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Pequeñas mentirosas – Sara Shepard

Alison, Aria, Emily, Hanna y Spencer eran las mejores amigas hasta que Alison, la reina del instituto, desapareció sin dejar rastro. Tres años después, sus vidas vuelven a cruzarse cuando empiezan a recibir misteriosos mensajes firmados por «A». Unos mensajes que cuentan más de lo que a ellas les gustaría, cosas que sólo la desaparecida Alison sabía. Pero cuando el cuerpo de la reina del baile aparece, y las amenazas continúan, comienzan las preguntas: ¿Quién es «A»? ¿Cuánto sabe en realidad? Y ¿qué pueden hacer cuatro pequeñas mentirosas para protegerse de la verdad?


 

Imagínate que fue hace un par de años, durante el verano entre primero y segundo de secundaria. Estás morena porque has estado tomando el sol junto a una piscina rodeada de piedras, te has puesto el chándal Juicy nuevo (¿te acuerdas de cuando todo el mundo los llevaba?), y estás pensando en el chico que te gusta, el que asiste a esa otra escuela preparatoria cuyo nombre no mencionaremos y que dobla pantalones vaqueros en la tienda de Abercrombie que hay en el centro comercial. Estás tomando cereales de chocolate como a ti te gustan, empapados en leche desnatada, y ves la cara de una chica en uno de los lados de la caja de leche. « Desaparecida» . Es guapa, probablemente más que tú, y tiene una expresión resuelta en los ojos. Piensas: mmm, a lo mejor a ella también le gustan los cereales de chocolate. Y seguro que también le parecería que el chico de Abercrombie estaba bueno. Te preguntas cómo es posible que desaparezca alguien que… bueno, que se parece tanto a ti. Pensabas que sólo desaparecían las chicas que participaban en los concursos de belleza. Pues piénsalo dos veces. Aria Montgomery restregó la cara contra el césped de su mejor amiga, Alison DiLaurentis. —Delicioso —musitó. —¿Estás oliendo la hierba? —exclamó a sus espaldas Emily Fields mientras cerraba la portezuela de la furgoneta Volvo de su madre con un brazo largo y pecoso. —Huele bien. —Aria se apartó el cabello teñido con mechas rosas y aspiró el aire tibio de media tarde—. A verano. Emily se despidió de su madre y se subió los pantalones abolsados que le colgaban de las delgadas caderas. Emily tomaba parte en competiciones de natación desde la liga infantil y, aunque tenía muy buen aspecto en bañador, nunca se ponía nada ajustado ni remotamente coqueto, como el resto de las chicas de la clase de primero, porque sus padres insistían en que desarrollara el carácter de dentro afuera. (Aunque Emily estaba bastante segura de que la obligación de esconder el top con el eslogan « Las irlandesas lo hacen mejor» en el fondo del cajón de la ropa interior no fortalecía el carácter exactamente). —¡Chicas! —Alison atravesó el patio delantero haciendo piruetas. Se había recogido el pelo en una coleta desordenada y seguía llevando remangada la falda de hockey sobre hierba desde la fiesta de fin de curso que el equipo había celebrado aquella misma tarde. Alison era la única chica de primero que había ingresado en el equipo juvenil y volvía a casa con las chicas mayores del instituto Rosewood Day, que escuchaban a Jay-Z a todo volumen en sus Cherokee y antes de dejarla la rociaban con perfume para que no oliese a los cigarrillos que todas habían estado fumando.


—¿Qué es lo que me estoy perdiendo? —preguntó Spencer Hastings, que se estaba colando a través de una abertura del seto en el jardín de Ali para unirse a las demás. Spencer vivía en la casa de al lado. Se echó sobre el hombro una larga y lustrosa coleta de cabello rubio oscuro y bebió un trago de una botella morada de plástico. Al contrario que Ali, Spencer no había pasado el corte del equipo juvenil en otoño y había tenido que jugar en el equipo de primero. Se había pasado todo el año jugando al hockey sobre hierba sin parar para perfeccionar su técnica y las chicas sabían que había estado practicando regates en el patio de atrás antes de que llegaran. Spencer odiaba que alguien la superase en algo. Sobre todo Alison. —¡Esperadme! Se volvieron para ver a Hanna Marin bajar del Mercedes de su madre. Se tropezó con el bolso y les hizo aspavientos frenéticos con sus rollizos brazos. Desde que sus padres se divorciaron el año anterior, Hanna había estado ganando peso sin parar y la ropa se le estaba quedando pequeña. Aunque la cara de asco de Ali no pudiera evitar resaltar tal evidencia, las demás fingían que no se daban cuenta de ello. Eso es lo que hacen las mejores amigas. Alison, Aria, Spencer, Emily y Hanna eran amigas hacía un año, desde que sus padres las habían inscrito como voluntarias en la subasta benéfica de Rosewood Day, los sábados por la tarde; bueno, todas menos Spencer, que se había apuntado ella sola. Aunque Alison no conocía a las otras cuatro, ellas sí que la conocían. Era perfecta. Guapa, graciosa y lista. Y popular. Los chicos querían besarla y las chicas querían ser como ella, aunque fueran mayores. Así que la primera vez que se rio de uno de los chistes de Aria, le preguntó algo sobre la natación a Emily, le dijo a Hanna que llevaba una camisa preciosa o comentó que la caligrafía de Spencer era mucho mejor que la suya no pudieron evitar sentirse, bueno… deslumbradas. Antes de Ali se habían sentido como esos vaqueros plisados de cintura alta que se ponen las madres: incómodas y llamativas en el mal sentido de la palabra; pero Ali había hecho que se sintieran como los Stella McCartney más perfectos que nadie pudiera permitirse. Ahora, después de más de un año, el último día de primero, no sólo eran las mejores amigas del mundo sino que eran « Las chicas de Rosewood Day» . Habían pasado muchas cosas para que así fuera. Todas las fiestas de pijama que habían celebrado y todas las excursiones que habían hecho habían sido una nueva aventura. Hasta las clases eran memorables cuando estaban juntas. (La lectura por megafonía de una apasionada nota que el capitán del equipo juvenil había escrito a la profesora de matemáticas se había convertido en una leyenda en Rosewood).

Pero también había cosas que todas querían olvidar. Y había un secreto del que no podían ni hablar. Ali afirmaba que los secretos habían formado un vínculo de amistad eterna entre las cinco. Si eso era cierto, serían amigas toda la vida. —Cómo me alegro de que se acabe el día —gimió Alison antes de empujar suavemente a Spencer a través de la abertura del seto—. Al granero. —Cómo me alegro de que se acabe primero —replicó Aria mientras Emily, Hanna y ella las seguían hasta el granero reformado y convertido en casa de invitados en el que Melissa, la hermana may or de Spencer, había vivido durante tercero y cuarto de instituto. Por suerte, acababa de graduarse y pensaba pasar el verano en Praga, de manera que aquella noche estaba a su entera disposición. De repente oy eron una voz chillona. —¡Alison! ¡Eh, Alison! ¡Eh, Spencer! Alison se volvió hacia la calle. —No la llevo —susurró. —No la llevo —añadieron rápidamente Spencer, Emily y Aria. Hanna frunció el ceño. —Mierda. Se trataba de un juego que Ali le había copiado a su hermano Jason, que iba a cuarto en Rosewood Day. Jason y sus amigos jugaban a eso en las fiestas entre escuelas preparatorias mientras daban un repaso a las chicas. El último que decía « No la llevo» tenía que entretener a la fea toda la noche mientras sus amigos ligaban con las guapas; lo que significaba, en esencia, que era tan patético y poco atractivo como ella. En la versión de Ali las chicas exclamaban « no la llevo» cuando andaba cerca alguien feo, insulso y desgraciado. En esta ocasión « no la llevo» se refería a Mona Vanderwaal, una empollona que vivía en la misma calle y cuyo pasatiempo favorito era intentar hacerse amiga de Spencer y Alison, con sus dos amigas frikis, Chassey Bledsoe y Phi Templeton. Chassey era la que había pirateado el sistema informático del instituto y después le había explicado al director cómo hacer que fuera más seguro y Phi Templeton iba a todas partes con un yoyó; eso lo decía todo. Las tres las estaban mirando fijamente desde el medio de la tranquila calle suburbana. Mona estaba posada en un patinete Razor, Chassey iba en una bicicleta de montaña negra y Phi a pie… con el y oyó, por supuesto. —¿Queréis venir a ver Fear Factor? —Lo sentimos —sonrió afectadamente Alison—. Estamos un poco ocupadas. Chassey frunció el ceño.

—¿No queréis ver cómo se comen bichos? —¡Qué asco! —murmuró Spencer, dirigiéndose a Aria, que fingió arrancarle piojos invisibles del cuero cabelludo a Hanna y comérselos como si fuera un mono. —Sí, ojalá pudiéramos. —Alison ladeó la cabeza—. Pero hace mucho que hemos planeado esta fiesta de pijamas. Pero a lo mejor la próxima vez. Mona miró la acera. —Sí, de acuerdo. —Hasta luego. —Alison se dio la vuelta, puso cara de fastidio y las demás la imitaron. Salieron por la puerta trasera de la casa de Spencer. A la izquierda estaba el patio trasero ady acente de Ali, en el que sus padres estaban construyendo un merendero de veinte asientos para sus espléndidos picnics. —Gracias a Dios que no están los obreros —comentó Ali, observando una excavadora amarilla. Emily se puso rígida. —¿Han vuelto a decirte cosas? —Tranquila, Asesina —dijo Alison. Las demás se rieron entre dientes. A veces la llamaban « Asesina» como si fuera el pit bull personal de Ali. A Emily también le había hecho gracia al principio, pero últimamente no se reía con ellas. El granero estaba justo enfrente. Era pequeño y confortable y tenía una amplia ventana que daba a la extensa y laberíntica granja de Spencer, que tenía hasta un molino propio. En Rosewood, Pensilvania, una pequeña zona residencial a unos treinta kilómetros de Filadelfia, donde la may oría de los vecinos vivían en haciendas de veinticinco habitaciones con una piscina con mosaicos y un jacuzzi, como la casa de Spencer, en lugar de McMansiones prefabricadas. Rosewood olía a lilas y hierba cortada en verano y a nieve limpia y fogones de madera en invierno. Estaba lleno de pinos altos y frondosos, hectáreas de rústicas granjas familiares y preciosos zorros y conejitos. Había tiendas fabulosas, fincas coloniales y parques en los que se celebraban fiestas de cumpleaños, de graduación y de « porque sí» . Y los chicos de Rosewood eran guapísimos, sonrosados y lozanos como si hubieran salido de las páginas de un catálogo de Abercrombie. Se trataba del Main Line de Filadelfia.

[1] Estaba repleto de linajes antiguos y nobles, dinero aún más antiguo y escándalos prácticamente históricos. Cuando llegaron al granero, las chicas oy eron risitas dentro. Alguien chilló: —¡He dicho que pares! —Ay, Dios mío —gimió Spencer—. ¿Qué está haciendo aquí? Cuando Spencer miró por la cerradura vio a Melissa, su hermana may or, arrogante y recatada y que destacaba en todo, forcejeando en el sofá con Ian Thomas, su novio, que estaba buenísimo. Spencer le dio una patada a la puerta con el tacón del zapato y la abrió por la fuerza. El granero olía a musgo y palomitas de maíz un poco quemadas. Melissa se dio la vuelta. —¿Qué coj…? —masculló. Entonces reparó en las demás y sonrió—. Ah, hola, chicas. Las chicas se volvieron hacia Spencer. Como ella se lamentaba a todas horas de que su hermana era una víbora venenosa, siempre se quedaban desconcertadas cuando se mostraba afable y cariñosa. Ian se levantó, se desperezó y sonrió a Spencer. —Eh. —Hola, Ian —contestó Spencer con un tono mucho más animado—. No sabía que estabas aquí. —Sí que lo sabías —sonrió Ian con aire provocativo—. Nos estabas espiando. Melissa se colocó la melena rubia y la cinta de seda negra mientras miraba fijamente a su hermana. —Bueno, ¿qué pasa? —preguntó, un tanto acusadoramente. —Es que… No tenía intención de entrometerme… —farfulló Spencer—, pero se suponía que podíamos quedarnos aquí esta noche. Ian le dio un golpe juguetón en el brazo. —Solo te estaba vacilando —se burló. Spencer enrojeció. Ian tenía el cabello rubio y desordenado, los ojos castaños y somnolientos y unos abdominales para comérselos.

—Vaya —intervino Ali a grandes voces. Todos volvieron la cabeza hacia ella —. Melissa, Ian y tú hacéis una pareja estupenda. No te lo había dicho nunca pero siempre lo he pensado. ¿No crees, Spencer? Spencer pestañeó. —Ah —musitó. Melissa miró fijamente a Ali un instante, perpleja, y se volvió de nuevo hacia Ian. —¿Podemos hablar fuera? Ian apuró la Coronita ante la atenta mirada de las chicas, que sólo bebían en absoluto secreto de las botellas de las licoreras de sus padres. Dejó la botella vacía y les dedicó una sonrisa de despedida mientras salía detrás de Melissa. —Adieu, señoritas. —Les guiñó el ojo antes de cerrar la puerta a sus espaldas. Alison se sacudió las manos. —Otro problema resuelto por Ali D. ¿No vas a darme las gracias, Spencer? Spencer no contestó. Estaba demasiado ocupada mirando por la ventana delantera del granero. Las luciérnagas habían empezado a iluminar el cielo amoratado. Hanna se dirigió al cuenco de palomitas abandonado y cogió un buen puñado. —Ian está buenísimo. Está más bueno que Sean. —Sean Ackard era uno de los chicos más guapos del curso y el objeto de las constantes fantasías de Hanna. —¿Sabes lo que me han dicho? —le preguntó Ali al tiempo que se dejaba caer en el sofá—. Que a Sean le encantan las chicas con buen apetito. A Hanna se le iluminó el rostro. —¿De verdad? —No —se burló Alison. Hanna devolvió poco a poco el puñado de palomitas al cuenco.

—Bueno, chicas —prosiguió Ali—, se me ha ocurrido un plan perfecto. —Espero que no sea correr en pelotas otra vez —se rio Emily entre dientes. Lo habían hecho hacía un mes, aunque hacía un frío que pelaba; Hanna se había negado a quitarse la camiseta interior y las bragas de entre semana, pero las demás habían corrido en cueros por un campo baldío de maíz cercano. —Eso te gustó demasiado —murmuró Ali. La sonrisa se desvaneció de los labios de Emily—. Pero no; lo había dejado para el último día del curso. Me han enseñado a hipnotizar a la gente. —¿Hipnotizar? —repitió Spencer. —Me ha enseñado la hermana de Matt —contestó Ali, observando las fotografías enmarcadas de Melissa con Ian que había en la repisa de la chimenea. Matt, su novio de aquella semana, tenía el pelo del mismo color arena que Ian. —¿Cómo se hace? —quiso saber Hanna. —Lo siento, le juré que lo mantendría en secreto —dijo Ali, dándose la vuelta —. ¿Queréis comprobar si funciona? Aria frunció el ceño y tomó asiento en el cojín morado del suelo. —No sé… —¿Por qué no? —Ali observó el cerdito de peluche que se asomaba desde el bolso de punto morado de Aria. Aria siempre llevaba cosas raras: animales de peluche, páginas que arrancaba al azar de novelas antiguas y postales de lugares que no había visitado nunca. —¿La hipnosis no te hace decir cosas que no quieres decir? —preguntó. —¿Es que hay algo que no puedas contarnos? —replicó Ali—. ¿Y por qué sigues llevando ese cerdito a todas partes? —Lo señaló. Aria se encogió de hombros y sacó el cerdito de peluche del bolso. —Mi padre me compró a Cerdunia en Alemania. Ella me da consejos sobre mi vida amorosa. —Metió la mano en el muñeco. —¡Le estás metiendo la mano por el culo! —chilló Ali. Emily se rio entre dientes—. Además, ¿por qué llevas algo que te ha dado tu padre? —No tiene gracia —espetó Aria, volviéndose bruscamente hacia Emily.

Las chicas guardaron silencio unos instantes y se miraron inexpresivas. Aquello pasaba con frecuencia últimamente: una de ellas (normalmente Ali) decía algo y otra se molestaba, pero todas eran demasiado tímidas para preguntarles qué demonios estaba ocurriendo. Spencer rompió el silencio. —Que te hipnoticen, ah, parece bastante sospechoso. —Tú no sabes nada de eso —se apresuró a contestar Alison—. Venga, puedo hacéroslo a todas al mismo tiempo. Spencer se tiró de la cinturilla de la falda. Emily resopló entre dientes. Aria y Hanna intercambiaron una mirada. A Ali siempre se le ocurrían cosas nuevas (el verano pasado habían fumado dientes de león para ver si alucinaban y en otoño habían ido a nadar al pantano Pecks, aunque en una ocasión hubiesen descubierto un cadáver dentro), pero lo que pasaba era que muchas veces no querían hacer las cosas a las que Alison las obligaba. La querían a muerte, pero a veces también la odiaban por ser tan mandona y ejercer tanta influencia sobre ellas. A veces en presencia de Ali no se sentían exactamente reales. Se sentían como si fueran muñecas y ella orquestara sus movimientos. Deseaban ser lo bastante fuertes para decirle que no, aunque sólo fuera una vez. —¡Por favooor! —suplicó Ali—. Emily, tú quieres hacerlo, ¿no? —Eh… —A Emily le tembló la voz—. Bueno… —Yo lo haré —intervino Hanna. —Yo también —añadió apresuradamente Emily. Spencer y Aria asintieron de mala gana. Satisfecha, Alison apagó todas las luces con un chasquido y encendió las velas votivas que había en la mesita de café y desprendían un dulce aroma de vainilla. A continuación se echó hacia atrás y murmuró: —Vale, que todo el mundo se relaje —entonó, y las chicas formaron un círculo en la alfombra—. Os está bajando el pulso. Pensad en cosas tranquilas. Voy a contar hacia atrás desde cien y en cuanto os toque a todas estaréis en mi poder. —Qué miedo —se rio temblorosamente Emily.

Alison empezó. —Cien… noventa y nueve… noventa y ocho… Veintidós… Once… Cinco… Cuatro… Tres… Le tocó la frente a Aria con la parte más carnosa del dedo pulgar. Spencer descruzó las piernas. Aria sintió un espasmo en el pie izquierdo. —Dos… —Poco a poco tocó a Hanna y a Emily y acto seguido se dirigió hacia Spencer—. Uno. Spencer abrió bruscamente los ojos antes de que Alison tuviera ocasión de tocarla. Se levantó de un brinco y fue corriendo a la ventana. —¿Qué haces? —susurró Ali—. Estás estropeando el momento. —Esto está demasiado oscuro. —Spencer alargó la mano y descorrió las cortinas. —No. —Alison bajó los hombros—. Tiene que estar oscuro. Así es como funciona. —Venga ya, eso es mentira. —La persiana se atascó; Spencer forcejeó para desbloquearla. —No. Es verdad. Spencer puso los brazos en jarras. —Yo quiero más luz, y a lo mejor las demás también. Alison se volvió hacia las demás, que todavía tenían los ojos cerrados. Spencer no dio su brazo a torcer. —No siempre tiene que ser como tú quieres, ¿sabes, Ali? Alison estalló en una carcajada.

—¡He dicho que las vuelvas a cerrar! Spencer puso cara de fastidio. —Por Dios, tómate una pastilla. —¿Crees que y o soy la que tiene que tomarse una pastilla? —la interpeló Alison. Spencer y Alison se miraron fijamente unos instantes. Se trataba de una de esas peleas absurdas que quizá intentaban aclarar quién había visto primero el nuevo vestido de polo Lacoste en Neiman Marcus o si las mechas color miel eran demasiado atrevidas, pero en realidad se trataba de algo completamente distinto. Algo mucho más importante. Finalmente Spencer señaló la puerta. —Márchate. —De acuerdo. —Alison salió a grandes pasos. —¡Bien! —Pero Spencer la siguió al cabo de unos segundos. El azulado aire vespertino era apacible y no había luces encendidas en la casa familiar. Además reinaba el silencio, hasta los grillos se habían quedado mudos, y Spencer oía su propia respiración—. ¡Espera un momento! —gritó al cabo de un instante, dando un portazo a sus espaldas—. ¡Alison! Pero Alison había desaparecido. Aria abrió los ojos cuando oyó que se cerraba la puerta. —¿Ali? —exclamó—. ¿Chicas? —No hubo respuesta. Miró alrededor. Hanna y Emily estaban sentadas como peleles en la alfombra y la puerta estaba abierta. Aria salió al porche. No había nadie. Fue de puntillas hasta el límite de la parcela de Ali. El bosque se desplegaba ante ella y todo estaba en silencio. —¿Ali? —susurró.

Nada—. ¿Spencer? Dentro, Hanna y Emily se restregaron los ojos. —Acabo de tener un sueño rarísimo —dijo Emily—. Bueno, supongo que era un sueño. Ha sido rapidísimo. Alison se caía en un foso muy profundo en el que había unas plantas gigantes. —¡Yo he soñado lo mismo! —exclamó Hanna. —¿Ah, sí? —preguntó Emily. Hanna asintió. —Bueno, más o menos. Había una planta gigante. Y me parece que también he visto a Alison. Puede que fuera su sombra… pero seguro que era ella. —Vay a —musitó Emily. Se miraron con los ojos como platos. —¿Chicas? —Aria atravesó de nuevo la puerta. Estaba muy pálida. —¿Estás bien? —preguntó Emily. —¿Dónde está Alison? —Aria frunció el ceño—. ¿Y Spencer? En ese preciso momento Spencer irrumpió de nuevo en el granero. Las chicas dieron un respingo. —¿Qué? —preguntó. —¿Dónde está Ali? —dijo Hanna en voz baja. —No lo sé —murmuró Spencer—. Creía que… no lo sé.

Las chicas guardaron silencio. Lo único que se oía eran las ramas de los árboles que se deslizaban por las ventanas. Parecía que alguien estaba arañando un plato con unas uñas largas. —Me parece que quiero irme a casa —dijo Emily. A la mañana siguiente aún no habían tenido noticias de Alison. Las chicas hablaron por teléfono, aunque en esta ocasión era una llamada a cuatro bandas en lugar de a cinco. —¿Creéis que se ha enfadado con nosotras? —preguntó Hanna—. Estuvo rara toda la noche. —Probablemente estará en casa de Katy —dijo Spencer. Katy era una de las amigas de hockey sobre hierba de Ali. —O a lo mejor está con Tiffany, la del campamento —sugirió Aria. —Seguro que se está divirtiendo en alguna parte —musitó Emily. Una tras otra recibieron la llamada de la señora DiLaurentis, que les preguntó si sabían algo de Ali. Al principio todas la encubrieron. Era una regla no escrita: habían encubierto a Emily el fin de semana que había vuelto a casa después del toque de queda de las once de la noche; habían distorsionado los hechos cuando Spencer se había llevado prestada la trenca de Ralph Lauren de Melissa y la había dejado accidentalmente en el asiento de un vagón del SEPTA; [2] etcétera. Pero a medida que colgaban a la señora DiLaurentis un amargo presentimiento se intensificaba en su estómago. Algo andaba terriblemente mal. Aquella misma tarde la señora DiLaurentis volvió a llamarlas, presa del pánico. Al caer la noche los DiLaurentis habían llamado a la policía y a la mañana siguiente había coches patrulla y furgonetas de los informativos acampadas en el jardín habitualmente prístino de los DiLaurentis. Era el sueño húmedo de los canales de noticias locales: una joven rica y hermosa perdida en uno de los pueblos de clase alta más seguros de todo el país. Hanna llamó a Emily después de haber visto el primer reportaje nocturno sobre Ali. —¿Te ha entrevistado la policía? —Sí —susurró Emily. —A mí también. No les habrás contado… —se interrumpió— lo de Jenna, ¿verdad? —¡No! —resopló Emily—. ¿Por qué? ¿Crees que saben algo? —No… ¿Cómo iban a saberlo? —murmuró Hanna al cabo de un instante—.

Somos las únicas que lo saben. Nosotras cuatro… y Alison. La policía interrogó a las chicas, así como a prácticamente todos los habitantes de Rosewood, desde el profesor de educación física de Ali en segundo de primaria hasta el tipo que en una ocasión le había vendido una cajetilla de Marlboro en Wawa. Era el verano antes de segundo de secundaria y las chicas deberían estar flirteando con chicos mayores en fiestas en las piscinas, comiendo mazorcas de maíz en el patio trasero de sus amigas y pasando el día de compras en el centro comercial King James. En cambio, estaban llorando a solas en sus camas con doseles o contemplando inexpresivamente las paredes empapeladas con fotografías. Spencer limpiaba su habitación sin parar mientras repasaba el verdadero motivo de la discusión con Ali y pensaba en las cosas que sabía sobre ella y que las demás ignoraban. Hanna se pasaba horas en el suelo de su dormitorio, escondiendo bolsas vacías de Cheetos debajo del colchón. Emily estaba obsesionada con la carta que le había mandado a Ali antes de que esta desapareciera. ¿La habría recibido? Aria estaba sentada delante del escritorio con Cerdunia. Poco a poco las chicas empezaron a llamarse con menos frecuencia. Las atormentaban los mismos pensamientos, pero no les quedaba nada que decirse. El verano dio paso al curso, que a su vez dio paso al verano siguiente. Ali todavía no había aparecido. La policía seguía buscándola, aunque de forma discreta. Se desvaneció el interés de los medios de comunicación, que se obsesionaron con un homicidio triple en Center City. Hasta los DiLaurentis se fueron de Rosewood casi dos años y medio después de la desaparición de Ali. En cuanto a Spencer, Aria, Emily y Hanna, también había cambiado algo en ellas. Ahora cuando atravesaban la vieja calle de Ali y echaban una ojeada a su casa no rompían a llorar de inmediato. Por el contrario, habían empezado a sentir otra cosa. Alivio. Claro, Alison era Alison. Era el hombro en el que llorabas y la única que habrías querido que llamase al chico que te gustaba para saber lo que sentía por ti, y tenía la última palabra sobre si los vaqueros nuevos te hacían el culo grande. Pero las chicas también la temían. Ali sabía más cosas que nadie sobre ellas, incluyendo las cosas malas que querían enterrar… como se hace con los cadáveres. Era horrible pensar que Ali podía estar muerta, pero… en ese caso, por lo menos sus secretos estaban a salvo.

Y lo estuvieron. Durante tres años, al menos.

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