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Narraciones de caza mayor en Cazorla – Juan Luis González-Ripoll

Las narraciones que componen este libro han sido escritas sobre la base de relatos auténticos y testimonios directos de personas reales. Las cosas que se cuentan ocurrieron efectivamente; los nombres que se mencionan pertenecen a seres que viven o vivieron. La acción transcure en la Sierra de Cazorla, provincia de Jaén, en la vasta zona que actualmente ocupa el Coto Nacional. Sin embargo, a veces el hilo de las narraciones coge ramales insospechados que nos llevan más lejos aún, adentrándonos en la provincia de Granada, hasta tierras de Castril o de la Puebla de Don Fadrique, en las estribaciones de Sierra Nevada.


 

Las narraciones que componen este libro han sido escritas sobre la base de relatos auténticos y testimonios directos de personas reales. Las cosas que se cuentan ocurrieron efectivamente; los nombres que se mencionan pertenecen a seres que viven o vivieron. La acción transcurre en la Sierra de Cazorla, provincia de Jaén, en la vasta zona que actualmente ocupa el Coto Nacional. Sin embargo, a veces el hilo de las narraciones coge ramales insospechados que nos llevan más lejos aún, adentrándonos en la provincia de Granada, hasta tierras de Castril o de la Puebla de Don Fadrique, en las estribaciones de Sierra Nevada. El libro está dividido en dos partes, atendiendo a una marcada diferenciación cronológica y ambiental: Los tiempos antiguos, la primera; El Coto Nacional, la segunda. Las narraciones incluidas en la primera parte se refieren a un estilo de vida ya caducado, que puede parecemos muy arcaico, pero que, no obstante, ha tenido vigencia hasta hace pocos años. Es cierto que todavía quedan personas en la sierra que se obstinan en no aceptar el finiquito y continúan viviendo a la manera rural antigua, apegados a sus costumbres tradicionales, al estilo recio de antaño. Valga para simbolizar a estos pocos trasnochados el nombre entrañable del Tío Josico, que ha cumplido noventa años y sigue viviendo en Cuberos, un pequeño valle a 1.800 metros de altitud, circundado de los altos farallones de roca que forman el contrafuerte de Las Banderillas. Para el Tío Josico el tiempo fluy e al ritmo de hace cien años; sus quehaceres son los mismos: cultivar su hortal —y bardar los portillos para evitar que entren los machos monteses—, podar sus manzanos, recolectar las nueces, castrar las colmenas, ordeñar las cabras y amasar y cocer el pan una vez por semana. Y así espera que se cumplan sus días. Sin embargo, el Tío Josico y los pocos que aún viven como él constituyen la excepción a una regla inflexible que todo lo masifica y perfila con un talante nuevo: ellos son, en efecto, supervivencias de formas ancestrales y a extinguidas. Y, además —sin entrar en las motivaciones—, sus hijos prefieren la ciudad, de modo que la continuidad se ha roto o está a punto de romperse. Hasta hace veinte o treinta años la sierra era otra y la vida muy distinta a la de ahora. El monte estaba muy poblado, y aunque vivieran muy distanciados entre sí, todos se conocían y muchos estaban emparentados. De vez en cuando se reunían en los acontecimientos importantes: bodas, bautizos, y se saludaban abrazándose —incluso todavía no hay costumbre de estrechar la mano; hombres y mujeres se abrazan— y cambiaban noticias y pareceres, y luego cada uno a su casa y Dios en la de todos. De ahí que el tratamiento habitual entre ellos fuese el de « hermano» o « tío» . Las personas de edad parecida se hablaban entre sí de « hermano» : el hermano Federico, la hermana Felipa… « Tío» viene a significar algo así como una consagración de cortesía y respeto debidos a la edad y experiencia de las personas mayores. Cuando pase un cuarto de siglo, sobre todas estas cosas caerá un olvido irremediable: las costumbres, como las veredas de la sierra, se borran cuando no se usan, y los recuerdos son aventados poco a poco por la evolución que experimenta la vida al paso del tiempo. Muy probablemente se olvidarán también la infinidad de nombres, conservados desde tiempo inmemorial y transmitidos de padres a hijos para designar los accidentes del terreno: cada peña, cada trozo de senda, cada recodo de los ríos, tienen su nombre. Una toponimia un poco enrevesada para los no iniciado, pero muy jugosa y descriptiva y, sobre todo, enormemente útil para manejarse en un tiempo en que los hombres hablaban por leguas y caminaban a pie o a lomo de bestias, y los coches, por supuesto, puede decirse que estaban todavía en la mente de Dios.


La may oría de estos nombres no figuran en los planos del 1/50.000; solamente los conocen todavía algunas personas antiguas, como Justo o el Tío Alejo, que se han criado y han vivido siempre en la sierra. ¿Quién va a saber, dentro de cincuenta años, dónde está la Cueva del Arquito o la parata del Tío Juan, el de la Úrsula, o la Cuesta del Muerto? ¿Quedará alguien que sepa decir dónde estuvo un pino que le llamaban el « Abuelo» y marcar el sitio exacto en el Pecho de las Instancias? Ese viejo pino murió este mismo año de 1973, al estilo bonzo: un fuego forestal para él solo. Un día y una noche estuvo ardiendo — cuando estaba vivo y verde, doce hombre con las manos unidas no alcanzaban a abarcar su tronco— y al fin se derrumbó, arrastrando en su caída medio centenar de pinos. Como decía antes, la toponimia de la sierra tiene el encanto de las cosas anónimas y espontáneas y es como una guía de caminantes. Así, no es extraño que a lo largo de estas páginas salgan con frecuencia los nombres de los lugares, citados por la gente de Cazorla. Veremos pasar a los personajes clásicos de la sierra —como el trasmundo de algo que ya no existe— con su andadura diaria, sin ropas de fiesta: pastores, pegueros, aserradores, furtivos, leñadores, pineros, herborizadores, parteras-arregladoras-saludadoras, cuchareros, bandoleros, marchantes, loberos-alimañeros. La grey completa; toda la vieja Corte de los Milagros, con su miseria y su grandeza. Gentes libres que van y vienen, trabajan, sufren, gozan y pasan. Oiremos aullar a los lobos —extinguidos desde hace medio siglo— y veremos cómo muere el último lobo: pobre animal malparado, sin hembra, con la pelliza rota y remendada de postazos mal curados y reyertas con los perros de los hatos. Y al contraluz de la nostalgia veremos recortarse contra el cielo la silueta de los abuelos y de los bisabuelos de los machos monteses de hoy, los antepasados de los que ahora recorren la sierra protegidos por una eficaz reglamentación de caza, y entonces andaban a salto de mata y, de hecho, eran cazados galanamente por los furtivos de escopetas de chimenea y esparteñas de crisneja antes de la implantación del status que trajo consigo la fundación del Coto Nacional. Conviene aclarar, sin embargo, que la expresión « furtivo» tiene un significado delictivo en 1973, muy distinto del que pudiera tener en los tiempos en que la sierra puede decirse que pertenecía a los que vivían en ella, y ponían cepos a los turones o cazaban machos monteses, igual que cogían espárragos o salían a buscar setas: un aprovechamiento más de la sierra era la caza, y estaba allí para ellos y sólo para ellos. De igual forma, el que limpiaba de monte un pedacillo de tierra y le quitaba las piedras y lo bardaba y encauzaba el agua de una fuente para regar el hortal, de hecho, era tan dueño de aquello como el duque de Alba podía serlo del Pinar de la Vidriera. Tenía menos papeles que una burra robada, pero era el amo. Es verdad que la fundación del Coto Nacional impuso un orden nuevo y se llevó muchas cosas entrañables; los Reglamentos quemaron y esparcieron las cenizas de la antigua poesía que aromaba la sierra. Pero midiendo ponderadamente el acontecer de las cosas, se comprende que la renovación, además de inevitable, era conveniente y, sin duda, tuvo un signo positivo. En la parte segunda —El Coto Nacional— corren aires nuevos. Desaparecen las escopetas de chimenea y les llega el turno a los rifles de mira telescópica. Los antiguos furtivos se convierten en guardas, después de firmar un armisticio con las reses del monte. Todo se hace de forma reglamentada y aséptica. Ya no se caza al animal por su carne: nadie piensa en la pierna del macho montés guisada con orégano y mucha cebolla, sino solamente en el trofeo de su cuerna en forma de lira. Todo cambia radicalmente, salvo los animales del monte. El Coto Nacional se fundó por Ley de 1960, pero prácticamente empezó a funcionar diez años antes. En 1951 el ingeniero Fernando Silos (q. e.

p. d.) estudia el proy ecto de fundación, y poco después, a su muerte, se encarga de la dirección del coto José María de la Cerda, que ha sido el verdadero creador. Tuvo la intuición de entresacar la guardería de la cantera misma de los furtivos, nombrando guarda may or a Justo Cuadros Vilar, sin duda el más experto y duro de todos ellos. Se aclimatan especies nuevas y se protege de forma efectiva las autóctonas, hasta conseguir la cantidad y calidad de los trofeos de hoy. Un palmarés que pocos cotos de Europa pueden presentar: ciervo, gamo, jabalí, muflón y, para la alta montaña, el animal más representativo de la fauna de caza may or española: el macho montés, símbolo supremo de la vida en libertad, amigo de las rocas pulidas al chorro de arena del viento y de la nieve reciente. Los que amamos la sierra y los animales del monte, tenemos una deuda de gratitud con los ingenieros del Patrimonio Forestal del Estado, que, desde el principio, se hicieron cargo del cuidado y conservación del coto: el ingeniero jefe regional, Adolfo Jiménez Castellanos; los que fueron directores, Jaime Vigón y José María Andreo; el que lo es actualmente, Mariano Melendo, y sus compañeros, José Luis Zamacona, Antonio Lozano, y el ayudante Luis Benavides. Sería inexcusable no recordar igualmente al ingeniero Javier Cavanillas y al ay udante Rogelio Conde, que estuvieron muchos años en la sierra y dejaron semilla de amistad. Para todos vosotros es este libro de narraciones de recuerdos, contados limpiamente por las mismas personas que los protagonizaron o los presenciaron, y que, acaso por eso mismo, tengan un cierto interés testimonial. He escogido a tres hombres de la sierra para que nos cuenten sus cosas: el Tío Alejo Fernández, el Tío Julián, el Aserrador, y Justo Cuadros, guarda mayor del coto desde 1951. Cada uno de ellos nos dejará lo mejor de sus recuerdos. Al hilo de sus palabras vamos a levantar acta de cómo era la sierra antiguamente y de las cosas que pasaban en ella. Y Justo nos hablará de caza, que es lo suyo. De modo que mi trabajo ha sido escucharles, tener largas conversaciones con cada uno de ellos, refundir sus palabras y darles un poco de coherencia; tomar unos cuadernos de apuntes y alguna cinta magnetofónica y tratar de remendarlo todo lo mejor posible, juntando lo cerca con lo lejos. En suma, clasificar, cortar y pegar, como el que monta una película. Y ahora la voy a pasar para ustedes y espero que les guste. « La Ponderosa» , kilómetro 22 de la carretera del Tranco. Cazorla (Jaén) 20 de octubre de 1973. PRIMERA PARTE LOS TIEMPOS ANTIGUOS (Hasta el año 1951) RELATOS DELTÍO ALEJO DATOS BIOGRÁFICOS DELTÍO ALEJO FERNÁNDEZ Nació el año 1890, en la Sierra de Cazorla, en el cortijo de « La Fresnedilla» , a un paso de donde nace el río Aguamula, con sus aguas de cristal y sus truchas. Su padre fue ganadero a la manera antigua, sencilla y autárquica, y en la evocación que de él nos hace su hijo Alejo tiene el perfil humano de un patriarca sacado del Antiguo Testamento. El Tío Alejo ha sido durante muchos años guarda de la Sociedad de Ganaderos de Santiago de la Espada, y, probablemente, ya no quedan hombres que conozcan tan bien como él aquella serranía áspera, sin pinos, desolada, de pastos muy dulces, ray ando en los 2.000 metros de altitud, de inviernos enormemente crudos. En aquellos años de las primeras décadas del siglo había infinidad de rebaños en la sierra: exactamente 293 ganaderos aprovechaban los pastos mancomunados del término, y el Tío Alejo llevaba en la cabeza los nombres de cada uno de ellos y la relación numérica de todos los rebaños y cabezas de ganado que pastaban en aquella inmensa demarcación. Nombres, fechas, cifras y denuncias, todo era verbal, y su palabra, fehaciente. Un anciano que lo conoce desde su mocedad —el Tío Eusebio, molinero del río Aguamula—, que viene a ser más o menos de la quinta del Tío Alejo, dice de éste, ponderando su buena memoria: —El Tío Alejo tiene un almanaque en la cabeza que pocos pueden llevar.

Ahora vive los años de su vejez en la casa número 3 de la calle del Río, en el poblado de Cotorríos, a la orilla del Guadalquivir. Se sienta a su puerta, fumando, y mira pasar el tiempo por el agua. Aunque esté muy viejo y achacoso se mantiene firme, vistiendo pulcramente su traje negro y camisa blanca. Tiene la voz profunda y el ademán grave y comedido y la distinción clásica de la gente antigua de la sierra. Todavía conserva los hombros anchos y las manos grandes, trasunto de la gran fortaleza física de una juventud ya muy lejana. Y, además, tiene el sentido de la ironía. Si uno le dice al saludarle: —Tío Alejo, hoy está usted más derechete. Contesta sonriendo: —Es que yo estoy muy bien hecho, sólo que hace muchos años que me hicieron. Todos los días, al atardecer, sale de su casa, apoyándose en su bastón, y sube trabajosamente hasta la plaza de Cotorríos a jugar su partida de cartas en el bar de Máximo, con la espalda vuelta al televisor.

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