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Muerte en un país extraño – Donna Leon

Muerte en un país extraño, segunda novela de Donna Leon protagonizada por el comisario Brunetti, arranca con la aparición de un cuerpo en un canal veneciano. El cadáver corresponde a un súbdito americano, y Brunetti, resistiéndose a presiones superiores debidas a razones políticas, llega a relacionar esta muerte con una trama controlada por el gobierno italiano, el ejército americano y la mafia. Muerte en un país extraño fue acogida muy favorablemente por el público y la crítica.


 

El cuerpo flotaba boca abajo en la sucia agua del canal. Bajaba la marea, arrastrándolo lentamente hacia la laguna que se abría al extremo. La cabeza golpeó varias veces la escalera cubierta de verdín del embarcadero, frente a la basílica de Santi Giovanni e Paolo, se encalló un momento, los pies describieron un arco, con la delicadeza de un paso de ballhttps://debeleer.com/libros/novela/8/Muerte-en-un-Pais-Extrano-Donna-Leon.pdfet, y el cuerpo siguió su deriva hacia las aguas libres. El reloj de la iglesia dio las cuatro de la mañana, y la corriente aminoró su ímpetu, como si las campanadas así se lo ordenaran. Poco a poco, el flujo fue bajando hasta llegar a ese momento de absoluta quietud en el que el agua espera que la marea siguiente empiece su turno. Atrapado en la calma, el objeto inanimado se mecía en la superficie, oscuro, invisible. Transcurrió el tiempo en silencio hasta que pasaron dos hombres que hablaban en voz baja y rápida el sibilante dialecto veneciano. Uno empujaba una carretilla cargada de periódicos que llevaba a su quiosco; el otro iba a empezar su jornada de trabajo en el hospital que ocupaba todo un lado del extenso campo. Fuera, en la laguna, pasó un bote petardeando y levantando en el canal una ondulación que volvió a empujar el cadáver hacia la pared del embarcadero. Cuando el reloj dio las cinco, en una de las casas que bordeaban el canal frente al campo una mujer abrió los postigos verde oscuro de su cocina y se volvió a bajar la llama del gas de la cafetera. Medio dormida todavía, puso azúcar en una taza, apagó el gas con un diestro movimiento de la muñeca y echó un grueso chorro de café en la taza. Con ella entre las manos, volvió a la ventana abierta y, como había venido haciendo durante décadas, miró la gigantesca estatua ecuestre de Colleoni, antaño el más temible de los generales venecianos y ahora un vecino más. Éste era para Bianca Pianaro el momento más tranquilo del día, y Colleoni, fundido en un eterno silencio de bronce desde hacía siglos, era la compañía ideal para este precioso cuarto de hora de secreta quietud. La mujer saboreaba a pequeños sorbos el café, cargado y caliente, observando las palomas que ya habían empezado a picotear alrededor de la estatua. Se asomó a mirar el pequeño bote de su marido que oscilaba en el agua verde oscuro al pie de la ventana. Había llovido por la noche y quería comprobar si la cubierta de lona estaba bien puesta. Si el viento la había soltado, Nino tendría que bajar a achicar el agua antes de ir a trabajar. Estiró el cuello para ver bien la proa. Al principio pensó que era una bolsa de basura que la marea nocturna se habría llevado del muelle. Pero era muy simétrica, rectangular, con un asa a cada lado de un tronco central, como si fuera… —Oh, Dio —jadeó la mujer, dejando caer la taza al agua cerca del extraño bulto que flotaba en el canal, boca abajo—.


Nino, Nino —gritó mientras iba hacia el dormitorio—, en el canal hay un cadáver. Las mismas palabras, « En el canal hay un cadáver» , despertaron a Guido Brunetti veinte minutos después. Se volvió del lado izquierdo, metiendo el teléfono en la cama. —¿Dónde? —En Santi Giovanni e Paolo. Delante del hospital, comisario —respondió el policía, que le había llamado nada más recibirse el aviso en la questura. —¿Qué ha ocurrido? ¿Quién lo ha encontrado? —preguntó Brunetti, y a sentado en la cama y con los pies en el suelo. —No lo sé, señor. Nos ha llamado un tal Pianaro. —¿Y se puede saber por qué me llama a mí? —preguntó Brunetti sin disimular la irritación, provocada por los números luminosos que acababa de ver en el despertador: 5.31—. ¿Qué les ha pasado a los del turno de noche? ¿No hay nadie de servicio? —Todos se han ido a casa. He llamado a Bozzetti, pero su esposa me ha dicho que aún no ha llegado. —La voz del joven policía se hacía más insegura por momentos—. Le llamo a usted, señor, porque como tiene el turno de día… —En efecto, y no entraba de servicio hasta dentro de dos horas y media, recordó Brunetti. Pero no dijo nada. —Comisario, ¿me oy e, señor? —Le oigo, sí. Es que son las cinco y media. —Sí, señor; y a lo sé —asintió el joven con un hilo de voz—. Pero no he podido hablar con nadie más. —Está bien, está bien, y a voy. Envíeme una lancha. Ahora mismo. — Entonces, recordando la hora y la circunstancia de que los del turno de noche y a se habían ido a casa, preguntó—: ¿Hay alguien que pueda pilotarla? —Sí, señor. Bonsuan acaba de llegar. ¿Le envío a él? —Sí, ahora mismo.

Y llame a todos los del turno de día. Que se reúnan conmigo allí. —Sí, señor —respondió el joven, con audible alivio por haber encontrado a alguien que asumiera la responsabilidad. —Llame también al doctor Rizzardi. Dígale que vaya lo antes posible. —Sí, señor. ¿Algo más? —Nada más. Pero envíeme la lancha ahora mismo. Y diga a los demás que, si llegan antes que y o, acordonen la zona. Que nadie se acerque al cadáver. —En ese preciso instante, mientras ellos hablaban, ¿cuántos indicios no estarían siendo destruidos, colillas arrojadas al suelo, zapatos que pisoteaban la acera? Sin añadir palabra, Brunetti colgó el teléfono. En la cama, a su lado, Paola se movió y le miró con un ojo, cubriéndose el otro con un brazo desnudo para protegerlo de la invasión de la luz. Hizo un ruido que tras una larga experiencia el comisario había aprendido a interpretar como una pregunta. —Un cadáver. En un canal. Ahora vienen a recogerme. Ya te llamaré. —El nuevo ruido con que ella recibió la información era afirmativo. Se puso boca abajo y se quedó dormida inmediatamente; sin duda, era la única persona de toda la ciudad a la que dejaba indiferente que un cadáver apareciera flotando en un canal. Brunetti se vistió rápidamente, decidió no perder tiempo en afeitarse y fue a la cocina, a ver si había tiempo para un café. Levantó la tapa de la Moka Express y vio que quedaban dos dedos de café de la noche anterior. Aunque detestaba el café recalentado, lo echó en un perol, lo puso sobre la llama alta y esperó a que hirviera. Luego, sirvió el casi viscoso brebaje en una taza, puso tres terrones de azúcar y se lo bebió de un trago. Sonó el timbre que anunciaba la llegada de la lancha de la policía. Brunetti miró su reloj: las seis menos ocho.

Debía de ser Bonsuan; nadie más era capaz de traer la lancha con tanta rapidez. Sacó una chaqueta de lana del armario del recibidor. La mañana de septiembre podía ser fresca, y siempre cabía esperar que hiciera viento en Santi Giovani e Paolo, que quedaba muy cerca de las aguas abiertas de la laguna. Al pie de los cinco tramos de escaleras, Brunetti abrió la puerta de la calle y encontró a Pucetti, un joven agente que llevaba menos de cinco meses en la policía. —Buon giorno, signor commissario —dijo Puccetti cuadrándose con más viveza y marcialidad de las que, en opinión de Brunetti, eran propias de la hora. El comisario correspondió al saludo de su subalterno agitando la mano y echó a andar por la estrecha calle. La lancha de la policía, con la luz azul parpadeando rítmicamente, estaba amarrada al embarcadero. Al volante vio a Bonsuan, un piloto que llevaba en las venas la sangre de una infinidad de generaciones de pescadores de Burano, sangre mezclada sin duda con el agua de la laguna, lo que le infundía un conocimiento instintivo de las mareas y corrientes que le hubiera permitido navegar por los canales de la ciudad con los ojos cerrados. Bonsuan, fornido y barbudo, hizo a la llegada de Brunetti un movimiento de la cabeza, en el que se combinaban saludo y alusión a la hora. Puccetti saltó a cubierta, donde se reunió con otros dos agentes de uniforme. Uno de ellos soltó el cable del amarre y Bonsuan hizo retroceder rápidamente la embarcación hasta el Gran Canal, donde, describiendo un cerrado viraje, puso proa al puente de Rialto. Después de cruzar por debajo del puente, torció a la derecha por un canal de una sola dirección. Poco después, cortaron hacia la izquierda y luego otra vez hacia la derecha. Brunetti estaba de pie en cubierta, con el cuello subido para protegerse del viento fresco de la madrugada. Las embarcaciones amarradas a uno y otro lado de los canales cabeceaban a su paso y otras, que venían de Sant’ Erasmo cargadas de frutas y verduras, se arrimaban a los edificios al ver parpadear la luz azul. Al fin, entraron en el Rio dei Mendicanti, el canal que discurría por el lado del hospital y desembocaba en la laguna, justo enfrente del cementerio. Probablemente, la proximidad del cementerio al hospital era fortuita; pero, para la mayoría de los venecianos, especialmente los que habían sobrevivido a un tratamiento en el hospital, el emplazamiento del cementerio era un elocuente comentario acerca de la competencia del personal sanitario. A la mitad del canal, en la orilla derecha, Brunetti vio un pequeño grupo de personas. Bonsuan paró la lancha a unos cincuenta metros de la gente, en lo que Brunetti sabía y a que sería un vano intento para preservar cualquier indicio que pudiera haber en el lugar de los efectos de su llegada. Uno de los agentes se acercó a la embarcación y tendió la mano a Brunetti para ay udarle a desembarcar. —Buon giorno, signor commissario. Lo hemos sacado del agua, pero, como puede ver, y a tenemos compañía. —Señaló con un ademán a nueve o diez personas congregadas alrededor de algo que estaba en la acera y que sus cuerpos ocultaban a Brunetti. El agente fue hacia el grupo exclamando mientras caminaba: —Hagan el favor, retírense. Policía.

—La gente retrocedió cuando se acercaron los dos hombres y no al oír la orden. En la acera, Brunetti vio el cuerpo de un hombre joven, tendido de espaldas, con los ojos abiertos a la luz de la mañana. Estaban a su lado dos policías, con los uniformes empapados hasta los hombros. Los dos hicieron a Brunetti el saludo militar. Cuando bajaron la mano, cayeron al suelo algunas gotas de agua. Les conocía: Luciani y Rossi, buenos elementos los dos. —¿Y bien? —preguntó Brunetti mirando al muerto. Contestó Luciani, el más veterano: —Estaba flotando en el canal cuando llegamos, dottore. Nos avisó un hombre que vive en esa casa —añadió, señalando un edificio ocre del otro lado del canal —. Lo vio su mujer. Brunetti se volvió y miró a la casa. « Cuarto piso» , puntualizó Luciani. Brunetti levantó la mirada y alcanzó a ver una figura que se retiraba de la ventana. Paseó la mirada por aquella casa y las de cada lado y distinguió sombras oscuras en las ventanas. Algunas se apartaron cuando él miró, otras, no. Brunetti se volvió hacia Luciani y movió la cabeza de arriba abajo, para instarle a proseguir. —Estaba cerca de la escalera, pero hemos tenido que meternos en el agua para sacarlo. Yo lo tendí de espaldas, para ver si podíamos reanimarlo. Pero no había ninguna posibilidad. Parece que lleva muerto mucho tiempo —lo decía contrito, casi como si su fallido intento de insuflar vida en el joven hubiera puesto aún más de manifiesto su muerte. —¿Han examinado el cuerpo? —No, señor. Cuando hemos visto que no podíamos hacer nada, nos ha parecido preferible dejar eso para el doctor. —Está bien —dijo Brunetti en voz baja. Luciani se estremeció, quizá de frío o quizá al reconocer su fracaso, y sobre la acera cayeron algunas pequeñas gotas. —Ustedes dos váy anse a casa.

Tomen un baño, coman y beban algo que les quite el frío. —Los dos hombres sonrieron al oírlo, agradeciendo la sugerencia—. Bonsuan les llevará en la lancha. Los hombres le dieron las gracias y se abrieron paso por entre la multitud que, durante los minutos que llevaba allí Brunetti, había crecido. El comisario hizo una seña a uno de los hombres que habían venido con él en la lancha y le dijo: —Haga retroceder a esa gente y anote el nombre y la dirección de todos. Pregúnteles desde cuándo están aquí y si han visto u oído algo extraño esta mañana. Luego envíelos a casa. —Aborrecía a los morbosos que se congregan en los escenarios de la muerte y no comprendía la fascinación que ésta ejercía en muchos de ellos, especialmente en sus manifestaciones más violentas. Volvió a mirar la cara del joven que yacía en el suelo, ahora objeto de tantas miradas curiosas. Era bien parecido, con el pelo corto y rubio, oscurecido por el agua que aún chorreaba al suelo. Tenía los ojos de un azul claro y límpido, unas facciones regulares y la nariz afilada. A su espalda, Brunetti oía las voces de los agentes, que empezaban a hacer retroceder a la gente. Llamó a Puccetti, haciendo caso omiso del saludo que volvió a dedicarle el joven. —Puccetti, vay a a esas casas del otro lado del canal y pregunte si alguien oy ó o vio algo. —¿A qué hora, comisario? Brunetti reflexionó, pensando en la luna. Dos noche antes, fue luna nueva, por lo que las mareas no podían haber sido lo bastante fuertes como para arrastrar el cuerpo muy lejos. Tendría que preguntar a Bonsuan por las mareas de esa noche. El muerto tenía las manos muy blancas y arrugadas, señal clara de que había estado mucho tiempo en el agua. Una vez supiera cuánto tiempo hacía que el joven había muerto, pediría a Bonsuan que calculara la distancia que podía haber recorrido. Y desde dónde. Entretanto, que Puccetti indagara. —A cualquier hora de la noche. Ponga barreras. Y a ver si consigue que esa gente se vay a a su casa. —Sabía que las probabilidades eran escasas.

Venecia ofrecía a sus habitantes pocos acontecimientos de esta índole; iba a costar mucho echarlos de allí. Oy ó acercarse una embarcación. Otra lancha blanca de la policía, con la pulsación de la luz azul giratoria, entró en el canal y paró frente al mismo amarre que había utilizado Bonsuan. También en ésta venían tres hombres de uniforme y uno de paisano. Las caras de la multitud, como un campo de girasoles, se volvieron hacia los hombres que saltaban de la lancha y se acercaban. Venía a la cabeza el doctor Ettore Rizzardi, forense de la ciudad. Indiferente a las miradas que recibía, el doctor Rizzardi se acercó a Brunetti y le estrechó la mano con cordialidad. —Buon di, Guido, ¿qué hay ? Brunetti se hizo a un lado para que Rizzardi pudiera ver lo que tenían a los pies: —Estaba en el canal. Luciani y Rossi lo han sacado, pero no han podido hacer nada por él. Luciani lo intentó pero ya era tarde. Rizzardi asintió con un gruñido. La arrugada piel de las manos le decía lo muy tarde que era para hacer algo por aquel hombre. —Parece que ha estado mucho tiempo en el agua, Ettore. Pero eso podrá decirlo usted mejor. Rizzardi aceptó el cumplido sin comentarios y concentró la atención en el cadáver. Cuando el médico se agachó, los susurros de la muchedumbre se hicieron más sibilantes. Él, sin darse por enterado de la expectación que despertaba, dejó cuidadosamente el maletín en un sitio seco cerca de la víctima y se dispuso a examinar el cadáver. Brunetti dio media vuelta y se acercó a las personas que ahora se encontraban en primera fila. —Si ya han dado su nombre y dirección a los agentes, pueden marcharse. No hay nada más que ver. Pueden irse, pueden irse todos. —Un viejo de barba canosa dobló el cuerpo hacia la izquierda para mirar por el lado de Brunetti lo que hacía el médico—. He dicho que pueden irse. —Brunetti hablaba ahora al viejo. El hombre se irguió, contempló un momento a Brunetti sin el menor interés y volvió a ladear el cuerpo, atento sólo a lo que hacía el médico.

Una anciana dio un brusco tirón a la correa de su foxterrier y se alejó, visiblemente indignada por esta nueva demostración de la brutalidad policial. Los agentes de uniforme circulaban con calma entre la gente invitándola a dispersarse con una palabra o una ligera presión de la mano en el hombro. El último en retirarse fue el viejo de la barba, que sólo retrocedió hasta la verja que rodeaba la base de la estatua de Colleoni, en la que se quedó apoyado, y se negó a dejarse expulsar, invocando sus derechos de ciudadano. —Guido, ¿puede venir un momento? —solicitó Rizzardi. Brunetti volvió junto al médico que, arrodillado en el suelo, había desabrochado la camisa del muerto. A unos doce centímetros por encima de la cintura, Brunetti vio una línea horizontal de bordes irregulares y de un extraño tinte gris azulado. El comisario se arrodilló al lado de Rizzardi, en un frío charco, para examinar de cerca la herida, tan larga como su dedo pulgar y, probablemente a causa de la larga inmersión del cadáver, curiosamente limpia de sangre, a pesar de estar abierta. —No es un turista borracho que cayera al canal, Guido. Brunetti asintió en silencio. —¿Qué pudo hacerle eso? —preguntó, señalando la herida con un movimiento de la cabeza. —Un cuchillo de hoja ancha. Y el que lo manejaba o sabía muy bien dónde clavarlo o tuvo suerte. —¿Por qué? —preguntó Brunetti. —No quiero hurgar ahora, prefiero esperar a la autopsia —dijo Rizzardi—. Pero, si el ángulo es el apropiado, y todo parece indicarlo así, el arma no habrá encontrado obstáculo hasta el corazón. No hay costillas en el camino. Nada. Bastaría empujar un poco, casi sin hacer presión, y muerto. Ése sabía lo que se hacía o tuvo suerte —repitió Rizzardi. Brunetti sólo veía el orificio de la herida, no podía adivinar la tray ectoria que había seguido el arma. —¿No puede haber sido otra cosa? Me refiero a si ha tenido que ser un cuchillo. —No podré estar seguro hasta que examine el tejido interno, pero dudo que fuera otra cosa. —¿Y si se hubiera ahogado? Si el arma no le llegó al corazón, ¿no podría haberse ahogado? Rizardi se sentó sobre los talones, recogiéndose la gabardina, para que no rozara el suelo mojado. —No; no lo creo. Si el arma no le hubiera llegado al corazón, la herida no le habría impedido salir del agua.

Fíjese en esa palidez. A mí me parece que le asestaron una buena cuchillada, con el ángulo preciso. La muerte habrá sido casi instantánea. Se puso en pie y las palabras que entonces pronunció serían lo más parecido a una oración que el joven iba a recibir aquella mañana: —Pobre muchacho. Guapo y en excelente forma física. Un atleta o, por lo menos, alguien que se cuidaba. —Volvió a inclinarse sobre el cuerpo y, con un ademán que parecía curiosamente paternal, pasó la mano por los ojos del muerto, en un intento de cerrárselos. Uno se resistió. El otro se cerró un momento y después se abrió lentamente y volvió a mirar al cielo. Rizzardi farfulló entre dientes, sacó un pañuelo del bolsillo del pecho y tapó la cara del muchacho. —Cubrid su faz. Ha muerto joven —murmuró Brunetti. —¿Cómo? Brunetti se encogió de hombros. —Es algo que Paola recita a veces. —Desvió la mirada de la cara del joven y contempló un instante la fachada de la basílica, buscando paz en su simetría—. ¿Cuándo podrá decirme algo con exactitud, Ettore? Rizzardi lanzó una rápida mirada a su reloj. —Si sus hombres lo llevan ahora al cementerio, podré examinarlo esta misma mañana. Llámeme después del almuerzo. Entonces ya sabremos con exactitud cuál ha sido la causa de la muerte. Pero me parece que no hay lugar a dudas, Guido. El médico titubeó, porque no le gustaba decir a Brunetti cómo tenía que hacer su trabajo: —¿No va a registrarle los bolsillos? Era algo que había tenido que hacer muchas veces, pero a Brunetti seguía repugnándole esta primera invasión de la intimidad de los muertos, esta primera terrible intromisión del Estado. Aborrecía tener que registrar cajones, leer diarios y cartas y hurgar en sus ropas. Pero, dado que el cadáver ya no estaba donde había sido hallado, no había razón para no tocarlo antes de que el fotógrafo registrara su posición en el momento de la muerte. Se puso en cuclillas e introdujo la mano en un bolsillo del pantalón del joven. En el fondo, encontró unas monedas que puso al lado del cuerpo.

En otro bolsillo había un aro metálico con cuatro llaves. Sin necesidad de que se lo pidieran, Rizzardi se agachó y ayudó al comisario a girar el cuerpo para registrarle los bolsillos de atrás. En uno había un rectángulo de cartulina amarilla, evidentemente empapado, y un billete de tren; en el otro, una servilleta de papel. Brunetti hizo una seña a Rizzardi y entre los dos volvieron a dejar el cadáver boca arriba. El comisario mostró al doctor una de las monedas. —¿Qué es? —preguntó Rizzardi. —Dinero norteamericano. Veinticinco centavos. —Parecía extraño encontrar eso en el bolsillo de un muerto, en Venecia. —Ah, eso debe de ser —dijo el médico—. Norteamericano. —¿Qué? —La razón por la que está en tan buena forma —respondió Rizzardi, sin advertir la triste incongruencia del presente de indicativo—. Eso podría explicarlo. Están siempre en forma, siempre sanos. —Los dos hombres miraron el cuerpo, el liso abdomen que asomaba bajo la camisa desabrochada. —Si es norteamericano —prosiguió Rizzardi—, sus dientes lo dirán. —¿Cómo? —El trabajo dental. Sus dentistas utilizan técnicas diferentes, mejor material. Si le han hecho algún tipo de intervención, esta misma tarde podré decirle si era norteamericano. Si Brunetti hubiera sido otro, quizá hubiera pedido a Rizzardi que lo mirase ahora, pero no tenía prisa ni quería volver a violentar aquella cara joven. —Gracias, Ettore. Enviaré un fotógrafo para que saque unas cuantas fotos. ¿Cree que podrá cerrarle los ojos? —Por supuesto. Procuraré que quede lo más natural posible. Pero querrá que en las fotos tenga los ojos abiertos, ¿no? Brunetti estuvo a punto de contestar que no quería volver a ver aquellos ojos abiertos, pero rectificó: —Sí, sí, claro.

—Y envíe también a alguien a tomarle las huellas dactilares, Guido. —Sí. —Bien. Llámeme a eso de las tres. Los dos hombres intercambiaron un rápido apretón de manos y el doctor Rizzardi agarró el maletín. Sin decir adiós, cruzó el campo en dirección al portalón abierto del hospital con dos horas de adelanto respecto a su horario de trabajo habitual. Mientras el médico y el comisario examinaban el cadáver, habían llegado más agentes; ahora eran ocho y habían formado un semicírculo a unos tres metros de la víctima, de espaldas a ella. —Sargento Vianello —gritó Brunetti, y uno de los hombres se salió de la formación y se reunió con él—. Que dos hombres lo suban a la lancha y lo lleven al cementerio. Mientras se cumplía la orden, Brunetti reanudó su contemplación de la fachada de la basílica y sus esbeltos capiteles. Luego, sus ojos cruzaron el campo y se posaron en la estatua de Colleoni, quizá testigo del crimen. Vianello se acercó. —Ya lo llevan al cementerio, comisario. ¿Ordena usted algo más? —¿Sabe si hay un bar por aquí cerca? —Sí, señor. Ahí enfrente, detrás de la estatua. Abre a las seis. —Bien. Necesito un café. —Mientras iban hacia el bar, Brunetti empezó a dar órdenes—. Necesitamos submarinistas, una pareja. Que exploren el lugar en el que apareció el cadáver y saquen todo lo que pudiera servir de arma: un cuchillo, con una hoja de unos dos centímetros o cualquier otra cosa, incluso un trozo de plancha metálica, todo lo que pudiera causar esa herida. Una herramienta, lo que sea. —Sí, señor —dijo Vianello, tratando de tomar notas en su cuaderno mientras andaba. —El dottor Rizzardi nos dirá la hora de la muerte esta tarde. Cuando la sepamos, hablaré con Bonsuan.

—¿De las mareas? —preguntó Vianello con perspicacia. —Sí. Y empiecen a llamar a los hoteles. Averigüen si les falta algún cliente; en concreto, norteamericano. —Sabía que los hombres detestaban este trabajo, el sinfín de llamadas, páginas y páginas de las listas de los hoteles de la ciudad. Y luego las pensiones y los hostales: más páginas de nombres y números. El aire del bar, caldeado por el vapor, era reconfortante y familiar, lo mismo que el olor a café y a bollería. De pie en el mostrador había un hombre y una mujer que miraron al policía uniformado y prosiguieron su conversación. Brunetti pidió un espresso y Vianello, caf e corretto, café solo con un buen chorro de grappa. Cuando el camarero les puso delante los cafés, ellos se sirvieron el azúcar, dos terrones cada uno, y sostuvieron un momento la taza caliente entre las manos

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