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Mujeres – Eduardo Galeano

Leolo, el personaje de la bellísima película de Jean-Claude Lauzon, asediado por la locura y el horror, se repetía: Porque sueño, no estoy loco, porque sueño, no lo estoy… Galeano nos narra un mundo loco, pero lleno de dignidad y sueños. Esta selección debía hacerse, pues, a través del sueño y de la poesía. Cada mujer representa a todas las mujeres. Todas ellas nos salvan de la locura. Porque Galeano escribe, yo sueño, porque sueño, no lo estoy Sherezade Por vengarse de una, que lo había traicionado, el rey degollaba a todas. En el crepúsculo se casaba y al amanecer enviudaba. Una tras otra, las vírgenes perdían la virginidad y la cabeza. Sherezade fue la única que sobrevivió a la primera noche, y después siguió cambiando un cuento por cada nuevo día de vida. Esas historias, por ella escuchadas, leídas o imaginadas, la salvaban de la decapitación. Las decía en voz baja, en la penumbra del dormitorio, sin más luz que la luna. Diciéndolas sentía placer, y lo daba, pero tenía mucho cuidado. A veces, en pleno relato, sentía que el rey le estaba estudiando el pescuezo. Si el rey se aburría, estaba perdida. Del miedo de morir nació la maestría de narrar. Fundación de la novela moderna Hace mil años, dos mujeres japonesas escribieron como si fuera ahora. Según Jorge Luis Borges y Marguerite Yourcenar, nadie nunca ha escrito una novela mejor que la Historia de Genji, de Murasaki Shikibu, magistral recreación de aventuras masculinas y humillaciones femeninas. Otra japonesa, Sei Shonagon, compartió con Murasaki el raro honor de ser elogiada un milenio después. Su Libro de la almohada dio nacimiento al género zuihitsu, que literalmente significa al correr del pincel. Era un mosaico multicolor, hecho de breves relatos, apuntes, reflexiones, noticias, poemas: esos fragmentos, que parecen dispersos pero son diversos, nos invitan a penetrar en aquel lugar y en aquel tiempo. La pasión de decir (1) Marcela estuvo en las nieves del Norte. En Oslo, una noche, conoció a una mujer que canta y cuenta. Entre canción y canción, esa mujer cuenta buenas historias, y las cuenta vichando papelitos, como quien lee la suerte de soslayo. Esa mujer de Oslo viste una falda inmensa, toda llena de bolsillos. De los bolsillos va sacando papelitos, uno por uno, y en cada papelito hay una buena historia para contar, una historia de fundación y fundamento, y en cada historia hay gente que quiere volver a vivir por arte de brujería. Y así ella va resucitando a los olvidados y a los muertos; y de las profundidades de esa falda van brotando los andares y los amares del bicho humano, que viviendo, que diciendo va.


Tituba En América del sur había sido cazada, allá en la infancia, y había sido vendida una vez y otra y otra, y de dueño en dueño había ido a parar a la villa de Salem, en América del norte. Allí, en ese santuario puritano, la esclava Tituba servía en la casa del reverendo Samuel Parris. Las hijas del reverendo la adoraban. Ellas soñaban despiertas cuando Tituba les contaba cuentos de aparecidos o les leía el futuro en una clara de huevo. Y en el invierno de 1692, cuando las niñas fueron poseídas por Satán y se revolcaron y chillaron, sólo Tituba pudo calmarlas, y las acarició y les susurró cuentos hasta que las durmió en su regazo. Eso la condenó: era ella quien había metido el infierno en el virtuoso reino de los elegidos de Dios. Y la maga cuentacuentos fue atada al cadalso, en la plaza pública, y confesó. La acusaron de cocinar pasteles con recetas diabólicas y la azotaron hasta que dijo que sí. La acusaron de bailar desnuda en los aquelarres y la azotaron hasta que dijo que sí. La acusaron de dormir con Satán y la azotaron hasta que dijo que sí. Y cuando le dijeron que sus cómplices eran dos viejas que jamás iban a la iglesia, la acusada se convirtió en acusadora y señaló con el dedo a ese par de endemoniadas y ya no fue azotada. Y después otras acusadas acusaron. Y la horca no paró de trabajar. Las mujeres de los dioses 1939. San Salvador de Bahía Ruth Landes, antropóloga norteamericana, viene al Brasil. Quiere conocer la vida de los negros en un país sin racismo. En Río de Janeiro la recibe el ministro Osvaldo Aranha. El ministro le explica que el gobierno se propone limpiar la raza brasileña, sucia de sangre negra, porque la sangre negra tiene la culpa del atraso nacional. De Río, Ruth viaja a Bahía. Los negros son amplia mayoría en esta ciudad, donde otrora tuvieron su trono los virreyes opulentos en azúcar y en esclavos, y negro es todo lo que aquí vale la pena, desde la religión hasta la comida pasando por la música. Y sin embargo, en Bahía todo el mundo cree, y los negros también, que la piel clara es la prueba de la buena calidad. Todo el mundo, no: Ruth descubre el orgullo de la negritud en las mujeres de los templos africanos. En esos templos son casi siempre mujeres, sacerdotisas negras, quienes reciben en sus cuerpos a los dioses venidos del África. Resplandecientes y redondas como balas de cañón, ellas ofrecen a los dioses sus cuerpos amplios, que parecen casas donde da gusto llegar y quedarse. En ellas entran los dioses y en ellas bailan.

De manos de las sacerdotisas poseídas, el pueblo recibe aliento y consuelo; y por sus bocas escucha las voces del destino. Las sacerdotisas negras de Bahía aceptan amantes, no maridos. El matrimonio da prestigio, pero quita libertad y alegría. A ninguna le interesa formalizar boda ante el cura o el juez: ninguna quiere ser esposada esposa, señora de. Cabeza erguida, lánguido balanceo: las sacerdotisas se mueven como reinas de la Creación. Ellas condenan a sus hombres al incomparable tormento de sentir celos de los dioses. Ventana sobre la palabra (4) Magda Lemonnier recorta palabras de los diarios, palabras de todos los tamaños, y las guarda en cajas. En caja roja guarda las palabras furiosas. En caja verde, las palabras amantes. En caja azul, las neutrales. En caja amarilla, las tristes. Y en caja transparente guarda las palabras que tienen magia. A veces, ella abre las cajas y las pone boca abajo sobre la mesa, para que las palabras se mezclen como quieran. Entonces, las palabras le cuentan lo que ocurre y le anuncian lo que ocurrirá. Profecías (1) En el Perú, una maga me cubrió de rosas rojas y después me leyó la suerte. La maga me anunció: —Dentro de un mes, recibirás una distinción. Yo me reí. Me reí por la infinita bondad de esa mujer desconocida, que me regalaba flores y augurios de éxito, y me reí por la palabra distinción, que tiene no sé qué de cómica, y porque me vino a la cabeza un viejo amigo del barrio, que era muy bruto pero certero, y que solía decir, sentenciando, levantando el dedito: «A la corta o a la larga, los escritores se hamburguesan». Así que me reí; y la maga se rió de mi risa. Un mes después, exactamente un mes después, recibí en Montevideo un telegrama. En Chile, decía el telegrama, me habían otorgado una distinción. Era el premio José Carrasco. Voces de la noche En este amanecer del año 44 antes de Cristo, Calpurnia despertó llorando. Ella había soñado que el marido, acribillado a puñaladas, agonizaba en sus brazos. Y Calpurnia le contó el sueño, y llorando le rogó que se quedara en casa, porque afuera le esperaba el cementerio.

Pero el pontífice máximo, el dictador vitalicio, el divino guerrero, el dios invicto, no podía hacer caso al sueño de una mujer. Julio César la apartó de un manotazo, y hacia el Senado de Roma caminó su muerte. La televisión Me lo contó Rosa María Mateo, una de las figuras más populares de la televisión española. Una mujer le había escrito una carta, desde algún pueblito perdido, pidiéndole que por favor le dijera la verdad: —Cuando yo la miro, ¿usted me mira? Rosa María me lo contó, y me dijo que no sabía qué contestar. A dos voces Habían crecido juntas, la guitarra y Violeta Parra. Cuando una llamaba, la otra venía. La guitarra y ella se reían, se lloraban, se preguntaban, se creían. La guitarra tenía un agujero en el pecho. Ella, también. En el día de hoy de 1967, la guitarra llamó y Violeta no vino. Nunca más vino. Ella no olvida ¿Quién conoce y reconoce los atajos de la selva africana? ¿Quién sabe evitar la peligrosa cercanía de los cazadores de marfiles y otras fieras enemigas? ¿Quién reconoce las huellas propias y las ajenas? ¿Quién guarda la memoria de todas y de todos? ¿Quién emite esas señales que los humanos no sabemos escuchar ni descifrar? ¿Esas señales que alarman o ayudan o amenazan o saludan a más de veinte kilómetros de distancia? Es ella, la elefanta mayor. La más vieja, la más sabia. La que camina a la cabeza de la manada. El arte de dibujarte En algún lecho del golfo de Corinto, una mujer contempla, a la luz del fuego, el perfil de su amante dormido. En la pared, se refleja la sombra. El amante, que yace a su lado, se irá. Al amanecer se irá a la guerra, se irá a la muerte. Y también la sombra, su compañera de viaje, se irá con él y con él morirá. Es noche todavía. La mujer recoge un tizón entre las brasas y dibuja, en la pared, el contorno de la sombra. Esos trazos no se irán. No la abrazarán, y ella lo sabe. Pero no se irán. El mundo encoge Hoy es el Día de las lenguas maternas.

Cada dos semanas, muere una lengua. El mundo disminuye cuando pierde sus humanos decires, como pierde la diversidad de sus plantas y sus bichos. En 1974 murió Ángela Loij, una de las últimas indígenas onas de la Tierra del Fuego, allá en el fin del mundo; y la última que hablaba su lengua. Solita cantaba Ángela, para nadie cantaba, en esa lengua que ya nadie recordaba: Voy andando por las pisadas de aquellos que se fueron. Perdida estoy. En tiempos idos, los onas adoraban varios dioses. El dios supremo se llamaba Pemaulk. Pemaulk significaba Palabra. La dama que atravesó tres siglos Alice nació esclava, en 1686, y esclava vivió ciento dieciséis años. Cuando murió, en 1802, con ella murió una parte de la memoria de los africanos en América. Alice no sabía leer ni escribir, pero estaba toda llena de voces que contaban y cantaban leyendas llegadas de lejos y también historias vividas de cerca. Algunas de esas historias venían de los esclavos que ella ayudaba a fugarse. A los noventa años, quedó ciega. A los ciento dos, recuperó la vista: —Fue Dios -dijo-. Él no me podía fallar. La llamaban Alice del Ferry Dunks. Al servicio de su dueño, trabajaba en el ferry que llevaba y traía pasajeros a través del río Delaware. Cuando los pasajeros, siempre blancos, se burlaban de esta vieja viejísima, ella los dejaba varados en la otra orilla del río. Ellos la llamaban a gritos, pero no había caso. Era sorda la que había sido ciega.

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