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Muerte y Juicio – Donna Leon

El influyente abogado Carlo Trevisan es hallado muerto. Siguiendo la pista de lo que a primera vista parecía un sencillo caso de atraco en que la víctima ha ofrecido resistencia, Brunetti llegará hasta la signora Ceroni, jefa de una agencia de viajes que, en realidad, transporta muchachas desde la convulsa ex Yugoslavia hasta los burdeles de Venecia y los platós clandestinos en donde se filman las más escabrosas escenas de su violación y asesinato.


 

El último martes de septiembre cay ó la primera nieve en las montañas que separan el norte de Italia de Austria, más de un mes antes de lo habitual. La nevada empezó de repente, traída por gruesos nubarrones que se habían presentado de improviso. Al cabo de media hora, en el puerto de montaña de Tarvisio, la carretera estaba resbaladiza y peligrosa. Hacía un mes que no llovía, y la nieve se posaba en un asfalto cubierto de una reluciente capa de aceite y grasa. Esta combinación resultó fatal para un gran camión de cuatro ejes con matrícula rumana, cargado, según constaba en el manifiesto, con noventa metros cúbicos de tablas de pino. Durante el descenso hacia la autostrada y las vías más cálidas y seguras de Italia, el conductor frenó bruscamente en una curva y el enorme vehículo se salió de la carretera a cincuenta kilómetros por hora. Los neumáticos abrieron profundos surcos en la tierra que aún no estaba helada, mientras la caja del camión tronchaba troncos y partía ramas a su paso, desgarrando la ladera hasta el fondo del barranco, donde el camión chocó contra una pared rocosa y reventó, esparciendo su carga en un amplio radio. Los primeros en pasar por el lugar del accidente, camioneros que pararon a socorrer al compañero, fueron ante todo a la cabina, pero ya no había esperanza para el conductor, que colgaba del cinturón de seguridad con medio cuerpo fuera del vehículo y el cráneo hundido por una rama que había arrancado la puerta de la cabina cuando el camión caía por la pendiente. Un hombre que transportaba cerdos a un matadero de Italia, se encaramó a lo que quedaba del capó, para mirar por el destrozado parabrisas si había un segundo conductor. El asiento estaba vacío, y los varios hombres que ya se habían congregado empezaron a registrar los alrededores, por si éste había salido despedido. Cuatro conductores de camiones de tonelajes diversos bajaron la ladera, mientras el quinto ponía las señales de aviso en la carretera y llamaba por su radio a la polizia stradale. Aún nevaba copiosamente, por lo que transcurrió algún tiempo antes de que uno de ellos descubriera el retorcido cuerpo que había quedado en la pendiente, a una tercera parte del recorrido. Dos hombres corrieron hacia él, con la esperanza de que, por lo menos, uno de los conductores hubiera sobrevivido. Los hombres avanzaban con dificultad, resbalando y cayendo de rodillas en la pendiente por la que se había precipitado el camión. El primero en llegar se arrodilló junto a la figura inerte y empezó a retirar la fina capa blanca que la cubría, buscando señales de vida. Pero sus dedos se enredaron en un cabello largo y, cuando pudo verle la cara, descubrió las facciones delicadas de una mujer. Entonces el hombre oyó a un compañero gritar desde más abajo. Al volverse, lo vio arrodillado junto a un bulto que estaba a unos metros a la izquierda del desgarro abierto por el camión en la ladera. —¿Qué hay? —preguntó, mientras buscaba el pulso de la figura que yacía con el cuerpo doblado. —Es una mujer —dijo el segundo hombre. Y el primero, que seguía sin percibir latido alguno en la garganta de la mujer, oyó que el de abajo gritaba—: Está muerta. Después, el primer conductor que miró detrás del camión dijo que al ver aquello pensó que la carga debía de ser de maniquíes, sí, esas muñecas de plástico que ponen en los escaparates. Había por lo menos media docena esparcidas sobre la nieve, detrás de las destrozadas puertas traseras.


Una estaba suspendida de la plataforma con las piernas aprisionadas por las tablas, qué durante la caída se habían desplazado, pero estaban bien embaladas y ni el impacto del camión contra la roca había hecho que se soltaran. Pero después el hombre recordaba que le había llamado la atención que unos maniquíes llevaran abrigo. ¿Y por qué había manchas rojas en la nieve alrededor de ellos? 2 La polizia stradale tardó más de media hora en acudir. Cuando los agentes llegaron por fin al lugar del accidente, instalaron señales luminosas y trataron de despejar las retenciones de varios kilómetros que se formaban en uno y otro sentido, porque los conductores, que ya circulaban con precaución a causa del mal estado de la carretera, aminoraban la marcha para mirar por la brecha de la barandilla metálica hacia los restos del camión. Y los otros restos. El primer agente que bajó no oía lo que le gritaban los camioneros, pero cuando vio las figuras que yacían en torno al destrozado camión trepó a la carretera volviendo sobre sus pasos y llamó por radio al cuartel de carabinieri de Tarvisio. Su llamada fue contestada con prontitud, y al poco rato, la llegada de dos coches que traían a seis carabinieri de negro uniforme venía a entorpecer todavía más la circulación. Los recién llegados dejaron los coches en el arcén y descendieron hasta el camión siniestrado. Cuando advirtieron que la mujer que tenía las piernas aprisionadas por las tablas aún vivía, todos se desentendieron por completo del tráfico. En circunstancias menos trágicas, la escena que siguió hubiera podido ser grotesca y hasta cómica. Los montones de tablas que comprimían las piernas de la mujer contra el suelo del camión tenían por lo menos dos metros de alto; para levantarlas se necesitaba una grúa, pero era imposible bajar una grúa hasta allí. También podían retirarse a mano, pero para ello los hombres tendrían que situarse encima, acrecentando el peso. El más joven de los agentes, arrodillado detrás del camión, tiritaba en el frío anochecer alpino. Su anorak de uniforme envolvía la parte accesible del cuerpo atrapado. Las piernas de la mujer, a la altura de los muslos, desaparecían bajo una compacta pila de madera, como en una caprichosa composición de Magritte. El agente podía ver que era joven, que era rubia, y también que palidecía por momentos. Estaba de lado, con la mejilla contra el suelo ondulado del camión. Tenía los ojos cerrados, pero aún respiraba. A su espalda, el joven oyó el estrépito de algo pesado que caía al suelo del camión. Sus cinco compañeros habían trepado por los costados de la pila y, tras forcejear con los paquetes de tablas, los habían soltado por la parte superior. Hacían caer una tabla al suelo del camión, se bajaban y la sacaban, pasando junto a la muchacha y al joven Monelli. A cada viaje, observaban cómo el charco de sangre que salía de debajo de las tablas estaba más cerca de las rodillas del agente; pero ellos seguían rompiéndose las manos en su afán por liberar a la muchacha. Incluso después de que Monelli le tapara la cara con el anorak y se pusiera de pie, dos de ellos siguieron arrancando tablas de la pila y arrojándolas al exterior, donde crecía la oscuridad. Así siguieron hasta que su sargento se acercó primero a uno y luego al otro y les puso una mano en el hombro, para hacerles comprender que ya podían parar. Entonces ellos se calmaron y reanudaron la investigación rutinaria.

Cuando terminaron y pidieron a Tarvisio ambulancias para la retirada de los cadáveres, y a era noche cerrada, seguía nevando y el atasco del tráfico llegaba hasta la frontera austríaca. Nada más podía hacerse hasta el día siguiente, pero los carabinieri apostaron a dos agentes en el lugar del accidente. Sabían la fascinación que el escenario de la muerte tiene para muchas personas, y temían que, si el vehículo siniestrado quedaba sin vigilancia durante la noche, alguien pudiera robar o destruir indicios. Como suele ocurrir en esta época del año, el día siguiente amaneció sereno y diáfano y a las diez, la nieve no era más que un recuerdo. Pero el camión destrozado seguía allí, lo mismo que las profundas heridas que había abierto en la tierra. Durante el día, la carga fue retirada y estibada a bastante distancia del vehículo por los carabinieri, que refunfuñaban por el peso, las astillas y el barro que chasqueaba bajo sus botas, mientras un equipo forense examinaba minuciosamente la cabina, espolvoreando las superficies y guardando papeles y objetos en bolsitas de plástico debidamente etiquetadas y numeradas. El asiento del conductor había sido arrancado del bastidor por el impacto final; los dos hombres que trabajaban en la cabina acabaron de desmontarlo y luego desprendieron la funda de plástico y la tela del tapizado, buscando algo que no encontraron. Como tampoco encontraron sustancias sospechosas debajo de los paneles de plástico de la cabina. Pero fue en la caja del camión donde se encontró algo extraño: ocho bolsas de plástico de las que suelen dar en los supermercados, cada una de las cuales contenía una muda de ropa interior femenina y, una de ellas, además, un libro de oraciones impreso en una lengua que uno de los técnicos identificó como rumano. Todas las etiquetas habían sido eliminadas de las prendas que contenían las bolsas, lo mismo que, según se comprobaría después, de toda la ropa que llevaban las mujeres muertas en el accidente. Los papeles que se encontraron en el camión eran estrictamente los que debía haber: el pasaporte y el permiso del conductor, los formularios del seguro, documentos de aduanas, albaranes y una factura a nombre del almacén de madera al que había que entregar la mercancía. Los papeles del conductor eran rumanos, la documentación de aduanas estaba en regla y el envío iba destinado a un aserradero de Sacile, una pequeña ciudad situada a unos cien kilómetros hacia el sur. Nada más revelarían los restos del camión que, con grandes dificultades y enormes trastornos circulatorios, fue izado hasta el arcén con ayuda de cabrestantes enganchados a tres camiones-grúa. Allí fue cargado en una plataforma-remolque y devuelto a su dueño de Rumania. La madera fue entregada al aserradero de Sacile, que se negó a pagar los gastos extra. La extraña muerte de las mujeres fue recogida por la prensa de Austria y de Italia, en artículos titulados, respectivamente, « Der Todeslaster» y « Il Camion della Morte» . Los austriacos habían conseguido tres fotos de los cadáveres esparcidos en la nieve y las publicaron con la noticia. Se hicieron conjeturas: ¿refugiadas?, ¿trabajadoras ilegales? La caída del comunismo eliminaba la que sin duda hubiera sido inevitable conclusión: espías. El misterio no se aclaró, y la investigación languideció ante la incapacidad de las autoridades rumanas de contestar preguntas y devolver papeles y la falta de interés de las italianas. Los cadáveres de las mujeres y del conductor fueron enviados a Bucarest en avión, donde fueron sepultados bajo su tierra natal y todo el peso de la burocracia. La noticia pronto fue desplazada de los periódicos por la profanación de un cementerio judío de Milán y el asesinato de otro juez más. Pero no desapareció sin que la ley era la professoressa Paola Falier, ayudante de Literatura Inglesa de la Universidad de Cà Pesaro, de Venecia y —lo que importa para este relato— esposa de Guido Brunetti, comisario de policía de la ciudad. 3 Carlo Trevisan, el avvocato Carlo Trevisan, como él prefería que lo llamaran, era hombre de origen modesto, no obstante lo cual, hizo una carrera de lo más brillante. Era natural de Trento, una ciudad próxima a la frontera austríaca y se licenció en derecho por la Universidad de Padua con matrícula de honor y el unánime elogio de sus profesores. Al terminar sus estudios, el joven avvocato entró a trabajar en un bufete de Venecia, donde adquirió gran experiencia en derecho internacional, por ser uno de los pocos hombres de la ciudad que se interesaban por esta materia.

Cinco años después abrió su propio despacho y se especializó en derecho mercantil internacional. En Italia suele ocurrir que una ley que se dicta hoy es revocada mañana. Por otra parte, no es de extrañar que, en un país en el que resulta imposible descifrar el sentido hasta de la noticia periodística más banal, exista cierta confusión respecto al alcance de la ley. La diversidad de interpretaciones posibles crea un clima muy propicio para los abogados que se precian de entender la ley. Entre éstos, el avvocato Carlo Trevisan. Por ser trabajador y ambicioso, el avvocato Trevisan prosperó. Por haberse casado con la hija de un banquero, entró en contacto, familiar o amistoso, con acaudalados y poderosos empresarios y financieros de la región del Véneto. Su clientela crecía y su cintura se dilataba y, cuando cumplió los cincuenta, el avvocato Trevisan tenía a siete abogados trabajando en su bufete, ninguno de los cuales era socio de la firma. Asistía todos los domingos a misa en Santa Maria del Giglio, se había distinguido en el servicio a la ciudad desde el consejo municipal en dos legislaturas y tenía dos hijos, chico y chica, ambos inteligentes y guapos. El martes anterior a la fiesta de la Madonna della Salute, a últimos de noviembre, el avvocato Trevisan se trasladó a Padua, para hacer una visita a Francesco Urbani, un cliente que recientemente había decidido separarse de su esposa, tras veintisiete años de matrimonio. Durante las dos horas que duró la entrevista, Trevisan sugirió a Urbani que sacara del país cierto capital y lo llevara, por ejemplo, a Luxemburgo y que vendiera inmediatamente su participación en las dos fábricas de Verona de las que era socio capitalista y diera el mismo destino al producto de las transacciones. Después de la reunión, concertada para que enlazara con su cita siguiente, Trevisan acudió a su cena semanal con un asociado. La semana anterior se habían encontrado en Venecia, por lo que hoy tocaba cenar en Padua. Esta reunión, como todas las demás, tuvo la cordialidad que propician el éxito y la prosperidad. Buena cocina, buen vino y buenas noticias. El socio llevó a Trevisan a la estación, donde el avvocato solía tomar el Intercity con destino a Trieste que lo dejaba en Venecia a las diez y cuarto. A pesar de tener billete de primera clase, que estaba en la cola del tren, Trevisan atravesó los semivacíos coches y se sentó en un compartimiento de segunda; al igual que todos los venecianos, prefería viajar en el primer coche, para no tener que recorrer a la llegada el largo andén de la estación de Santa Lucia. Trevisan dejó su cartera de piel de becerro en el asiento de delante, la abrió y sacó un folleto que había recibido del Banco Nacional de Luxemburgo, en el que se ofrecían intereses de hasta un 18 por ciento, aunque no a las cuentas en liras. Sacó una pequeña calculadora de un bolsillo de la tapa de la cartera y empezó a hacer anotaciones en un papel con su Mont Blanc. La puerta del compartimiento se abrió, y Trevisan se volvió de espaldas, para sacar el billete del bolsillo del abrigo y darlo al revisor. Pero lo que la persona que estaba en la puerta venía a pedir al avvocato Carlo Trevisan no era el billete. El cadáver fue descubierto por Cristina Merli, la revisora, cuando el tren cruzaba la laguna que separa Venecia de Mestre. En un principio, al pasar frente al compartimiento en el que el bien trajeado pasajero dormía apoyado en la ventanilla, la mujer decidió no despertarlo para pedirle el billete, pero después recordó que eran muchos los pasajeros, incluso bien vestidos, que fingían dormir porque viajaban sin billete, para ahorrarse las mil liras de la corta travesía sobre la laguna. Por otra parte, si aquel hombre dormía realmente e iba a Venecia, le agradecería que lo despertara, especialmente, si tenía que tomar el barco 1 para Rialto, que salía del embarcadero de la estación exactamente tres minutos después de la llegada del tren. La revisora abrió la puerta y entró en el pequeño compartimiento.

—Buona sera, signore. Suo biglietto, per favore. Después, al hablar de ello, a Cristina le parecía recordar el olor que había notado al abrir la puerta del supercaldeado compartimiento. La revisora dio dos pasos hacia el durmiente y repitió, en voz más alta: —Suo biglietto, per favore. ¿Tan profundamente dormía que no la oía? Imposible, debía de viajar sin billete y trataba de salvarse de la inevitable multa. Al cabo de sus años de servicio en los trenes, Cristina Merli casi había llegado a gozar de este momento: pedir la identificación, extender el billete y cobrar la multa. También le divertía la retahíla de las consabidas excusas, que hubiera podido recitar hasta en sueños: se me habrá caído; el tren iba a salir y no quería perderlo; lo tiene mi esposa, que está en otro compartimiento. La revisora, consciente de todo ello y del tiempo que este incidente la haría perder al final del largo viaje desde Turín, no pudo reprimir un gesto de impaciencia, casi de irritación. —Por favor, signore, despierte y deme su billete —dijo inclinándose y sacudiéndolo por el hombro. Bajo la presión de su mano, el hombre, lentamente, se apartó de la ventana, cayó de lado sobre el asiento y se deslizó al suelo. Al caer, se le abrió la americana, dejando al descubierto la camisa manchada de rojo. Del cuerpo emanaba el olor inconfundible a orina y excrementos. —Maria Vergine —jadeó la mujer que, andando hacia atrás muy despacio, salió del compartimiento. Por la izquierda se acercaban dos pasajeros que se dirigían hacia la puerta anterior—. Lo siento, señores, pero esta puerta está bloqueada; tendrán que apearse por detrás. Acostumbrados a las anomalías, los hombres dieron media vuelta y se alejaron hacia la parte posterior del coche. Ella miró por la ventana y vio que el tren estaba llegando al final del puente. Dentro de tres o cuatro minutos entraría en la estación. Entonces se abrirían las puertas y los pasajeros se apearían y dispersarían, llevando consigo los recuerdos del viaje y de las personas a las que hubieran visto en los pasillos del largo tren. Sacudidas y chirridos indicaban que estaban entrando en agujas. La cabeza del tren ya estaba bajo la cubierta de la estación. Hacía quince años que Cristina Merli trabajaba en el ferrocarril y nunca había visto utilizar este recurso, pero entonces hizo lo único que se le ocurrió: entrar en el compartimiento de al lado y tirar con fuerza del freno de alarma. El gastado cordón se rompió con un pequeño chasquido y ella se quedó esperando, no sin una curiosidad distante, casi académica, lo que fuera a ocurrir ahora.

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