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Otoño e Invierno – Stephen King

Al igual que en los dos primeros relatos —primavera y verano— que completan esta serie, Stephen King explora con escalofriante lucidez los niveles más profundos de la mente del ser humano. Esa barrera invisible donde se traspasan los límites de la razón, la moral o el bien para dejar paso al instinto más primitivo, al poder de la sombra y a la imaginación, donde el hombre —no en vano todos tenemos algo de doctor Jekyll y algo de míster Hyde— da rienda suelta a las pasiones más inconfesables e inquietantes, pero no por ello menos reales.


 

Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar. Son cosas de las que uno se avergüenza, porque las palabras las degradan. Al formular de manera verbal algo que mentalmente nos parecía ilimitado, lo reducimos a tamaño natural. Claro que eso no es todo, ¿verdad? Todo aquello que consideramos más importante está siempre demasiado cerca de nuestros sentimientos y deseos más recónditos, como marcas hacia un tesoro que los enemigos ansiaran robarnos. Y a veces hacemos revelaciones de este tipo y nos encontramos solo con la mirada extrañada de la gente que no entiende en absoluto lo que hemos contado, ni por qué nos puede parecer tan importante como para que casi se nos quiebre la voz al contarlo. Creo que eso es precisamente lo peor. Que el secreto lo siga siendo, no por falta de un narrador, sino por falta de un oyente comprensivo. Tenía yo casi trece años cuando vi por primera vez a una persona muerta. Ocurrió en mil novecientos sesenta, hace ya mucho tiempo… aunque, a veces, no me parece tanto. Sobre todo, cuando despierto de noche tras haber visto en sueños el granizo que caía en sus ojos abiertos. 2 En Castle Rock teníamos una casita junto a un olmo que se alzaba en un amplio solar. Ahora hay allí una empresa de mudanzas y el olmo ha desaparecido. Progreso. Nuestra casa del árbol era una especie de club social, aunque no tenía nombre. Íbamos al club unos cinco o seis chavales fijos y algunos otros tontorrones que solían merodear por allí y a los que solíamos dejar subir cuando había una partida de cartas y necesitábamos nuevas víctimas. Jugábamos casi siempre a las veintiuna, cinco centavos límite; pero podías ganar el doble con la jota y cinco cartas… o triple con seis cartas, aunque Teddy era el único tan demente como para arriesgarse a eso. Habíamos hecho las paredes de la casita con tablones que sacamos del muladar que había detrás del almacén de madera y material de construcción de Carbine Road (estaban astillados y llenos de agujeros de los nudos de la madera que habíamos taponado con papel higiénico y servilletas de papel), y el tejado era de hojalata; lo sacamos del mismo lugar, sin perder un segundo de vista al perro, que teóricamente era un gran monstruo devoraniños. En el mismo sitio también, y el mismo día, encontramos una portezuela de tela metálica. Impedía el paso a las moscas, pero estaba realmente herrumbrosa; quiero decir absolutamente herrumbrosa. Fuera cual fuera la hora del día a la que miraras al exterior por ella, siempre parecía la hora del ocaso. Además de ser un buen sitio para jugar a las cartas, nuestro club lo era también para fumar cigarrillos y mirar libros de mujeres desnudas. Teníamos una media docena de ceniceros abollados de lata, con la palabra CAMEL en el fondo, una cantidad considerable de fotos de las páginas centrales de revistas clavadas a las astilladas paredes, veinte o treinta barajas viejas (a Teddy se las proporcionó su tío, que llevaba la papelería de Castle Rock; cuando este le preguntó un día a qué jugábamos, le contestó que a una juego de cartas llamado cribbage, y a su tío le pareció bien), una serie de fichas de plástico, de póquer, y un montón de revistas con historias policíacas que dejábamos siempre por allí para cuando no había otra cosa en que entretenerse. También habíamos hecho un compartimiento secreto de veinticinco por treinta centímetros bajo el suelo, para esconder todo este material en las contadas ocasiones en que el padre de alguno de los chicos decidía que era hora de darse una vueltecita por nuestro club, ya sabes, esa costumbre de los mayores de « hay-que-ver-qué-buenos-colegassomos» .


Estar en el club cuando llovía era como estar en el interior de un tambor jamaicano… pero aquel verano no llovió. Según los periódicos, era el verano más caluroso y seco desde mil novecientos siete, y el último viernes de vacaciones, víspera del Día del Trabajo, hasta las varas de oro de los campos y las cunetas de los caminos, estaban resecas y sedientas. Aquel verano, ningún huerto había producido lo suficiente para hacer conservas, y las grandes estanterías de material de enlatado de Red & White de Castle Rock esperaban en vano acumulando polvo. Nadie tenía gran cosa que conservar aquel verano, a no ser que quisieran hacer vino de diente de león. Pues, aquel viernes que digo, por la mañana estábamos en el club Teddy, Chris y yo, mirándonos lúgubremente y lamentándonos del inminente principio de curso y jugando a las cartas e intercambiando los manidos chistes de siempre sobre vendedores y franceses. (« ¿Cómo sabes que ha pasado un francés por tu corral? Bueno, porque los cubos de basura están vacíos y el perro preñado.» Teddy intentaba hacerse el ofendido, aunque él era el primero en transmitir un chiste en cuanto lo oía, pero sustituy endo a los franceses por polacos.) El olmo daba buena sombra, pero nos habíamos quitado las camisas para no sudarlas demasiado. Estábamos jugando al scat, uno de los juegos de cartas más estúpidos que se hay an inventado; hacía demasiado calor para pensar en algo más complicado. Hasta mediados de agosto se formaban siempre buenas y concurridas partidas, pero a partir de entonces los chicos se dispersaban. Demasiado calor. Me tocaba a mí y pintaba picas. Había empezado con trece, conseguido un ocho para hacer veintiuna y no había pasado nada desde entonces. Robó Chris. Tomé mi última mano: nada que mereciera la pena. —Veintinueve —dijo Chris. —Veintidós —dijo Teddy, con cierto disgusto. —A la porra —dije yo, y eché las cartas en la mesa boca abajo. —Gordie fuera, el bueno de Gordie agarra la bolsa y se larga —trompeteó Teddy y soltó su especial risa patentada Teddy Duchamp, iiii, iiii, iiii, que sonaba igual que un clavo oxidado raspando madera podrida. Todos sabíamos que Teddy era raro. Tenía nuestra misma edad, casi trece, pero entre las gafas gruesas y el aparato del oído, parecía un viejo. Los chicos intentaban siempre gorrearle cigarrillos en la calle, engañados por el bulto de la camisa, que, en realidad, era la batería del aparato del oído. Pese a las gafas y al botón color piel enroscado siempre en su oído, no veía demasiado bien ni entendía siempre lo que le decías. Para jugar al béisbol, le colocábamos entre Chris, que se situaba en el jardín izquierdo, y Billy Greer, que lo hacía en el derecho. Y luego nos limitábamos a esperar que no le llegara nunca la pelota, porque, la viera o no, se iría detrás de ella.

Alguna que otra vez, de todos modos, recibía un buen porrazo y en una ocasión se dio de morros contra la cerca de nuestro club y se desmayó. Se quedó allí de espaldas con los ojos en blanco casi cinco minutos; yo me asusté. Luego volvió en sí y empezó a dar vueltas, sangrando por la nariz, con un gran chichón en la frente y lanzando insultos contra la pelota. Sus defectos de visión eran de nacimiento, aunque no así su sordera. Por aquella época estaba de moda llevar el pelo muy corto, de forma que las orejas parecían las asas de un cántaro, bien descubiertas; pues Teddy fue el primero en llevar el pelo estilo Beatles cuatro años antes de que en Estados Unidos se empezara a oír hablar de este conjunto. Sus orejas parecían dos grumos de cera caliente, por eso las llevaba tapadas. Cuando Teddy tenía ocho años (cuatro años antes de aquel verano) su padre se enfureció con él porque rompió un plato. Su madre estaba trabajando en la fábrica de calzado de Sooth Paris cuando esto ocurrió, y cuando se enteró de lo sucedido y a no podía hacer nada. Su padre le agarró, le llevó a la gran cocina de leña que había detrás de la cocina de su casa y le sujetó la cabeza de lado contra la plancha de hierro ardiente. Le tuvo así unos diez segundos, le alzó luego la cabeza tirándole del pelo y le colocó del otro lado. Llamó a continuación al centro médico, a la unidad de urgencias, para que fueran a buscar a su hijo. Colgó el teléfono, fue al armario, agarró su 410 y se sentó con él sobre las rodillas a ver la tele. Cuando llegó la señora Burroughs, la vecina de al lado, a preguntar si le pasaba algo a Teddy porque le había oído llorar, el padre de Teddy le apuntó con el arma. La mujer salió disparada de casa de los Duchamp, aproximadamente a la velocidad de la luz, se encerró con llave en su propia casa y llamó a la policía. Cuando llegó la ambulancia, el señor Duchamp dejó pasar a los enfermeros y volvió al porche de atrás para hacer guardia mientras llevaban a Teddy en camilla a la ambulancia. El padre de Teddy explicó a los enfermeros que, aunque los malditos oficiales decían que la zona estaba y a limpia, seguía habiendo alemanes emboscados por todas partes. Uno de los enfermeros le preguntó si creía que podría resistir. Él soltó una sonrisita y repuso que si hacía falta resistiría hasta que el infierno se convirtiera en concesionario de neveras Frigidaire. El enfermero le saludó y el padre de Teddy le dio una palmada en la espalda. A los pocos minutos de haber partido la ambulancia, llegó la policía y relevó del servicio al señor Duchamp. Llevaba un año haciendo cosas raras como disparar a los gatos y quemar buzones, y después de esta última atrocidad, celebraron un juicio rápido y le mandaron a Togus, que es un hospital para veteranos del Ejército. Togus es donde te corresponde ir cuando a tu caso se le aplica el artículo ocho. El padre de Teddy había tomado la playa de Normandía, y esa era la explicación que daba nuestro amigo. A pesar de todo lo que le había hecho, estaba orgulloso de su viejo y acompañaba siempre a su madre a visitarle todas las semanas. Creo que era el chaval más simple de los alrededores, y además estaba completamente chiflado.

Corría los riesgos más absurdos que puedas imaginar y conseguía salir indemne de ellos. Lo más increíble era lo que él llamaba « regatear camiones» . Corría delante de ellos por la carretera, a escasos milímetros a veces. Sabe Dios los infartos que provocaría, y se reía mientras el golpe de viento del camión agitaba su ropa al pasar. Nosotros nos asustábamos mucho, porque tanto con las gafas de culo de botella como sin ellas veía bastante mal. Creíamos que era solo cuestión de tiempo el que uno de aquellos camiones le atropellara. Y había que tener sumo cuidado a la hora de desafiarle a algo, porque no se le ponía nada por delante. —¡Gordie fuera, iii, iii, iii! —¡Mierda! —dije, y abrí una revista para leer mientras ellos seguían jugando. Empecé a leer « Mató a la linda estudiante a patadas en el ascensor» y a los pocos minutos estaba enfrascado en la historia. Teddy recogió sus cartas, les echó una mirada rápida y dijo: —Cierro. —Asqueroso cuatro ojos de mierda —gritó Chris. —El asqueroso cuatro ojos tiene cien ojos —dijo Teddy muy serio, y tanto Chris como y o soltamos la carcajada. Teddy nos miró un poco sorprendido, como si se preguntara de qué nos reíamos. Esa era otra de sus cosas, siempre tenía salidas como lo de « el asqueroso cuatro ojos tiene cien ojos» y nunca podías estar seguro de si se proponía hacer gracia o era pura casualidad. Nos miraba con el ceño fruncido mientras nos reíamos, como diciendo: « Bueno, ¿y qué pasa ahora?» . Teddy tenía trío de jotas, dama y rey de trébol. Chris tenía solo dieciséis y quedaba eliminado. Teddy estaba barajando a su modo desmañado y yo estaba llegando a la parte más emocionante de la historia (en la que el marinero perturbado de Nueva Orleans le hace el zapateado especial a la estudiante del Bry n Mawr College porque no soporta los lugares cerrados), cuando oímos que alguien subía a toda prisa la escalera, y, acto seguido, una llamada en la trampilla. —¿Quién va? —gritó Chris. —¡Vern! —parecía nervioso y jadeante. Me acerqué a la trampilla y solté el cierre. La trampilla saltó hacia arriba y Vern Tessio, otro de los asiduos del club, saltó al interior. Sudaba a mares y tenía el pelo, que llevaba siempre en una perfecta imitación de su ídolo de rock-androll Bobby Ry dell, chorreante y revuelto. —¡Ay ! ¡Buf! —resolló—. ¡Esperad que os lo cuente…, esperad! —¿Que nos cuentes qué? —le pregunté.

—Dadme un respiro, por favor. Vengo corriendo desde mi casa sin parar. —He venido corriendo todo el camino desde casa —canturreó Teddy, en un espantoso falsetto Little Anthony—. Solo para decir que lo sieeento. —Vete a la mierda —dijo Vern. —Estoy muy cerca de ella —le contestó Teddy sagazmente. —¿Has venido corriendo desde tu casa sin parar? —preguntó Chris incrédulo —. Oy e, tío, estás chiflado. —Vern vivía a unos tres kilómetros—. La temperatura debe llegar a los cuarenta grados ahí fuera. —Merecía la pena —dijo Vern—. Por Cristo bendito que no os lo vais a creer. En serio. Hizo un gesto de jurar, como para asegurarnos su absoluta sinceridad. —Bueno, bueno, ¿qué? —dijo Chris. —¿Os dejarían dormir fuera en la tienda esta noche? —nos miraba serio y anhelante. Sus ojos parecían dos uvas pasas hundidas en círculos de sudor—. Quiero decir si pedís permiso a vuestros padres para acampar al aire libre detrás de mi casa, en el campo… —Sí, creo que sí —dijo Chris, tomando las cartas y mirándolas—. Claro que mi padre está de malas. Bueno, ya sabéis, la bebida. —Tienes que conseguir que te deje —dijo Vern—. De verdad que no vais a creerlo. ¿Y a ti, Gordie, crees que te dejarán? —Supongo que sí. Normalmente solían darme permiso para cosas así… la verdad es que durante todo el verano había sido una especie de Chico Invisible. Mi hermano may or, Dennis, había muerto en abril en un accidente.

Fue en Fort Benning, Georgia, pues estaba en el Ejército… Iba con otro tipo en jeep al almacén y un camión militar les dio de costado. Dennis murió en el acto y su pasajero seguía todavía en coma. Dennis habría cumplido veintidós años a la semana siguiente. Yo y a había elegido una tarjeta de felicitación para él. Lloré cuando me lo dijeron y también lloré en el funeral y no podía creer que Dennis hubiera muerto, que alguien que solía darme cachetes o asustarme con una araña de goma hasta hacerme llorar, y darme un beso cuando me caía y me raspaba las rodillas y sangraba y decirme al oído « Vamos, deja y a de llorar, niño» …, que aquella persona que me había tocado, pudiera haber muerto… y mis padres parecían absolutamente vacíos. Para mí, Dennis había sido poco más que un conocido. Me llevaba diez años, comprendes, y tenía sus propios amigos y compañeros de clase. Claro que comimos en la misma mesa durante muchos años y que a veces fue mi amigo y a veces mi torturador, pero la mayor parte del tiempo fue, bueno, simplemente un individuo. Cuando murió, llevaba un año fuera, quitando un par de permisos que había pasado en casa. Hasta mucho tiempo después no comprendí que en realidad había llorado más que nada por papá y por mamá, aunque no creo que mi llanto nos beneficiara mucho ni a mí ni a ellos. —Bueno, ¿vas a decirnos de una puñetera vez de qué se trata o no, Vern? — preguntó Teddy. —Cierro —dijo Chris. —¿Qué? —gritó Teddy, olvidándose por completo de Vern—. ¡Mentiroso de mierda! ¡Es absolutamente imposible, no puedes hacerlo! Chris sonrió con aire de superioridad. —Anda, roba, imbécil. Teddy tendió la mano hacia el montón de cartas, Chris tendió la mano hacia los Winstons de la repisa que había detrás de él. Yo me incliné para recoger mi revista. Vern Tessio dijo entonces: —Bueno, ¿queréis o no queréis ver un cadáver? Todos quedamos paralizados. 3 Lo habíamos oído por la radio, claro. Teníamos en el club una Philco con la caja toda agrietada, que también habíamos encontrado en el basurero y que siempre estaba funcionando. Normalmente sintonizábamos una emisora de Lewinston que emitía los éxitos musicales del momento y los antiguos como « Wath in the World’s Come Over You» , de Jack Scott, y « This Time» , de Troy Shondell, y « King Creole» , de Elvis, y « Only the Lonely» , de Roy Orbison. A la hora de los noticieros, nos desconectábamos mentalmente y no oíamos. En general, no era más que un montón de paparruchas sobre Kennedy y Nixon y Quemoy y Matsu y el fallo de los cohetes y no sé qué diablos sobre lo que era Castro en realidad. Pero todos habíamos prestado atención a la historia de Ray Brower, supongo que porque se trataba de un chico de nuestra edad. Era de Chamberlain, un pueblecito que quedaba a unos sesenta kilómetros de Castle Rock, hacia el este.

Tres días antes de que Vern irrumpiera en el club tras una carrera de tres kilómetros, Ray Brower había salido de casa con una olla de su madre a buscar arándanos. Por la noche el chico no había regresado, así que los Brower llamaron al sheriff del condado y la búsqueda se inició. Primero solo por los alrededores de la casa del muchacho, y luego hasta los pueblos próximos de Motton y Durham y Pownal. En la búsqueda participaron policías, ay udantes, guardabosques y voluntarios. Pero a los tres días el niño seguía sin aparecer. Al oírlo por la radio, daba la impresión de que no iban a encontrar vivo al pobre infeliz, de que al final la búsqueda terminaría sin que consiguieran nada. Podía haberse asfixiado bajo un alud de arena o haberse ahogado en un arroyo y tal vez al cabo de diez años algún cazador tropezara con sus huesos. Estaban dragando las lagunas de Chamberlain y el embalse de Motton. Hoy día no podría ocurrir nada parecido; prácticamente toda la zona está comunicada con carreteras y pistas y las comunidades dormitorio que rodean Portland y Lewinston se han extendido como los tentáculos de un calamar gigante. El bosque sigue allí y se hace más cerrado a medida que te adentras en él hacia el oeste, hacia las Montañas Blancas; pero, si puedes aguantar de pie el tiempo suficiente para recorrer ocho kilómetros en la misma dirección, estáte seguro de que cruzarás alguna carretera de doble sentido. Pero en mil novecientos sesenta toda la zona entre Chamberlain y Castle Rock era casi virgen y algunos lugares no se habían explotado forestalmente desde antes de la Segunda Guerra Mundial. En aquellos tiempos, aún era posible adentrarse en el bosque y perderse y morir solo allí. 4 Vern Tessio había estado cavando aquella mañana debajo del porche de su casa. Cuando nos lo dijo, todos entendimos de qué se trataba, pero tal vez deba hacer un alto para explicarlo. A Teddy Duchamp le faltaba alguna hora de sol, pero desde luego Vern Tessio no le iba muy a la zaga. Aun así, su hermano Billy era todavía más tonto, como veréis. Pero antes he de contar por qué cavaba Vern bajo su porche. Cuando tenía ocho años, hacía cuatro, por tanto, un día enterró un tarro lleno de centavos bajo el porche de su casa. Vern llamaba « cueva» a la gran zona oscura que quedaba bajo el porche. Se traía entre manos una especie de juego de piratas y aquel tarro lleno de centavos era su tesoro enterrado (claro que si jugabas con él a piratas no podías decir el tesoro enterrado, tenías que decir « el botín» ). Así que enterró bien hondo el tarro con el dinero, volvió a rellenar el agujero y cubrió la tierra removida con las hojas que se habían ido amontonando bajo el porche a lo largo de los años. Dibujó un mapa del tesoro y lo guardó en su cuarto con sus cosas. Y durante meses se olvidó por completo del asunto. Y luego, un buen día, le hacía falta dinero para ir al cine o para algo parecido, y se acordó de su tesoro y fue a buscar el mapa. Pero para entonces su madre había ordenado y a dos o tres veces el cuarto de Vern y había recogido todos los papeles de deberes escolares atrasados y papeles de caramelos y tebeos y cuentos, y tal vez los hubiera usado para prender el fuego por la mañana algún día.

O al menos eso fue lo que pensó Vern.

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  1. ÚNICQA AGINA QUE FUNCIONA DE LOS MILLONES QUE HAY EN LA WEB

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