tenga, señorita. Por si necesita que la recoja alguna vez —le dijo dándole con la vuelta una tarjeta con el número de teléfono. —Gracias de nuevo, señor —sonrió cálida. Bajó del coche, el taxista se despidió en una señal dejándola sola. Buscó el timbre, encontró un portero en uno de los lados. Apretó el botón. —Orfanato de Grouter, ¿en qué puedo servirle? —Soy la nueva psicóloga, Carolina Leada —respondió la joven. El “clip” del cierre dio la señal de ceder, el portón de barrotes metálicos la invitaron a pasar. Carolina cogió su maleta de ruedas, tiró del asa arrastrándola con ella. Las puertas se cerraron a su espalda con otro similar “clip”. Aquello era precioso a la vista, las casitas lucían de colores alegres blancos, azules y verdes. Un camino cubierto de jardines a los lados, cuidados y llenos de árboles y flores, llenos de vida.

Algunos niños jugaban en un parque que había cerca de una fuente inmensa, pareciendo una piscina. Más allá se veía un huerto y una iglesia. A los pies del parque, una gran casa, seguramente sería la principal. Se dirigió a esa casa grande, sus puertas estaban abiertas. Los niños la miraban con curiosidad. Alguien salió a recibirla. —Señorita Leada —saludó con un gesto—. La estábamos esperando, soy Joel, uno de los cuidadores. —Carolina —dijo mostrándole la mano. Joel la acogió con una sonrisa. —La directora está en el comedor tomando un café. La acompaño. Deje su equipaje ahí, en portería. Edgar se encargará de llevarla a su habitación. La muchacha obedeció, dejó la maleta en las manos del portero que la saludó en una reverencia, mostrándole su calva rodeada de canas y dientes mellados. —Por aquí, Carolina —la tuteó. Ella lo siguió; iban por un ancho pasillo del lado derecho del vestíbulo, las paredes blancas con el techo de madera chocolate eran todo lo contrario al suelo cubierto de moqueta verde, tan verde como las vegetación de fuera. Pararon ante una puerta doble de cristal. Joel la empujó suavemente pasando a la sala. —Directora —la llamó—, la señorita Leada ha llegado. Una mujer de cuarenta y tantos, algo rellena, giró su cabeza hechizándola con un rostro hermoso de ojos turquesa, cabello castaño oscuro que realzaba su mirada. —Hola, señorita Leada. ¿Puedo llamarla Carolina? —Encantada, directora. —Hilda, querida. Me llamo Hilda.

¿Un café? Joel, dile a Susana que le ponga otro a Carolina y uno más para ti, si quieres. —Gracias, directora, me quedaré para guiarla. —Puedes sentarte, muchacha —le dijo. Carolina retiró la silla y se sentó junto a la directora. Ésta siguió con su merienda. —¿Un poco de tarta de manzana? —No, gracias. No me apetece en estos momentos. Parece inmenso este sitio. —Es inmenso —le confirmó la directora—, Joel te dará un plano para que no te pierdas. Se encargará de tratar a los niños en general, hará excepciones con nosotros también si lo requiriéramos. —Por supuesto, haré tiempo hasta para escucharlos a ustedes —respondió afable—. Es mi trabajo escuchar. Hilda sonrió satisfecha. —Pero debo prevenirla, muchos niños tienen una imaginación desbordante, la mayoría tienen amigos invisibles, ¿comprende? —Carolina asintió interesada—. Al principio pensé que era algo normal, son niños al fin y al cabo… pero esto parece como una enfermedad o es que quieren volver locos a los cuidadores y a todos, incluyéndome a mí. —¿Los niños son tan peligrosos como dice? —ironizó. La directora rió, dos hoyuelos sobresalieron en su mandíbula haciéndola más joven. —No, no… claro que no, es solo que pone un poquito los pelos de punta; imagínate, aquí tienen una amiga que se llama Thais. —¿Todos los niños? —Todos los niños —aseguró —¿No le parece increíble? —Quizás sea un juego entre ellos —pensó Carolina en voz alta. —Es muy posible ahora que lo menciona —terminó la taza dejándola en el platillo. Joel traía dos cafés, uno para ella. Se sentó en la silla de enfrente y los repartió. —¿Azúcar? —preguntó a Carolina. —Sí, por favor, dos. Gracias —se volvió hacia la mujer—.

¿Y cómo dicen qué es esa niña… Thais? —sintió como Joel levantaba la vista momentáneamente —¿Se lo han contado alguna vez? —Oh, sí. Todos coinciden: Una niña muy guapa, con una preciosa cara, pero dicen que está siempre triste, no se acerca a los adultos porque les tiene miedo, sobre todo a los hombres. Rubia con el pelo largo y ojos claros azules. También dicen que viste con un vestido de volantes blancos y rosas con encajes. Es como una muñeca. —La observó fijamente—. Ya ve, una imaginación desbordante. —Y tanto, es una descripción muy nítida para ser común de un amigo invisible. Tendré esta amiga en cuenta. —No es la única. Necesitará una libreta bien gorda —suspiró—. Espero que pueda curar a estos niños, señorita Leada. Debo marcharme, hay que hacer el inventario de la cocina para pedir la compra. Si necesita algo, pregunte por mí. No suelo salir de la villa. —Gracias, señora. La mujer asintió levantándose, sin llevarse nada más que su presencia. Dejando a Joel y Carolina. —¿Qué piensas de esa historia de los amigos invisibles? —preguntó Joel de repente. —Tendré que hablar con los niños. Seguramente es un juego entre ellos —bebió su brebaje — ¿Cuántos niños están bajo su cuidado? —Últimamente el número ha disminuido, ya que vienen padres adoptivos. Sólo tengo tres: Blanca, Bruno y la pequeña Dafne. —¿Le gustan los niños, Joel? Sonrió. —Son criaturas inocentes —respondió quedamente—. Dafne es sorprendentemente inteligente.

Blanca y Bruno siempre están juntos, creo que dicen ser novios… —rió, Carolina también—. Los amigos invisibles no veo que tengan que ser malos. —No es que sean malos, al no ser que esos niños se volviesen violentos. —No hay niños de ese tipo en este lugar —le aseguró —¿Terminó el café? Vayamos a ver su casita. —¿Casita? Asintió. —Va a tener una casita para usted sola, cerca de la iglesia. El jardinero y Renán han terminado de modelarla y pintarla. No es gran cosa, más bien parece un estudio. Pero le gustará. Se incorporó. —Bien, vayamos a verla. Joel sonrió, salieron del comedor, parándose en la puerta para cerrar. Miró con disimulo hacia la esquina, su rostro se volvió serio unos instantes. —¿Joel? —llamó Carolina. —Eh, perdona —se disculpó—. Estaba pensando —cerró despacio, el pomo estaba helado—. Pasemos por portería, quizás tenga aún su equipaje. —De acuerdo.

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