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París, 1919 – Margaret MacMillan

Entre enero y julio de 1919, tras la primera guerra mundial —ese devastador conflicto cuyas consecuencias se extendieron hasta Oriente Próximo y zonas de Asia y África—, dirigentes de todo el mundo llegaron a París para tratar de organizar una paz duradera. En esa Conferencia de Paz, los «tres grandes» —el presidente estadounidense Woodrow Wilson, más los primeros ministros de Inglaterra y Francia, David Lloyd George y Georges Clemenceau— se enfrentaban a una tarea gigantesca: poner en pie una Europa en ruinas, obtener de Alemania unas gravosas reparaciones de guerra, detener el avance de la reciente Revolución rusa y gestionar el inestable equilibrio de poderes tras la desaparición de viejos imperios y la aparición de nuevas entidades políticas, como Iraq, Yugoslavia o Palestina. El apasionante y pormenorizado relato de unas negociaciones en que se decidía sin compasión el destino de las más diversas naciones hace de París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo un libro fundamental para entender los conflictos del último siglo y descubrir la cara oculta y poco amable de la diplomacia internacional; no menos fascinante es la galería de retratos de personajes como Lawrence de Arabia, Winston Churchill o Ho Chi Minh, que años después acabarían desempeñando un papel preponderante en la historia del siglo XX.


 

En 1919 París era la capital del mundo. La Conferencia de Paz era el asunto más importante del momento y sus participantes, las personas más poderosas del planeta. Se reunían día tras día. Discutían, debatían, se peleaban y volvían a reconciliarse. Hacían pactos. Redactaban tratados. Creaban nuevos países y nuevas organizaciones. Cenaban juntos y juntos iban al teatro. Durante seis meses, entre enero y junio, París fue a la vez el gobierno del mundo, su tribunal de apelación y su parlamento, el lugar donde se centraban sus temores y sus esperanzas. Oficialmente la Conferencia de Paz duró todavía más, hasta 1920, pero aquellos primeros seis meses son los que cuentan, pues en ellos se tomaron las decisiones clave y se encadenaron crucialmente los acontecimientos. El mundo nunca ha visto nada parecido ni volverá a verlo. La conferencia se celebraba porque la orgullosa, confiada y rica Europa acababa de despedazarse a sí misma. Una guerra que había empezado en 1914 a causa de una disputa por el poder y la influencia en los Balcanes había arrastrado a todas las grandes potencias, desde la Rusia zarista en el este hasta Gran Bretaña en el oeste, y a la may oría de las potencias menores. Sólo España, Suiza, los Países Bajos y las naciones escandinavas habían logrado mantenerse al margen del conflicto. Se había luchado en Asia, en África, en las islas del Pacífico y en Oriente Próximo, pero sobre todo en suelo europeo, a lo largo de la resquebrajada red de trincheras que se extendía desde Bélgica en el norte hasta los Alpes en el sur, a lo largo de las fronteras de Rusia con Alemania y su aliada Austria-Hungría, y por los mismos Balcanes. Habían llegado soldados de todo el mundo —australianos, canadienses, neozelandeses, hindúes, terranovenses— para luchar por el Imperio británico; vietnamitas, marroquíes, argelinos, senegaleses para combatir por Francia, y finalmente los estadounidenses, enfurecidos a más no poder por los ataques alemanes contra sus barcos. Lejos de los grandes campos de batalla, Europa presentaba más o menos el aspecto de siempre. Las grandes ciudades seguían en su sitio, las líneas ferroviarias aún existían, los puertos todavía funcionaban. No fue como en la Segunda Guerra Mundial, en la que hasta los edificios resultaron pulverizados. Las pérdidas fueron humanas. Millones de combatientes —pues aún no había llegado el momento de las grandes matanzas de civiles— murieron en aquellos cuatro años: 1 800 000 alemanes, 1 700 000 rusos, 1 384 000 franceses, 1 290 000 austrohúngaros, 743 000 británicos (y otros 192 000 del imperio) y así hasta el minúsculo Montenegro, con 3000 hombres.


Hubo niños que se quedaron sin padre, mujeres que perdieron a su marido y muchachas que vieron cómo se esfumaba la oportunidad de casarse. Y Europa perdió a los que hubieran podido ser sus científicos, sus poetas, sus líderes y los hijos que tal vez hubieran tenido esos hombres. Pero la lista de bajas mortales no incluye a los que perdieron una pierna, un brazo o un ojo, ni a los hombres cuyos pulmones sufrieron los efectos de los gases asfixiantes o cuyos nervios nunca se recuperaron. Durante cuatro años las naciones más avanzadas del mundo habían empujado a sus hombres, su riqueza, los frutos de su industria, su ciencia y su tecnología a una guerra que puede que empezara por casualidad, pero que fue imposible detener, porque los dos bandos estaban demasiado igualados. Los Aliados no se impusieron hasta el verano de 1918, cuando los aliados de Alemania empezaron a flaquear al tiempo que de Norteamérica llegaban tropas de refresco. La guerra terminó el 11 de noviembre de 1918. En todas partes la gente esperaba con desánimo que lo que sucediera a continuación no fuese tan malo como lo que acababa de terminar. Cuatro años de guerra debilitaron para siempre la suprema confianza que Europa tenía en sí misma y que la había llevado a dominar el mundo. Después de lo ocurrido en el frente occidental, los europeos y a no podían decir al resto del mundo que tenían una misión civilizadora que cumplir. La guerra derribó gobiernos, humilló a los poderosos y trastornó sociedades enteras. En Rusia las revoluciones de 1917 acabaron con el zarismo, sin que nadie supiera aún qué ocuparía su lugar. Al terminar la contienda, Austria-Hungría desapareció y dejó un gran vacío en el centro de Europa. El Imperio otomano, con sus vastas posesiones en Oriente Próximo y su pedacito de Europa, estaba casi acabado. La Alemania imperial era ahora una república. Naciones antiguas —Polonia, Lituania, Estonia, Letonia— salieron de la historia para volver a la vida, mientras nuevas naciones —Yugoslavia y Checoslovaquia— se esforzaban por nacer. La Conferencia de Paz de París suele recordarse por haber dado paso al tratado con Alemania, firmado en Versalles en junio de 1919, pero siempre fue mucho más que eso. Los otros enemigos —Bulgaria, Austria y Hungría, que ahora eran países independientes el uno del otro, y el Imperio otomano— debían tener sus tratados. Había que trazar nuevas fronteras en el centro de Europa y en Oriente Próximo. Lo más importante de todo era la necesidad de restablecer el orden internacional, quizá sobre una base diferente. ¿Era el momento propicio para una Organización Internacional del Trabajo, una Sociedad de Naciones, acuerdos sobre cables telegráficos internacionales o una aviación internacional? Después de una catástrofe tan grande las expectativas eran enormes. Incluso antes de que en 1918 enmudecieran los cañones, habían empezado a alzarse voces de queja, de exigencia, de enojo. « China pertenece a los chinos» . « Kurdistán debe ser libre» . « Polonia ha de volver a vivir» . Hablaban en muchas lenguas.

Formulaban muchas exigencias. Estados Unidos debía ser el policía mundial, o los estadounidenses tenían que volver a casa. Los rusos necesitan ay uda; no, hay que dejarles que se las arreglen solos. Los eslovacos se quejaban de los checos, los croatas de los serbios, los árabes de los judíos, los chinos de los japoneses. Las voces expresaban preocupación, dudas sobre si el nuevo orden mundial sería mejor que el antiguo. En el oeste se murmuraban cosas sobre ideas peligrosas procedentes del este; en el este se reflexionaba sobre la amenaza del materialismo occidental. Los europeos se preguntaban si alguna vez se recuperarían. Los africanos temían que el mundo se hubiera olvidado de ellos. Los asiáticos veían que el futuro era suyo; el único problema era el presente. Nosotros ya sabemos lo que significa vivir cuando se ha terminado una gran guerra. Las voces de 1919 eran como las del presente. Cuando la guerra fría acabó en 1989 y el marxismo soviético fue a parar al cubo de la basura de la historia, fuerzas más antiguas, la religión o el nacionalismo, salieron del congelador. Bosnia y Ruanda nos han recordado lo potentes que pueden ser esas fuerzas. En 1919 había la misma sensación de que estaba naciendo un nuevo orden mientras las fronteras cambiaban súbitamente y el aire se llenaba de nuevas ideas económicas y políticas. Esto resultaba apasionante, pero también aterrador, en un mundo que parecía peligrosamente frágil. Algunos arguy en que hoy día la amenaza es el islam resurgente. En 1919 era el bolchevismo ruso. La diferencia radica en que nosotros no hemos celebrado una conferencia de paz. No hay tiempo para ello. Los estadistas y sus asesores se reúnen en breves encuentros de dos, tal vez tres días, y luego se van a toda prisa. ¿Quién sabe cuál es la mejor manera de resolver los problemas del mundo? Hay muchas correspondencias entre nuestro mundo y el de 1919. Veamos dos episodios muy diferentes del verano de 1993. En los Balcanes, serbios y croatas desmembraron el Estado yugoslavo. En Londres los habitantes de una minúscula isla del Pacífico, Nauru, patrocinaron con su inmensa riqueza una obra musical sobre la vida de Leonardo da Vinci que fue un fracaso. Tanto Yugoslavia como Nauru debían su existencia como Estados independientes a la Conferencia de Paz de París.

Las disposiciones que salieron de la conferencia se han ido deshaciendo desde entonces, y muchos de los dilemas de entonces todavía existen: las relaciones entre Japón y China, Europa y Norteamérica, Rusia y sus vecinos, Iraq y los países occidentales. Para combatir esos dilemas e intentar resolverlos, acudieron a París estadistas, diplomáticos, banqueros, militares, profesores, economistas y abogados de todas partes: el presidente estadounidense Woodrow Wilson y su secretario de Estado, Robert Lansing; Georges Clemenceau y Vittorio Orlando, presidentes de los gobiernos francés e italiano, respectivamente; Lawrence de Arabia, envuelto en misterio y vestiduras árabes; Eleutherios Venizelos, el gran patriota griego que acarreó el desastre para su país; Ignacy Paderewski, el pianista convertido en político, y muchos que aún tenían que destacar, entre ellos dos futuros secretarios de Estado estadounidenses, un futuro presidente del Gobierno japonés y el primer presidente de Israel. Algunos habían nacido para el poder, como la reina María de Rumanía; otros, por ejemplo David Lloyd George, primer ministro británico, lo habían obtenido gracias a sus propios esfuerzos. La concentración de poder atrajo a los periodistas del mundo, a los hombres de negocios, así como a los y las portavoces de una miríada de causas. « Uno no hace más que encontrarse con gente que se va a París» , escribió el embajador francés en Londres. « París va a convertirse en un lugar de diversión para centenares de ingleses, estadounidenses, italianos y caballeros extranjeros de dudosa moralidad que caen sobre nosotros con el pretexto de participar en las negociaciones de paz.» [1] El voto para la mujer, los derechos para los negros, una ley del trabajo, la libertad para Irlanda, el desarme, las peticiones y los peticionarios llegaban en gran número a diario procedentes de todo el mundo. Aquel invierno y aquella primavera París bulló en planes: para una patria judía, una Polonia restaurada, una Ucrania independiente, un Kurdistán, una Armenia. Llovían las peticiones: de la Conferencia de Sociedades Sufragistas, del Comité Cárpato-Ruso en París, de los serbios del Banato, de la Conferencia Política Rusa, que era antibolchevique. Los peticionarios procedían de países que existían y de países que no eran más que sueños. Algunos, como los sionistas, hablaban en nombre de millones de personas; otros —como era el caso de los representantes de las islas Aland, en el Báltico— en nombre de unos miles. Unos cuantos llegaron demasiado tarde; los coreanos de Siberia emprendieron el viaje a pie en febrero de 1919 y cuando la parte principal de la Conferencia de Paz concluyó, en junio, no habían llegado más allá del puerto ártico de Arjángel [2] . Desde el principio la Conferencia de Paz fue víctima de la confusión en lo tocante a su organización, propósitos y procedimientos. Dado el gran número de asuntos tratados, probablemente era inevitable. Los Cuatro Grandes, es decir, las potencias principales —Gran Bretaña, Francia, Italia y Estados Unidos— planeaban una conferencia preliminar, para acordar las condiciones que se ofrecerían, y así celebrar después una conferencia de paz en toda regla para negociar con el enemigo. Los interrogantes surgieron inmediatamente. ¿Cuándo podrían expresar sus puntos de vista las otras potencias aliadas? Japón, por ejemplo, y a era una potencia importante en el Lejano Oriente. ¿Y las potencias menores, como —por ejemplo— Serbia y Bélgica? Ambas habían perdido muchos más hombres que Japón. Los Cuatro Grandes cedieron y las sesiones plenarias de la conferencia pasaron a ser eventos rituales. El trabajo de verdad, sin embargo, lo hicieron los Cuatro Grandes y Japón en reuniones extraoficiales, y cuando también éstas se volvieron demasiado engorrosas, lo hicieron los líderes de los Cuatro Grandes. A medida que fueron pasando los meses, lo que había sido una conferencia preliminar se convirtió imperceptiblemente en la conferencia principal. En una ruptura con el precedente diplomático que enfureció a los alemanes, sus representantes fueron llamados finalmente a Francia para recibir el tratado en su forma definitiva. Los negociadores habían albergado la esperanza de ser más rápidos y estar mejor organizados. Habían estudiado con atención el único ejemplo de que disponían: el Congreso de Viena, que puso fin a las guerras napoleónicas. El Ministerio de Exteriores británico encargó a un distinguido historiador que escribiera un libro sobre el citado congreso con el fin de utilizarlo como guía en París.

(Más tarde el historiador reconoció que su obra casi no había surtido efecto [3] ). Los problemas con que se enfrentaron los negociadores de la paz de Viena, aun siendo importantes, eran sencillos en comparación con los de París. El ministro de Exteriores británico, Lord Castlereagh, fue a Viena con sólo catorce ay udantes; en 1919 integraban la delegación británica casi cuatrocientas personas. Y en 1815 los asuntos se resolvieron con discreción y sin prisas. Castlereagh y sus colegas hubieran visto con horror el intenso escrutinio público de que fue objeto la Conferencia de Paz de 1919. El número de participantes era también mucho mayor: más de treinta países mandaron delegados a París, entre ellos Italia, Bélgica, Rumanía y Serbia, ninguno de los cuales existía en 1815. Las naciones latinoamericanas todavía formaban parte de los imperios español y portugués. Tailandia, China y Japón eran países remotos, misteriosos. Ahora, en 1919, sus diplomáticos se presentaron en París luciendo pantalones a rayas y levitas. Aparte de una declaración que condenaba la trata de esclavos, el Congreso de Viena no prestó ninguna atención al mundo ajeno a Europa. Los temas que se trataron en la Conferencia de Paz de París iban del ártico a las antípodas, de pequeñas islas del Pacífico a continentes enteros. Asimismo, el Congreso de Viena tuvo lugar cuando habían amainado las grandes convulsiones que la Revolución francesa provocó en 1789. En 1815 sus efectos y a habían sido absorbidos, pero en 1919 la Revolución rusa contaba sólo dos años de edad y era difícil ver claramente qué repercusiones tendría en el resto del mundo. Los líderes occidentales veían el bolchevismo rezumando de Rusia, amenazando la religión, la tradición, todos los lazos que unían a sus sociedades. En Alemania y Austria los soviets de obreros y soldados ya estaban tomando el poder en las ciudades grandes y medianas. Sus propios soldados y marineros se amotinaban. Hubo huelgas generales en París, Ly on, Bruselas, Glasgow, San Francisco, incluso en la aletargada Winnipeg en las praderas canadienses. ¿Eran brotes aislados o llamas de un vasto fuego subterráneo? Los participantes en la conferencia de 1919 creían estar trabajando contra reloj. Tenían que trazar líneas nuevas en los mapas de Europa, justamente igual que hicieran sus predecesores en Viena, pero también tenían que pensar en Asia, África y Oriente Próximo. « Autodeterminación» era la palabra de moda, pero no ay udaba a elegir entre nacionalismos rivales. Los negociadores tenían que actuar como policías y tenían que dar de comer a los hambrientos. Si podían, tenían que crear un orden internacional que hiciese que otra gran guerra fuera imposible. Wilson prometió nuevas maneras de proteger a los débiles y resolver las disputas. La contienda había sido una locura y un despilfarro de proporciones monumentales, pero quizá de ella saliera algo bueno. Y, por supuesto, la conferencia debía redactar los tratados.

Estaba claro que había que ocuparse de Alemania, castigarla por haber empezado la guerra (¿o era sólo por haberla perdido, como sospechaban muchos?), hacer que en el futuro mantuviese una conducta más pacífica, ajustar sus fronteras para compensar a Francia en el oeste y a las nuevas naciones en el este. Bulgaria debía tener su tratado. El Imperio otomano, también. Austria-Hungría planteaba un problema especial, porque ya no existía. Lo único que quedaba era una minúscula Austria y una inestable Hungría, pues la may or parte del territorio de ambas pertenecía ahora a las nuevas naciones. Las expectativas de la Conferencia de Paz eran enormes y, por consiguiente, el riesgo de sufrir una decepción, grande. Los negociadores también representaban a sus propios países y, como la may oría de ellos eran democracias, debían tener en cuenta a su propia opinión pública. Estaban obligados a pensar en el futuro, en las próximas elecciones, y a sopesar los costes de complacer o incomodar a sectores importantes de esa opinión. Así pues, no gozaban de libertad total para actuar. Y resultaba tentador pensar que todas las fronteras antiguas estaban en el aire. Era el momento de sacar las exigencias antiguas y las nuevas. Los británicos y los franceses acordaron discretamente dividir Oriente Próximo. Los italianos bloquearon las exigencias de la nueva Yugoslavia, porque no querían un vecino fuerte. Clemenceau se quejó a un colega: « Es mucho más fácil hacer la guerra que la paz [4]» . En los meses que pasaron en París los negociadores lograrían hacer muchas cosas: un tratado de paz con Alemania y las bases para la paz con Austria, Hungría y Bulgaria. Trazaron fronteras nuevas en el centro de Europa y en Oriente Próximo. Es verdad que gran parte de lo que hicieron no duró. La gente decía en aquel momento —y ha venido diciendo desde entonces— que la conferencia se prolongó demasiado y las cosas no le salieron bien. Ha pasado a ser un tópico decir que los acuerdos de paz de 1919 fueron un fracaso, que llevaron directamente a la Segunda Guerra Mundial. Eso representa exagerar su importancia. Había dos realidades en el mundo de 1919 y no siempre concordaban. Una estaba en París y la otra estaba sobre el terreno, allí donde la gente tomaba sus propias decisiones y libraba sus propias batallas. Cierto es que los negociadores tenían ejércitos y marinas de guerra, pero trasladar sus fuerzas era una tarea lenta y laboriosa allí donde había pocos ferrocarriles, carreteras y puertos, como en Asia Menor o el Cáucaso. El nuevo vehículo, el avión, aún no era lo bastante grande ni resistente para llenar ese vacío. En el centro de Europa, donde y a se habían tendido los raíles, el derrumbamiento del orden significó que, aunque se dispusiera de locomotoras y vagones, no hubiera combustible.

« Realmente no sirve de nada censurar a este o aquel pequeño Estado» , dijo Henry Wilson, uno de los generales británicos más inteligentes, a Lloy d George. « La raíz del mal está en que el decreto de París no rige.» [5] El poder supone voluntad, como hoy está descubriendo Estados Unidos y el mundo: la voluntad de gastar, y a sea dinero o vidas. En 1919 esa voluntad había quedado inoperante entre los europeos; la Gran Guerra significó que los líderes de Francia, Gran Bretaña o Italia ya no pudieran ordenar a sus respectivos pueblos que pagaran un alto precio por el poder. Sus fuerzas armadas se estaban reduciendo día tras día y los líderes no podían confiar en los soldados y los marineros que quedaban. Los contribuyentes querían que se pusiera fin a las costosas aventuras en el extranjero. Sólo Estados Unidos tenía la capacidad de actuar, pero no se veía a sí mismo desempeñando ese papel y su poder aún no era lo bastante grande. Es tentador decir que Estados Unidos desperdició una oportunidad de imponer su voluntad a Europa antes de que las ideologías rivales del fascismo y el comunismo pudieran arraigar. Eso es interpretar el pasado de acuerdo con lo que ahora sabemos sobre el poder estadounidense después de otra gran guerra. En 1945 Estados Unidos era una superpotencia y las naciones europeas se encontraban muy debilitadas. En 1919, sin embargo, Estados Unidos aún no era claramente más fuerte que las otras potencias. Los europeos podían hacer caso omiso —y así lo hacían— de sus deseos. Los ejércitos, las marinas de guerra, los ferrocarriles, los sistemas económicos, la ideología, la historia… todo esto es importante para comprender la Conferencia de Paz de París. Pero también lo son los individuos, porque, al final, quienes redactan informes, toman decisiones y ordenan a los ejércitos que se pongan en movimiento son personas. Los negociadores de la paz llevaron a París sus propios intereses nacionales, pero también sus predilecciones y sus aversiones. En ningún otro lugar estas cosas fueron más importantes que entre los hombres poderosos que se sentaron juntos en París, especialmente Clemenceau, Lloyd George y Wilson.

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