Oliver Twist malvive en un hospicio donde escasas raciones de comida y los castigos corporales son normas del sistema educativo. Empujado por el ambiente, ingresa en una banda de ladronzuelos a las órdenes del viejo avaro Fagin.
Los bajos fondos de Londres son el escenario de esta genial novela universal publicada por entregas, que también se adaptó al cine y al teatro.
Entre los varios edificios públicos de cierta ciudad, que por muchas razones será prudente que me abstenga de citar, y a la que no he de asignar ningún nombre ficticio, existe uno común, de antiguo, a la mayoría de las ciudades, grandes o pequeñas; a saber: el Hospicio.
En él nació —un día y año que no he de molestarme en repetir, pues que no ha de tener importancia para el lector, al menos en este punto del relato— el ser mortal cuyo nombre va antepuesto al título de este capítulo.
Bastante después de haber sido introducido en este mundo de pesares e inquietudes por el médico de la parroquia, abrigáronse innúmeras dudas de que el niño sobreviviese siquiera lo preciso para llevar un nombre,
en cuyo caso es más que probable que estas Memorias no hubiesen aparecido jamás, o, de haberse publicado, al hallarse comprendidas en un par de páginas, hubieran poseído el inestimable mérito de constituir la biografía más concisa y fiel de cuantas existan en la literatura de cualquier época o país.
Si bien no estoy dispuesto a sostener que el haber nacido en un hospicio sea, por sí sola, la circunstancia más afortunada y envidiable que pueda acontecer a un ser humano, sí he de decir que, en este caso particular,
fue lo mejor que pudo haberle ocurrido a Oliver Twist. Es el caso que se tuvieron grandes dificultades para inducir a Oliver a que tomase sobre sí la tarea de respirar, práctica molesta, pero que la costumbre ha hecho necesaria para nuestra cómoda existencia,
y durante un rato permaneció boqueando sobre un colchoncillo de borra, suspendido de manera harto inestable entre este mundo y el otro, indudablemente inclinada la balanza en favor de este último.
Ahora bien: si durante ese breve período hubiese estado Oliver rodeado de solícitas abuelas, anhelosas tías, expertas nodrizas y doctores de honda sabiduría, inevitable e indubitablemente hubiera muerto en un decir amén.
Mas como no había sino una pobre vieja, bastante aturdida por el inusitado uso de la cerveza, y el médico de la parroquia, que desempeñaba estas funciones por contrata, Oliver y la Naturaleza pudieron dilucidar la cuestión por sí solos.
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