Dirk Pitt se enfrenta a una siniestra y sofisticada conspiración soviética: ejercer el control mental del presidente de Estados Unidos.
El misterio de un barco que al hundirse provoca una mortífera corriente venenosa, el secuestro del presidente norteamericano a bordo de su propio yate y la desaparición de los principales miembros de su gobierno,
son algunos de los elementos que Clive Cussler utiliza para transportar al lector desde las profundidades marinas hasta las cumbres secretas del poder en Washington y Moscú.
15 de julio de 1966, en el Océano Pacífico
La muchacha protegió sus ojos del sol y se dedicó a observar la gaviota que volaba por encima del carguero, a popa.
Admiró, durante unos minutos, la gracia con que remontaba el vuelo. Después, aburrida, se incorporó hasta quedar sentada, dejando al descubierto unas rayas rojas,
simétricamente espaciadas en su espalda tostada, que le había dejado marcadas el respaldo de una vieja silla del barco.
Miró a su alrededor, buscando señales de la tripulación de cubierta, pero no había nadie a la vista, por lo que, tímidamente, se ajustó el sujetador del bikini.
Volvió a recostarse en la silla, tranquila y relajada. Los latidos de los viejos motores del carguero y el pesado calor del sol la sumieron en un estado de somnolencia.
Ya había superado el temor que había sentido al subir a bordo. No permanecía despierta oyendo los latidos de su corazón, ni buscaba en las caras de la tripulación expresiones de sospecha, ni esperaba el desagradable informe del capitán diciéndole que se hallaba en el barco bajo arresto.
Poco a poco cerraba su mente a la idea del delito que había cometido y empezaba a pensar en el futuro. Le aliviaba descubrir que, después de todo, esa culpa era una emoción que iba desapareciendo.
Por el rabillo del ojo vio la chaqueta del camarero del comedor cuando bajaba por la escalera del camarote. El muchacho se le acercó aprensivamente, mirando el suelo de la cubierta como cohibido ante esa figura casi desnuda.
—Perdóneme, señorita Wallace —le dijo—. El capitán Masters le solicita respetuosamente que cene con él y sus oficiales esta noche… si es que usted se siente mejor.
Estelle Wallace agradeció que su intenso bronceado disimulara su rubor.
Desde que se embarcara en San Francisco había fingido hallarse enferma y tomado sola todas sus comidas en su camarote para evitar cualquier conversación con los oficiales del barco. Decidió que no podía mantenerse recluida para siempre. Había llegado el momento de poner en práctica su mentira.
—Dígale al capital Masters que me siento mucho mejor. Me encantará cenar con él.
—Le alegrará saberlo —dijo el camarero con una amplia sonrisa que dejó al descubierto una gran brecha en la mitad de sus dientes superiores—. Le pediré al cocinero que le prepare algo especial.
.