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Pecados de la Noche – Sherrilyn Kenyon

En el mundo de los Dark-Hunters, hay un código de honor que incluso los chicos malos de la inmortalidad deben seguir: No dañes a un humano. No bebas sangre. Nunca te enamores. Pero de vez en cuando, un Dark-Hunter se pregunta a sí mismo por ese Código. Eso es lo que yo solía hacer. ¿Quién soy? Soy la furia a la que te enfrentarás. Nada me puede tocar. Nada me puede convencer. Soy implacable e insensible. O así pensaba hasta que me encontré una Dark-Hunter hembra que se conocía con el nombre de Danger, no sólo es su nombre, es cómo vive su vida. No confía en mí en absoluto. ¿Y quién podría culparla? Sólo sabe que estoy aquí para ser juez, jurado, y, más probablemente, ejecutor de sus amigos. Pero es mi llave para salvar a algunos de ellos. Sin ella, todos morirán. Dangereuse St. Richard es una mortífera distracción. Algo acerca de ella vuelve a despertar a un corazón que pensé que llevaba mucho tiempo muerto. Pero en una carrera contra el mal, la única esperanza que tiene el género humano es que cumpla con mi deber. ¿Y cómo puedo hacer mi trabajo si eso significa tener que sacrificar a la única mujer que alguna vez he amado? — ALEXION —


 

Universidad Femenina de Mississippi, Columbus, Mississippi Iba a morir. La descarga de adrenalina había acelerado el corazón de Melissa mientras intentaba alcanzar la seguridad de Grossnickle Hall. Hacía dos horas que había cometido la estupidez de decirles a sus amigas que la dejaran sola en la biblioteca porque quería acabar el trabajo de literatura inglesa. Se le había ido el santo al cielo mientras leía sobre las aventuras y desventuras de Christopher Marlowe. De repente, se dio cuenta de que era muy tarde y debía volver al apartamento que ocupaba en la residencia de estudiantes. Se le pasó por la cabeza la idea de llamar a su novio para que fuera a buscarla, pero como esa noche le tocaba hacer inventario en la tienda, decidió no hacerlo. Sin pararse a pensar en el riesgo que corría una chica de veintiún años sola por la calle a esas horas, recogió sus cosas y salió de la biblioteca.


Sin embargo, mientras atravesaba el campus a la carrera, perseguida por cuatro desconocidos, comprendió lo imbécil que había sido. ¿Cómo podía la gente perder la vida por culpa de una mala decisión? Ese era el pan de cada día en el mundo. « ¡Pero no tenía que pasarme a mí!» , protestó para sus adentros. —¡Que alguien me ayude! —gritó sin dejar de correr. ¿No había nadie en ningún sitio? Alguien que llamara a los vigilantes de seguridad para que la ayudaran… Rodeó un seto y se dio de bruces con algo. Alzó la cabeza y vio que era un hombre. —Por favor… —dejó la frase en el aire al darse cuenta de que era uno de los cuatro tíos rubios que la perseguían. El desconocido soltó una siniestra risotada, dejando a la vista unos colmillos enormes. Intentó zafarse de sus manos mientras chillaba a pleno pulmón. Le arrojó los libros y forcejeó hasta liberarse. Corrió hacia la calzada, pero descubrió que otro la esperaba allí. Se detuvo en seco y recorrió con mirada frenética los alrededores en busca de algún lugar hacia donde huir. No había ningún sitio donde ocultarse de ellos. El tipo de la calzada iba vestido de negro de los pies a la cabeza y parecía totalmente indiferente al pánico que la embargaba. Tenía el pelo rubio y largo, y lo llevaba recogido en una coleta. Al fijarse en las gafas de sol negras que ocultaban por completo sus ojos se preguntó si vería algo. Lo rodeaba un aura intemporal. Peligrosa y aterradora. Era calcadito a sus perseguidores, pero había algo que lo diferenciaba de ellos. Una especie de poder antiquísimo. Aterrador. —¿Eres uno de ellos? —le preguntó sin aliento. Lo vio esbozar una sonrisa torcida. —No, preciosa. Escuchó que los demás se acercaban.

Giró la cabeza y los vio detenerse a cierta distancia, con los ojos clavados en el tipo con el que hablaba. El pánico demudó sus apuestos rostros y escuchó a uno de ellos susurrar « Cazador Oscuro» . Se mantuvieron a distancia como si estuvieran debatiendo qué hacer tras el inesperado encuentro. El desconocido le tendió la mano. Agradecida por el hecho de que su pesadilla hubiera acabado, ya que ese hombre había evitado que la mataran o le hicieran daño, Melissa la aceptó. Él tiró de ella al tiempo que hacía una mueca desdeñosa a sus cuatro perseguidores. El alivio de saberse a salvo hizo que se echara a temblar como una hoja. —Gracias. El tipo le sonrió. —No, preciosa. Soy y o quien debe estarte agradecido. Antes de que pudiera hacer o decir nada, la abrazó con fuerza y le clavó los colmillos en el cuello. El Cazador Oscuro saboreó la vida y las emociones de la estudiante mientras bebía su sangre. Era pura e inmaculada… Una universitaria que había ganado una beca completa y que tenía un brillante futuro por delante. C’est la vie. Paladeó su sabor hasta que escuchó y sintió los últimos latidos de su corazón. Murió entre sus brazos. Pobrecita. Claro que no había nada más delicioso que el sabor de la inocencia. Nada. Alzó su cuerpo inerte en brazos y se acercó muy despacio a los daimons que la habían perseguido. Se la tendió al que parecía liderar el grupo. —A q u í t e n é i s , c h i c o s. N o l e q u e d a m u c h a s a n g r e , p e r o e l a l m a s i g u e i n t a c t a. Bon appétit.

1 Katoteros. La muerte siempre estaba presente en los salones que conformaban esa dimensión inalcanzable para el ser humano. No acechaba. Vivía allí. De hecho, la muerte era el estado natural en Katoteros. Y él, en su condición de Alexion, hacía mucho que se había acostumbrado a su constante presencia. Al sabor, al olor y al sonido de la muerte. Porque todo ser mortal acababa muriendo. Dicho fuera de paso, él mismo había muerto en dos ocasiones antes de renacer en su estado actual. Sin embargo, mientras observaba la misteriosa neblina rojiza que giraba en el interior de la esfora (un antiguo orbe atlante donde se podía vislumbrar el pasado, el presente y el futuro), sintió una emoción desconocida. Esa pobre chica… Su vida había sido tan breve… Nadie merecía morir a manos de los daimons que se alimentaban de almas humanas para prolongar sus cortas vidas de forma artificial. Y mucho menos a manos de un Cazador Oscuro, cuyo único fin era matar a los daimons antes de que dichas almas desaparecieran para siempre del universo. El trabajo de los Cazadores Oscuros era proteger la vida, no sesgarla. Sentado en la penumbra de su habitación, Alexion deseaba que la muerte de esa chica lo enfureciera. Lo indignara. Sin embargo, no sentía nada. Como de costumbre. Solo esa fría y horrible lógica que no conllevaba ninguna emoción. Solo podía observar la vida, no formar parte de ella. El tiempo seguiría su curso, pero nada cambiaría. Así eran las cosas. No obstante, la muerte de esa chica había sido el catalizador de algo mucho más importante. Marco había dictado su sentencia de muerte con sus acciones, al igual que lo había hecho la chica cuando decidió quedarse a estudiar hasta tan tarde. Y, al igual que ella, Marco no sería consciente de que iba a morir hasta que fuera demasiado tarde para evitarlo. Meneó la cabeza mientras reflexionaba sobre la ironía de todo aquello.

Había llegado la hora de regresar al reino de los vivos para cumplir con su cometido una vez más. Marco y Kyros estaban intentando que los Cazadores Oscuros cerraran filas en torno a ellos y apoyaran su errónea causa, y no cejarían en su empeño hasta que él les pusiera freno. Su plan era rebelarse contra Artemisa y Aquerón. Y su trabajo como Alexion era matar a todo aquel que se negara a entrar en razón. Se puso en pie y comenzó a alejarse del orbe cuando vio que las imágenes de las paredes cambiaban. Marco y los daimons desaparecieron. En su lugar, apareció ella. Se detuvo al ver a la Cazadora francesa luchando contra otro grupo de daimons no muy lejos de su casa, en Tupelo. Sus movimientos eran rápidos y osados mientras luchaba contra los daimons que intentaban matarla. Se movía con elegancia y agilidad, convirtiendo la lucha en una danza frenética. La vio reírse de ellos a modo de desafío y por un instante casi pudo sentir su pasión. Su determinación. Esa mujer disfrutaba tanto de la vida que sus sentimientos traspasaban las fronteras que los separaban y en cierto modo lograban reconfortarlo. Cerró los ojos para saborear esa efímera muestra de humanidad. La Cazadora se llamaba Danger y tenía algo que lo conmovía. Por algún motivo que no alcanzaba a comprender, no quería verla morir. Aunque eso era una estupidez. Nada conmovía a Alexion. No obstante, aún escuchaba la voz de Aquerón. Algunos podían ser salvados y quería que estuviera pendiente de esos en concreto. « Salva a todos los que puedas, hermano. No puedes decidir por ellos. Deben ser ellos quienes decidan su propio destino. No podemos hacer nada por aquellos que se nieguen a entrar en razón, pero los que rectifiquen… Merecen que se les eche una mano.» Tal vez.

Pero le preocupaba la indiferencia que sentía por el hecho de que murieran o siguieran viviendo. Deber. Honor. Vida. Esos eran los conceptos que conocía. Estaba llegando a un punto sin retorno. ¿Cuánto tiempo faltaba para que ni siquiera les diera opción a cambiar de opinión? Sería tan fácil, un juego de niños… Aparecer de repente, acabar con ellos y volver a casa. ¿Para qué pasar por todas las etapas de intentar salvarlos cuando eran los mismos Cazadores Oscuros quienes se condenaban con sus propias acciones? No, él no era Aquerón. Hacía mucho tiempo que había perdido la paciencia. Ya no le importaba lo que les pasara. No obstante, mientras observaba cómo Danger acababa con el último de los daimons, sintió algo. Algo muy breve y sutil. Una especie de espasmo. Por primera vez desde hacía siglos deseaba cambiar lo que iba a pasar. Pero no sabía por qué. ¿Qué más le daba? Alzó la mano y la imagen desapareció de la pared. Aunque siguió viendo el futuro en su mente. Si Danger seguía por el camino que había elegido, moriría junto con sus amigos durante el Krisi, el juicio que él mismo llevaría a cabo. La lealtad hacia ellos le acarrearía la muerte. Pero ella no sería la única en morir a sus manos. Cerró los ojos y evocó la imagen de otro Cazador Oscuro. Ky ros. Era él quien los había puesto en esa senda que les acarrearía un aciago destino. El dolor que sintió en esa ocasión fue indiscutible. Y tan inesperado que incluso se sobresaltó.

Era el último vestigio de humanidad que le quedaba, y le alivió saber que todavía albergaba una minúscula parte en su interior. No. No podía mantenerse al margen y verlo morir. Al menos si estaba en su mano evitarlo. « No hay nada fijado por el destino. Las cosas cambian en un abrir y cerrar de ojos. Aunque el día hay a amanecido claro y soleado, la brisa más suave puede convertirse en un huracán que lo destroce todo a su paso.» ¿Cuántas veces le había repetido Aquerón esas palabras? Las cosas llegaban de nuevo a un punto crítico y ansiaba cambiar el destino. Era extraño verse embargado por unos sentimientos tan poderosos tras siglos inmerso en el vacío más absoluto. La esperanza nunca muere. Sí, claro… Hacía mucho que había olvidado lo que era la esperanza. La vida seguía su curso. La gente seguía su curso. La muerte seguía su curso. La tragedia. El éxito. Era el ciclo de los acontecimientos. Nada cambiaba. Sin embargo, en esa ocasión se sentía distinto. Marco se había convertido en un renegado y había colaborado con los daimons. No se podía hacer nada por él. Pero lo peor de todo era que otros estaban siguiendo sus pasos. Que otros habían permitido que sus palabras y las de Kyros los alejaran de la verdad. Los Cazadores Oscuros del norte de Mississippi estaban aunando sus fuerzas para rebelarse contra Aquerón y Artemisa. Había que pararles los pies.

Decidido a cumplir con su cometido, salió de su habitación, emplazada en el extremo meridional del palacio de Aquerón, y enfiló el pasillo dorado que unía sus espaciosos aposentos con la sala del trono, situada en el centro del palacio. Puesto que iba descalzo, reconoció en las plantas de los pies el frío tacto del suelo de mármol veteado de negro. Si todavía fuera humano, ese frío habría sido insoportable. No obstante, su naturaleza solo le permitía identificar la temperatura, no sentirla. Aun así, el frío pareció invadirlo. Cuando llegó a la puerta de oro que se alzaba hasta más de tres metros del suelo, la abrió y descubrió a Aquerón en su trono. Su demonio, Simi, yacía en el suelo en un rincón de la estancia, viendo la Teletienda. Iba vestida de vinilo rojo y había adoptado la forma de una veinteañera. Sus cuernos, que variaban de color a su antojo, hacían juego con la ropa. Llevaba la larga melena negra trenzada a la espalda. Frente a ella descansaba un enorme cuenco de palomitas y parecía estar marcando el paso de los segundos del reloj de la pantalla con el rabo, que se agitaba por encima de su cabeza. —Akri —dijo en ese momento—, ¿dónde está la tarjeta de crédito? Como era habitual en él cuando se encontraba en Katoteros, Aquerón iba ataviado con la foremasta, una especie de túnica larga y abierta en la parte frontal que dejaba al descubierto su torso, y unos pantalones negros de cuero. La prenda atlante era de seda, con un emblema bordado en la espalda: un sol dorado atravesado por tres rayos plateados. Un emblema que él tenía marcado en el hombro. Aquerón llevaba el pelo suelto alrededor de los hombros. Estaba sentado en el trono dorado, tocando una guitarra eléctrica que no necesitaba de ningún amplificador para sonar perfectamente. La pared que se alzaba a su izquierda estaba compuesta por multitud de monitores que en esos momentos mostraban un episodio de Johnny Bravo. —No lo sé, Simi —contestó con aire distraído—. Pregúntale a Alexion. Antes de que pudiera llegar al trono del atlante, el demonio apareció frente a él, flotando en el aire gracias a sus enormes alas negras y rojas. Al igual que los cuernos y los ojos, las alas también cambiaban de color según el estado de ánimo que tuviera en cada momento o según la ropa que llevara. Lo mismo sucedía con el pelo, pero en ese caso no siempre conjuntaba con su ropa, sino con el color que hubiera elegido Aquerón. De ahí que en esa ocasión los dos lucieran sendas melenas azabache. —¿Dónde está la tarjeta de crédito de Simi, Lexie? La miró con expresión paciente pero firme. Cuando Aquerón lo llevó a Katoteros, nueve mil años antes, Simi solo era una chiquilla.

Uno de los deberes que el atlante le asignó fue ayudar en su educación… y evitar que se metiera en líos. Cosa que era casi imposible. Claro que, en honor a la verdad, tenía tanta culpa como Aquerón de que estuviera tan consentida. Al igual que su jefe, no podía evitarlo. Había algo tan tierno y tan dulce en ella que había logrado que la quisiera como si fuera su hija. Simi y Aquerón eran los únicos seres, de cualquier dimensión, que seguían despertando sus emociones. Los quería mucho a los dos y los protegería con su vida. Sin embargo, en su papel de « segundo» padre de Simi, sabía que debía intentar inculcarle un poco de mesura. —No necesitas comprar nada más. Su cantarina réplica fue inmediata: —Sí. —No —insistió—. No necesitas nada más. Ya tienes suficientes tonterías para entretenerte. Agitando el rabo con furia, Simi hizo un puchero y lo miró echando chispas por los ojos… literalmente. —¡Dale a Simi su tarjeta, Lexie! ¡Ahora mismo! —No. El demonio caronte soltó un chillido lastimero mientras volaba hacia el trono. De repente, la Teletienda sustituyó el episodio de Johnny Bravo. —Simi… —protestó Aquerón—. Estaba viendo una cosa. —¡Bah, eran un rollo de dibujos animados! Simi quiere comprarse circonitas, akri, ¡y quiere comprárselas ahora! Exasperado, Aquerón fijó sus ojos en él. —Dale las tarjetas de crédito. Alexion lo miró con cara de pocos amigos. —Está tan malcriada que es insoportable. Debería aprender a controlar sus impulsos. El atlante arqueó una ceja.

—¿Cuánto llevas intentándolo? La pregunta no merecía respuesta. Ciertas cosas eran inútiles. Sin embargo, la inmortalidad era aburrida. Intentar enseñarle a Simi un poco de mesura le añadía cierto lustre a la cosa. —He conseguido que se siente frente al televisor en silencio… más o menos. Aquerón puso los ojos en blanco. —Sí, después de cinco mil años recordándoselo. Es un demonio, Lex. La mesura no es lo suyo. Antes de que pudiera rebatir ese argumento, la caja donde había escondido las tarjetas de crédito de Simi apareció frente a ella, flotando en el aire. —¡Ja! —exclamó complacida a más no poder antes de agarrar la caja y acunarla entre los brazos. No obstante, su felicidad se evaporó al darse cuenta de que estaba cerrada, momento en el que lo taladró con una mirada asesina—. Ábrela. La caja se abrió antes de que pudiera negarse. —¡Gracias, akri! —chilló al tiempo que cogía las tarjetas, las agitaba en el aire y volaba en busca de su móvil. Alexion expresó su contrariedad con un gruñido justo cuando la caja desaparecía. —No me puedo creer que hayas hecho eso. Johnny Bravo apareció de nuevo en los televisores. Aquerón guardó silencio y se inclinó hacia delante para darle al diminuto pterygsauro encaramado en el reposabrazos del trono la púa negra con la que había estado tocando. El pequeño dragón anaranjado gorjeó antes de tragarse el trozo de plástico. Desconocía la procedencia de las criaturas, pero desde que llegó a Katoteros nueve mil años antes, la sala del trono había sido la morada de seis de ellas. Tampoco sabía si eran siempre las mismas. Lo único que tenía claro era que Aquerón adoraba y mimaba a sus mascotas y él, como Alexion, lo imitaba. Antes de devolver la vista a la guitarra, Aquerón le dio unas palmaditas en la cabeza a la criatura, que en esos momentos trinaba feliz mientras se acicalaba. —Sé por qué has venido, Alexion —dijo al tiempo que aparecía otra púa en su mano.

Rasgó una cuerda y en la estancia resonó un melodioso acorde—. La respuesta es no. Frunció el ceño, fingiendo una contrariedad que no sentía. —¿Por qué? —Porque no puedes ay udarlos. Kyros tomó su decisión hace años y ahora tiene que… —¡Eso es una gilipollez! Aquerón dejó de tocar y lo miró con expresión furiosa. El turbulento color plateado de sus ojos se tornó rojo, señal de que su parte destructora estaba saliendo a la superficie. Le daba igual. Llevaba demasiado tiempo a su servicio como para saber que no lo mataría por una muestra de insubordinación. Al menos por algo tan trivial como el tema que tenían entre manos. —Sé que lo sabes todo, jefe. Hace mucho que me di cuenta. Pero también me has inculcado la importancia del libre albedrío. Es cierto que Ky ros se ha equivocado en sus decisiones, pero si me presento ante él en mi forma original, sé que puedo convencerlo para que rectifique. —Alexion… —¡Vamos, akri! Es el primer favor que te pido en estos nueve mil años. Nunca te he pedido nada. Pero no puedo plantarme allí y dejarlo morir como a los demás. Tengo que intentarlo. ¿No lo entiendes? Fuimos humanos juntos. Hermanos de armas y también de espíritu. Nuestros hijos eran amigos. Murió para salvarme la vida. Se merece que le dé una oportunidad. Aquerón soltó un largo suspiro mientras comenzaba a tocar « Every Rose Has Its Thorn» . —Vale. Ve.

Pero ten presente una cosa mientras estés allí: decida lo que decida, tú no serás el responsable. Supe que llegaría este momento en cuanto se convirtió en Cazador Oscuro. Sus decisiones son personales. No puedes hacerte responsable de los errores que cometa. Eso lo tenía muy claro. —¿Cuánto tiempo me darás? —Ya conoces los límites que te impone tu existencia. Solo dispondrás de diez días como máximo antes de que te veas obligado a regresar. A finales de mes deberás comunicarles mi veredicto. —Gracias, akri —dijo, asintiendo con la cabeza. —No me agradezcas nada. Te estoy enviando a hacer un trabajo muy desagradable. —Lo sé. Aquerón alzó la vista para mirarlo a los ojos. En esa ocasión había algo distinto en esas turbulentas profundidades plateadas. Algo… Que no reconocía, pero que le provocó un escalofrío. —¿Qué? —preguntó. —Nada —respondió el atlante, retomando la melodía. Se le formó un nudo en el estómago. ¿Qué sabía el jefe que se negaba a compartir con él? —Me revienta que me ocultes las cosas. El comentario se ganó una sonrisa torcida. —Lo sé. Alexion retrocedió con la intención de regresar a sus aposentos, pero antes de poder darse siquiera la vuelta se sintió caer. En un abrir y cerrar de ojos pasó de la sala del trono de Katoteros al frío suelo de un oscuro callejón. Las repentinas oleadas de dolor lo dejaron sin aliento. Sentía el áspero roce del asfalto en la cara y en las manos.

Distinguía su hedor. Puesto que en Katoteros era una Sombra, jamás sentía ni experimentaba nada semejante a lo que estaba experimentando en esos momentos. La comida carecía de sabor. Todos sus sentidos parecían entumecidos. Pero Aquerón lo había enviado al mundo de los vivos… ¡Uf!, pensó. Le dolían hasta las pestañas. Aunque la peor parte del encontronazo con el asfalto se la habían llevado las rodillas. Rodó hasta quedar de espaldas y esperó a que su cuerpo completara la transición para recuperar el control. Siempre sufría un período doloroso cuando regresaba a la tierra, un breve lapso hasta que se acostumbraba a respirar y vivir de nuevo. A medida que sus sentidos se recobraban, comprendió que había una pelea muy cerca de donde estaba. ¿Una batalla en toda regla? No era la primera vez que Aquerón le hacía eso. A veces era más sencillo pasar inadvertido si aparecía en mitad del caos. Pero no parecía estar en una zona de guerra. Parecía… Un callejón como otro cualquiera. Se puso en pie y se quedó de piedra al comprender lo que estaba sucediendo. Había seis daimons y un humano luchando frente a él. Intentó enfocar la vista para asegurarse, pero todo parecía borroso. —Vale, jefe —masculló—. Si necesito gafas, arréglalo ahora mismo porque no veo tres en un burro. Su visión se aclaró al instante. —Gracias. Eso sí, habría sido cojonudo que me avisaras antes de dejarme aquí tirado. —Se acomodó el abrigo blanco de cachemira sin muchos miramientos—. Por cierto, ¿no podrías dejarme alguna vez en una cama o en un sillón de relax? Lo único que escuchó fue la risotada siniestra de Aquerón en la cabeza. Su sentido del humor era un poco retorcido.

Cuando quería, era un cabronazo. —Muchísimas gracias. —Irritado, soltó un largo suspiro. Volvió a prestar atención a la pelea que se desarrollaba frente a él. El humano era bajo, no superaba el metro sesenta y cinco de altura, y parecía tener veintipocos años. Cuando se dio la vuelta y le vio la cara, lo reconoció. Keller Mallory, un escudero. Una de las personas que ayudaban a ocultar la identidad de los Cazadores Oscuros a los humanos. Dentro de las funciones de un escudero no estaba la de enfrentarse a los daimons, pero dado que estaban plenamente integrados en el mundo de los Cazadores, era habitual que se convirtieran en objetivos del enemigo. Al parecer, esa noche le tocaba a Keller que le patearan un poco el culo. Al ver que uno de los daimons se acercaba al escudero desde atrás, corrió hacia él y lo apartó del muchacho. —¡Corre! —le gritó Keller. Lo había tomado por un humano. Cogió una daga olvidada en el suelo y la agarró con fuerza. Encantado con la « autenticidad» de la lucha, la lanzó directa al corazón de un daimon, que acabó desintegrándose en una nube de polvo dorado. La daga cay ó al suelo y rebotó sobre el asfalto. En cuanto extendió el brazo, el arma regresó a su mano. Keller se giró, boquiabierto. Fue Alexion quien pagó por la distracción, ya que uno de los daimons lo apuñaló por la espalda. Frunció los labios, contrariado, antes de estallar en pedazos. Aquello lo sacaba de quicio. Más que doloroso, era irritante y lo dejaba desorientado. Volvió a materializarse en un santiamén. El escudero se apartó de él con una expresión aterrorizada. Se acabaron los jueguecitos.

Los cinco daimons salieron pitando, pero en un abrir y cerrar de ojos acabaron pulverizados. Claro que ellos no volverían a materializarse… Irritado por las molestias que le habían causado, se tiró de las solapas del abrigo para enderezarlo. Daimons… no aprenderían nunca. El escudero retrocedió sin quitarle los ojos de encima y cagado de miedo. —¿Qué coño eres? —Soy el escudero de Aquerón —contestó mientras se acercaba y le tendía la daga. Más o menos era cierto. Bueno, no del todo. Era mentira, pero no tenía intención de que nadie conociera el vínculo que existía entre el jefe y él. Aunque tampoco importaba. Keller no se lo había tragado. —Y una mierda. Todo el mundo sabe que Aquerón no tiene escudero. Sí, claro. La información verídica que tenían del atlante cabría en la cabeza de un alfiler… Intentó no reírse del muchacho. El pobre pensaba que conocía el mundo en el que se movía cuando en realidad no tenía ni puñetera idea de nada. —Pues se ve que todo el mundo está equivocado, porque aquí me tienes. El mandamás en persona me ha enviado. El escudero, que aunque bajo de estatura tenía una complexión atlética, lo observó de arriba abajo. —¿A qué has venido? —Tu Cazadora, Danger, convocó a Aquerón y, como está ocupado, me envió en su nombre para ver qué pasa. Así que aquí me tienes. ¡Más contento que unas castañuelas! La explicación no pareció tranquilizarlo, pero claro, el sarcasmo rara vez tenía ese efecto… Sin embargo, para ser sincero, a él le hacía gracia. Menos mal, porque el sarcasmo era la lengua materna de Aquerón… —¿Cómo sé que no estás mintiendo? —le preguntó Keller, todavía receloso. Tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a reír. El tipo era listo. Porque todo era mentira.

Aquerón sabía todo lo que pasaba… en todos sitios. Lo único cierto era que no podía acudir en persona. Al menos mientras todos los Cazadores Oscuros apostados en la zona recelaran de él. Jamás creerían la verdad de sus labios. En caso de que mostraran el buen tino de tomar la decisión correcta, necesitarían escuchar la verdad de labios de alguien « imparcial» y para eso estaba él. Su misión era salvarlos de su propia estupidez. Siempre y cuando tuvieran remedio, claro. Se sacó el móvil del bolsillo y le dijo: —Llama a Aquerón y que él mismo te lo cuente.

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