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Personal – Lee Child

Hace ocho días mi vida estaba llena de altibajos. A veces me iba bien. Otras no tanto. Sin incidentes la mayor parte del tiempo. Largos y pesados periodos de poca cosa aderezados con estallidos esporádicos de alguna que otra. Como en el Ejército. Que es por lo que dieron conmigo. Tú puedes abandonar el Ejército, pero él a ti no te abandona. Ni para siempre. Ni del todo. Empezaron a buscarme dos días después del atentado contra el presidente de Francia. Lo había leído en el periódico. Un intento a larga distancia con un fusil. En París. No tuve nada que ver. Me encontraba a más de nueve mil quinientos kilómetros, en California, con una chica que había conocido en el autobús. Quería ser actriz. Yo no. Así que, después de cuarenta y ocho horas en Los Ángeles, ella se fue por su lado y yo por el mío. Volví a coger el autobús, primero para pasar un par de días en San Francisco; luego, tres más en Portland, Oregón, y después puse rumbo a Seattle. Lo que me llevó cerca de Fort Lewis, donde se apearon del autobús dos mujeres de uniforme. Se dejaron el Army Times de la semana en el asiento que quedaba al otro lado del pasillo. El Army Times es una revista curiosa y anticuada. Empezó a imprimirse antes de la Segunda Guerra Mundial y todavía tiene tirón. Es un semanario lleno de noticias de ayer y de siempre, y artículos diversos e instructivos, como el del titular que me miraba a los ojos en aquel momento: «¡Nueva normativa! ¡Cambios en distintivos e insignias! ¡Y cuatro de los cambios que están por venir en los uniformes!».


Las malas lenguas dicen que las noticias son viejas porque están copiadas con poca gracia de los antiguos resúmenes de la Asociación de Prensa pero, si lees entre líneas, a veces captas un tono de lo más sarcástico. En ocasiones, los editoriales son valientes. En ocasiones, las esquelas son interesantes. Esa es la única razón por la que lo cogí. A veces, la gente muere y te alegras. O no. En cualquier caso, quieres estar al tanto. Pero no lo conseguí porque de camino a las esquelas me topé con la sección de anuncios por palabras. Que, como es habitual, los habían puesto en su mayoría veteranos que buscaban a otros veteranos. Decenas de anuncios, todos iguales. Incluido uno en el que salía mi nombre. Allí mismo, en el centro de la página, un recuadro con seis palabras en negrita: «Jack Reacher, llama a Rick Shoemaker». Lo que tenía que ser cosa de Tom O’Day. Razón por la cual, más adelante, me sentí un poco tonto. No es que O’Day no fuera listo. Tenía que serlo. Había sobrevivido mucho tiempo. Muchísimo. Llevaba en el negocio toda la vida. Veinte años atrás ya parecía que tuviera cien. Era un hombre alto, delgado, demacrado, cadavérico, que se movía como si fuera a derrumbarse en cualquier momento, como una escalera de mano rota. Al verlo, nadie imaginaba que fuera un general. Se parecía más a un profesor. O a un antropólogo. Desde luego, su manera de pensar le había dado resultado: «Reacher, permanece por debajo del radar, lo que significa autobuses y trenes, salas de espera y cafeterías, que, aunque sea por mera coincidencia, es el hábitat económico natural de los soldados, que compran el Army Times antes que cualquier otra publicación del economato militar y que, sin lugar a dudas, hacen que el semanario llegue a todas partes, como hacen los pájaros con las semillas».

Por esa regla de tres, O’Day sabía que acabaría haciéndome con un ejemplar. En alguna parte. Antes o después. Con el tiempo. Porque quieres estar al tanto. Tú puedes abandonar el ejército, pero él a ti no te abandona. No del todo. Como método de comunicación, para establecer contacto, por lo que sabía y por lo que suponía, seguro que había pensado que diez o doce semanas consecutivas de anuncios por palabras le proporcionarían una posibilidad de éxito pequeña pero real. La cuestión es que había funcionado a la primera. Al día siguiente de que se imprimiera la revista. Razón por la cual, más adelante, me sentí un poco tonto. Por ser un tío predecible.

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