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Opus 77 – Alexis Ragougneau

Pero los minutos de silencio, como bien saben ustedes, nunca duran sesenta segundos enteros, ni siquiera en el recogimiento de una basílica ginebrina un día de funeral. La impaciencia no tarda en despuntar, por mucho que el grueso de los asistentes sean músicos de la OSR que, por definición, respetan el tempo que les impone su director. Esta vez, Claessens no está en el podio. Está tumbado en el ataúd, delante del altar, bajo la afanosa mirada de un cura imbuido de su misión. Ensalzar al artista. Dejar caer un par de palabras sobre una posible inspiración divina; nunca se sabe, tampoco cuesta nada y, al difunto, un poco de proselitismo daño no le va a hacer. Y lo que es su hija, sentada al piano unos metros más allá, seguramente no dirá nada, de lo ensimismada que parece. Por encima del teclado, anidada en la piedra, hay una Virgen con el Niño. En su rostro, vuelto hacia la vidriera, se queda prendida la luz del día. Jesús, un angelote mofletudo de pelo rizado, me mira fijamente con sus ojos de alabastro. No hay forma de saber lo que está pensando; debajo de la Madre y el Hijo, con el vestido de seda negro demasiado escotado para la ocasión y la melena cobriza colgando sobre las teclas de marfil, debo de quedar fatal, como una auténtica María Magdalena. He venido a tocar una pieza en el entierro de mi padre. No se me ha ocurrido nada mejor para ponerme que el primer vestido de concierto que he encontrado en el fondo de un armario. Allí, en la segunda fila, hay alguien sorbiendo por la nariz y llorando que empieza a sacarme de quicio. Me siento rarísima, casi extranjera, como si estuviera dando un concierto al otro lado del mundo, en Sídney o en Tokio, aún atontada por el desfase horario. Esta mañana temprano, cuando la iglesia aún estaba vacía de espectadores, vino un afinador para poner a punto el Bösendorfer (o, al menos, eso me ha asegurado el sacerdote). Me hubiese gustado cruzar unas palabras con él, charlar de ajustes y de mecánica (me encanta hablar con los artífices de instrumentos, técnicos, afinadores…). No pude: me estaban esperando en el tanatorio. Qué arrugado estaba Claessens. Qué viejo, metido en el ataúd. Ya era una momia. Como si todos los esfuerzos que se había consentido para preservar la juventud, las cremas, los implantes capilares y el bisturí se hubiesen quedado en nada por la muerte y la enfermedad. Justo antes de que cerraran el féretro, metí dentro la batuta, pensando que se quedaría más tranquilo teniéndola, para poder marcar el compás allá donde va, a dos metros bajo tierra y a ningún otro lugar. En la nave, los músicos de la orquesta se han sentado espontáneamente en formación de concierto. «La jauría», así los llamaba Claessens: «Dispuesta a escaparse en cuanto muestres la menor señal de debilidad, no lo olvides nunca, hija mía».


No lo olvido, papá. Noche tras noche, cuando tengo que tocar un concierto de Rajmáninov, de Beethoven o de Mozart, jamás lo olvido. La cuerda en las primeras filas. Violines a la izquierda y violas en el centro; a la derecha, los de mayor cilindrada, violonchelos y contrabajos. Más allá, la «charanga», clarinetes y fagots, flautas y oboes, trompas, trompetas, trombones y tubas. Y por último, al fondo del todo, los que pasan inadvertidos o casi, los percusionistas, que son mi picoteo favorito para después del concierto y los autógrafos, para después de los actos mundanos, en Nueva York, Milán o Berlín, cuando llega la hora de volver al hotel. Entre los lobos que aúllan siempre escojo al más sumiso, al más insignificante, y lo invito a tomar la última, para que los machos alfa se vuelvan locos, de celos y de ira. Aquí, en esta basílica, veo que varios músicos de la Orquesta de la Suisse Romande, sobre quienes reinaba mi padre, se han puesto el frac de las noches importantes. El minuto de silencio aún no ha concluido, pero ya quieren acelerar el tempo, pasar a la ceremonia religiosa propiamente dicha. Los veo desde el teclado, veo cómo rebullen en la silla, cruzan y descruzan la piernas; oigo cómo carraspean, se chascan las articulaciones y se suenan de forma más o menos discreta (hay que decir que estamos en invierno: fría, fría y húmeda Ginebra). No saben qué hacer sin un instrumento entre las manos. El silencio les resulta insoportable. Pero antes, todavía les queda escucharme. Anoche me dejaron claro (quién, ya no lo sé, un tío con traje oscuro de raya diplomática, ¿el administrador de la OSR, tal vez?) que estaría bien que yo interpretase una obra en la iglesia, en memoria de mi padre. Me pilló desprevenida. Yo, Ariane Claessens, no sabía qué tocar. Estos últimos días, en el centro de cuidados paliativos, me había convertido en la espectadora de su muerte inminente. Ni me acordaba de los conciertos. Intentaba alimentarlo con cucharilla, darle de beber, pero siempre se negaba. Me quedaba observando a las auxiliares de enfermería cambiarle los pañales y arreglarle la cama, y una en concreto, también pelirroja, pero de mentira, no paraba de decir: «Déjeme a mí, señorita Claessens, no le corresponde a usted mancharse las manos» (cito sus palabras), y yo: «Que sí, mujer, que sí, puedo echarle una mano». Solo que no me movía del rincón. Primero, me van a tener que escuchar, queridos espectadores vestidos de negro. Cuando llegué aquí, tenía pensado tocar Funérailles, de Liszt. Un programa de circunstancia. Y además me gusta tocar los pasajes forte, ensañándome con el teclado hasta la extenuación.

Algo para desfogarme con el instrumento en un día y un ambiente como estos. Pero antes de la ceremonia tuve que recibir los pésames en la escalinata de la iglesia, delante de un puñado de periodistas aferrados al paraguas (fuera está lloviendo a cántaros; fría, fría y lluviosa Ginebra). Estaba predestinada, ¿comprenden?, a recibir las sentidas condolencias de la profesión. Yo, la última superviviente, o casi; la última mohicana o, más bien, la última Claessens. Ariane, un cuarto de siglo bien colmado. Detrás del cutis de melocotón y el pelo de fuego, debo de tener por lo menos cien años. El primer apretón de manos me lo dio un percusionista. Uno de esos tíos del fondo, junto al radiador: «Ay, Ariane, ha pasado todo tan deprisa. —¿En serio? ¿Tan deprisa? Más bien se ha ido desafinando lenta y prolongadamente ¿no?—. Si antes del verano estuvimos hablando con tu padre de la próxima temporada. Sí, la verdad, tan deprisa». Este, por muy percusionista que sea, obviamente nunca me ha tocado. La OSR es familia. No te llevas a tu madrina de copas a las dos de la madrugada pasadas, tendría algo de incestuoso; más tarde les contaré el asunto ese del amadrinamiento. Desfilaron todos delante de mí, en la escalinata de Nuestra Señora de Ginebra, a unos cientos de metros de la estación; todos me dieron un apretón de manos siguiendo, por así decirlo, el orden protocolario o, mejor aún, siguiendo la formación de una orquesta sinfónica. Hasta el violín al que mi padre degradara muchos años antes (de primero a segundo) se acercó con todos los dientes fuera, sin que me quedara muy claro si era para sonreír o para hincármelos en las carnes. «Un músico inmenso. Una inmensa pérdida para la música. Te lo digo como lo siento, Ariane, hijita.» Y luego hace ademán de entrar en la basílica, donde el órgano se mantiene mudo porque soy yo quien, dentro de un rato, va a aporrear el Bösendorfer a modo de marcha fúnebre; pero, en el último momento, parece que se lo piensa mejor; ahora solo quedamos fuera él y yo, mientras sigue lloviendo a más y mejor (fría, fría y siniestra Ginebra), y el segundo violín me susurra al oído, pianissimo : «¿Tu hermano no viene? Después de todo, tampoco me sorprende». Entonces le digo: «¿Qué no te sorprende?». Y él dice: «Que ni siquiera se digne venir a despedirse de su padre. No consigue encajarlo, ¿verdad? Si es que David nunca ha sabido encajar ninguna presión. Ya era así de antes, pero desde lo de Bruselas, cómo no, ha ido a peor». Yo me quedé impertérrita, que es algo que se me da muy bien, mientras por dentro me inundaban la tristeza y la ira.

Entonces supe que no iba a tocar las Funérailles de Liszt, sino una obra mucho más larga, de cuatro movimientos, sin contar la cadencia del solista. Una composición para violín y orquesta, cuya transcripción para piano me sabía de memoria por haberla ensayado mil veces con mi hermano. El Opus 77. Ya ha pasado el minuto de silencio, más o menos, y me llega el turno de tocar. Me desnudan con la mirada, me clavan en el ataúd de madera negra que lleva el marchamo de Bösendorfer. «¿Qué nos va a interpretar? Apenas hace tres meses estaba encandilando a Salzburgo. Ovación de seis minutos, reloj en mano, y cuatro llamadas a escena. Y luego, de vuelta a Suiza para cuidar de Claessens.» Como verán, dicho sea de paso, siempre hay alguien esperándome a la vuelta de la esquina; incluso cuando levanto la tapa de un teclado en el entierro de mi padre, los críticos presentes en la sala tienen que sacar el bolígrafo y la libreta. Oigo silbar desde aquí su lengua viperina. «¿Estará a la altura en un día tan peculiar? ¿Se abrirá por fin, se soltará, se nos mostrará por fin al desnudo a los que estamos en el ajo? ¿O se refugiará tras el habitual y pasmoso virtuosismo que constantemente la vuelve inaccesible?» De todas formas, para esa gente solo soy un fenómeno de feria. Inspiro hondo antes de empezar. Es como zambullirse en las profundidades a pulmón libre. Cierro los párpados y echo la melena hacia atrás para darles a todos la oportunidad de verme brevemente el hermoso rostro salpicado de pecas. Mis dedos acarician las teclas (la fa mi la, la bemol sol fa do, si mi do la, sol la fa sostenido re). Tardan cinco segundos en reconocer el opus ruso. «¿ Qué? ¡Shostakóvich! ¿Pretende tocarnos eso? ¿Un concierto para violín sin violinista? ¿Así que hoy, la solista de talla internacional va a ser una mera repertorista? ¿Eso es lo que quiere que oigamos? ¿Un vacío? ¿Una ausencia? ¿Una transparencia?» Sí, señoras. Sí, señores. Exactamente eso. Yo solita seré una orquesta al servicio del etéreo de mi hermano. Ha habido que esperar a que David se quedara en silencio para que yo volviera a tomar la palabra al fin. Les ruego que se comporten con un mínimo de dignidad delante de los despojos de mi padre. Créanme si les digo que ser pacientes tiene su recompensa. Ahora, escuchen atentamente, escuchen nuestra historia; la de mi madre, la de mi hermano y la de Ariane Claessens, que toca para ustedes de memoria; esta vez, se lo garantizo, me verán desnuda como el día en que nací. * * * Uno de mis recuerdos más lejanos es un recuerdo que no me pertenece.

Debo de tener cuatro años y David, seis. Desde hace dos o tres meses, en cualquier caso, desde que llegamos a Ginebra, todas las mañanas mi hermano toquetea el Steinway del salón, después de comerse el cuenco de cereales y antes de irse al colegio, ante los ojos arrobados de Claessens. Mi madre, por su parte, ya ha empezado a encerrarse en su habitación en cuanto alguien abre la tapa del instrumento.

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