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Overlord – Max Hastings

L Preámbulo a lucha por Normandía fue la batalla decisiva de la Segunda Guerra Mundial en el oeste; quizá, la última vez que el ejército alemán pudo haber salvado a Hitler de la catástrofe. La generación de posguerra creció con el mito de la triunfal campaña aliada de 1944-1945 a través de Europa, desconectada en cierto modo de la terrible, aunque decisiva, lucha que había tenido lugar en el este. Hoy en día reconocemos que los rusos hicieron una contribución determinante a la guerra en el oeste con la destrucción de lo más granado del ejército alemán y la muerte de unos dos millones de hombres antes de que los soldados aliados pusieran el pie en las playas el 6 de junio de 1944. Es precisamente el hecho de que la batalla por Normandía se produjese en este contexto lo que hace que los acontecimientos de junio y julio sean tan destacables. Se ha escrito mucho sobre la pobre calidad de las tropas alemanas que defendían la costa del Canal. Sin embargo, estos mismos hombres evitaron que los Aliados pudiesen alcanzar sus objetivos casi en todas partes el Día D y, en la playa norteamericana de Omaha, los llevaron al borde de la derrota incluso antes de que unidades de élite de las SS y de la Wehrmacht llegasen al campo de batalla. En las semanas que siguieron, a pesar del dominio absoluto aliado del mar y del aire, sus ataques fueron repelidos una y otra vez con fuertes pérdidas por unas unidades alemanas en gran inferioridad numérica y armamentística. Por supuesto, nada de esto empaña la verdad histórica esencial de que los Aliados se impusiesen en última instancia, pero si hace que la campaña no parezca un asunto tan simple como sugieren los clichés chovinistas. El capitán Basil Liddell Hart insinuó en 1952 que, curiosamente, los Aliados se habían mostrado reacios a reflexionar sobre su enorme superioridad en Normandía y a sacar algunas conclusiones pertinentes sobre su propio desempeño: «Ha habido demasiada glorificación de la campaña y muy poca investigación objetiva». 1 Incluso cuarenta años después de la batalla, resulta asombroso ver la enorme cantidad de libros publicados que se limitan a reflejar cómodos mitos chovinistas y los pocos estudios que buscan analizar con franqueza los hechos. Continúa siendo una faceta extraordinaria de la guerra en el oeste que, a pesar del apabullante peso de la tecnología con la que contaban los Aliados, los soldados británicos y norteamericanos fuesen enviados a enfrentarse al ejército alemán en 1944-1945 con armas inferiores en todas las categorías salvo en artillería. Solo en el aire consiguieron los Aliados un dominio inmediato y absoluto de Normandía. Y aunque las masivas fuerzas aéreas privaron a los alemanes de cualquier esperanza de victoria, sus limitaciones quedaron también al descubierto. El poder aéreo no podía proporcionar una llave mágica para la victoria si no iba acompañado de los grandes esfuerzos de las tropas terrestres. En la posguerra, el estudio de la campaña se ha centrado de forma abrumadora en el desempeño de los generales, prestándose muy poca atención a la actuación de las tropas terrestres alemanas, británicas y norteamericanas. ¿Cómo es posible que después de meses de preparativos para Overlord se demostrasen tan deficientes las tácticas acorazadas y de infantería aliadas en Normandía? A los británicos, en un grado mucho mayor de lo que sus propios comandantes estarían dispuestos a confesar incluso años después de la campaña, les aterrorizaba sufrir un elevado número de bajas de infantería. Creo que las percepciones personales de la campaña de Brooke y de Montgomery —y quizá también la de Bradley— se vieron profundamente influenciadas por la consciencia de que el ejército alemán era la fuerza de combate más sobresaliente de la Segunda Guerra Mundial, y de que solo podría ser derrotado en condiciones absolutamente favorables. Los Aliados aprendieron en Normandía las limitaciones de utilizar explosivos como sustituto del despiadado esfuerzo humano. No parece muy fructífero ponderar hasta qué punto era sólido un plan o maniobra aliada en términos abstractos. La cuestión clave radica, seguramente, en si se podía llevar a cabo con las fuerzas aliadas disponibles, dadas sus limitaciones y la extraordinaria pericia de sus enemigos. Pocos europeos y norteamericanos de la generación de posguerra son conscientes de lo intensas que fueron las primeras batallas de Overlord. Este escenario fue el más exigente para el soldado de a pie y, quizá, la ocasión en la que en el teatro occidental estuvo más cerca de las condiciones del Frente del Este o, incluso, de los combates en Flandes treinta años antes. Muchas unidades de infantería británicas y norteamericanas sufrieron más de un cien por cien de bajas en el transcurso del verano, al igual que sucedió con la mayoría de las unidades alemanas. Un soldado de infantería norteamericano calculó que para mayo de 1945 habían pasado unos 53 tenientes por su compañía; pocos de ellos la dejaron por traslado o ascenso. El oficial al mando del 6.


º Batallón del Regimiento King’s Own Scottish Borderers descubrió que, cuando su batallón llegó a Hamburgo en 1945, todo lo que quedaba de aquellos hombres con los que había desembarcado en Normandía en junio de 1944 era una media de cinco soldados por compañía de fusileros y un total de seis oficiales en toda la unidad. «Me quedé atónito», dijo. «No tenía ni idea de que iba a ser así». Él, al igual que el común de las naciones aliadas, había sido condicionado para pensar que la guerra industrializada de la década de 1940 no igualaría nunca el coste humano de la anterior pesadilla en Francia. Sin embargo, para aquellos que iban en primera línea de la vanguardia aliada sí lo hizo. Se trata, por tanto, de un choque de armas masivo y terrible en el que la victoria final redime a los Aliados, que no a los alemanes. La primera parte del texto sobre el trasfondo que subyace a los desembarcos y a sus fases iniciales le resultará conocida a algunos lectores, pero me parece necesaria su inclusión en aras de la exhaustividad, además de que es una historia tan extraordinaria que merece la pena volver a ser contada. A continuación, he tratado de examinar aspectos mucho menos estudiados del desempeño y las tácticas de los ejércitos, y de analizar algunas verdades incómodas sobre lo que sucedió en el verano de 1944. Como Normandía fue una campaña de enormes dimensiones, resulta imposible abordar la historia de cada batalla y cada unidad en todo su detalle sin caer en el tedio y el grosor de una historia oficial. Al centrarme en la suerte de algunos personajes y unidades en distintos momentos de la campaña, espero haber sido capaz de ofrecer un panorama de las experiencias y dificultades por las que atravesaron otros muchos miles de hombres. He descrito los sectores de frente de cada nación en capítulos separados aun a costa de asumir alguna disrupción en la cronología porque solo de este modo puede considerarse coherente el progreso de los ejércitos. Cuando cito a personas concretas por su nombre, la graduación dada es la que tenían en el momento de la cita. He adoptado la sintaxis norteamericana para las unidades estadounidenses e incluyo citas literales del personal norteamericano. He hecho poca mención al material que es de sobra conocido por todo estudioso de historia militar —los problemas de las previsiones meteorológicas del coronel del aire Stagg, las declaraciones formales de los comandantes o las operaciones aerotransportadas del Día D— que han sido descritas con enorme grado de detalle en otros libros. En su lugar, me he centrado en aspectos que espero que sean menos conocidos: la batalla en el interior y las experiencias personales de hombres cuyas historias no han sido contadas nunca antes, sobre todo de los alemanes. Los logros del ejército alemán en Normandía fueron grandes y he buscado a muchos de sus supervivientes. He tratado de escribir desapasionadamente sobre la experiencia del soldado alemán con independencia de lo odioso de la causa por la que luchaba. He entrevistado a multitud de veteranos norteamericanos y británicos, y he mantenido correspondencia con cientos más. Me siento especialmente en deuda con el mariscal Lord Carver, el mariscal Sir Edwin Bramall, el general Sir Richardson, el mayor general G.P.B. Roberts, el mayor general Sir Brian Wyldbore-Smith, el general Elwood R. Quesada, el general James Gavin y el brigadier Sir Edgar Williams. También debo mucho a los bibliotecarios de la London Library, a la Royal United Services Institution, a la Escuela de Estado Mayor Camberley y a la Oficina de Archivos Públicos. Andrea Whitaker ha sido un fabuloso intérprete y traductor de alemán tanto para este como para mis anteriores libros, Bomber Command y Das Reich.

Entre el ámbito de la literatura relevante, debo mostrar mi admiración por el último volumen de Nigel Hamilton de su biografía oficial de Lord Montgomery y por el importante y reciente estudio de Carlo D’Este sobre la estrategia de la campaña de Normandía, que he tenido la posibilidad de consultar en sus últimas fases de escritura, que fueron muy valiosos para ayudarme a tener en cuenta algunos asuntos y documentos que, de otro modo, se me hubiesen pasado por alto. Como siempre, debo agradecer enormemente la paciencia y resignación de mi esposa Tricia, que después de haber aguantado en años recientes mi vida espiritual en un Lancaster a 6.100 metros de altitud en mitad de la Francia ocupada, ha pasado ahora muchos meses entre las ruinas de Caen y St. Lô. Carlo D’Este y Andrew Wilson MC [Military Cross, Cruz Militar] tuvieron la gran amabilidad de leer el manuscrito y de hacerme valiosas sugerencias y correcciones, aunque, por supuesto, no tienen responsabilidad alguna por el texto o los juicios que hay en él, que son enteramente míos. Estoy también en deuda con mi editor en Londres, Giles O’Bryen, con Philippa Harrison y con Alice Mayhew en Nueva York. Quizá deba manifestar también mi gratitud al ejército británico y a la Marina Real. A primeras horas de una mañana de abril de 1982, estaba sentado en mi despacho en Northamptonshire buscando esa inspiración en la imaginación, tan esencial para este tipo de libros, al objeto de sentir cómo sería estar acurrucado en una lancha de desembarco que se aproximaba a una costa hostil al amanecer del día 6 de junio de 1944. Por una increíble casualidad de la historia, menos de dos meses después me encontré acurrucado en una lancha de desembarco británica a casi trece mil kilómetros de distancia. En las semanas que siguieron, tuve la oportunidad de presenciar una campaña anfibia que hubiese reconocido de inmediato cualquier veterano de junio de 1944, incluso con ametralladoras ligeras Bren y cañones Oerlikon y Bofors acribillando el cielo. Me gustaría pensar que la experiencia me enseñó un poco más sobre la naturaleza de las batallas y el modo en que se comportan los hombres que las libran. Me siento aún más agradecido de que mi generación no haya tenido que ser llamada a experimentar nada parecido a la magnitud y ferocidad de las situaciones por las que tuvieron que pasar los hombres que lucharon en Normandía.

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