debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Nada esperes de mañana – Edson Soares

Exceptuándose la familia de un chiquitín llamado Javier Cabañas (que no contuvo el ímpetu y escribió una misiva dramática a la NASA), poca gente en la ciudad de Ludovica había tomado en serio el fatalismo creado alrededor del 12 de diciembre de 2012. Así pues, dos folios de calendario antes de esta fecha establecerse, apenas un reportero del periódico La Voz del Pueblo —el guapo Tomás Wallace —se dispuso a salir a las calles y quioscos de plazas para hacer al público la aciaga pregunta: —¿Qué crees que va a suceder al mundo en 12 de diciembre? La respuesta de la mayoría ha sido, comúnmente, la misma: —¡Nananina! —¡Ni malanga! ––¡Ay, cañajo! —¡Auyama no pare calabaza! —¡Las mismas guasadas de los políticos corruptos! —¿Qué más da? —Ah, hijo, a Dios que reparta suerte. —¿El mundo va a acabar? ¡Chúpate ese cajuil! —¡Bueno el cilantro, pero no tanto! —¡Puf, hombre! ¡No me vengas con milongas! O sea, nada. Nada de nada. Nicomedes. Esa también era la opinión del profesor Eduardo Mendiola, que enseñaba química y física en el Liceo Católico Cristo Rey, única persona a detentar un telescopio en Ludovica. Para él, la repetición del número doce en la fecha (12-12-12 a las 12 h 12 min 12 s) no tenía ninguna importancia para el orden vigente de las cosas terrestres y galácticas. —No es más que un montón de escarabajos —enfatizó. Sin embargo, había las voces contradictorias. Poquísimas, es verdad, pero había. Monseñor Nicolás Cardona, líder de la parroquia de Santa Teresa de Jesús, ha destacado que la fecha era un sombrío presagio. —¡Deben los Cristianos prepararse para el juicio final! Dijo eso en una entrevista para la Radio Tribuna de Ludovica, pero no ha repetido el mismo discurso en el púlpito de la iglesia, puesto que el señor obispo se había enterado de su opinión y le ha mandado callarse la trompa. La opinión prohibida del sacerdote católico ha sido también compartida por otro jefe religioso, el pastor pentecostal Fidel Torres, que no se cansaba de advertir a sus ovejas en las últimas semanas: —Va a dar Dios un fin a todos los seres humanos, porque la Tierra se ha llenada de violencia y lujuria —apuntaló, recordando las palabras de Jehová a Noé. Una enemiga férrea del pastor pentecostal y del monseñor Cardona, la abakuá María Antonia Jimena (más conocida por María de Ojalá), una negra agraciada y corpulenta, descendiente de haitianos y dominicanos que vinieron a vivir en la isla hace mucho tiempo, guía suprema de la Casa Sagrada Rey de los Reyes, de igual modo predijo que algo catastrófico caería sobre Ludovica en aquella fecha. Durante una interviú al informativista Jota-Jota Hernández, presentador del programa Club de la Risa, en la Radio Comunitaria, ella reveló que había tenido una visión horrible: —He visto una legión de ángeles, muy bonitos y de alas enormes, bañándose en una laguna ubicada en el corazón de la ciudad. El informativista, siempre escéptico y chismoso, no dio mucha bolilla para el asombroso pronóstico: —Señora Jimena, te lo digo muy en serio: Ludovica tiene dos ríos perennes, pero nada que parezca una laguna. —Escúchame bien lo que te quiero decir, por lo tanto: Ludovica no tiene laguna hoy, pero en ese día tendrá. Deseo que tú continúes vivo para ver tamaño espectáculo. La vidente Violeta Sánchez, una de las mujeres más competentes en esos asuntos sobrenaturales, publicó en su web sitio un artículo donde afirmaba que «la fecha significaría un nuevo portal para la humanidad y que él sería abierto justo en Ludovica». Al final, todos han constatado que el sacerdote, el pastor, la líder espiritual y la vidente habían tenido razón en sus temores y predicciones. Fue como si el furor de Dios hubiera caído, en formato de siete copas, sobre la ciudad de Ludovica en miércoles, 12 de diciembre de 2012. El ápice del cataclismo, según algunos testigos, habría sido a las doce horas, doce minutos y doce segundos. Otro fenómeno como este —la repetición de un mismo número en el año, mes, día, hora, minutos y segundos —ocurrirá otra vez en 1º de enero de 2101 a la una hora, un minuto y un segundo (o sea: 01-01-01 a las 01 h 01 min 01 s). 2 ara el jefe del departamento de la Policía Nacional en Ludovica, capitán Héctor Suarez, responsable directo por las investigaciones de homicidios y prevenciones de delitos, el apocalipsis se principió cuarenta y ocho horas antes de la siniestra fecha, es decir, el lunes, 10 de diciembre. Aunque sea, su apocalipsis particular.


Debería ser un día como cualquier otro: ordinario, tedioso, caliente, con moscas endiabladas y mucha sambumbia. Pero no fue así. Fue un caos, un frenesí de los setecientos diablos, y el embrollo empezó muy temprano, luego después del primer cigarrillo. Él intentaba ser un profesional metódico, aunque no fuese. Por eso, así que ha despierto, a las cinco horas y treinta y cinco minutos de la mañana, la primera cosa que hizo fue conferir la agenda donde anotaba los compromisos, casi siempre en tópicos rápidos, usando un lenguaje propio de taquígrafo: 09h***test ***cso trcn***abs***vlcn 10h***test***señr***pens***vend***lnts 11h*** cso ***estdte *** invas *** csa*** tntva *** mrt Escribía así para que nadie comprendiese. Después de conferir sus jeroglíficos en aquella mañana es que se dirigió al cuarto de baño, orinó, cepilló los dientes, se afeitó, se mojó muy rápido (no se podía llamar su acción de un baño de verdad, pero de un baño de gato, solo humedeciéndose las partes malolientes) y regresó a la habitación. Aún dormía la esposa. Había hecho una liposucción en la barriga hacía poco tiempo y por eso usaba una cinta elástica y unas ataduras extrañas, necesitando también dormir inmovilizada como se fuera una escultura de piedra. Eso la hacía roncar muy alto. Llegaba hasta a sofocar el ruido del aparejo de climatización. También emanaba una carretilla de pedos durante toda la noche. Héctor la sacudió para que se despertase. Con mucho costo ella se levantó. Se llamaba Angelita, pero de ángel no tenía casi nada. Por lo menos, en la reservada opinión de su marido. Mientras que ella hacía sus diligencias en el cuarto de baño, Héctor apagó el acondicionador de aire, abrió la ventana que daba al jardín y encendió el primer cigarrillo del día. Hacía exactas cinco horas y media que no fumaba (en otras palabras, no se había levantado durante la madrugada para jalar la maldita nicotina). Era un récord. Señal de que, chin a chin, él progresaba en su dura misión de abandonar el vicio. Necesitaba hacerlo de inmediato si quisiese vivir lo suficiente para disfrutar de una jubilación. Si siguiese fumando al mismo ritmo desquiciado de siempre (dos paquetes al día, a veces tres) moriría antes de los sesenta abriles. Un dolor persistente en el pecho le daba señales de que esto podría suceder en cualquier momento. Tenía cincuenta y cinco años de edad y ya había completado dos décadas de servicios prestados a la gloriosa Policía Nacional, siempre en la circunscripción de Ludovica. Había empezado como agente de primera y hoy era capitán, jefe de un departamento con casi veinte policías y un escribano. Ya había prendido e interrogado todo tipo de malhechor.

También ya ha pasado por innumerables situaciones de extrema dificultad. Pero nada lo hacía rendirse de su oficio y su misión, el arduo trabajo de investigar y combatir el crimen. Eso era lo que más amaba. (Es necesario corregir esta información: nada lo hacía rendirse de su oficio hasta algunos meses atrás, porque ahorita, como nunca antes, empezaba a cambiar de opinión, pensaba en renunciar a todo y seguir otra dirección, porque había encontrado una razón para retomar las riendas de su destino). ¿Amaba a la esposa? ¿Amaba a las tres hijas? Las tres hijas (Leticia, Amanda y Alice) él estaba seguro de que las amaba, aunque no mantuviese con ellas una relación muy amistosa. Pero tenía un amor muy especial por Amanda, que era la única de las tres que aún se esforzaba para demostrar por él algún cariño y gratitud. Las otras…Bueno… Era apropiado decir que él se daba al máximo en la misión de comprenderlas. Se esforzaban ellas también para intentar conocer a ese padre turrón y medio loco. Era una relación de tolerancia mutua, aunque de vez en cuando apareciesen algunas fallas, rupturas, bloqueos y tropiezos. Ya la relación con la esposa Angelita… ¿Qué se puede decir de aquella relación? ¿Era una dependencia química? ¿Una necesidad psicológica? ¿Auto indulgencia? ¿La pereza de ambos? Tal vez fuese todo eso y algo más. Hacía mucho tiempo —de veras —que Héctor estaba considerando la posibilidad de proponer el divorcio. Le daba escalofríos pensar en eso, como en aquella mañana. Pero tenía que pensar. El fin del matrimonio tal vez fuese la única salida para el tipo de relación que mantenía con Angelita. La separación, en ese caso, no sería el abismo. Sería la antecámara del abismo. Sí, la antecámara, la recepción, el purgatorio, porque el verdadero abismo ha sido la coexistencia impuesta, falsa, simulada. La extirpación de un pedazo del cuerpo —un brazo, una pierna, un riñón, un apéndice —siempre será algo atormentador, pero a veces necesario. O se extirpa o se muere. Se muere el todo. Sí, separarse era un acto muy doloroso. Porque no se apartaba únicamente del otro, de lo que estaba sobrando o molestando, sino de una fracción de cada uno. Al final, todos perderán un poco. ¿Pero qué hacer? El peligro de la ruptura y del desgaste era algo inherente a cualquier convivencia humana, por eso se hace indispensable que este acto sea considerado como una ocurrencia permisible, natural. Cada uno tiene su propio camino a seguir.

Por lo tanto el divorcio tiene que ser visto como una travesía, no una separación mortificante. Debe ser considerado como un nuevo preludio, no como un punto final, un término. Por consiguiente, Héctor concluyó en aquella mañana, mientras fumaba su cigarrillo, que tendría que hacer esa travesía de manera solitaria, contando apenas con la propia suerte —pero así es la vida, las cosas son así y así tiene que ser. Casarse puede ser una buena o mala opción. Separarse, a veces, puede ser una necesidad de supervivencia. Por numerosas veces las hijas lo acusaron de ser un progenitor ausente y Angelita tal vez protestase por no tener un marido más atento. Son acusaciones injustas, en su opinión. Al final, era un sujeto tan dedicado a la familia que sentía placer en descascarar las papas para el guiso del domingo. Es cierto que falló muchas veces, que dialogó poco, que faltó algunos cumpleaños, que olvidó una u otra fecha, que cometió un u otro malhadado error que todo padre comete, en especial aquellos padres que tienen un laburo como él, pero ninguna de ellas podría acusarlo de no ser generoso. La plata para apechugar nunca dejó faltar. Ah, eso nunca. De eso no podían murmurarse. En todas esas cosas difíciles pensaba el capitán cuando Angelita regresó del duchero. Estaba enrollada en una túnica rosa y con una toalla en formato de turbante en la cabeza. Se sentó delante del espejo y empezó su sesión de tratamiento antiarrugas. Tenía cincuenta años y ya estaba en desventaja en su lucha contra los efectos del tiempo y del sol caribeño. Mientras frotaba variadas cremas en la cara, Angelita vicheó la figura de Héctor por el espejo. De repente tuvo un pensamiento que salió del fondo del pozo de sus secretos: tal vez el esposo supiese que ella ya lo había traicionado. ¿Será? Hay una leyenda que dice que todo guampudo sabe cuándo la esposa está dando la concha a otro hombre. Angelita pensó con sus botones que Héctor debía poner las manos al cielo y agradecer a Dios, porque ella no salía por las calles cogiéndose con caballitos [1] , cañengos [2] y viralatas. (En realidad, había dado su pepa a cuatro hombres, sin contar el propio Héctor, obvio, porque él era un accidente triste en su vida). Nunca lo amó. Nunca ha sentido una gota de excitación. Todo ese tiempo de matrimonio, nunca él ha logrado provocarla un único orgasmo. En ese aspecto, Héctor era casi una paloma, un cortamambo.

[3] Por lo demás, en las raras ocasiones que se acostaron para cogerse, lo hicieron más por carencia de que por placer. Héctor dio un trago fuerte en su blanquito. Miró la esposa con casi repugnancia. Por un ratito llegó a su mente un recuerdo del día en que se casaron. La mujer que estaba allí, enfrente al espejo, con la cara escarpada de cremas y el cuerpo recortado de hematomas espantosos, ni en sueños recordaba a la que él llevó al altar, veinte años atrás, y a quién le juró fidelidad eterna —«hasta que la muerte los separase». Pensó: ¡cómo Angelita era patética! Solo ella creía que una montaña de ungüentos y potingues haría algún efecto en la faz que más parecía un culo después de una cagadera. Angelita terminó su sesión de masajes faciales y empezó otra: de secar y peinar los cabellos. Conectó el secador a la potencia máxima y después se volteó de súbito hacia el marido. —¿Vas a dejar Leticia viajar a los Estados Unidos? —preguntó. —Tal vez —él respondió. —Ella me dijo que tú ya estabas de acuerdo. —No le dijo eso. Estoy apurando los costos de este viaje. —Ella lo merece. — Ya te lo he dicho: si conseguir aprobación en el examen para ingresar a la facultad de Derecho, ella hará el viaje. —Año pasado ella casi fue aprobada en Historia. —Sí, casi, casi. No es la misma cosa. —Tú qué lo sabes. No quiero hija rebelada dentro de mi casa. —Pues hagámoslo así. No se hablará más sobre esto. Héctor dio el último trago en su cigarrillo y tiró el resto en un florero del jardín. Cerró el haz y fue al lavabo. —¿Por qué te enojaste así? —la mujer indagó.

—Voy a colar un café —él dijo, saliendo. —Fríe dos huevos para mí, porfa. —No sé freír huevos de la manera que te gustan. Francisca ya debe haber llegado. Pídele a ella. Él salió de la habitación, fue a la cocina, echó agua para hervir y preparó un café soluble. Con una taza en la mano, se dirigió a la habitación que servía de oficina y activó la computadora —era oficina para él, sala de estudios para las hijas y spa para la esposa, pues era allí donde ella recibía la esteticista que atendía a domicilio y le arrancaba los pelos pubianos con cera caliente. Esperó que la pantalla de la computadora se acendiese. Se desplazó a una carpeta con el nombre de Mis Documentos e hizo un clic en otra identificada como Opiniones y Procesos. En realidad, no era nada de eso. Era una carpeta de fotos. Él seleccionó una. Se iluminó la pantalla con la imagen hecha con un móvil donde un Héctor de pulóver y bermudas aparecía al lado de un chico tarajalludo. Posaban los dos abrazados, sonrientes, con un hermoso y sanguíneo sol al fondo. Héctor tomó un trago de su café y miró la foto con ternura. Pensó: «Qué guamazo tú has dado a mi corazón, hijoputa… El más grande que he recibido». Héctor percibió a tiempo un ruido en la puerta y cerró de súbito la pasta con las fotos. Era Leticia. De las tres hijas Leticia no era la más bella, ni la más simpática. Tenía muchísimos rasgos de Angelita. —¿Puedo hablar contigo un ratito? —dijo, adentrando en la sala con cierto temor. —¿Quieres hablar sobre el viaje? —No. —¿Qué quieres, entonces? —Yo estoy embarazada. —¿Qué dices? No te he escuchado… Repítelo, por favor… —Te lo estoy diciendo que…— la chica balbució. Después empezó a hablar con firmeza, dando peso a cada palabra.

—Estoy grávida, embarazada, preñada. Hice un examen y dio positivo. — No me lo puedo creer, ¡Madre de Dios! ¿Cuánto tiempo? —Dos meses, por ahí. Estoy haciendo el prenatal con Dr. Orejuela. —No vas a tener ese hijo. —No lo sé cómo ha sucedido, te lo juro. Yo siempre usaba condón cuando hacía amor con Tobías… —¿Has escuchado? Vas a ponerlo fuera. —¿Qué? —Tú vas a extraer ese niño. —¿Por qué lo haría? —No quiero a ese niño. —¿Cómo? ¿No quieres mi hijo? Héctor se levantó y sintió de repente el dolor en el pecho. El incómodo dolor que ya lo acompañaba hace algún tiempo. La última vez que estuvo en su médico de cabecera, le dijo que lo sentía hace poco tiempo, menos de un mes. Mintió. Hace por lo menos cinco años que ese dolor agudo lo perseguía. La dificultad de respirar y la tos seca también. Intentó acercarse a la hija. —No pongas tus manos en mí —ella gritó. —¡Tengo odio de ti! —Vamos a hablar, por favor —él balbució. En ese instante Angelita irrumpió en la habitación. —¿Qué te pasa, Leticia? —¡Su hija está embarazada! —¡Anjá! ¡Ay! ¡Papa Dios! —Ese asesino quiere que yo mate a mi hijo. —Cálmate, querida, cálmate —Angelita dijo, abrazando a la hija y apoyando la cabeza de ella en su hombro. —Quizás tenga razón tu padre. No estás lista para ser mamá. —Eres peor que él —la muchacha dijo, refutando el abrazo de la madre.

—¡Vieja inmunda! ¡De ti también tengo odio! Leticia salió corriendo por los aposentos de la casa, llorando y gritando, y luego se encerró en su cuarto. Héctor decidió que no iba a calmarla. Tenía más que hacer. Llenar a la hija de halagos y piropos era tarea de Angelita. Terminó el café, se puso la corbata y la chaqueta y encendió un cigarrillo para fumarlo en el trayecto entre la sala de estar y el garaje. Partió sin hablar con las otras dos hijas, Amanda y Alice. Vivía en Le Corbusier, un barrio distante unos diez quilómetros del departamento, clasificado como el paraíso de los nuevos ricos y remediados de Ludovica. Por eso le gustaba salir temprano de casa. El decrépito caserón donde se instalaba la Policía estaba ubicado en el Centro Histórico (o Ciudad Antigua), el paraíso de los bohemios, los marimbas, pintores y poetas, los piperos y las chicas saca-leche. El periplo de carro entre Le Corbusier y Centro Histórico perduraba, en promedio, veinte minutos. No era grande cosa, pero, después de las siete de la mañana, a depender del día de la semana, se formaba un tapón casi siempre terrible en la única vía que ligaba los barrios nuevos a los llamados barrios de antaño. Era lunes un día tranquilo en el tránsito, pero el capitán Héctor prefería llegar temprano al trabajo de todos modos, porque antes le gustaba papear con los agentes investigadores, tomar un café, leer los periódicos y, después de ese ritual, iniciar el oficio de labrar boletines de ocurrencia, abrir encuestas, hacer interrogatorios y cumplir órdenes de arresto. Ludovica no era una gran ciudad. Ni grande ni pequeña. Hasta el final de la década de 1980, había sido el tercer mayor agrupamiento urbano de la isla, pero cedió posiciones a las localidades que se ubicaban alrededor de la capital, favorecidas por las playas y por el flujo turístico de los grandes cruceros marítimos. En 2012 Ludovica ocupaba el séptimo lugar del ranquin de las mayores urbes de Santabella, como ya se sabe. La enciclopedia virtual Wikipedia la describía en un tercio de página (un pequeño párrafo de poco más de quince líneas, ciento y ochenta y una palabras, mil y treinta y uno caracteres con espacios): Ludovica es una ciudad distante 180 km de la capital de Santabella. Su territorio (sumando las áreas urbana y rural) ocupa al equivalente a 2,33 % de la superficie de la isla. Situada en la confluencia de dos ríos perennes (Piedra Rosa y Jupiará), exhibe una altitud de ciento y cincuenta y un metros sobre el nivel del mar. Su población —de acuerdo con el último censo oficial —era de 13.709 habitantes. La más famosa atracción es la Fiesta de Santa Teresa de Jesús, celebrada en octubre. En agosto, la población católica también rinde homenajes a la santa patrona, para celebrar la transverberación (Vetus Ordo y Novus Ordo). Ludovica también es recordada por su culinaria típica y por su singular carnaval que tiene una duración de cuatro días (a pesar de que la ciudad no se ubica en la franja costera). El municipio aún se destaca por alcanzar el mayor índice de longevidad y poseer el menor de exclusión social del país.

También fue reconocida como una de las mejores ciudades en calidad de vida en todo el Caribe. Aquel párrafo de quince líneas, risible y superficial, no obstante, era motivo de mucho orgullo para los ciudadanos de Ludovica. Casi siempre decían de pecho hinchado: «¡Ludovica está en la Wikipedia!» Cacareaban así, en tono jactancioso, como si las demás ciudades de Santabella no estuviesen citadas en la enciclopedia virtual. Cuando se sentían acosados, retrucaban: «son quince líneas». Y mucho más que eso: son quince líneas con derecho a enlaces para conectarse con otros asuntos relativos a la ciudad, como la fiesta de Santa Teresa y los famosos dulces y quesos que se fabrican allí. Otro gran motivo de orgullo son los versos de una canción del compositor Miguel Ángelo Guerra, que se lanzó en 2010 y causó una estupenda conmoción popular al citar en su refrán algunas peculiaridades de Ludovica. Casi ningún ciudadano común entendía muy bien las palabras usadas en la poesía, pero eso no tenía la menor importancia. Allí estaba el nombre de la urbe enaltecida en rimas raras: ¡Ah! Ludovica arcaica No es santa, no es laica Pero su gente tan hebrea Nunca te arrastra el pie. ¡Ah! Ludovica arcaica Con su charla aramea Su vida tan prosaica Nunca le faltará fe. Por una conjunción de suerte y barrabasada de márquetin de algún empresario muy inteligente, la canción fue elegida para participar de un festival promovido por una empresa de telefonía móvil, recién instalada en la isla. Hubo un gigantesco espectáculo en la capital, que reunió a miles y miles de personas en la orilla de la playa, con bandas, explosiones pirotécnicas, transmisión vía satélite y otras novedades. El compositor Miguel Ángelo acabó ganando el primer lugar, desbancando a artistas consagrados del país. Después de ese episodio, la canción pasó a tocar tantas veces en la Radio Tribuna y en la Radio Comunitaria que llegó a provocar astenia en los oyentes. El autor, que es quisqueyano [4] , nacido en San Pedro de Macorís, fue laureado con el título de ciudadano honorario de Ludovica y lo contrataron para un espectáculo en la Plaza del Chafariz donde tuvo que cantar la bendita música nada menos que veintisiete veces. Además, se vio obligado a cambiar el título para Dulces Mañanas en Ludovica —antes era llamada Recuerdos de Una Ciudad Arcaica. Por poco, por muy poco, la canción no fue transformada en himno oficial del municipio. Eso no sucedió porque había una ley que prohibía tal modificación. A pesar de su aceptación popular, la composición de Miguel Ángelo nunca había sido una unanimidad y era despreciada de una manera casi rabiosa por algunos ciudadanos más intelectuales que no conseguían ver ninguna calidad en aquellos versos esdrújulos. Pura envidia. Obvio que la pieza tenía algún mérito artístico, principalmente por captar los aspectos extraños y únicos de Ludovica, o sea, por hablar de una ciudad que no era ni santa ni laica, ni fea ni bella, que tenía una gente arcaica y prosaica. No obstante, el cantante dominicano se olvidó de tocar en algo que era una característica impar de este lugar: el clima. ¡Sa! ¿Quién sería capaz de explicar a los visitantes de dónde venía ese calor endiablado? Sí, la ciudad era demasiado caliente. Pero decir eso así, de una manera tan sencilla, sin superlativos, es poco. En veras, la ciudad era tórrida, sofocante, abrasadora, humeante como una caldera. Por farra, era costumbre freír huevos con tocino en las piedras hirvientes de las calles.

En verano, las temperaturas medias se quedaban entre veinte y nueve y treinta y cinco grados centígrados, mientras que las temperaturas del mediodía varia2ban entre cuarenta y cincuenta grados. Por la noche, sin embargo, todo eso cambiaba y muchas veces hacía un frío de congelar los testículos desnudos. La temperatura podría caer de tórridos cuarenta grados a niveles siberianos. Eso fenómeno (más apropiado para climas de desiertos en regiones de Chile, Estados Unidos y Australia) no apenas ocurría en Ludovica, sino también en muchas otras ciudades de Santabella. Al contrario de lo que pueda imaginar un forastero, tal fenómeno también era motivo de mucho orgullo. Quizás por eso hay aquellos apasionados que creen que el pueblo de Ludovica es casi una raza especial, dotado de una energía vibrante que contagia a los forasteros. «Uno que beber el agua del Rio Piedra Rosa o del Rio Jupiará nunca más se olvidará de esta tierra, un día se volverá», proclaman con entusiasmo. Y el axioma parece ser verdad. Si no es ni grande ni pequeña, tampoco bella o vieja en desmesura, ¿cuáles eran los atractivos arquitectónicos o turísticos de la ciudad? Algunos ciudadanos más entusiasmados tenían el coraje de predicar que Ludovica era la más cubana de las ciudades de Santabella. Se debía encarar esto como una jarana, evidente. De Cuba, el vecino más cercano de Santabella, Ludovica tal vez tuviese la misma pobreza en demasía. No había nada a destacar. La parte antigua de la ciudad no poseía el mismo encantamiento de lugares como Habana o Baracoa (en Cuba), o de Santo Domingo y de Santiago de los Caballeros (en la República Dominicana), o las bellezas naturales de Aruba y Curazao. Ludovica debía parecer algo desesperado y ordinario a los ojitos centelleantes de un turista extranjero: las calles, los edificios, las plazas, los templos, las tiendas, los quioscos y las casas. No había un lujoso mall para hacer compras y gastar dinero. Había solamente el mercado central con barracas donde se vendía casi todo, de la sandalia de cuero al caldo de caña de azúcar. La única sala de cine había sido montada en un almacén abandonado hacía algún tiempo. El dueño era un profesor cubano. Las películas de Hollywood llegaban al público después de recorrer todo el circuito del Caribe, después de marearse en Nassau, Saint John’s, Bridgetown, San José, Roseau, Belmopán, Kingston y Santo Domingo. De vez en cuando se proyectaban películas cubanas y mexicanas, pero al público no les gustaba, aunque los personajes hablasen el español y no se necesitaban subtítulos para entenderlos. De todos modos, casi todos preferían las historias de héroes y bandidos estadounidenses que hablaban un inglés desmoronado, para disgusto del dueño del cine. La ciudad era una mezcla desrazonada de pop con erudito, de modernismo con barroco, de folclórico con friki, de poesía concreta con prosa de Cervantes, de incredulidad con fe, de sacro con profano, de moros con cristianos, de azuquín [5] con daiquiri, de chicharrita y revolico [6] con comida china. Era este paisaje heterogéneo lo que pasaba ahora por la ventana del coche de Héctor. Para desopilar durante el viaje, él escuchaba la primera media hora del Giro de la Mañana en la Radio Tribuna, porque los redactores privilegiaban las noticias policiales y hospitalarias. Después cambiaba el dial para el programa Club de la Risa, de Jota-Jota Hernández, en la Radio Comunitaria, para actualizarse con los acontecimientos del mundo político.

Cuando no había nada interesante en las emisoras de Ludovica, sintonizaba una FM de Cocomiel. Prefería oír música romántica y rock de los años sesenta. Casi siempre se quedaba aburrido. En raras ocasiones tocaban buena música (o ese tipo de repertorio) a las siete de la mañana. Sin embargo, la cabeza del capitán Héctor Suarez hervía. El dolor en el pecho recrudecía más y más. La radio estaba ligada como siempre, pero él no prestaba atención en nada de lo que noticiaban. Se encendió un cigarrillo. No tenía el hábito de fumar dentro del coche (no quería impregnar los bancos con el hedor de nicotina y recibir las quejas de Angelita y de las hijas), pero en ese día no resistió y encendió un blanquito y se puso a fumar de manera ávida. Las palabras de Leticia martillaban sus neuronas: Estoy embarazada… Hice un examen y dio positivo… No sé cómo sucedió… Yo uso condón con Tobías… No pongas tus manos en mí… ¡Tengo odio de ti! Sintió una puntada más fuerte en el pecho, como si un puñal lo traspasara el vano entre las costillas y alcanzara el corazón. De inmediato tiró fuera el cigarro y desaceleró el motor del vehículo. Dejó llegar a veinte kilómetros por hora. Puso la cabeza en la ventana y respiró el aire con un sorbo profundo. Pensó luego que sería un infarto. Podía ser. ¿Cómo iba a saber que no lo era? Respiró una vez más. Esta acción provocó otro dolor intenso, ahora en la espalda, entre los omóplatos. Resolvió parar el auto en el acoso de la pista. Pensó en llamar a alguien y pedir ayuda. No. Decidió que sería mejor esperar un rato. Se quedó diez o quince minutos respirando con mucha dificultad, casi arqueando, pero poco a poco el aire fue oxigenando los pulmones y el dolor se disipó. Permaneció apenas un chillido en el pecho, como un pequeño radio mal sintonizado. Activó otra vez el motor del coche y se reanudó a la pista. No iba a morir.

Al menos, no iba a morir ahorita, ya. Quizás fuese muy temprano aun. A las ocho horas y dos minutos llegó en el semáforo que se quedaba frente al edificio verdemusgo de la maternidad, en la Calle Ponce de León, cruzamiento con San Jacinto, donde buzos y niños disputaban parabrisas para limpiar. Luego avanzó y pasó por el monumento erigido por la alcaldía en homenaje a la Revuelta de las Mujeres. ¿Monumento? Inaplazablemente no se podía llamar aquel engendro de monumento o mismo de homenaje. Pero un día Héctor pasó a admitir que aquella aberración grisácea demarcaba la frontera invisible entre los barrios nuevos (Alborada, Le Corbusier, Niemeyer, Valle de las Cascadas y Villaje del Sol) y los barrios de otrora (Vila del Conde, Vila del Rey, Plaza del Chafariz y Ciudad Vieja). Pasó a utilizar este parámetro para medir las distancias de un punto a otro de la ciudad. A partir de allí, estaba seguro de que pasaría ocho o nueve minutos para llegar al departamento de policía. Por lo menos Héctor arregló una atribución al objeto monstruoso. Era el tipo de obra hecha con dinero público que ninguna persona conseguía entender su objetivo. Después de todo, ¿para qué diablos lo hicieron? ¿Para embellecer la ciudad? Broma. Sin dudas que la idea había brotado de la mente vacía de algún alcaide (Héctor no recordaba más cuál de ellos). Un hermoso día ese idiota despertó con espíritu emprendedor y decidió que sería bueno hacer un homenaje al importante —pero ignoto —episodio de la historia de Ludovica. ¿Y qué hizo el idiota? Sometió su idea a los concejales en la cámara, que se quedaron maravillados y la aprobaron por unanimidad. Así el inspirado alcaide separó una montaña de dinero (no sin antes desviar una parte para el propio bolsillo), encomendó el diseño a un renombrado y posmoderno ingeniero (que quizás tenga le cobrado el precio equivalente a dos o tres ambulancias novísimas), contrató a una empresa especializada en asentar paralelepípedos (administrada por un tío, sobrino o camarada muy cercano) y mandó levantar aquel bloque deforme de cemento y hierro en un lugar desierto y lleno de basura, al borde de la carretera. Así es: un bloque horrendo, sin color, sin brillo, sin apariencia definida y sin gracia. Sin forma. Era la única definición posible para tal cosa. Llamarla de escultura modernista sería una afrenta al más ordinario de los escultores. Y, en vez de homenajear o hacer recordar, tal cosa ignominiosa menospreciaba —¡se enojaba! —el acto de bravura de decenas de mujeres de Ludovica. Los historiadores denominaron Revuelta de las Mujeres el movimiento que ocurrió alrededor del año 1750, cuando la isla de Santabella era una pobre colonia española y Ludovica ni siquiera había sido elevada a la categoría de villa. Se llamaba Peñalba de Santabella (un homenaje que los colonizadores hicieron a Peñalba de Santiago, el pequeño pueblo situado próximo al Morredero y al Pico Cabeza de la Yegua, provincia de León, España). Ambas, por lo tanto, eran aldeas pequeñas y bucólicas, perdidas en medio a la mata.

.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |