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Mucho mas que una fashion victim (Bay Village 3) – Tamara Balliana

Odio las bodas. Lo digo de verdad. No entiendo qué le pueden ver dos personas en su sano juicio. Ni siquiera voy a entrar en la idea de encadenarse a otra persona para el resto de tus días. Desfasada, utópica, aburrida, abocada al fracaso… No faltan los adjetivos. No, no hablo de la institución matrimonial, sino de la ceremonia en sí. Del banquete. De ese exceso de frufrú, encajes, dulces y tradiciones, a cuál más ridícula. Una velada, una jornada, un fin de semana, una semana (por favor, tachad las opciones no pertinentes) organizado(a) con el objetivo de informar al resto del mundo de la intensidad de vuestro amor. ¿De verdad que tenemos que pasar por esto? Es cierto que algunas personas me han dicho que es posible casarse sin todo el boato del vestido, las flores, etcétera. Verdad. ¿Pero cuántas osan hacerlo? ¿Cuántos se han casado en el ayuntamiento durante la hora de la comida, se han dado un besito en el vestíbulo y han vuelto a sus quehaceres cotidianos? No muchos. Al principio, muchos anuncian: «¿Nosotros? Nosotros haremos algo íntimo, bastante simple, que sea un reflejo de nuestra personalidad». Y luego aparece la familia para dar su opinión y os mete presión para quedar bien con la prima/hermana/mejor amiga. Al final, acabas invariablemente con un banquete de doscientas personas en un lugar gigantesco, con un bufé que podría alimentar a todo un país, una suegra que lleva un sombrero ridículo y unos novios que se pelean por culpa del estrés. No, de verdad, no veo a quién le podría gustar infligir semejante sufrimiento con conocimiento de causa. Y, sin embargo, la fila de gente que postula para esta tortura no deja de crecer. ¿Por qué? Porque los que ya lo han vivido les mienten. Les ocultan que fue un desastre. Son ellos lo que se inventaron la fórmula el día más bonito de mi vida. Ellos y los padres primerizos. —¿Qué tal fue tu boda? —¡Genial! ¡El día más bonito de mi vida! Lo que olvidan decir es: «Perdí cinco kilos por culpa del estrés de la organización, no dormí durante una semana porque había que escoger entre chocolate negro y chocolate intenso para una tarta que, después, no se comió nadie… y mis invitados ya estaban todos borrachos antes de terminar de comer». ¿Y de verdad lo llaman el día más bonito de su vida? Ya os digo, es como esas madres que, después de veinticuatro horas de atroz sufrimiento, te resumen su parto con un «¡Ha sido el día más bonito de mi vida!». Como podéis observar, aunque den a luz poco tiempo después de casarse, los dolores del alumbramiento se convierten en el nuevo día más bonito, superando a aquel día en el que le pusieron el anillo en el dedo… Da que pensar. En resumen, una boda es una pesadilla tanto para los novios como para sus invitados.


Asistir a una ceremonia interminable en la que todos compiten por ver quién vierte las lágrimas más falsas. Intentar escapar durante todo el cóctel del tío graciosillo de la novia, un hombre que, de todas formas, acabará contando su chiste en el micrófono durante la comida. Rechazar los avances de tu compañero de mesa, que cree que va a tiro hecho porque os han sentado a los dos en la famosa mesa de los solteros. Fingir extasiarte ante unos novios que sujetan un cuchillo entre los dos para tratar de cortar la tarta sin perder ningún dedo. Patético. Por todo ello, en general, evito esta clase de eventos. Cuento con todo un arsenal de excusas perfectas para escaquearme: el trabajo, unas vacaciones ya reservadas en la otra esquina del mundo, una invitación a otra boda ese mismo día (se debe utilizar con precaución porque, en las redes sociales, la ausencia de fotos tuyas dándolo todo en la pista de baile puede comprometer tu tapadera). Pero, esta vez, no he podido evitarlo. Para empezar porque es la boda de una de mis mejores amigas y, aunque soy una zorra insensible, sé que mi ausencia le habría dolido mucho. Además, como Amy es precisamente una de las personas que más quiero en este mundo y me conoce muy bien, ha sabido usar el argumento adecuado para convencerme: me ha pedido que diseñe su vestido de novia y los vestidos de las damas de honor. Para la estilista que hay en mí, sería inconcebible negarme; para la amiga, mucho más. Así que he devuelto mi invitación con la casilla asistiré marcada y me he puesto manos a la obra. El resultado es, simplemente, sublime y, sí, estoy siendo modesta. Para Amy, he diseñado un vestido de corte imperio para así dejar suficiente espacio bajo la cintura para el hombrecito que va a okupar su útero durante los próximos meses. El corpiño es de encaje color marfil con escote en V, resaltando las virtudes que la maternidad ha desarrollado en ella estas últimas semanas. Sería tonto no aprovecharlo, ¿verdad? En cuanto a la falda, está confeccionada en muselina ligera con la idea de no añadir peso a la silueta de mi amiga que, además de estar embarazada, mide poco más de metro y medio. Para las damas de honor, Amy ha escogido el color y me ha dado carta blanca para el estilo. Tenía razón. El pequeño grupo, compuesto por Maddie, Maura, Julia, Libby y yo misma, no podía ser más heterogéneo. Por eso, he diseñado una serie de vestidos que, aunque podrían parecer iguales a simple vista, son diferentes. Quería que mis amigas se sintieran favorecidas ese día. Ya que vas a tener que soportar largas horas de sesiones de fotos con los novios — aparentando estar encantada de estar allí mientras te duele la mandíbula de tanto fingir la sonrisa —, al menos que sea llevando un vestido con el que te sientas guapa. Casi que se podría decir que estoy contenta de estar aquí. Amy y Cole han decidido casarse en una playa de las Bahamas, evitándonos así la vieja iglesia húmeda y siniestra en la que seguramente tendría puestos sus ojos la muy católica abuela de la novia. Al menos, estos días al sol nos permiten olvidar las semanas de frío y nieve que acabamos de sufrir en Boston.

Los novios están ridículamente enamorados el uno del otro. Tengo cierta tendencia a odiar las demostraciones efusivas de cariño, pero hay que reconocer que casi han conseguido conmoverme. Por eso de no perder su reputación de tipo duro, Cole mira a Amy con fervor sin dejar de parecer guay. Estoy impresionada. En cuanto a Amy, es tan adorable que no nos queda otra que aceptar que devore con la mirada a su nuevo marido como si este fuera a bajarle la luna. Están haciendo que casi me apetezca tener un día lo mismo que ellos. Casi. Como habréis podido sospechar, el compromiso no es lo mío. Y no me da vergüenza reconocerlo. No obstante, evito hacer semejante declaración en una boda. Con el tiempo y la experiencia, he aprendido que queda mal criticar la razón misma que nos ha reunido allí. Y, además, en este tipo de acontecimientos, la gente está todavía más motivada para intentar hacerte cambiar de opinión. Porque, ¿cuál es la actividad favorita de los invitados una vez hartos de engullir canapés? ¡Jugar a ser Cupido! Cualquier asistente vagamente al corriente de tu situación se impone la misión de intentar casarte con alguno de los machos disponibles de la reunión. Con que tenga un par de brazos y sepa juntar dos palabras en un idioma que comprendas, ya está, «el hombre de tu vida». Y mala suerte si es un guarro comiendo, mide un palmo menos que tú y no te mira a los ojos ni una sola vez durante toda la comida. Si estás soltera, hay que casarte a cualquier precio. Y ese fenómeno empeora una vez superados los treinta. Porque, pasada esa edad fatídica, ya te conviertes en una soltera amargada. Por no decir un caso desesperado o todo un desafío. A ojos de quienes te juzgan, tener treinta años y estar sola equivale a ser una solterona de noventa años. Así que, si alguno de ellos consigue salvarte de ese triste destino, podría enorgullecerse hasta el final de sus días de haberte presentado al hombre que te hizo cambiar de opinión sobre el compromiso. Y, además, no se privará de marcarse un discursito al respecto el día de tu boda. Entonces, ¿por qué no ir acompañada para cerrarles el pico a todos aquellos con vocación de casamentera, estilo Emma de Jane Austen? ¿Acaso me tomáis por una novata? ¡Por supuesto que lo he pensado! Pero lo importante aquí era encontrar a la persona adecuada. Sí, porque si estuviéramos hablando de una ceremonia rápida en un hotel de Boston, seguida de una cena, y en unas horas todos a casa, daría igual el hombre con tal de que tuviera un poco de compostura o de conversación. Pero no, se trata de una boda de varios días en las Bahamas, a dos mil kilómetros de distancia, cuatro horas y media de avión, escala incluida, y una estancia de un mínimo de cuatro días.

Por tanto, la elección de acompañante no se debe de hacer a la ligera. Sobre todo porque, si se pone pesado, no es posible deshacerte de él ahogándolo en el océano. En vista de la cantidad de polis por metro cuadrado que hay en esta boda (el padre de Amy es el jefe de la policía), su ausencia repentina despertaría algunas sospechas. Voy a ser sincera: tenía el candidato perfecto en mente, al menos eso creía yo. Encantador, educado y con el que no tendría ningún problema en compartir habitación en caso de overbooking en el hotel. Se lo propuse… Y me dijo que no… Al principio pensé que estaba de broma. Pero no, el canalla lo decía en serio. Alegó no sé qué de una ética profesional que estaba obligado a respetar o una excusa estúpida de ese tipo. Si hablarais con Julia, os diría que ya me había avisado de que era una mala idea encapricharme de mi ginecólogo. Es cierto que es mi médico, pero nos vemos con cierta regularidad frente a una copa, ya que es el mejor amigo de Matt, el novio de Julia. Por tanto, soy la mejor amiga de la novia de su mejor amigo. ¿Me seguís? Pero, sobre todo, es mi doble masculino en cuestiones sentimentales. No cree en absoluto en todas esas sandeces de la vida en pareja y no tiene nada en contra de pasar un rato agradable en buena compañía. Y, aun así, me dijo que no.

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