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Pasaje a Tahití – Eva García Sáenz

1890. Bastian y Hugo Fortuny parten a Tahití en busca de una oportunidad después de perder su trabajo como sopladores de vidrio en su Mallorca natal. Durante la travesía conocen a Laia Kane, la hija de un cónsul inglés corrupto en Menorca al que han desterrado a la isla de la Polinesia. Este encuentro marcará la vida de los hermanos Fortuny y de Laia para siempre. 1930. Denis Fortuny, el heredero del imperio de las perlas de lujo en Manacor, decide viajar a Tahití para averiguar el misterio que se oculta tras sus primeros años de vida. Una historia épica de amor, superación, lazos familiares y secretos con el telón de fondo del Tahití colonial y el fascinante origen de las perlas cultivadas.


 

—Podríamos escaparnos al Japón —terció ella, con voz risueña, tendida sobre la hierba que no había sido pasto de las llamas. —Podríamos. —Sonreí, sin sopesar en serio su ocurrencia—. Pero no quisiera volver a empezar de nuevo, Laia. Antes era un nómada, pero la edad y esta isla me están volviendo sedentario. Buscaremos la manera de seguir adelante con esto. Solo necesito que me digas si tus intenciones son firmes, no quiero herir a Hugo más de lo inevitable. —Más de lo inevitable… —repitió, en su propio universo. —Tenemos tiempo, él estará fuera cerca de un año, y le conozco, si su idea empresarial de las perlas de imitación cuaja, acabará quedándose en Manacor. En realidad nunca se ha ido de allí, consideró esta aventura de los Mares del Sur como un interludio. Tal vez ni siquiera tengamos que irnos de Tahití. Callé por un momento y pronuncié las palabras que nunca debería pronunciar un hermano. —Eres consciente de que vamos a abandonarle, ¿verdad? —Nunca le haremos tanto daño como el que te hicimos a ti. Él está hecho de otra pasta, es como si no nos necesitase —dijo, apoyándose en mi pecho mientras hablaba. —Lo sé. —Todo lo que hemos pasado estos últimos años, Bastian… Debimos pasarlo juntos, ahora hemos crecido cada uno a su manera, como hemos podido, como la vida nos ha dejado. Somos otros, te das cuenta, ¿verdad? —Este vínculo será más fuerte que el de antaño. Tengo ganas de conocer a la mujer, no a la chiquilla —dije, mientras escuchaba voces que se acercaban—.


Ahora tengo que irme, no deben encontrarte con tu cuñado. Me cubrí mi desnudez con el pareo y me abotoné la camisa blanca tiznada por el fuego. PRIMERA PARTE PASAJE A TAHITÍ Una orden ambigua desencadenó una guerra, o al menos la facilitó. Un inofensivo « Entréguele esto al señor Fortuny, estará el viernes en su despacho» fue suficiente para dejar caer las máscaras, forzar alianzas y probar lealtades, aunque los combatientes fueran hermanos y miembros de la familia más acaudalada de Mallorca aquel otoño de 1929, cuando todo empezó. O acaso cuando toda la mentira, oculta durante treinta años, terminó. 1 ELCUADRO Q UE NO PUDO SER PINTADO Denis Manacor, octubre de 1929 ¿Qué demonios estarán tramando las hienas?, pensó Denis con fastidio. ¿Por qué ahora precisamente? ¿Por qué de esta manera? Sus tres hermanos jamás habían pisado la sala de reuniones del Consejo de Administración de la empresa, « Perlas de Imitación Hugo Fortuny» . Habían sido su padre, su madre y él mismo quienes habían luchado por aquellas ampollitas de vidrio recubiertas de la misteriosa Esencia de Oriente. Ellos tres quienes habían viajado por toda Europa, antes de la Gran Guerra, y por el resto de los continentes cuando el conflicto estalló, hasta conseguir que las « perlas mallorquinas» fuesen conocidas a lo largo y ancho del globo. Y sus tres hermanos menores, nacidos ya cuando el dinero abundaba en casa, se habían limitado a quedarse entre Manacor y Palma malgastando una fortuna familiar que no dejaba de aumentar gracias a la astucia de sus padres —Hugo Fortuny y Laia Kane— y de él mismo. Eran un trío imbatible, bien avenido, con reflejos, don de gentes y mucho mundo. Lo que le preocupaba a Denis Fortuny en aquellos momentos era el inesperado aviso de una reunión en la fábrica familiar, a las afueras de Manacor. Chasqueó la lengua con desagrado mientras su anciano chófer lo conducía por los caminos recién asfaltados. Se frotó las manos, resguardadas del frío en sus gruesos guantes de piel de cervatillo, en un gesto idéntico al de su madre, una mujer que jamás se quitaba sus legendarios mitones cuya bocamanga consistía en una hilera de perlas manacorenses. Denis se había vestido con un traje azul de tweed inglés de Budd, envuelto en un abrigo mostaza de lana de New & Lingwood, la sastrería de Piccadilly Arcade donde acudían los antiguos alumnos de Eton, los Old Etonians. Denis solía encargar su ropa a medida en Londres, las camisas de cuatro en cuatro. En los libros de registro más exclusivos de la City constaban sus medidas de cuello, torso, brazos y muñecas. Era ese tipo de hombre que detectaba enseguida si algún contertulio con el que compartía una velada de negocios vestía con un simple traje de confección industrial de La Belle Jardinière, los grandes almacenes de París. Y no solo lo detectaba, sino que elaboraba toda una estrategia empresarial sobre la marcha basándose en aquel dato. El Chrysler negro se dirigió al pabellón central de la inmensa fábrica de hormigón, destinado a las oficinas. Dos minutos después abría la puerta de la lujosa sala de reuniones, estucada en verdes y dorados, amueblada para impresionar a socios, proveedores, clientes y exportadores. Allí le esperaban Alejo, Aurora y Ada, sus tres hermanos. Los mellizos y la pequeña hada. Los tres morenos, de ojos negros y no muy altos. Calcos en distintas versiones de su propio padre, Hugo.

No como él, incongruentemente espigado en aquel mar de bajitos, de pelo castaño muy claro y unos ojos lúcidos que habían visto más mundo que todos ellos juntos. El primogénito, el eterno acompañante del matrimonio fundador. El llamado a sucederlos al frente de la fábrica ahora que acababan de enterrar a su padre y que su madre, anciana pero aún activa, comenzaba a resentirse de tanto viaje y tanta cifra de negocio. Fue Alejo quien tomó las riendas, como era de esperar. —Siéntate, hermano, te estábamos esperando. —Ni buenos días ni una mínima cortesía fraternal. Directo al grano. Ese era Alejo, acostumbrado a imponer su voz rotunda y sus más nimios deseos. Así era la vida fácil que Alejo conocía, ¿por qué cambiarla? ¿Para qué esforzarse, si lo tuvo todo desde la cuna? Las fotos de su nacimiento en El Correo de Mallorca y en La Última Hora, el bautizo en la catedral de Palma, la primera escopeta de madera con tres años. De eso hacía un par de décadas, ahora su vida giraba en torno a los campeonatos de tiro olímpico y su may or empeño era montar una Sociedad de Tiro en las Baleares para llenar las islas de canchas de tiro para malcriados como él. Vaya, los niños quieren jugar a los negocios. Ahora que padre descansa bajo tierra y madre ya no es la que era, pensó Denis. Tomó asiento frente a ellos, tres contra uno, rodeando la inmensa mesa de las reuniones, robusta y brillante, allí donde se decidía el destino de las perlas, el de las perleras y ahora el de esa familia recién amputada. Robusta y brillante, así era la familia Fortuny. La mesa estaba fabricada en madera de secuoya californiana, la más cara del mercado. Mil quinientas pesetas por metro cúbico, una fortuna. « Una inversión» , había dicho Hugo Fortuny. « Gastos de representación» , había resuelto Laia Kane sin inmutarse cuando llegó la factura. Sacó un cigarro de la pitillera de nácar y se tomó su tiempo para encenderlo con una cerilla que extrajo de su cerillero, también de nácar. No soportaba los objetos desparejados. Exhaló el humo y miró al techo, sonriendo. Cuántas veces lo había hecho, escrutar aquella superficie blanca y sus cuatro esquinas. Le relajaba y le ayudaba a tomar decisiones. Luego estaban las dos pequeñas perlas que siempre llevaba consigo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Una blanca, de imitación, de la propia fábrica.

La otra, negra, o más bien gris antracita. Ambas minúsculas, de apenas ocho milímetros, idénticas de tamaño, indistinguibles al tacto. Denis no se acordaba de cómo había llegado a él aquella oscura perla. En la fábrica aún no habían conseguido imitar las perlas negras de los Mares del Sur, bastante tenían con perfeccionar las treinta capas de Esencia de Oriente —una mezcla de escamas de pescado y gelatina— y aspirar a ser las mejores perlas blancas de imitación del mercado de lujo. Recordó que la había encontrado en el bolsillo de sus pantalones de niño, tal vez uno de sus primeros recuerdos, ya en Manacor. Se la había enseñado a su padre, preguntándole por aquella minúscula esfera negra, pequeña y redonda como un mundo oscuro, y Hugo se la había arrancado de la mano sin mediar palabra. Días después, hurgando en el despacho de su padre, Denis la recuperó del fondo de un cajón, junto a una pistola de culata plateada que desde pequeño le fascinaba. Se la guardó en el bolsillo y ya nunca volvió a enseñar su pequeño misterio a nadie. Después se acostumbró a usar las dos perlas a modo de oráculo. Cada vez que urgía tomar una decisión, metía la mano en el bolsillo del pantalón y sacaba discretamente una: la negra significaba « sí» , la blanca era « no» . Porque a veces, lo había aprendido con su instinto de zorro joven, la decisión en sí daba igual, lo importante era tomarla rápido, adelantarse. Ser el primero. Sí o no. Inglaterra o Alemania. 622 de la Quinta Avenida o 298 de la Séptima. —Bien, acabemos con esto, ¿a qué se debe esta encantadora encerrona? — preguntó con calma, paseando sus ojos por los de sus tres hermanos. —Tenemos que hablar de la herencia —susurró Aurora, sosteniéndole la mirada. Aurora era fría y perfecta como una estatua de alabastro y emanaba cierto aire ladino. Sus oscuros bucles nunca se movían de su sitio y el maquillaje, discreto en Manacor, más festivo en Palma, permanecía siempre inalterable, como ella misma. No era exactamente bella, pero los hombres no se daban cuenta porque bastaba una de sus miradas de Medusa para fascinarlos y hacerlos suy os. Denis sonrió. ¿Sería ella el cerebro en la sombra?, ¿habría instigado a su mellizo y a la voluble Ada hasta llevarlos a esa reunión, a esa traición? Tal vez, pensó Denis. Tal vez. Aurora, rebautizada con escasa imaginación popular como « la Viuda Blanca» . Veinticuatro años le habían bastado para casarse y enviudar dos veces de sendos maridos decrépitos y escandalosamente acaudalados.

Dos inesperados ataques al corazón, dos fortunas en el banco, ¿por qué no ir a por la tercera? Demasiados para repartir, razonó Denis y ocultó una sonrisa. Estás en zona de guerra, compórtate, se reprendió. Si fuese Aurora la inductora, le dolería un poco más que si fuese Alejo. Solo un poco más. Fue Denis quien tuvo que pactar con la prensa local para que dejasen de hacerse eco de los rumores que circulaban por Mallorca después del fallecimiento de su segundo esposo. La Viuda Blanca vuelve a actuar. ¿Quién será el siguiente? Así rezaba aquel titular infame que no llegó a publicarse jamás y que tantos miles de pesetas le había costado. Las perleras susurraban historias horribles a su paso, decían que los había envenenado con polvo de perla y arsénico, mezclados con la caldereta de marisco que Aurora preparaba los domingos. « El veneno blanco con el pescado, el rojo con la carne. Eso decían los Borgia» , recordaban las perleras. Quién demonios les habría contado aquella anécdota tan peregrina. —Obviamente habéis venido a hablar de la herencia, ¿para qué si no ibais a dignaros pisar la fábrica? Otra calada. No te adelantes, Denis. Déjalos hablar. —Iluminadme, porque estoy a oscuras. ¿Por qué estas prisas? El cadáver de nuestro buen padre aún está caliente. —Padre y a es historia, Denis —continuó la voz dulce de Aurora—. Todos le queríamos pero y a es historia, por mucho que te duela. —Se corrigió—: Nos duela. Pero es madre quien nos preocupa, sus ataques son cada vez más frecuentes, está perdiendo facultades mentales cada día que pasa. —Tonterías, madre está bien. Lleva toda la vida con esos ataques y nunca le han afectado al cerebro, eso es un mito de los médicos. Ella es más fuerte que toda esa basura. Aurora negó con la cabeza y cruzó los brazos. Denis captó una mirada pidiendo auxilio a Alejo, que se levantó de su silla, arrastrando las patas y emitiendo un sonido al chirriar que molestó a los cuatro.

—Denis, tú te niegas a ver el declive de nuestra madre porque pasas mucho tiempo junto a ella, es normal. Pero nosotros que… —Alejo buscó la palabra adecuada, la más absolutoria— que no la vemos tanto somos mucho más conscientes que tú de que ha llegado el momento. Y aquí llega la bomba, pensó Denis. Cuidado, hermano, elige bien contra quién la lanzas. Puedo hacer que la metralla te destroce. —¿El momento de qué, Alejo? —repitió Denis, con un gesto cansino. Percibió con el rabillo del ojo un mínimo gesto en el rostro de Aurora, los labios luchando por no dejar escapar una sonrisa de triunfo. Aurora era lista, sabía que aún era pronto. En cambio Ada, la pequeña Ada, a su lado, tragó saliva y clavó la mirada en la alfombra turca que abrigaba el parqué. Ada era tan etérea que el escultor más famoso de Mallorca le había rogado que fuese modelo para sus vírgenes. Tenía una belleza renacentista, como las musas de Botticelli… pero poco más. Ella era la portada de las revistas de celebridades, el busto sobre el que se exhibían las mejores joyas. Y nunca le requirieron que se saliera del papel. —El momento de incapacitar legalmente a nuestra madre. Hemos hecho varias consultas y tenemos pruebas suficientes como para que el juez nos la conceda. Es importante que los cuatro hermanos estemos de acuerdo, sobre todo tú, que eres el que más tiempo ha convivido con madre y con padre. Tu testimonio será fundamental. Está todo preparado, hermano —dijo acercándole unos documentos—. Solo tienes que firmar aquí y aquí. Denis apagó el cigarrillo, sin dejar de mirar a Alejo, aquel crío arrogante. Ignoró los documentos que le tendía, reprimiendo el impulso de quemarlos allí mismo. Hombros grandes, cerebro pequeño, había pensado siempre de él. Tal vez tendría que revisar sus prejuicios contra sus hermanos, porque allí había más. Lo intuía como un ciervo intuye en el bosque un incendio lejano que se acerca. Había más planes, más traiciones, aquello no había hecho más que empezar, pero más le valía ir ganando una a una todas las batallas que le tenían preparadas.

Ellos tenían ventaja, sabían el siguiente paso, él no. —Ni siquiera os voy a decir lo rastrero que me parece que intentéis incapacitar a vuestra propia madre, la que os ha pagado la ropa que lleváis puesta, la educación que habéis despreciado, los terrenos donde vivís como reyes de esta isla. —Denis habló deliberadamente despacio, conocía el efecto que causaban cada uno de los matices de su voz. Era el momento de imponer su autoridad—. Supongo que seguiréis adelante sin mí. No hay problema, si queréis una guerra legal, la tendréis. Testificaré en contra de vuestra causa, y lo más importante, madre hablará delante del juez, demostrará que está perfectamente lúcida a su edad, y ella y y o continuaremos dirigiendo la fábrica como hasta ahora. Ni siquiera os habéis planteado el escándalo público que supondrá vuestra pequeña infamia. —Suspiró para sí mismo—. Cómo os va a detener eso… Sin contar con el incierto momento económico que se nos avecina. Acabo de volver de Estados Unidos, la bolsa de Nueva York se desplomó el jueves pasado, pero esta no es una fluctuación más del mercado. Es algo peor, he visto a inversores veteranos entrar en pánico como chiquillos, todo el mundo está expectante, pendiente de la reacción de los bancos. Y mucho me temo que las consecuencias de lo que acaba de ocurrir llegarán también a Europa. Es momento de afianzar nuestras posiciones y resistir a lo que nos viene, no de dar la imagen de una lucha fratricida. No le gustaron las miradas que cruzaron los tres, aquel « entonces no hay más remedio» sordo que llenó la sala. Pensó en su padre. Hugo los habría aplastado, desheredado, dejado sin nada. Su fábrica de perlas, lo más sagrado, lo intocable. Habría sido fulminante como el infarto cerebral que había acabado con él. Alejo tomó de nuevo el mando. —Entonces ha llegado el momento de que te contemos por qué te hemos citado hoy. Hemos traído a un experto desde París, monsieur Loeb. Tiene una agenda muy apretada, así que solo estará unas horas en Mallorca. Nos ha concedido su tiempo para intentar aclararnos un enigma con el que nos hemos encontrado y que nos tiene muy intrigados. ¿Pierre Loeb, el famoso marchante de arte?, se extrañó Denis.

Eso sí que era una sorpresa. Los niños se están haciendo mayores. Aprenden rápido, quién lo diría, tuvo que reconocer con orgullo. Bien por ellos. Alejo se adelantó, abrió la puerta lateral que daba a la sala de espera y le hizo pasar. Pierre Loeb era un hombre más grande que su propia leyenda. Inaccesible, metódico e insobornable, la galería Pierre en el 13 de la rue Napoleón era mítica y su dueño, poco menos que una institución en el mercado mundial del arte. Famoso por sus carísimos caprichos, en especial por su colección de relojes eróticos de bolsillo. El propio Loeb le había mostrado a Denis Fortuny su pieza favorita hacía un par de años, en una cena de gala en el Excelsior de París. El reloj en sí tenía su encanto: un par de diminutos autómatas de oro representaban a una exótica cortesana y un caballero con sombrero de copa que se acometían rítmicamente cada vez que las manecillas marcaban las doce en punto. Qué dulce recordatorio. Loeb entró con su sombrero, su pipa y lo que parecía ser un pequeño lienzo embalado bajo el brazo. Era un hombre de la edad de Denis, rondando la treintena. Tenía el rostro alargado, en forma de triángulo invertido, y mechones morenos demasiado largos molestándole cada vez que se le metían en los ojos. Denis se levantó de su asiento y se adelantó para darle la bienvenida con un gesto afable: —Querido Pierre, qué agradable sorpresa tenerle con nosotros en nuestra isla. ¿Se ha alojado en el Grand Hotel de Palma, verdad? Voy a intentar no enfadarme con usted, mon ami, por no haberme avisado de su visita. Sabe que fui sincero cuando le dije que tenía una casa en Mallorca a su entera disposición. —Será breve, no era necesario causarle ninguna inconveniencia —carraspeó Loeb, incómodo. ¿Qué está pasando aquí?, se preguntó Denis. Había visto algo en su mirada evasiva, ¿traición también? ¿Así que esta mañana me voy a enterar también de tu precio? —Sus hermanos me han hecho venir para que dé mi opinión acerca de este cuadro. No me habría desplazado hasta aquí de no ser por las especiales características de esta obra. Mírelo usted mismo, me interesa mucho ver su reacción. —¿Mi reacción? Usted sabe que la pintura no es mi campo —contestó Denis, esforzándose en mostrarse indiferente cuando en realidad estaba demasiado intrigado como para admitirlo. —Precisamente por eso. Loeb desenvolvió el lienzo con un tiento exquisito y lo depositó con cuidado sobre la mesa de secuoya.

Los cuatro hermanos se inclinaron sin darse cuenta sobre la tela. Denis observó el cuadro con atención y frunció el ceño. Imposible, pensó, aturdido. Se acercó más y cuando reconoció una de las figuras representadas sintió una patada en las entrañas. Se giró, perdiendo las formas, perdiendo su legendario aplomo, encarándose con sus hermanos. —¿A qué juego infantil estáis jugando?, ¿qué demonios significa esta burla? — gritó, a su pesar. Le salió una voz destemplada que no conocía—. ¿Esto es todo lo que tenéis? Qué desesperados tenéis que estar para haber tramado semejante disparate… Cálmate, es preciso. Cálmate. —Esta pintura, creo, pertenece a Paul Gauguin —intervino el marchante de arte, con su voz de notario—. Por lo que puede ver en ella, debe de corresponder a su etapa tahitiana. Aquí, en la esquina inferior derecha puede leer el título de la obra escrito por el propio Gauguin, además de su firma. « P Gauguin» , en este caso. Ignoro lo que significan estas palabras, Utuafare ma’ohi, pero y a he ordenado a mis asistentes en París que investiguen. Familia tahitiana, tradujo Denis de cabeza. Y esa evidencia le dejó clavado en el sitio, inmóvil por un segundo hasta que logró recomponerse y disimular lo turbado que se sentía al descubrir que recordaba algunas palabras del tahitiano. Y realmente era un retrato de familia. Enmarcados en un cielo anaranjado y follaje rojo y verde, una anciana y un hombre maoríes descansaban sentados sobre la hierba. Pero la figura que retozaba a su lado, vestida solo con una diminuta tela verde, pertenecía a un hombre blanco. Un hombre alto, de pelo claro. El propio Denis. —Pero… esto es imposible, Pierre —susurró Denis, sintiendo el pulso de sus sienes—. Aquel loco de Gauguin murió hace décadas, ¿verdad? —Hace veintiséis años, para ser exactos. En 1903, en las Marquesas, el rincón más salvaje de la Polinesia francesa. Enfermo, pobre y amargado.

Como un mendigo con sífilis, si quiere una descripción precisa. —Yo nací en 1900 —le aclaró Denis—, si bien es cierto que pasé mis primeros años en Tahití, él no pudo retratarme con mi apariencia actual. A no ser que siga vivo. —¿Con ochenta años, escondido del mundo y en activo? No lo creo posible, su tumba en Atuona es objeto de peregrinación hoy en día. Hasta mi amigo Matisse planea ir a Tahití el próximo año para visitarla. Denis sonrió por un momento al recordar a Henri Matisse, lo había conocido en París en una comida de la embajada y desde entonces habían coincidido varias veces. Se tenían mutuo afecto pese a la diferencia de años y a lo divergente de sus profesiones. —Entonces este cuadro no pudo ser pintado —concluy ó Denis, metiendo su mano en el bolsillo del pantalón y apretando entre su puño las dos pequeñas perlas hasta dejarlas clavadas en su carne. —Verá, desde mi punto de vista tenemos dos posibilidades. La primera sería que esta pintura sea una magnífica falsificación, o ni siquiera eso. Supondría que un excelente falsificador de la pintura de Gauguin hubiese conseguido imitar también su estilo al retratarle a usted y hacer una composición en un cuadro inventado por él mismo. Y eso de por sí me resulta fascinante, aunque es improbable. La otra opción es que el cuadro, que no está catalogado aún… —¿Eso es posible? —le interrumpió Denis—. ¿No se conocen todas las obras de Gauguin? —Hay proy ectos de realizar un catálogo razonado, pero va a requerir mucho esfuerzo. Creemos que Gauguin pintó cerca de seiscientas obras, pero él mismo solo admitió trescientas en una de sus últimas cartas a su marchante y renegó de otras cien, y a que consideraba que eran obras de aprendizaje. Así que tenemos doscientas obras aún sin catalogar ni localizar. En ese sentido es posible un hallazgo tan espectacular como este —dijo Loeb, encogiéndose de hombros—, pero no quiero dejar de insistirles en el valor monetario de este cuadro. Verán, en arte es la rareza lo que se paga. —Ya trataremos el asunto pecuniario más tarde —interrumpió Alejo—. Iba a hablarnos de la segunda posibilidad, la que todos tenemos en mente, pero lo haré yo. —Cuida tus palabras, Alejo —advirtió Denis con un gesto glaciar—. Estás a un paso de cruzar la línea. —Alguien tendrá que tener los arrestos de hablarlo a las claras, Denis — prosiguió Alejo—. Lo que monsieur Loeb no se atreve a decirte, con toda la lógica del mundo y porque no le compete meterse en un drama familiar, es que un hombre tan idéntico a ti retratado en Tahití por el propio Paul Gauguin hace treinta años solo puede ser tu padre. —Me… estás… llamando… bastardo… —dijo Denis.

Lo pronunció lentamente, con la mirada fija en el retrato de Hugo Fortuny que presidía la sala con gesto triunfante. Padre, regresa de tu tumba y ayúdame con esto, le rogó Denis en silencio. —Estoy haciéndome eco de lo que siempre han dicho las viejas de la isla, que eres idéntico al hermano de padre. Que dos hermanos opuestos, uno rubio, otro moreno, partieron hace cuarenta años de Manacor hacia los Mares del Sur y que un matrimonio volvió con un hijo que se parecía demasiado al hermano que se quedó allí. ¿Cuántas veces has ignorado a los ancianos que susurran que eres igual que tío Bastian? —Me estás llamando bastardo —repitió Denis, masticando las palabras que quemaban como lava en su garganta. Demasiados años evitando pronunciarlas, ahora conocía su sabor y escocían—. Estás insultando a madre. Y el tal tío Bastian era un salvaje que se amancebaba con las indígenas, según contaba padre. Un asesino que mató a muchos hombres, un tipo rebelde e ingobernable que se retiró a su choza en el fin del mundo porque no era capaz de vivir como un europeo civilizado. —Sí, todos conocemos aquel amor fraternal que los unía —intervino Aurora con ácido en la voz. A Denis le pareció percibir entonces que su hermana le lanzaba un guiño a Pierre Loeb y que este lo recibía a modo de anticipo—. Lo que estamos intentando decirte es que si no colaboras con la inhabilitación legal de nuestra madre, estamos dispuestos a investigar de una vez por todas esos rumores acerca de quién es tu verdadero padre. Si no fueses el primogénito de nuestro padre, puedes olvidarte de tu herencia y de seguir dirigiendo la empresa. El testamento se leerá dentro de veinticuatro semanas. Tienes ese tiempo para demostrarnos que eres hijo de Hugo Fortuny Bontemps, en caso contrario te dejaremos sin nada. Entonces no hay vuelta atrás, entonces habrá guerra y será a muerte, pensó Denis. A partir de aquí todo está permitido. Tardó en levantarse de su silla, no había prisa ya, pese a que cuatro pares de ojos lo observaban expectantes. Después se colocó su abrigo, rozó los botones de nácar y sacó de su bolsillo un único guante, dejando huérfano de hermano al otro. Lo arrojó sobre la mesa más cara de la isla ante la mirada espantada de Alejo y de Ada. Después se giró en silencio y abandonó la sala de reuniones sin molestarse en cerrar la puerta a sus espaldas. Era un soldado bien entrenado. Sabía de sobra qué tenía que hacer a continuación.

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