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Papá Puerco – Terry Pratchett

Ha llegado la Navidad a Mundodisco y su protagonista no es Santa Claus ni Papá Noel, sino… ¡Papá Puerco! Nuevas aventuras en la disparatada urbe de Ankh-Morpork, que coinciden con los preparativos de la celebración de la noche más importante del año. Un asesino a sueldo, contratado por los Auditores de la Realidad, ha aceptado el encargo de eliminar al venerable Papá Puerco. Entre tanto, para que nadie sospeche lo que en realidad está sucediendo, la Muerte se enfunda en el tradicional traje rojo y, con un descomunal saco a cuestas, se monta en un trineo tirado por cuatro enormes cerdos…


 

Todo empieza en alguna parte, aunque muchos físicos no estén de acuerdo. Pero la gente siempre ha sido vagamente consciente del problema del principio de las cosas. Se preguntan en voz alta cómo llega al trabajo el tipo que conduce la máquina quitanieves o cómo consultan la ortografía de las palabras quienes hacen los diccionarios. Y sin embargo existe el deseo constante de encontrar en las redes retorcidas, enredadas y llenas de nudos del espaciotiempo algún punto sobre el que se pueda poner un dedo metafórico para indicar que ese, justamente ese, es el punto donde empezó todo… Algo empezó cuando el Gremio de Asesinos enroló al señor Teatime, que veía las cosas de forma distinta a otra gente, y una de las formas en que veía las cosas de forma distinta a otra gente era que veía la otra gente como si fueran cosas (más tarde, lord Downey del Gremio dijo: « Nos dio pena porque había perdido a los dos padres a una edad muy temprana. Pensándolo bien, creo que deberíamos haber prestado algo más de atención a eso» ). Pero fue mucho antes cuando la gente se olvidó de que las historias más antiguas de todas, tarde o temprano, tratan sobre la sangre. Después quitaron la sangre para hacer las historias más adecuadas para los niños, o por lo menos para la gente que se las tenía que leer a los niños, más que para los niños en sí (a quienes, por lo general, les gusta bastante la sangre siempre y cuando la derramen quienes lo merecen) [1] , y luego se preguntaron adonde querían ir a parar las historias. Y fue antes todavía cuando algo en la oscuridad de las cavernas más profundas y los bosques más sombríos pensó: pero ¿qué son estas criaturas? Voy a observarlas… * * * Y fue mucho, mucho antes todavía cuando se formó el MundoDisco, que avanzaría a la deriva por el espacio a lomos de cuatro elefantes montados en la concha de la tortuga gigante, Gran A’Tuin. Es posible que, mientras se mueve, se vay a enredando como un ciego en una casa llena de telarañas con esas pequeñas hebras especializadas de espaciotiempo que intentan crecer dentro de todas las historias que se encuentran, tirando de ellas y rompiéndolas y forzándolas a adoptar formas nuevas. O es posible que no, claro. El filósofo Didáctilos ha sintetizado una hipótesis alternativa que es: « Las cosas pasan y ya está. Qué narices» . * * * Los magos del claustro de la Universidad Invisible estaban plantados mirando la puerta. Estaba claro que quien fuera que la hubiera cerrado quería que se quedara cerrada. Estaba fijada al marco con docenas de clavos. Tenía varios tablones clavados encima, de lado a lado. Y por fin, hasta esa misma mañana, había estado escondida detrás de una librería que alguien le había puesto delante. —Y también está el letrero, Ridcully —dijo el decano—. Supongo que lo ha leído. El letrero que dice: « No abrir esta puerta bajo ninguna circunstancia» . —Claro que lo he leído —contestó Ridcully—. ¿Por qué te parece que la quiero abrir? —Esto… ¿por qué? —preguntó el conferenciante de Runas Recientes. —Para ver por qué la querían cerrada, claro [2] .


—Hizo un gesto en dirección a Modo, el jardinero y enano para todo de la universidad, que estaba de pie al lado con una palanca. —Manos a la obra, chaval. El jardinero hizo un saludo militar. —A sus órdenes, señor. Con el ruido de fondo de la madera al astillarse, Ridcully siguió hablando: —En los planos dice que aquí había un cuarto de baño. Un cuarto de baño no tiene nada de temible, por todos los dioses. Yo quiero un cuarto de baño. Estoy harto de ducharme con vosotros. Es antihigiénico. Se pueden pillar enfermedades. Me lo dijo mi padre. Donde hay montones de tíos bañándose juntos, el Gnomo de las Verrugas corretea con su saco. —¿Eso es como el Hada de los Dientes? —preguntó el decano en tono sarcástico. —Aquí mando y o y quiero un cuarto de baño para mí solo —dijo Ridcully con firmeza—. Y no hay nada más que hablar, ¿vale? Quiero un cuarto de baño antes de la Noche de la Vigilia de los Puercos, ¿entendido? Y ese es el problema de los principios, claro. A veces, cuando se trata con reinos ocultos que tienen una actitud bastante distinta hacia el tiempo, a uno le llegan los efectos un poco antes que las causas. De los márgenes del espectro auditivo vino un clinclinclinclín como de pequeños cascabeles plateados. * * * Más o menos a la misma hora en que el archicanciller estaba dando órdenes, Susan Sto Helit estaba sentada en la cama, leyendo a la luz de las velas. Los dibujos de la escarcha se ondulaban en las ventanas. A ella le gustaban aquellos anocheceres de invierno. En cuanto metía a los niños en la cama ya podía hacer más o menos lo que quisiera. A la señora Gaiter le daba un miedo patético darle instrucciones de ninguna clase, por mucho que fuera ella quien pagaba el sueldo de Susan. No es que el sueldo fuera importante, claro. Lo importante era que ella fuera Independiente y que tuviera un Trabajo de Verdad. Y ser institutriz era un trabajo de verdad.

La única pega había llegado al descubrir su patrona que era duquesa, porque según el credo de la señora Gaiter, que era un credo más bien corto y escrito con letras grandes, la clase alta no debería trabajar. Debería ir por ahí haciendo el vago. Ya le costó a Susan bastante conseguir que dejara de hacerle reverencias cada vez que se cruzaban. Un parpadeo le hizo girar la cabeza. La luz de la vela estaba revoloteando en sentido horizontal, como si estuviera en medio de una ventisca. Levantó la vista. Las cortinas ondeaban despegándose de la ventana, que… … se abrió de golpe con un repiqueteo. Pero no había viento. Por lo menos, ningún viento de este mundo. En su mente se formó una serie de imágenes. Una pelota roja… El olor acre de la nieve… Y de pronto desaparecieron, dejando en su lugar… —¿Dientes? —se preguntó Susan en voz alta—. ¿Otra vez dientes? Parpadeó. Y cuando abrió los ojos la ventana estaba, tal como ella sabía que estaría, cerrada a cal y canto. La cortina colgaba recatadamente. La llama de la vela estaba inocentemente vertical. Oh, no, otra vez no. No después de tanto tiempo. Todo había estado y endo tan bien… —¿Zuzan? Miró a su alrededor. Su puerta estaba abierta y había una figura pequeña de pie en el umbral, descalza y en camisón. Susan suspiró. —¿Sí, Twyla? —Tengo miedo del monztruo del zótano, Zuzan. Ze me va a comer. Susan cerró su libro con firmeza y levantó un dedo a modo de advertencia. —¿Qué te he dicho sobre intentar parecer obsequiosamente encantadora, Twyla? —preguntó. La niña dijo: —Me has dicho que no tengo que hacerlo.

Me has dicho que exagerar el ceceo es un delito penado con la horca y que solamente lo hago para llamar la atención. —Bien. ¿Sabes de qué monstruo se trata esta vez? —Es el grande y peludo de loz… Susan levantó el dedo. —¿Cómo? —le advirtió. —… de los ocho brazos —se corrigió a sí misma Twyla. —¿Cómo, otra vez? Oh, está bien. Se levantó de la cama y se puso la bata, intentando mantener la calma mientras la niña la observaba. Así que están volviendo. Oh, no se refería al monstruo del sótano. Aquello iba incluido en el trabajo. Pero parecía que iba a empezar a recordar el futuro otra vez. Negó con la cabeza. Por muy lejos que una huyera, siempre se acababa alcanzando a sí misma. Por lo menos los monstruos eran fáciles. Ya había aprendido a tratar con ellos. Cogió el atizador del guardafuegos del cuarto de los niños y bajó la escalera de atrás, seguida de cerca por Twyla. Los Gaiter estaban celebrando una cena formal. Llegaban voces amortiguadas procedentes del comedor. Luego, mientras ella pasaba por delante, se abrió una puerta bañando el pasillo de luz amarilla y una voz dijo: —¡Por los dioses, aquí hay una muchacha en bata con un atizador! Vio varias figuras perfiladas sobre la luz y distinguió la cara preocupada de la señora Gaiter. —¿Susan? Esto… ¿qué estás haciendo? Susan miró el atizador y luego a la mujer. —Twy la dice que tiene miedo de un monstruo que hay en el sótano, señora Gaiter. —Y tú vas a atacarlo con un atizador, ¿no? —dijo uno de los invitados. Se percibía una fuerte atmósfera a coñac y puros. —Sí —respondió Susan en tono natural. —Susan es nuestra institutriz —dijo la señora Gaiter—.

Esto… Ya les he hablado de ella. Se produjo un cambio en la expresión de las caras que miraban desde el comedor. Se convirtió en una especie de respeto divertido. —¿Les arrea a los monstruos con un atizador? —preguntó alguien. —Pues bien mirado es muy buena idea —señaló otra persona—. Si a la niña se le mete en la cabeza que hay un monstruo en el sótano, tú entras con un atizador, haces unos cuantos ruidos como si estuvieras dándole una paliza mientras la niña escucha y todo solucionado. Tiene buenas ideas, la chica. Muy sensatas. Muy modernas. —¿Es eso lo que estás haciendo, Susan? —inquirió la señora Gaiter en tono ansioso. —Sí, señora Gaiter —respondió Susan, obediente. —¡Esto lo tengo que ver, por Ío! No se ve todos los días a monstruos aporreados por una muchacha —dijo el hombre que estaba detrás de ella. Hubo un susurro de seda y una nube de humo de puros mientras los comensales salían en manada al pasillo. Susan volvió a suspirar y descendió los escalones que llevaban al sótano, mientras Twyla se quedaba sentada recatadamente en lo alto de la escalera, abrazándose las rodillas. Una puerta se abrió y se cerró. Hubo un momento de silencio y luego un grito aterrador. Una mujer se desmay ó y a un hombre se le cayó el puro. —No tienen que preocuparse, todo irá bien —dijo Twyla, tranquila—. Ella siempre gana. Todo irá bien. Se oy eron porrazos y ruidos metálicos, después un zumbido y por fin una especie de burbujeo. Susan volvió a abrir la puerta. El atizador estaba doblado en varios ángulos rectos. Hubo un aplauso nervioso. —Muy bien hecho —dijo un invitado—.

Muy pesicológico. Una idea inteligente, eso de doblar el atizador. Y supongo que tú ya no tienes miedo, ¿verdad, niñita? —No —dijo Twy la. —Muy pesicológico. —Susan dice que no me asuste, que me enfade —dijo Twy la. —Esto, gracias, Susan —dijo la señora Gaiter, convertida en un manojo tembloroso de nervios—. Y, esto, ahora, sir Geoffrey, si no les importa pasar a la sala… quiero decir, al salón de fumar… Los invitados se alejaron por el pasillo. Lo último que oyó Susan antes de que se cerrara la puerta fue: —Rematadamente convincente, la forma en que ha doblado así el atizador… Ella esperó. —¿Se han ido todos, Twyla? —Sí, Susan. —Bien. —Susan volvió a entrar en el sótano y salió arrastrando algo grande y peludo con ocho patas. Consiguió cargar con él escalera arriba y llevarlo por el otro pasillo hasta el jardín de atrás, adonde lo sacó de una patada. Se evaporaría antes del amanecer. —Eso es lo que nosotras les hacemos a los monstruos —dijo. Twyla la observó con cautela. —Y ahora es hora de que te vay as a la cama, muchachita —dijo Susan, cogiéndola en brazos. —¿Puedo quedarme el atizador en mi cuarto esta noche? —Vale. —Solamente mata monstruos, ¿verdad…? —dijo la niña en tono soñoliento, mientras Susan la llevaba al piso de arriba. —Eso es —dijo Susan—. De todas clases. Metió a la niña en la cama al lado de la de su hermano y dejó el atizador apoy ado en el armario de los juguetes. El atizador estaba hecho de un metal barato y tenía un pomo de latón al final. Daría lo que fuera, reflexionó Susan, por poder usarlo con la anterior institutriz de los niños. —Buenas noches. —Buenas noches.

Regresó a su pequeño dormitorio y se volvió a meter en la cama, mirando las cortinas con recelo. Estaría muy bien poder pensar que se lo había imaginado. También sería una gran estupidez pensarlo, claro. Pero ya llevaba casi dos años siendo normal, saliendo adelante en el mundo real, sin recordar nunca el futuro… Tal vez solamente lo había soñado (pero hasta los sueños podían ser reales…). Intentó no hacer caso del largo hilo de cera que sugería que la llama había revoloteado durante unos segundos movida por el viento. * * * Mientras Susan intentaba dormir, lord Downey estaba sentado en su estudio poniendo al día sus papeles. Lord Downey era un asesino. O mejor dicho, un Asesino. La mayúscula era importante. Distinguía a los bellacos que iban por ahí cargándose a gente por dinero de los caballeros a los que de vez en cuando consultaban otros caballeros que deseaban ver eliminada, por una tarifa razonable, cualquier hoja de afeitar inconveniente del algodón de azúcar de la vida. Los miembros del Gremio de Asesinos se consideraban a sí mismos hombres cultivados que disfrutaban de la buena música y de la comida y la literatura. Y conocían el valor de la vida humana. En algunos casos, lo conocían hasta el último penique. El estudio de lord Downey tenía las paredes forradas de paneles de roble y una moqueta de la mejor calidad. Los muebles eran muy antiguos y estaban bastante gastados, pero su desgaste era el desgaste que solamente se alcanza cuando los muebles buenos se usan con cuidado durante varios siglos. Eran muebles madurados. En la chimenea ardía un leño. Delante del mismo había un par de perros dormidos de esa forma enredada en que duermen todos los perros grandes y peludos. Aparte de unos ronquidos perrunos de vez en cuando o del crujido de un leño al moverse, no se oía más ruido que el rasgueo de la pluma de lord Downey y el tictac del reloj con carillón que había junto a la puerta… Unos ruidos pequeños y privados que solamente servían para definir el silencio. Por lo menos así estaban las cosas hasta que alguien carraspeó. El sonido sugería con claridad diáfana que el propósito del ejercicio no era eliminar la presencia de un trozo molesto de galleta, sino meramente indicar de la forma más educada posible la presencia de la garganta. Downey dejó de escribir pero no levantó la cabeza. Luego, después de lo que pareció ser un momento de reflexión, dijo en tono resuelto: —Las puertas están cerradas con llave. Las ventanas tienen barrotes. Los perros no parecen haberse despertado.

Los tablones que siempre crujen no han crujido. Otros pequeños arreglos que no voy a especificar parecen haber sido burlados. Lo cual limita mucho las posibilidades. Dudo de verdad que sea usted un fantasma y los dioses por lo general no anuncian su presencia con tanta cortesía. Podría ser usted, por supuesto, la Muerte, pero no creo que este se moleste con semejantes sutilezas, y además, me encuentro bastante bien. Hum. Algo flotó en el aire delante de su escritorio. —Mis dientes están en buenas condiciones o sea que es poco probable que sea usted el Hada de los Dientes. Siempre he pensado que una copa grande de coñac antes de ir a la cama elimina bastante la necesidad del Hombre de la Arena. Puedo entonar una melodía bastante bien, así que sospecho que no llamo mucho la atención de Old Man Trouble. Hum. La figura se acercó flotando un poquito más. —Supongo que un gnomo podría entrar por una ratonera, pero tengo puestas trampas —continuó Downey—. Los hombres del saco pueden atravesar paredes pero se resistirían a revelar su presencia. De verdad, me tiene usted intrigado. ¿Hum? Y luego levantó la vista. En el aire flotaba una túnica gris. Parecía estar ocupada, en el sentido de que tenía forma, pero el ocupante no era visible. Downey tuvo la sensación hormigueante de que no es que el ocupante fuera invisible, sino que simplemente no estaba allí en sentido físico alguno. —Buenas tardes —dijo. La túnica respondió: Buenas tardes, lord Downey. Su cerebro registró las palabras. Sus oídos juraron que no las habían oído. Pero uno no se convertía en jefe del Gremio de Asesinos asustándose con facilidad. Además, aquella cosa no daba miedo.

Resultaba, en opinión de Downey, asombrosamente aburrida. Si la sosez monótona pudiera adoptar forma, aquella sería la forma que adoptaría. —Parece ser usted un espectro —dijo. Nuestra naturaleza no está abierta a debate, fue el mensaje que llegó a su cabeza. Venimos a haceros un encargo. —¿Desea que se inhume a alguien? —preguntó Downey. Que se le ponga fin. Downey pensó sobre aquella situación. No era tan infrecuente como parecía. Había precedentes. Cualquiera podía adquirir los servicios del Gremio. En el pasado algunos zombis habían contratado al Gremio para ajustar cuentas con sus asesinos. De hecho, el Gremio, o eso le gustaba pensar, practicaba la forma suprema de democracia. Para contratarlo no hacía falta inteligencia, posición social, belleza ni encanto. Solamente hacía falta dinero, que a diferencia de todo lo anterior estaba al alcance de cualquiera. Salvo de los pobres, claro, pero es que hay gente que no tiene remedio. —Que se le ponga fin… —Era una forma muy extraña de decirlo—. Podemos… El pago reflejará la dificultad de la tarea. —Nuestra escala de tarifas… El pago será de tres millones de dólares. Downey se reclinó en su asiento. Aquello cuadruplicaba cualquier tarifa cobrada hasta entonces por cualquier miembro del Gremio, y la más alta había sido una tarifa familiar especial que incluía a los invitados que se quedaron a dormir. —Nada de preguntas, supongo —dijo, para ganar tiempo. Nada de respuestas. —Pero ¿acaso la tarifa sugerida representa la dificultad del encargo? ¿El cliente tiene mucha protección? No tiene ninguna protección. Pero es casi imposible borrarlo con armas convencionales.

Downey asintió. Aquello no era necesariamente un problema grave, se dijo a sí mismo. El Gremio había reunido una buena cantidad de armas no convencionales a lo largo de los años. ¿Borrarlo? Era una forma poco habitual de decirlo… —Nos gusta saber para quién trabajamos —dijo. Estamos seguros de que es así. —Quiero decir que necesitamos conocer el nombre de usted. O de ustedes. De forma estrictamente confidencial, claro. Tenemos que anotar algo en nuestros registros. Puede pensar en nosotros como… los Auditores. —¿En serio? ¿Y qué es lo que auditan? Todo. —Creo que necesitamos saber algo sobre ustedes. —Somos la gente que tiene tres millones de dólares. Downey captó el mensaje, aunque no le gustaba. Tres millones de dólares podían comprar muchas no preguntas. —¿De veras? —dijo—. En esas circunstancias, como es usted un cliente nuevo, creo que querríamos el pago por adelantado. Como desee. El oro ya está en sus cámaras. —Querrá decir que estará pronto en nuestras cámaras —dijo Downey. No. Siempre ha estado en sus cámaras. Lo sabemos porque lo acabamos de poner en ellas. Downey se quedó mirando un momento la capucha vacía y luego, sin apartar la vista de ella, estiró un brazo y cogió el tubo de comunicación. —¿Señor Winvoe? —dijo después de silbar por el tubo—.

Ah. Bien. Dígame, ¿cuánto dinero tenemos en las cámaras ahora mismo? Oh, más o menos. Redondeando en millones, por ejemplo. —Sostuvo el tubo un momento lejos de su oreja y luego volvió a hablar por el mismo—. Bueno, tenga un detalle y compruébelo de todos modos, ¿quiere? Colgó el tubo y colocó las manos extendidas sobre la superficie del escritorio que tenía delante. —¿Puedo ofrecerle una copa mientras esperamos? —dijo. Sí. Creemos que sí. Downey se puso de pie sintiéndose aliviado y caminó hacia su enorme armario de las bebidas. Su mano permaneció un momento suspendida sobre el antiguo y valioso tántalo del Gremio, con sus licoreras etiquetadas de Ñor, Arbenig, Otropo y Yksihw [3] . —¿Y qué le gustaría beber? —dijo, preguntándose dónde tendría la boca el Auditor. Su mano se detuvo un momento breve delante de la licorera más pequeña, etiquetada Onenev. Nosotros no bebemos. —Pero acaba de decirme que le puedo ofrecer una copa… Ciertamente. Lo consideramos a usted totalmente capaz de llevar a cabo esa acción. —Ah. —La mano de Downey vaciló frente a la licorera del whisky, y después se lo pensó mejor. En aquel momento el tubo de comunicación silbó. —¿Sí, señor Winvoe? ¿De verdad? ¿En serio? Amí me pasa a menudo que me encuentro monedas debajo de los cojines del sofá, es asombroso cómo se acumu… No, no, no estaba siendo… Sí, claro que tenía razones para… No, a usted no le corresponde ninguna culpa… No, no veo cómo podría… Sí, vaya a descansar un rato, muy buena idea. Gracias. Volvió a colgar el tubo. La capucha no se había movido. —Vamos a necesitar saber dónde, cuándo y por supuesto quién —dijo al cabo de un momento. La capucha asintió.

La localización no está en ningún mapa. Nos gustaría que la tarea se completara antes de una semana. Esto es esencial. En cuanto al quién… Un dibujo apareció sobre la mesa de Downey y a su cabeza llegaron las palabras: Llamémoslo el Gordo. —¿Es una broma? —preguntó Downey. Nosotros no bromeamos. « No, supongo que no» , pensó Downey. Tamborileó con los dedos. —Hay mucha gente que diría que esa… persona no existe —dijo. Tiene que existir. Si no, ¿cómo es que ha reconocido el dibujo enseguida? Y mucha gente mantiene correspondencia con él. —Bueno, sí, claro, en cierto sentido sí que existe… En cierto sentido todo existe. Es la cesación de la existencia lo que nos ocupa aquí. —Encontrarlo va a ser un poco difícil. Puede usted encontrar a sujetos en cualquier calle que le darán su dirección aproximada. —Sí, claro —dijo Downey, preguntándose por qué los estaría llamando sujetos. Era una extraña elección de palabra—. Pero como usted dice, dudo que puedan dar una referencia en el mapa. Y aun así, ¿cómo se puede inhumar al… Gordo? ¿Tal vez con una copita de jerez envenenado? La capucha no tenía cara para sonreír. Malinterpreta usted la naturaleza del empleo, dijo dentro de la cabeza de Downey. Al oír aquello se irritó. A los Asesinos del Gremio no se los empleaba. Se les hacían encargos o se disponía de sus servicios o se les planteaban cometidos, pero nunca se los empleaba. Solamente se empleaba a los sirvientes. —¿Qué es lo que estoy malinterpretando exactamente? —inquirió.

Nosotros pagamos. Ustedes encuentran la forma y los medios. La capucha empezó a desvanecerse. —¿Cómo puedo contactar con ustedes? —preguntó Downey. Ya nos pondremos en contacto nosotros. Sabemos dónde encontrarlo. Sabemos dónde encontrar a todo el mundo. La figura se desvaneció. En el mismo momento la puerta se abrió de golpe y en el umbral apareció la figura consternada del señor Winvoe, el tesorero del Gremio. —¡Perdone, milord, pero de verdad que tenía que subir! —Tiró un puñado de discos sobre el escritorio—. ¡Mírelos! Downey cogió con cuidado un círculo dorado. Parecía una moneda pequeña, pero… —¡No están inscritas! —exclamó Winvoe—. ¡No hay cara ni cruz ni cordoncillo! ¡Es un disco liso! ¡Son todos discos lisos! Downey abrió la boca para decir: « ¿Sin valor?» . Se dio cuenta de que estaba medio esperando a que ese fuera el caso. Si aquellos tipos, quienes quiera que fuesen, les habían pagado con metal sin valor, entonces no había ni un atisbo de contrato. Pero se daba cuenta de que aquel no era el caso. Los Asesinos del Gremio aprendían a reconocer el dinero al principio de su carrera. —Discos lisos —dijo— de oro puro. Winvoe asintió en silencio. —Nos sirven —dijo Downey. —¡Tiene que ser mágico! —dijo Winvoe—. ¡Y nosotros nunca aceptamos dinero mágico! Downey hizo botar la moneda sobre el escritorio un par de veces. Hacía un ruido sordo satisfactoriamente pesado. No era mágico. El dinero mágico parecía de verdad, porque su finalidad no era otra que engañar.

Pero aquello no necesitaba imitar algo tan humano y adulterado como las simples monedas. Esto es oro, le decía a sus dedos. Tómalo o déjalo. Downey se sentó y pensó mientras Winvoe permanecía de pie y se preocupaba. —Nos lo quedamos —dijo. —Pero… —Gracias, señor Winvoe. Es mi decisión —dijo Downey. Se quedó mirando al vacío un momento y luego sonrió—. ¿Está todavía en el edificio el señor Teatime? Winvoe retrocedió un paso. —Yo creía que el Consejo había acordado expulsarlo —dijo en tono envarado —. Después de aquel asunto de… —El señor Teatime no ve el mundo de la misma forma que otra gente —dijo Downey, recogiendo el dibujo de su escritorio y mirándolo con cara pensativa. —Bueno, ciertamente, creo que en eso lleva usted razón. —Por favor, hágalo subir. El Gremio atraía a toda clase de gente, pensó Downey. Se encontró a sí mismo preguntándose cómo había llegado a atraer a Winvoe, por ejemplo. Costaba imaginarlo apuñalando a alguien en el corazón, no fuera a ser que manchara de sangre la cartera de la víctima. Mientras que el señor Teatime… El problema era que el Gremio cogía a niños y les daba una educación espléndida y de paso les enseñaba a matar, de forma limpia y desapasionada, por dinero y por el bien de la sociedad, o por lo menos de aquella parte de la sociedad que tenía dinero, ¿y qué otra clase de sociedad existía? Pero muy de vez en cuando uno descubría que le había salido alguien como el señor Teatime, para quien el dinero era una mera distracción. El señor Teatime tenía una mente realmente brillante, pero era brillante igual que lo es un espejo roto, lleno de facetas maravillosas e irisadas, pero a fin de cuentas también roto. El señor Teatime disfrutaba demasiado con lo suy o. Y también con lo de los demás. Downey había decidido en privado que muy pronto el señor Teatime se iba a topar con un accidente. Igual que mucha gente que carecía de moral, el señor Downey sí tenía principios, y Teatime le repelía. El asesinato era un juego meticuloso, que normalmente se jugaba contra gente que conocía las normas o que por lo menos se podía permitir los servicios de quienes las conocían. Un asesinato limpio era algo muy satisfactorio. Lo que supuestamente no tenía que haber era placer en matar de forma sucia.

Esas cosas daban que hablar a la gente.

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