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No te rindas – Harlan Coben

Daisy llevaba un vestido negro ceñido con un escote más profundo que un doctor en Filosofía. Localizó a su presa sentada al final de la barra, con un traje gris de raya diplomática. Mmm. Aquel tipo era lo bastante mayor para ser su padre. Aquello puede que hiciera algo más difícil el jueguecito, pero quizá no. Nunca se sabe con los tipos maduros. Algunos de ellos, especialmente los recién divorciados, se mostraban muy dispuestos a pavonearse y a demostrar que aún tenían gancho, aunque no lo hubieran tenido nunca. Sobre todo si no lo habían tenido nunca. Daisy atravesó el local, sintiendo las miradas de los hombres que se pegaban como lombrices a sus piernas desnudas. Cuando llegó al final de la barra, se sentó discretamente en el taburete que había a su lado. La presa mantenía la mirada fija en el vaso de whisky que tenía delante como si fuera una gitana con una bola de cristal. Esperó a que se volviera hacia ella. No lo hizo. Daisy dedicó un momento a estudiar su perfil. Tenía la barba tupida y gris. La nariz era protuberante y abultada, casi como si fuera un postizo de silicona para una película. Llevaba el pelo largo y desaliñado, como una fregona. «Segundo matrimonio —pensó Daisy—. Muy posiblemente, su segundo divorcio». Dale Miller (así se llamaba la presa) cogió su whisky con delicadeza. Lo envolvió con las manos como si fuera un pájaro herido. —Hola —dijo Daisy, echándose atrás la melena en un gesto perfectamente estudiado. Miller se volvió hacia ella y la miró a los ojos de frente. Ella esperaba que bajara la mirada hacia el escote —hasta las mujeres lo hacían, cuando se ponía aquel vestido—, pero no lo hizo. —Hola —respondió.


Y luego volvió al whisky. Daisy solía dejar que fuera la presa quien moviera ficha. Aquella era su técnica habitual. Ella saludaba, sonreía, y el tipo le preguntaba si podía invitarla a una copa. Lo típico. Sin embargo, Miller no parecía estar de humor para coquetear. Le dio un buen trago a su vaso de whisky, y luego otro. Eso estaba bien. Que bebiera. Facilitaría las cosas. —¿Puedo hacer algo por ti? —le preguntó él. «Cachas», pensó Daisy. Esa era la palabra que mejor lo describía. Hasta con aquel traje de ejecutivo, Miller tenía aquel aspecto cachas de motero veterano del Vietnam, y una voz áspera a juego. Era el tipo de hombre maduro que Daisy encontraba misteriosamente interesante, aunque es probable que aquello fuera consecuencia de su legendario problema psicológico con su padre. A Daisy le gustaban los hombres que le infundían seguridad. Había pasado demasiado tiempo desde el último que había conocido. «Es hora de probar un enfoque diferente», pensó. —¿Te importa que me siente aquí, contigo? —Daisy se acercó un poco, sacando partido al escote, y se explicó, con un murmullo—. Hay un tipo ahí… —¿Te está molestando? Qué encanto. No lo dijo para hacerse el macho, como muchos otros memos que había conocido. Dale Miller lo dijo con tranquilidad, sin más, como un caballero. Como un hombre que quería protegerla. —No, no… La verdad es que no. Él se puso a mirar por el bar.

—¿Quién de ellos es? Daisy le apoyó una mano en el brazo. —No ha ocurrido nada, en realidad. De verdad. Es solo que… me siento más segura contigo aquí. ¿Te importa? Miller volvió a mirarla a los ojos. La nariz protuberante no encajaba con el resto del rostro, pero casi no se le notaba con aquellos penetrantes ojos azules. —Por supuesto que no —dijo él, con voz de no bajar la guardia—. ¿Puedo ofrecerte una copa? Daisy no necesitaba mayor introducción. Se le daba bien dar conversación, y a los hombres — casados, solteros, en proceso de divorcio, lo que fuera— nunca les importaba mucho abrirle su corazón. Dale Miller tardó un poco más de lo normal —a la copa número cuatro, si no se había descontado—, pero al final llegó al divorcio en trámites con Clara, su —¡premio!— segunda mujer, dieciocho años más joven que él. («Tenía que haberme dado cuenta, ¿no? Soy un idiota».) Una copa después, le habló de sus dos hijos, Ryan y Simone, la lucha por la custodia, su trabajo en banca. Ella también debía contarle algo. Así funcionaba la cosa. Había que alimentar el fuego. Tenía una historia a punto para aquellas ocasiones —completamente ficticia, por supuesto—, pero había algo en el modo en que respondía Miller que le hizo añadir detalles íntimos. Aun así, nunca le contaría la verdad. La verdad no la conocía nadie más que Rex. Y ni siquiera Rex lo sabía todo. Él tomaba whisky. Ella tomó vodka. Intentó beber despacio. En dos ocasiones se llevó el vaso lleno al baño, lo vació en el lavabo y lo rellenó con agua. Aun así, Daisy se sentía algo mareada cuando llegó el mensaje de texto de Rex. L? Lde «Listo».

—¿Todo bien? —le preguntó Miller. —Sí, claro. Una amiga. Respondió con una S de «Sí» y se volvió de nuevo hacia él. Aquella era la parte en la que ella solía sugerir que fueran a un lugar más tranquilo. La mayoría de los hombres se tiraban de cabeza —en eso los tíos eran de lo más predecibles—, pero no estaba segura de que la vía directa funcionara con Dale Miller. No es que no pareciera interesado. Simplemente parecía estar —no habría sabido muy bien cómo expresarlo— por encima de todo eso. —¿Te puedo preguntar una cosa? —dijo. Miller sonrió. —Llevas preguntándome cosas toda la noche —respondió él, arrastrando ligeramente la lengua. Bien. —¿Has venido en coche? —Sí. ¿Por qué? Ella echó una mirada por el local. —¿Podrías…? Bueno… ¿Te importaría llevarme a casa? No vivo lejos de aquí. —Sí, claro, no hay problema —dijo él—. Puede que necesite un rato para despejar la borrachera… Daisy se bajó del taburete. —Ah, bueno, no pasa nada. Ya iré a pie. Miller levantó la cabeza. —Un momento. ¿Qué dices? —Es que tendría que irme ya, pero si no puedes conducir… —No, no —dijo él, poniéndose en pie—. Ya te llevo ahora. —Si no te va bien… —No hay ningún problema, Daisy. Bingo.

En el momento en que se dirigían a la puerta, Daisy le envió un breve mensaje a Rex: DC En código «De camino». Algunos lo calificarían de timo o de estafa, pero Rex insistía en que era dinero «limpio». Daisy no estaba tan segura de que fuera limpio, pero tampoco se sentía tan culpable. El plan era sencillo en su ejecución, y ya no digamos en sus motivos. Un hombre y una mujer están en trámites de divorcio. La batalla por la custodia se vuelve encarnizada. Ambos bandos se desesperan. La esposa —técnicamente, el marido también podía recurrir a sus servicios, solo que hasta la fecha siempre había sido la esposa— contrataba a Rex para que la ayudara a ganar la más sangrienta de las batallas. ¿Cómo lo hacía? Pillando al marido conduciendo borracho. ¿Qué mejor modo de demostrar que el hombre no está a la altura como padre? Así era como funcionaba. Daisy tenía dos trabajos: el de asegurarse de que su presa estaba lo suficientemente borracha y el de ponerla al volante. Rex, que era policía, aparecía y detenía a la presa por conducir bajo los efectos del alcohol, y de pronto su cliente conseguía una clara ventaja en el proceso judicial. En aquel mismo momento, Rex esperaba en un coche patrulla a dos travesías. Siempre encontraba un lugar solitario muy cerca del bar en que estuviera bebiendo la presa la noche en cuestión. Cuantos menos testigos, mejor. No querían preguntas. Se trataba de hacerle parar, detenerlo y a otra cosa. Ambos salieron del bar trastabillando y llegaron al aparcamiento. —Por aquí —dijo Miller—. He aparcado por aquí. El suelo del aparcamiento era de guijarros. Miller iba levantando piedrecitas del suelo mientras avanzaba hacia un Toyota Corolla gris. Apretó el botón del mando y el coche emitió un doble pitido sordo. Cuando Miller se dirigió hacia la puerta del acompañante, Daisy no lo entendió. ¿Acaso quería que condujera ella? Dios, esperaba que no.

¿Estaba más cocido de lo que pensaba? Eso sí podía ser. Pero enseguida se dio cuenta de que no era ninguna de esas dos cosas. Dale Miller le abría la puerta. Como un caballero de verdad. Eso le hizo darse cuenta del tiempo que hacía que no se cruzaba con un caballero de verdad. Ni siquiera había entendido qué era lo que estaba haciendo. Le sostuvo la puerta. Daisy se metió en el coche. Dale Miller esperó a que estuviera perfectamente situada antes de cerrar la puerta con cuidado. Daisy sintió una punzada de remordimiento. Rex había insistido muchas veces en que no estaban haciendo nada ilegal, ni siquiera de ética dudosa. Además, el plan no siempre funcionaba. Algunos tipos no van a bares. «Si es ese el caso —le había dicho Rex—, el tipo no tiene nada que temer. Nuestro hombre ya está bebiendo, ¿no? Lo único que haces es darle un pequeño empujón, eso es todo. Pero nadie lo obliga a conducir borracho. En última instancia, es él el que decide. No es que le apuntes a la cabeza con una pistola». Daisy se abrochó el cinturón de seguridad. Dale Miller también. Arrancó y puso la marcha atrás. Los neumáticos aplastaron los guijarros. Una vez fuera de la plaza, Miller paró el coche y se quedó mirando a Daisy un momento. Ella intentó sonreír, pero no podía. —¿Qué es lo que escondes, Daisy? Ella sintió un escalofrío, pero no respondió.

—Te ha pasado algo. Lo veo en tu rostro. Daisy no sabía qué otra cosa hacer, así que intentó quitarle hierro con una carcajada. —Ya te he contado la historia de mi vida en ese bar, Dale. Miller esperó otro segundo, quizá dos, aunque a ella le pareció una hora. Por fin miró al frente y metió la marcha. No dijo ni una palabra más, y salieron del aparcamiento. —A la izquierda —dijo Daisy, percibiendo la tensión en su propia voz—. Y luego es la segunda a la derecha. Dale Miller estaba callado, marcando mucho las curvas, tal como uno hace cuando ha bebido pero no quiere que lo paren. El Toyota Corolla estaba limpio; era un coche impersonal, quizá con un exceso de ambientador. Cuando Miller tomó la segunda a la derecha, Daisy aguantó la respiración y esperó a que aparecieran las luces azules y la sirena de Rex. Aquella era la parte que siempre le daba miedo, porque no sabía cómo iba a reaccionar el tipo. Uno había intentado huir, aunque se dio cuenta de lo inútil de su gesto antes de llegar a la siguiente esquina. Algunos tipos soltaban improperios. Algunos —demasiados— se echaban a llorar. Eso era lo peor. Hombres adultos que momentos antes habían estado haciéndose los gallitos, en algunos casos con la mano aún rozándole el vestido, de pronto se ponían a sollozar como niños de guardería. Se daban cuenta de la gravedad de la situación al momento. Y aquello los destrozaba. Daisy no sabía qué esperar de Dale Miller. Rex tenía los tiempos estudiados a la perfección, y en el momento justo apareció la luz azul, seguida inmediatamente por la sirena del coche patrulla. Daisy se volvió y escrutó el rostro de Dale Miller para calibrar su reacción. Si Miller estaba consternado o sorprendido, desde luego no lo demostraba. Reaccionó sin perder la compostura, con desenvoltura incluso.

Puso el intermitente antes de detenerse en el arcén, y Rex se detuvo justo detrás. La sirena ya no sonaba, pero la luz azul seguía dando vueltas. Dale Miller puso el coche en punto muerto y se volvió hacia ella. Daisy no sabía muy bien qué cara poner. ¿Sorpresa? ¿Solidaridad? ¿Un suspiro de «qué le vamos a hacer»? —Bueno, bueno —dijo Miller—. Parece que el pasado nos pasa factura, ¿eh? Sus palabras, su tono y su expresión le pusieron los nervios de punta. Habría querido gritarle a Rex que se diera prisa, pero se estaba tomando su tiempo, como habría hecho cualquier policía. Dale Miller no le quitó los ojos de encima, incluso después de que Rex golpeara el cristal con los nudillos. Miller se volvió lentamente y abrió la ventanilla. —¿Hay algún problema, agente? —El carné y los papeles del coche, por favor. Dale Miller se los entregó. —¿Ha bebido esta noche, señor Miller? —Quizás una copa —respondió él. Al menos aquella respuesta era idéntica a la de cualquier otra presa. Siempre mentían. —¿Le importa salir del coche un momento? Miller se volvió hacia Daisy, que reprimió un escalofrío y mantuvo la mirada al frente, evitando el contacto visual. —¿Señor? —insistió Rex—. Le he pedido… —Por supuesto, agente. Dale Miller accionó la manija. Cuando se encendió la luz interior del coche, Daisy cerró los ojos un momento. Miller salió con un leve gruñido. Dejó la puerta abierta, pero Rex lo rodeó y la cerró de un portazo. La ventanilla seguía entreabierta, de modo que Daisy los oía. —Señor, me gustaría hacerle unas pruebas para comprobar que está sobrio. —Eso podríamos saltárnoslo —dijo Dale Miller. —¿Cómo dice? —¿Por qué no pasamos directamente al alcoholímetro? ¿No sería más fácil? La sugerencia pilló a Rex por sorpresa.

Miró detrás de Miller un momento y cruzó una mirada con Daisy, que se encogió de hombros. —Supongo que llevará un alcoholímetro en el coche patrulla, ¿no? —preguntó Miller. —Sí que lo llevo, claro. —Pues así no perderá usted tiempo, ni yo, ni la encantadora señorita. Rex vaciló. —Muy bien. Espere aquí. —Claro. Cuando Rex dio media vuelta para dirigirse al coche patrulla, Dale Miller sacó una pistola y le disparó dos veces en la nuca. Rex se desplomó al suelo. Luego, Dale Miller apuntó con la pistola en dirección a Daisy. «Han vuelto —pensó ella—. Después de tanto tiempo, me han encontrado».

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