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Ópalos de Fuego – Elizabeth Haran

Inglaterra, 1956. Erin, una joven londinense, deja plantado en el altar a su novio infiel y viaja con su tío a Australia, donde este comercia con ópalos. Se instalan en la ciudad de Coober Pedy, pero Erin tiene que esforzarse bastante para adaptarse tanto al calor y a la aridez del Outback como a las toscas costumbres que imperan en las minas. Finalmente conoce a Jonathan, un joven inglés buscador de ópalos, que la deja fascinada de inmediato pero que parece ser completamente inalcanzable…


 

Londres, 1956 A pesar de que los ojos de Lauren Bastion tardaron unos instantes en acostumbrarse a la escasa iluminación del pub, su mirada se desplazó incansable por el local acechando entre la media docena de clientes. Allí estaba él, sentado en un rincón e inclinado sobre su copa. Tenía un aspecto vulnerable; exactamente así era como a ella le gustaban los hombres. Lauren se irguió y se aseguró de que su escote resaltara a la perfección. A continuación echó a andar con aire majestuoso bamboleando las caderas y siendo plenamente consciente de que el camarero había quedado boquiabierto. —Disculpe —dijo ella con un tono de voz que haría aguzar el oído a cualquier hombre por cuyas venas corriera algo de sangre—. Espero que no me tome por una mujer demasiado atrevida, pero usted es Gareth Forsyth, ¿verdad? Aunque lo veía de costado, Lauren advirtió enseguida que era mucho más atractivo que en la foto del periódico. Tenía unas facciones proporcionadas, el cabello abundante y ondulado y las sienes ligeramente plateadas. Por el traje que lucía debía de haber pagado tanto como lo que ganaban al año los restantes clientes del bar. Gareth sintió que lo arrastraban hacia la realidad desde un nivel menos doloroso de su conciencia. No obstante, no deseaba animar a nadie a una conversación ni mucho menos a una reunión social, y por ese motivo no apartó la vista de su whisky. La gente guapa de Londres no se citaba precisamente en el Slug and Lettuce, y, además, ese pub se encontraba lo bastante lejos de su casa y de su galería de arte en Knightsbridge. Así fue como aquel local sórdido se había convertido en las últimas semanas en su refugio. Era un lugar muy tranquilo, sobre todo por las tardes, y estaba escasamente iluminado. Hasta ese preciso instante, siempre se había sentido de incógnito allí, al final de la barra, donde él solía sentarse. Gareth se encontraba ensimismado en sus pensamientos, envuelto en el suave manto de los recuerdos felices. La pregunta de aquella mujer lo turbó de tal modo que apenas se creyó capaz de responder. —No pretendo ser descortés, pero por el momento mi compañía es más bien desagradable —dijo con la intención de que lo dejaran en paz. —Lo entiendo —oyó que respondía la desconocida—. Lo entiendo muy bien. Gareth esperó en vano a oír el sonido de pasos alejándose. En lugar de eso, percibió un perfume vago pero subyugante.


Cuando tuvo claro que la mujer no iba a desistir, se volvió con la intención de quejarse, pero se sumergió en las profundidades de unos ojos de un azul mediterráneo. Eran los ojos de una mujer extremadamente atractiva de cabello rubio rojizo, que le resultaba vagamente familiar. —¿La conozco? —preguntó con cierto titubeo. Se preguntó si no sería quizás una clienta de la galería, pero entonces su mirada se deslizó por las numerosas curvas de su vestido, que era apenas más claro que sus ojos y de una talla menos, como mínimo, de lo que habría sido apropiado. La idea le pareció absurda. No se habría olvidado nunca de una mujer con aquel rostro de ángel y el cuerpo de diosa. —Hasta ahora no nos habíamos conocido, por desgracia —dijo con una sonrisa seductora la bella desconocida. Gareth calculó que debía de rondar los cuarenta, es decir, que era por lo menos diez años más joven que él. —Soy Lauren Bastion —prosiguió ella—. Leí en el periódico acerca de la muerte de su esposa. Querría expresarle mi más sentido pésame. Sé lo que significa una pérdida semejante. Así que entiendo demasiado bien su pena. Gareth asintió con la cabeza. —Gracias, señorita… ¿O debo llamarla señora Bastion? —Señorita. Por el momento me encuentro entre dos maridos. —Sonrió sin mostrar ni rastro de turbación a pesar del calibre de su confesión. La mirada de Gareth fue a parar a sus piernas largas y delgadas cuando ella se sentó en un taburete contiguo. Se le pasó por la cabeza que la expresión « entre dos maridos» era como una sugerencia y que vendrían otras del mismo tipo. —¿Conoció usted a Jane? —preguntó. —Personalmente, no —respondió la rubia—, pero en las casas de dos de mis maridos hay cuadros de ella colgados en las paredes. Y por ese motivo tengo la sensación de haberla conocido de algún modo. Su primer y su segundo marido habían comprado varios cuadros de Jane Forsyth. Ambos habían insistido durante sus respectivos divorcios en quedarse con ellos. A ella no le había importado nada en su momento, porque no le gustaban, pero esa decisión resultó ser un gran error.

El precio de los cuadros se había disparado hasta las nubes desde la muerte de la pintora. —¿Es usted viuda? —preguntó Gareth refiriéndose a lo que la mujer había dicho sobre que comprendía lo que sentía a causa de la pérdida que había sufrido. —No tengo esa suerte —repuso Lauren en un tono despectivo—. Estoy divorciada. Sé que suena cruel, pero Barry, mi último marido, ha dado un significado completamente nuevo a la palabra « cruel» . —Solo de pensar en su tercer marido y en su amargo divorcio se ponía furiosa. Le llamó la atención la mirada que Gareth le dirigió, de modo que decidió explicarse—: En una ocasión, en pleno invierno, me sacó de nuestra casa en mitad de la noche. —¿Por qué hizo eso? —preguntó Gareth enarcando las cejas. —Tuvimos una pequeña y estúpida discusión —contestó Lauren quitándole importancia a aquella airada pelea en la que se rompieron copas y hubo muchos insultos—. Yo llevaba puesto solamente un salto de cama muy ligero, de andar por casa —añadió con enojo—. Había nevado mucho aquel día, así que tuve que refugiarme en el garaje hasta la mañana siguiente, de lo contrario me habría congelado. No tenía intención de contarle a Gareth la maravillosa idea que se le ocurrió para mantener el calor. Encontró un cubo con pintura y pintó de rojo chillón el Rolls-Royce de Barry, que era todo un orgullo para él. Gareth se estremeció ante tamaña frialdad por parte de un marido, pero ante su imaginación se dibujó nítidamente la figura de Lauren vestida con un salto de cama muy ligero. ¿Lo habría pronunciado ella con esa intención? —¿Me invitaría usted a una copa? —preguntó ella con un arrullo. Gareth no deseaba conversar, ni siquiera con aquella mujer extraordinariamente atractiva, pero como le había sorprendido y desarmado la franqueza de ella, no se le ocurrió ninguna excusa creíble. Ella pareció entender su silencio como una invitación y se volvió al camarero, cuya mirada, aprobatoria, estaba amartelada en sus pechos. —Tomaré un Campari Soda con hielo, por favor —dijo ella. —Usted da la impresión de estar fuera de sitio aquí —murmuró Gareth para darse cuenta a continuación de que aquella observación resultaba inapropiada—. Lo siento, no he querido decir eso… —se disculpó él inmediatamente. —Y usted parece aquí el único perro de raza en una residencia para gatos vagabundos —le espetó Lauren sin pensárselo un solo instante y sin sentirse ofendida en lo más mínimo. Miró a su alrededor con un gesto de desagrado. Cuando el camarero le puso delante su Campari, ella tomó un trago largo. Gareth estuvo a punto de esbozar una sonrisa. —Este local ha venido un poco a menos, pero encaja a la perfección con mi estado de ánimo momentáneo —respondió él en voz baja y constatando que querría saber más cosas de esa mujer que había aparecido en aquel pub como salida de la nada.

—Mencionó usted antes que había sufrido una pérdida… —dijo él por ese motivo. —Sí, recientemente he perdido a mi padre. Sé que no es lo mismo, pero una pérdida es una pérdida. —Cierto —dijo Gareth profiriendo un suspiro. Lauren se guardó para ella que no había visto ni hablado a su padre, que era cristiano, desde que se casó con su primer marido hacía quince años. Por aquel entonces se había convertido ella al judaísmo. Su madre había mantenido el contacto con ella, pero la relación con su padre no mejoró siquiera cuando seis años después se hizo baptista por su segundo marido, un norteamericano nacido en el sur profundo de Estados Unidos que había hecho una buena fortuna con la exportación de algodón. Pero cuando descubrió que su marido era un ludópata, se divorció de él. Fue perdiendo progresivamente su fortuna y ya no pudo ofrecerle el nivel de vida al que la había acostumbrado. Lauren hizo las maletas lo más rápidamente que pudo y puso los pies en polvorosa con el dinero que aún le quedaba a él. Barry fue su tercer marido, increíblemente rico, pero cicateaba cada céntimo. Opinaba que ella misma podía hacerse la manicura y también lavarse y cortarse el pelo, y que solo se necesitaba un vestido nuevo para ocasiones muy contadas y especiales. Y por si fuera poco, esperaba de ella que se lo pusiera más de una vez. Y en lo relativo a los zapatos no le cabía en la cabeza por qué una mujer debía querer o necesitar más de dos o tres pares. Él, por su parte, coleccionaba automóviles, siete para ser exactos. Y este fue el motivo de todas sus peleas y de su divorcio. Por suerte le tocó a él pagar a los abogados de ella, así que pudo salir bien librada y sacó una buena tajada. Sin embargo, el dinero se le fue enseguida de las manos porque no le gustaba trabajar. —¿Qué la trae a usted por este local? —quiso saber Gareth. —Iba a preguntar por una dirección —dijo ella mintiendo sin esfuerzo—. Entonces le vi a usted. Mostraba un aspecto tan desvalido que de inmediato me compadecí de usted. En las noticias de la sección de sociedad del periódico había leído un artículo sobre la muerte de Jane Forsyth y decidió conocer al afligido viudo. Contrató a alguien para enterarse de cómo pasaba él sus días. Había sido un gasto bien empleado, tal y como se demostraba ahora.

—Bien. Los dos nos hemos dado cuenta de que este local no es de su categoría ni de la mía —prosiguió ella—. ¿Qué tal si me invitara usted a cenar? En el Landau Dining Room del hotel Langham seguramente no nos sentiremos fuera de lugar. Y el salmón que sirven allí se le deshace a uno en la lengua, se lo aseguro. Hacía poco que ella había cenado allí, y nada menos que con el muy atractivo Howard Duffield, propietario del Daily Mirror. Su esposa, inmensamente rica, había fallecido hacía algunos meses a consecuencia de un trágico suceso. Un rayo había abatido a Susan mientras daba un paseo por Cape Cod con su mejor amiga Patricia Lawford, Kennedy de soltera, de la Society Lady. El hermano de aquella dama era el senador John F. Kennedy, y estaba casada con el actor Peter Lawford. Susan había sido doncella de honor en la boda de Pat. Durante la cena con Howard en el hotel Langham, Lauren se enteró de que la familia de Susan Duffield había realizado los primeros trámites legales para que Howard no llegara a gozar de la fortuna de Susan. Además habían tomado las medidas necesarias en relación con el dinero que él había ganado durante el matrimonio, con el fin de que él pudiera quedarse con lo menos posible. Durante toda la velada, Howard estuvo lamentándose de esos problemas, se quejó sobre todo de que pudiera perder el periódico. Así que Lauren decidió que no habría una segunda cita con él. La propuesta de ella dejó confuso a Gareth. —Eso no sería muy decente, señorita Bastion. —Llámeme Lauren —dijo ella con voz de arrullo y firmemente decidida a no aceptar un no por respuesta—. ¿Y por qué no? —Solo hace un mes que falleció mi esposa. Salir tan pronto con otra mujer no causaría ninguna buena impresión, sobre todo si esa mujer es tan extraordinariamente atractiva como lo es usted. Lauren estaba radiante. Gareth estaría en sus manos al cabo de unos pocos instantes. —Simplemente seríamos dos amigos que se consuelan mutuamente —repuso ella haciendo valer su arte de persuasión. Posó suavemente su mano sobre el brazo de él en un gesto de intimidad que debía sellar aquel asunto. —Hasta hace unos pocos instantes éramos todavía dos perfectos extraños — protestó Gareth, pero en un tono más bien débil. —Sí, y ahora somos amigos.

Y, por cierto, tal vez me equivoco, pero usted no da la impresión de ser un hombre que preste demasiada importancia a la opinión de los demás. Gareth miró a Lauren con gesto reflexivo. —¿Tengo razón? —preguntó ella inclinándose ampliamente hacia delante; sus ojos azules despidieron un brillo pícaro. De repente se acordó él de las numerosas veces que su esposa le había recriminado que no se vistiera correctamente para determinadas ocasiones contraviniendo con ello las reglas del decoro. —Sí, tiene usted razón —respondió él—. Normalmente no prestaría ninguna atención, pero… —En ese momento se acordó de Bradley y de Erin, su hijo y su hija. —Entonces, ¿a qué estamos esperando? —preguntó Lauren apurando su Campari Soda y levantándose de su asiento. Gareth titubeó. —Se trata únicamente de una cena entre amigos —le apremió Lauren. Gareth se levantó también, víctima del apuro. Cuando los dos se dirigieron a la salida del local, el camarero les siguió con la mirada, con la sensación de que Gareth no presentía siquiera el berenjenal en el que se estaba metiendo. 2 Erin Forsy th estaba asomada a la ventana de su dormitorio en la segunda planta de la casa familiar en Knightsbridge. Estaba ya muy entrada la tarde y hacía un calor poco corriente para lo que era normal en Inglaterra. Hasta entonces el verano no había sido muy caluroso; sin embargo, el tiempo atmosférico era lo último en lo que pensaba ella en esos momentos. Erin estaba observando a su padre en la acera, ay udando a Lauren Bastion a subirse a un taxi. Con sus pantalones ceñidos de color crema atrajo algunas miradas aprobatorias de peatones varones. Los botones superiores de su blusa de color rojo intenso estaban abiertos, ofreciendo una vista libre sobre su impresionante escote. Daba la sensación de que aquel tejido delicado pudiera desgarrarse en cualquier momento por la presión de sus exuberantes pechos. Erin solo había visto vestida a Lauren con ropas que marcaban sus curvas, y eso la enfadaba. Al ver que Lauren acariciaba la mejilla de su padre y le sonreía con coquetería, suspiró y se dio la vuelta sintiendo un asco profundo. Su hermano apareció junto a la puerta abierta de su habitación. Bradley era dos años más joven que ella, y los dos estaban muy compenetrados. Aún se sentían más unidos si cabe, desde que habían perdido a su madre. —¿Se ha marchado y a? —preguntó Bradley. No quería pronunciar siquiera el nombre de aquella mujer que no quitaba los ojos de encima a su padre, y mucho menos quería verla, así que permaneció en su habitación todo el tiempo que ella estuvo en la casa.

—Sí, por suerte. Sencillamente no entiendo qué ve papá en ella —dijo Erin entre dientes—. Él es una persona muy inteligente y ahora se está comportando como un idiota —prosiguió sabiendo que su tono era más el de una quinceañera enfadada que el de una joven con apenas veinte años cumplidos, pero no pudo hacer nada para remediarlo. —Yo tampoco le entiendo —dijo Bradley furioso—. Papá tiene que haberse dado cuenta de que no estamos de acuerdo con esta situación. Se lo hemos dejado realmente bien claro, sobre todo hoy, pero a él parece darle lo mismo. Por lo visto no tiene ninguna importancia lo que pensemos nosotros. Su hermano no quería seguir luchando, pero Erin no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer. Su padre y Lauren los habían invitado a un almuerzo campestre. Lauren había traído un cesto con una buena botella de vino y un montón de exquisiteces compradas, y a que ella era incapaz de cocinar siquiera un huevo frito. Erin y Bradley habían dado excusas para no ir; Bradley había simulado dolor de cabeza, y eso que padecía dolores de cabeza en contadísimas ocasiones. Erin había afirmado que todavía había mucho papeleo por despachar en la galería, y que no podía postergarse. Lauren, a pesar de la decepción simulada, se había alegrado visiblemente de tener a su padre para ella sola. Erin y Bradley se habían enfadado, pero lo importante para ellos había sido dejar bien claras las posiciones respectivas. —Voy a hablar con él y a decirle con toda claridad lo que pienso —dijo Erin entre dientes en un tono de furia—. Y esta vez no voy a tener ninguna consideración hacia sus sentimientos. Hace muy pocos meses que mamá murió. No puede encontrarse y a ahora con una mujer, y mucho menos con una supuesta dama de sociedad que posee una buena colección de exmaridos y una inclinación bien pronunciada a las grandes fortunas. Sí, y a sé que él no lee las noticias de sociedad, pero de todas formas no me explico cómo se le ha podido pasar por alto la fama que tiene esa Lauren. Toda la ciudad habla de ella. Lo que llaman la « amistad» de los dos se ha colado ya en las páginas de las revistas del cotilleo. ¡Qué cosa más penosa! En calidad de hombre, Bradley entendía mucho mejor que su hermana lo que los hombres encontraban tan atractivo en Lauren. Era despampanantemente atractiva para su edad, tenía algo de chica de calendario, las piernas largas, el cabello rubio rojizo y ese exuberante escote que ella mostraba siempre llena de orgullo. Podía imaginarse perfectamente que se ganara a la mayoría de los hombres con su encanto. Sin embargo, le ponía enfermo que su padre se hubiera dejado deslumbrar por esa pose seductora.

Le parecía que echaba suciedad sobre la memoria de su madre. Jane había sido una mujer llena de elegancia y gracia natural, justamente el polo opuesto de Lauren Bastion. Erin oyó cerrarse la puerta de la casa y se dirigió a la escalera. —¡Papá! —llamó a su padre desde el rellano cuando se disponía a desaparecer en su cuarto de trabajo—. Tengo que hablar contigo. —Cuidado, Erin —la avisó Bradley—. Papá sigue estando de luto aunque no lo muestre. Erin no prestó atención a su hermano. Estaba firmemente decidida a que su padre entrara en razón. —¿Qué ocurre, Erin? —preguntó Gareth de buen humor. Él y Lauren habían disfrutado de un picnic maravilloso al sol de la tarde. Le había desilusionado que Erin y Bradley no hubieran estado presentes, pero a Lauren no le había importado al parecer, y él se había sentido encantado con su compañía, como siempre. Erin bajó las escaleras a toda velocidad y con gran estrépito. Apenas pudo reprimir lo que quería decirle hasta llegar abajo. —Bradley y yo no nos sentimos nada felices de que te encuentres con esa mujer, y eso no es ya ningún secreto. Gareth pareció desconcertado por el grado desmesurado de la furia de su hija. Miró a Erin inquisitivamente, como si no tuviera ni idea de la causa de la tremenda agitación de ella. —Sé que no me corresponde decirte que no deberías salir con una mujer de nuevo, porque para eso todavía no ha pasado el tiempo suficiente —aclaró Erin con énfasis—. Al hacerlo estás ensuciando la memoria de mamá. —No estoy saliendo con ella, Erin. Somos amigos, sencillamente. — Entretanto, él tenía claro que Lauren iba a por más, pero él no estaba dispuesto todavía a iniciar una nueva relación, y Lauren parecía comprender bien la situación. —¡Ay, papá! En las revistas de cotilleo aparece ya con todo lujo de detalles eso que llaman vuestra « amistad» —dijo Erin, ofendida. —No lo sabía… Bueno, no puedo poner remedio a eso. La gente se cree lo que quiere creerse, tú en cambio sabes lo mucho que amaba a vuestra madre.

—Sí, lo sé. Y por ello tampoco puedo dar crédito a que te encuentres con una mujer como Lauren Bastion. Según todo lo que he podido leer acerca de ella, es una verdadera profesional en casarse con hombres ricos y divorciarse de ellos poco después. —Me doy perfecta cuenta de que las cosas parecen así como dices, Erin, pero ello se debe a que ha tenido mala suerte en el amor, nada más. —¿Estás seguro de que es así, papá? Solo conoces su versión de la historia. —Lo sé, pero detrás de esa fachada se esconde en realidad una mujer muy ingeniosa y razonable. Es simpática. Su amistad ha mitigado un poco mi dolor por la pérdida de vuestra madre. No te enfades conmigo, Erin, por favor. —Estoy decepcionada, papá, y no me fío para nada de Lauren. Creo que simplemente no quieres ver sus defectos. Quizá se deba a la pena por la muerte de mamá. O quizá sea Lauren una experta en manipular a los hombres, pero sea lo que sea, tienes que abrir bien los ojos, no el corazón. —Creo que no se trata de ninguna de esas dos cosas, Erin. Lauren es muy generosa, y también es muy respetuosa y cariñosa. Ojalá quisieras conocerla de una vez por todas… Erin no pudo contenerse ya por más tiempo. —Pero es que no quiero conocerla —vociferó ella. Luego se recompuso y lo intentó por otra vía—. Has estado muy ocupado en estos últimos tiempos. Prácticamente me has dejado a mí sola la dirección de la galería de Knightsbridge, y Phil me ha contado que desde hace quince días no te has dejado ver por la galería de Whitechapel. Solo es el secretario. No debería recaer toda la responsabilidad únicamente en él. —A Phil nunca le ha gustado que me entrometa en la dirección de la galería de Whitechapel. Por eso estoy seguro de que solo puede estar contento con mi ausencia. Y en lo que respecta a la filial de allí, Lauren ha formulado una propuesta sobre la que estoy meditando seriamente.

Erin dirigió una mirada desconcertada a su padre. —¿Qué propuesta? —Opina que sería buena idea arrendarla, quizás a Phil, y mantener al mismo tiempo una participación porcentual en los beneficios. De esa manera podríamos concentrarnos en ampliar el negocio en la galería de Knightsbridge que es más importante. Hemos hablado de las ventajas, y creo que se trata de una idea fabulosa. —Pero ¿qué sabe Lauren del comercio de obras de arte? ¿Y desde cuándo posee el derecho de intervención en las decisiones que tomamos? —refunfuñó Erin. —Se trataba solamente de una propuesta. Ella pretendía ayudar, nada más. Erin se quedó atónita. Apenas podía creer que su padre debatiera con Lauren sobre los asuntos relativos a las galerías o que prestara oídos a los consejos de ella. Sus dudas no hicieron sino aumentar repentinamente. —Siento mucho haberte dejado completamente sola en la dirección de la galería de Knightsbridge durante estas últimas semanas. Necesitaba un poco de distancia, nada más —aclaró Gareth—. Te prometo que las cosas van a cambiar a partir de ahora. Erin miró a su padre con gesto de preocupación. Durante unos instantes titubeó, pero luego decidió comunicarle a su padre otra noticia amarga. —La semana pasada vendí Joyful Afternoon. A Gareth se le descompuso el rostro. —Era uno de los cuadros favoritos de mamá —prosiguió Erin. La voz se le quebró. Casi se le había roto el corazón cuando tuvo que presenciar cómo se llevaban el cuadro por la puerta—. Desde entonces andan los clientes de la galería preguntando por otros cuadros de mamá. Y otro tanto ocurre también en Whitechapel, según me han dicho. —Esto tenía que ocurrir, Erin. Los aficionados al arte están muy sensibilizados por el momento con las obras de vuestra madre. Dentro de unas pocas semanas concentrarán su interés en algo diferente.

Erin no quería dar crédito a sus oídos. —Igual que tú estás concentrando tu interés en algo diferente, papá. —¡Erin! —exclamó Gareth con enfado—. ¿Cómo eres capaz de decir algo así? ¡No vuelvas a hablarme nunca más de esa manera! ¿Me has oído? Vuestra madre ha significado infinitamente mucho. Si pudiera, la iría a buscar ahora mismo. Pero los dos sabemos que eso no es posible. Erin deseó no mostrarse demasiado encolerizada, pero se sentía tan herida que no podía ocultar sus sentimientos. —Si hubieras querido verdaderamente a mamá, no te habrías enredado con esa mujer al cabo de tan poco tiempo, papá —dijo dándose la vuelta, y echó a correr escaleras arriba con las lágrimas asomándole a los ojos. Cuando Cornelius, tío de Erin, fue a abrir la puerta de su casa y vio a su sobrina sentada en la escalera, reconoció con toda claridad que había estado llorando. Ella se sintió aliviada al verlo porque sabía que se encontraba de negocios por Tailandia, y no sabía exactamente cuándo tenía pensado regresar. Lo primero que le llamó la atención fue el color moreno intenso de su piel. Parecía un tailandés. —¡Hola, tío! —dijo ella—. ¿Cuándo regresaste? —Anoche, Erin. ¿No te encuentras bien? —preguntó Cornelius invitándola a entrar en la vivienda. —Simplemente… estoy muy contenta de verte —dijo Erin. Vio con claridad que su tío no podía haber leído todavía en los periódicos las noticias sobre su padre y Lauren porque acababa de regresar. —¿Cómo te fue por Tailandia? —Hacía un calor horroroso, pero el viaje ha sido todo un éxito. He comprado algunos zafiros preciosos. Cornelius sabía que Erin echaba de menos a su madre. También él echaba terriblemente de menos a su única hermana. Apenas había sido soportable saber que ella no estaría y a allí a su regreso a Londres. Él y Jane habían estado muy compenetrados, sobre todo tras perder él a su esposa Corinna después de una lucha continuada de tres años contra el cáncer. Le detectaron el tumor después de haber intentado quedarse embarazada en vano durante años y haberse sometido entonces a una revisión médica en profundidad. —¿Te apetece un brandy ? —A Cornelius le pareció que su sobrina tenía el aspecto de andar necesitando un tónico.

También él se sirvió una copa. Erin percibió que Cornelius estaba esperando a que ella dijera algo después de entrechocar sus copas, pero le estaba costando enormes esfuerzos pronunciar alguna frase. Sabía que su tío se enfadaría muchísimo con su padre, pero él siempre le había dado magníficos consejos que la habían ay udado en la vida. Y eso justamente era lo que ella necesitaba en esos momentos, un buen consejo. —Echas de menos a tu madre, ¿verdad? —preguntó Cornelius. Erin asintió con la cabeza, entre lágrimas. —No puedo creerme que se haya ido para siempre. —Yo también la extraño mucho —admitió Cornelius—. Me gustaría poder decir que el tiempo cura todas las heridas, pero eso parece que no me afecta a mí. —El paso del tiempo no había mitigado el dolor por la pérdida de Corinna, todo lo contrario, la añoraba aún más con cada año que pasaba. Su hermana Jane era más joven que él, su muerte sucedió repentinamente y significó una terrible conmoción para todos. Se encontraba en el taller de pintura de su casa, debajo del tejado, y estaba sentada pintando cuando cay ó muerta. En la autopsia se descubrió que tenía un aneurisma en el cerebro, que se había desgarrado. La muerte fue fulminante. Nadie pudo presentir siquiera que pasaría algo así, en las horas previas ella no había sentido más que unos ligeros dolores de cabeza. —Sí, es terrible, pero no me encuentro agitada por ese motivo, tío Cornelius —dijo Erin. —¿Qué ocurre entonces? ¿No le van bien las cosas a Bradley? Bradley había sido un niño completamente sano hasta que enfermó de poliomielitis a los siete años. Los médicos comunicaron a Gareth y a Jane que no volvería a poder andar. Gareth decidió aceptar ese revés del destino y llevarlo con dignidad, y no dio muestras de tristeza, pero Jane se negó airada y rotundamente a tolerar que su hijo viviera toda su vida con una incapacidad. Trabajó día tras día con Bradley, bosquejó ella misma un plan terapéutico a su medida. La dura labor de ella y la tremenda fuerza de voluntad de Bradley obtuvieron sus frutos y él se recuperó milagrosamente en contra de todos los pronósticos médicos. La única señal de haber padecido la polio alguna vez era una ligera cojera. Estaba firmemente decidido a no dejar pasar nada en su vida, y así fue como participó con entusiasmo en las competiciones deportivas en la escuela, y posteriormente convirtió en aficiones algunos deportes de aventura como la escalada en montañas y el esquí acuático, pese al disgusto de su madre. Cornelius admiraba infinitamente a su sobrino, pero eso no le impedía preocuparse por su salud. —Bradley se encuentra bien.

Los dos estamos muy preocupados por papá. —No será el mismo de antes durante mucho tiempo —dijo Cornelius—. El proceso que envuelve la pena es complicado, tenéis que animarle a salir de casa y a encontrarse con otras personas. Si se encierra en sí mismo, como hice yo durante un tiempo, o se sumerge en el trabajo, eso no le reportará ningún bien a la larga. —Me gustaría que hiciera eso precisamente, pero desgraciadamente no se trata de eso —dijo Erin. —¿Qué quieres decir?

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