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Otra vuelta de tuerca – Henry James

La historia nos había tenido en suspenso, alrededor del fuego, pero aparte de la obvia reflexión de que era siniestra, como esencialmente debe serlo toda extraña historia contada una noche de Navidad en una vieja casa, no recuerdo que sobre ella se hiciera ningún comentario, hasta que alguien aventuró que era el único ejemplo, a su parecer, de un niño que hubiera soportado semejante prueba. Se trataba, debo mencionarlo, de una aparición en una casa tan vieja como aquella en la cual estábamos reunidos, aparición, de horrible especie, a un niño que dormía en el aposento de su madre; aterrorizado, aquel despertó a su madre, y esta, antes de haber disipado la inquietud del niño para conseguir que durmiera nuevamente, se encontró de pronto, ella también, frente al espectáculo que lo había trastornado. Esta observación dio lugar a que Douglas —no enseguida, pero sí un poco más tarde durante la misma noche— hiciera cierta réplica que provocó la interesante consecuencia sobre la cual reclamo la atención de ustedes. Otra persona contó una historia bastante ineficaz, y yo noté que Douglas no escuchaba. Lo interpreté como un signo de que tenía algo que decirnos y de que nosotros teníamos únicamente que esperar. En realidad tuvimos que esperar dos días; pero esa misma noche, antes de separarnos, reveló aquello que le preocupaba. —Reconozco, en lo que atañe al fantasma de Griffin, o sea lo que fuere, que el hecho de aparecerse primeramente a un niño, y a un niño de tan corta edad, le agrega una especial característica. Pero no es el primer ejemplo de tan encantadora especie en el cual un niño se ha visto implicado. Si el niño aumenta la emoción de la historia, da otra vuelta de tuerca al efecto, ¿qué dirían ustedes de dos niños? Alguien exclamó: —Diríamos, por supuesto, que dan dos vueltas. Y queremos saber qué les ha sucedido. Aún veo a Douglas delante del fuego. Se había puesto en pie, para volverse de espaldas a la chimenea, y frente a nosotros, con las manos en los bolsillos, miraba desde arriba a su interlocutor. —Hasta ahora, solo yo la conozco. Es demasiado horrible. Muchas voces, naturalmente, se alzaron para declarar que eso confería a la historia un valor supremo. Nuestro amigo, allanando el terreno para su triunfo, con suma pericia, miró al auditorio y prosiguió: —Está más allá de todo. No sé de nada en el mundo que se le aproxime. —¿Como efecto terrorífico? —pregunté. Pareció decirme que no era tan sencillo, que no podía encontrar los términos para calificarlo. Se pasó una mano por los ojos e hizo una leve mueca de dolor. —¡Oh, qué maravilla! —exclamó una mujer. Douglas no le prestó atención. Me clavaba los ojos como si tuviera delante, en vez de a mí, aquello de que hablaba. —Como un pavoroso conjunto de fealdad y de horror y de dolor. —Entonces —le dije—, siéntese usted y comience la historia.


Se volvió hacia el fuego, empujó un leño con el pie, lo contempló un momento, y otra vez, volviéndose a mirarnos, afrontó nuestra expectativa. —No puedo —contestó—. Antes tendría que enviar un recado a la ciudad. Estas palabras motivaron una protesta unánime, acompañada de no pocos reproches; después de lo cual, y siempre con aquel aire de preocupación, Douglas explicó: —La historia ha sido escrita. Está en un cajón cerrado con llave, de donde no ha salido desde hace años. Podría escribir a mi criado, enviándole la llave, y él me mandaría el paquete tal como lo encuentre. A mí, en especial, parecía hacerme la proposición; hasta parecía implorar mi ayuda para que yo pusiera fin a sus vacilaciones. Había roto el hielo que dejó acumular en muchos inviernos; sin duda, sus razones había tenido para callar durante tanto tiempo. Los demás lamentaban la demora, pero a mí me encantaban precisamente sus escrúpulos. Lo insté a escribir con el primer correo y acordar con nosotros para convenir una pronta lectura; después le pregunté si era suya la experiencia en cuestión. Su respuesta no se hizo esperar. —¡No, gracias a Dios! —¿Y es suyo el relato? ¿Lo ha escrito usted? —Solo he anotado la impresión que me causó. La llevo aquí —y se tocó el corazón—. Nunca la he perdido. —¿Y su manuscrito, entonces? —Está escrito con una tinta envejecida, pálida, y con la caligrafía más admirable. —Vacilaba de nuevo. Prosiguió—: Es de una mujer, de una mujer muerta hace veinte años. Antes de morir, me envió las páginas en cuestión. Ahora todos escuchaban y, naturalmente, no faltó quien hiciera bromas o, a lo menos, quien extrajera de esas palabras la inferencia inevitable. Douglas hizo a un lado tal inferencia sin una sonrisa, pero sin demostrar la menor irritación. —Era una persona encantadora, pero diez años mayor que yo. La institutriz de mi hermana —dijo suavemente—. Dada su posición, no he conocido nunca una mujer más agradable, era digna de cualquier cargo infinitamente superior. De esto hace mucho tiempo, y el episodio había transcurrido muchos años antes. Por aquella época yo estudiaba en Trinity College, y al volver a casa, en el verano de mis segundas vacaciones, la encontré.

Ese año me quedé mucho tiempo. Fue un año magnífico. Durante las horas en que ella estaba libre, paseábamos por el jardín y conversábamos, y al oírla conversar me llamó extraordinariamente la atención por lo inteligente y agradable. Sí, no rían ustedes: me gustaba mucho, y estoy contento, aún hoy, de pensar que yo también le gustaba. Si no le hubiera gustado, no me habría contado la historia. No se la había contado nunca a nadie. Yo estaba seguro de ello. Se veía. Ustedes comprenderán por qué cuando me hayan escuchado. —¿Porque el asunto había sido tan alarmante? —Usted comprenderá enseguida —repitió—. Usted comprenderá. También yo lo miré. —Ya veo. Estaba enamorada. Entonces se echó a reír por vez primera. —Es usted perspicaz. Sí, estaba enamorada. Es decir, lo había estado. Resultaba evidente… y ella no podía contar la historia sin que resultara evidente. Lo advertí… y ella comprendió que lo advertía. Pero ninguno de nosotros hizo la menor alusión… Recuerdo el tiempo y el lugar, el rincón del césped, la sombra de las grandes hayas y las largas cálidas tardes estivales. No era un decorado trágico, y sin embargo… Se alejó del fuego y volvió a instalarse en su sillón. —¿Recibirá el paquete el jueves por la mañana? —le pregunté. —No antes del segundo correo, probablemente. —Entonces, después de la comida… —¿… los encontraré a todos aquí? —De nuevo su mirada se detuvo en cada uno de nosotros—.

¿Nadie se marcha? Pronunciaba estas palabras en un tono casi esperanzado. —¡Todos nos quedaremos! —¡Yo me quedo! ¡Yo me quedo! —exclamaban las damas que habían anunciado su partida. La señora de Griffin, sin embargo, afirmó que necesitaba algunas aclaraciones. —¿De quién estaba enamorada? —La historia lo dirá —me atreví a responder. —¡Oh, no puedo esperar la historia! —La historia no lo dirá —replicó Douglas—; al menos, de una manera literal y vulgar. —Tanto peor. Es la única manera en que yo entiendo. Alguien preguntó: —Pero usted, Douglas, ¿no llegará a decírnoslo? Douglas se levantó bruscamente. —Sí, mañana. Ahora es necesario que me vaya a dormir. Buenas noches. Tomó con rapidez su palmatoria y se fue, dejándonos levemente estupefactos. Estábamos sentados en un extremo del gran vestíbulo con altos zócalos de madera oscura: desde allí oímos sus pasos en la escalera. Entonces, la señora de Griffin habló: —Bueno, si no sé de quién estaba ella enamorada, sé de quién estaba enamorado él. —Ella era diez años mayor —observó su marido. —Raison de plus… ¡a esa edad! Pero tan largo silencio es realmente encantador. —¡Cuarenta años! —agregó Griffin.

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