debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Muere el Gorrión – Wilbur Smith

Sean Courtney, el héroe de Cuando comen los leones y Retumba el trueno, reaparece nuevamente en Muere el Gorrión, esta vez como general, estadista y terrateniente. Los combates en las trincheras del norte de Francia durante la Primera Guerra Mundial, la violencia de las huelgas de Johannesburgo en los años 20, el esplendor de la sabana africana, con todo su caudal de vida y aventura, sirven de marco a esta culminación de la cautivante historia. Wilbur Smith es uno de los escritores de acción y aventura mas difundidos en el mundo de hoy. Lleva vendidos más de cuarenta millones de ejemplares en catorce idiomas.


 

Un cielo de tonos lívidos se desplomaba sobre los campos de batalla de Francia y avanzaba con poderosa dignidad hacia las filas alemanas. El brigadier general Sean Courtney ya había pasado cuatro inviernos en Francia y ahora con los ojos expertos del granjero y del ganadero, podía prever este tiempo casi con la misma exactitud que el de su África natal. —Esta noche va a llover —gruñó, y el teniente Nick van der Heever, su oficial ay udante, lo miró por sobre el hombro volviendo la cabeza. —No me extrañaría, señor. Van der Heever iba muy cargado. Además del rifle y la bandolera llevaba un bolso de lona sobre los hombros, ya que el general Courtney iba a cenar como invitado del segundo batallón. En ese momento, tanto el coronel como los oficiales del segundo batallón estaban totalmente ajenos al inminente honor, y Sean sonreía maliciosamente al imaginar el pánico que produciría su inesperada llegada. El contenido del bolso sería una pequeña compensación por la sorpresa, ya que incluía media docena de botellas de Dimple Haig y un ganso gordo. Sin embargo, Sean sabía que sus oficiales encontraban informal su comportamiento y su costumbre de llegar sorpresivamente al frente de batalla, sin avisar y sin su estado mayor, algo poco más que desconcertante. Hacía apenas una semana, había escuchado una conversación por el teléfono de campo entre un may or y un capitán, debido a un cruce de líneas. —El viejo desgraciado cree que todavía pelea contra los bóers. ¿No puedes mantenerlo encerrado en una jaula allá en el cuartel general? —¿Cómo se puede encerrar a un elefante? —Bueno, por lo menos avísanos cuando se ponga en camino… Sean volvió a sonreír y continuó caminando trabajosamente tras su ay udante, con los faldones del capote que golpeaban contra sus piernas endurecidas y con una bufanda de seda envuelta alrededor de la cabeza bajo el casco en forma de sopera como protección contra el frío. Los tablones se hundían bajo sus pies y el barro pegajoso succionaba y dejaba escapar aire burbujeante bajo el peso de los dos hombres. Esta zona de la línea no les era familiar, ya que la brigada se había trasladado menos de una semana atrás, pero el hedor era bien reconocible. El mohoso olor de tierra y barro, superpuesto al olor de carne en putrefacción y alcantarilla, junto con el rancio hedor de la cordita y de los explosivos quemados. Sean lo olió y escupió asqueado. En menos de una hora ya estaría tan acostumbrado que ni lo notaría, pero de momento parecía formar una capa de grasa fría sobre su garganta. Una vez más miró hacia el cielo y frunció el ceño. O el viento había cambiado hacia el este uno o dos puntos, o ellos habían tomado un rumbo equivocado entre la red de trincheras, ya que la nube baja no seguía moviéndose en la dirección que concordaba con el mapa que Sean llevaba en su mente. —¡Nick! —¿Señor? —¿Todavía sigue el rumbo correcto? Inmediatamente notó Sean la duda en los ojos del joven oficial. —Bueno, señor… Las trincheras habían estado desiertas durante el último cuarto de kilómetro, y ni un alma había pasado por el laberinto de altas paredes de tierra.


—Mejor que echemos un vistazo, Nick. —Yo lo haré, señor. —Van der Heever miró a lo largo de la trinchera y encontró lo que buscaba. En la siguiente intersección había una escalera de madera apoyada sobre la pared. Llegaba hasta el borde del parapeto rodeado de bolsas de arena. Se dirigió hacia ella. —Con cuidado, Nick—le gritó Sean. —Sí, señor —asintió el joven, y apoyó el rifle antes de subir. Sean calculó que aún estaban a unos quinientos metros del frente y la luz desaparecía rápidamente. El cielo por debajo de las nubes tenía un tono de terciopelo púrpura, sin proporcionar luz alguna y Sean sabía que, a pesar de su edad, Van der Heever era un soldado veterano. La mirada que echaría por encima del borde sería tan rápida como la de una ardilla mirando fuera de su agujero. Sean lo vio encogerse en la parte superior de la escalera, levantar la cabeza un instante y agacharse nuevamente. —El cerro está demasiado a la izquierda —le informó. El cerro era un monte bajo, redondeado, que apenas se elevaba unos cuatrocientos cincuenta metros sobre una llanura sin otro relieve. En otro tiempo había estado densamente cubierto de árboles, pero ahora sólo quedaban los muñones quemados de los troncos y las laderas estaban marcadas por cráteres de metralla. —¿A qué distancia está la granja? —preguntó Sean, aún mirando hacia arriba. La granja era un rectángulo sin techo y de paredes derruidas situado en escuadra frente al centro del sector del batallón. Se la usaba como punto de referencia para artillería, infantería y fuerza aérea. —Voy a mirar otra vez —y Van der Heever levantó nuevamente la cabeza. El máuser tiene un sonido propio similar al de un crujido. Un sonido punzante y vicioso que Sean había escuchado muchas veces como para poder juzgar con seguridad su distancia y dirección. Se trataba de un disparo aislado, a unos quinientos metros, hacia adelante. La cabeza de Van der Heever retrocedió como si le hubieran golpeado con fuerza, y el acero de su casco sonó como un gong. El barboquejo se desprendió cuando el casco se elevó en el aire y luego cayó hacia los tablones del fondo de la trinchera rodando hasta un pozo de barro gris. Las manos de Van der Heever permanecieron aferradas durante un instante al último escalón, luego los dedos se abrieron y se desplomó hacia atrás, cayendo pesadamente sobre el suelo de la trinchera con los faldones de su abrigo a su alrededor.

Sean quedó paralizado e incrédulo; su mente no aceptaba el hecho de que Nick hubiera sido alcanzado, pero, como soldado y cazador, pensaba con temor en ese tirador solitario. ¿Qué clase de tirador era? A quinientos metros en esa luz inexistente; apenas había podido tener una fugaz visión del casco que volaba a esconderse nuevamente bajo el parapeto; tres segundos para calcular la mira y distancia, luego otro instante para apuntar y disparar cuando la cabeza subió nuevamente. El huno que había disparado ese tiro era o un magnífico tirador con los reflejos de un leopardo, o el mequetrefe de más suerte del frente oeste. El pensamiento se desvaneció y Sean avanzó y se arrodilló al lado de su oficial. Lo hizo girar tomándolo de los hombros y sintió que las entrañas y el pecho se le cerraban. La bala había entrado por la sien y salido por detrás de la oreja opuesta. Sean puso sobre su regazo la destrozada cabeza, se sacó su propio casco y comenzó a desenredar la bufanda de seda. Se sentía desolado por la pérdida. Lentamente vendó la cabeza del muchacho con la bufanda, e inmediatamente la sangre se escurrió por entre el fino material. Fue un gesto inútil, pero le permitió ocupar las manos en algo y rechazar el sentimiento de impotencia. Se sentó sobre los tablones mugrientos, sosteniendo el cuerpo del muchacho, con los hombros echados hacia adelante. El tamaño de la desnuda cabeza de Sean se veía acentuado por los espesos rizos de cabello oscuro entremezclado con mechones grises que brillaban helados bajo la luz mortecina. También la corta barba estaba mezclada con pelos de color gris y la larga nariz ganchuda parecía aplastada. Solamente las cejas negras y curvadas se veían lisas y limpias, y los ojos eran claros y de color azul cobalto, los ojos de un hombre mucho más joven, firme y alerta. Sean Courtney se quedó un largo rato sosteniendo al muchacho. Luego suspiró una vez, hondamente, y colocó a un lado la cabeza destrozada, se puso el bolso al hombro y una vez más comenzó a recorrer la trinchera. 2 Cinco minutos antes de la medianoche el coronel al mando del segundo batallón se detuvo ante las cortinas negras que ocultaban la entrada al comedor y se sacudió la nieve de los hombros con una mano enguantada, enderezándose al mismo tiempo. El comedor había sido hasta seis meses atrás un refugio alemán y era la envidia de la brigada. A cien metros bajo la superficie, era impenetrable, hasta para la artillería más pesada. El suelo era de pesadas planchas de madera e incluso las paredes estaban cubiertas de paneles que lo aislaban del frío y la humedad. Una estufa con forma de cuba se hallaba contra la pared más alejada, chisporroteando alegremente. Reunido a su alrededor se hallaba un semicírculo de oficiales descansando sobre sillas que también habían pertenecido al enemigo. Sin embargo, el coronel sólo tuvo ojos para la gran figura de su general, sentado en la silla más grande y confortable, bien cerca de la estufa, y se quitó el abrigo mientras se apresuraba a atravesar el refugio. —General, le presento mis disculpas. Si hubiera sabido que venía usted… y o estaba haciendo mi ronda.

Sean Courtney sonrió y se levantó pesadamente de la silla para estrechar su mano. —Es lo que yo espero de usted, Charles, pero sus oficiales me han dado la bienvenida, y le hemos reservado un poco de ganso. El coronel miró al círculo y frunció el ceño al ver las mejillas sonrosadas y los brillantes ojos de algunos de sus oficiales más jóvenes. Debía prevenirlos de que tratar de igualar al general bebiendo era una tontería. El viejo seguía firme como una roca, por supuesto, y esos ojos parecían bay onetas bajo las oscuras cejas, pero el coronel lo conocía suficientemente bien como para saber que debía tener una buena cantidad de Dimple Haig en el estómago y que algo lo preocupaba hondamente. Entonces se acordó, por supuesto… —Lamento muchísimo lo ocurrido al joven Van der Heever, señor. El sargento mayor me contó lo sucedido. Sean hizo un gesto como para no darle importancia, pero por un momento sus ojos se oscurecieron. —Si hubiera sabido que vendría hoy por las trincheras le hubiera advertido, señor. Hemos tenido un verdadero problema con ese maldito tirador furtivo desde que vinimos aquí. Es el mismo hombre, por supuesto, un peligro mortal. Nunca oí hablar de nadie como de ese hombre. Una verdadera molestia cuando todo lo demás está tan tranquilo. Son las únicas bajas que hemos tenido esta semana. —¿Qué está haciendo para solucionarlo? —le preguntó bruscamente Sean. Todos vieron cómo la rabia invadía su rostro y el adjunto intervino rápidamente. —He visto al coronel Caithness del tercer batallón y hemos hecho un trato, señor. Ha accedido a prestarnos a Anders y a Mac Donald… —¡Los has conseguido! —el coronel parecía feliz—. Oh, quiero decir que es estupendo. No pensé que Caithness se desprendería de su mejor pareja. —Han venido esta mañana, y los dos han estado estudiando el terreno todo el día. Les he dado absoluta libertad, pero creo que han decidido llevar a cabo la cacería mañana. El joven capitán a cargo de la compañía A sacó su reloj y lo miró un instante. —Salen de mi sección, señor. En realidad yo iba a acercarme a despedirlos; se pondrán en camino a las doce y media.

Si me perdona, señor. —Si, por supuesto, vete, Dicky, deséales buena suerte de mi parte. —Toda la brigada había oído hablar de Anders y Mac Donald. —Quisiera conocer a esos dos —dijo de pronto Sean Courtney, y el coronel accedió, tal como era su deber. —Por supuesto. Yo iré con usted, señor. —No, no, Charles. Usted ha estado toda la noche en medio del frío. Yo iré con Dicky. 3 La nieve caía espesa desde la total oscuridad del cielo de media noche, y apagaba los sonidos nocturnos con su gruesa capa silenciosa, enmudeciendo las explosiones regulares de una Vickers disparando hacia un agujero en el alambre a la izquierda del batallón. Mark Anders estaba sentado envuelto en su manta prestada e inclinaba la cabeza sobre el libro que sostenía en las rodillas, tratando de leer a la amarillenta luz del cabo de vela. El aumento de temperatura que acompañaba la primera nevada y la diferente calidad del sonido que llegaba al pequeño refugio despertó al hombre que dormía a su lado. Tosió, y se giró para abrir un poco la tela de la cortina que estaba al lado de su cabeza. —¡Maldición! —dijo, y volvió a toser, con el fuerte ronquido de un fumador empedernido—. ¡Maldita sea! Está nevando —luego volvió a acercarse a Mark —. ¿Todavía estás leyendo? —le preguntó hoscamente—. Siempre con la nariz metida en ese maldito libro. Te vas a arruinar la vista. Marklevantó la cabeza. —Hace una hora que nieva —dijo. —¿Para qué quieres todos esos conocimientos? —Fergus Mac Donald no se dejaba distraer fácilmente—. No te hará ningún bien. —No me gusta la nieve —dijo Mark—. No contábamos con ella. La nieve complicaba la tarea que les esperaba.

Cubriría toda la tierra con un espeso manto blanco. Cualquiera que se dirigiera desde las trincheras hacia la tierra de nadie dejaría huellas que inmediatamente lo denunciarían a la luz del alba ante un enemigo observador. Brilló una cerilla y Fergus encendió dos Woodbines y le pasó uno a Mark. Se sentaron hombro contra hombro, envueltos en sus mantas. —Puedes postergar la cacería, Mark. Diles que la aplacen. Tú eres un voluntario, muchacho. Fumaron en silencio durante un minuto antes de que Markcontestara. —Ese huno es un mal bicho. —Si está nevando, es muy probable que tampoco salga mañana. La nieve también lo mantendrá en cama. Marksacudió lentamente la cabeza. —Si es tan bueno, saldrá. —Sí —admitió Fergus—. Es bueno. El disparo que hizo ayer por la tarde, después de estar todo el día tirado en medio del frío, a quinientos metros de distancia por lo menos y con esa luz… —Fergus se calló y luego continuó más alegre—: Pero tú también eres bueno, muchacho. Tú eres el mejor. Mark no dijo nada, pero cuidadosamente apagó la ardiente colilla del Woodbine. —¿Vas a ir? —le preguntó Fergus. —Sí. —Entonces es mejor que duermas un poco, muchacho. Va a ser un largo día. Markapagó la vela y se acostó tapándose la cabeza con las mantas. —Duerme bien —le volvió a decir Fergus—. Yo te despertaré con suficiente tiempo —y resistió el impulso paternal de arroparlo y palmear el delgado y huesudo hombro debajo de las mantas.

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |