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Mr Perfecto – Olivia Kiss

Hannah trató de concentrarse en el escenario de cuento de hadas que se extendía frente a ella, pero el suave tul que le cubría la cara se le pegaba a la nariz dándole ganas de estornudar. Resopló silenciosamente para apartarlo, frotándose las manos húmedas por los nervios contra el vestido. Los invitados ocupaban las sillas blancas adornadas con pequeños ramilletes de flores secas que se extendían por el jardín. Warren disimulaba su inquietud escondiendo las manos en los bolsillos mientras Elliot, su hermano mayor y padrino, le recolocaba la corbata y le dedicaba unas palabras tranquilizadoras. A Hannah le habría resultado tierno de no haber sido por las repentinas ganas de vomitar. La dulce melodía del violín llenó sus oídos mientras deslizaba los ojos por ese pasillo sembrado de pétalos que marcaban el camino hasta el altar. Iba a ser la boda perfecta. El ritmo de la melodía cambió, dando la señal a la novia para que hiciera su entrada. Hannah tomó aire con fuerza, lo que hizo que el velo se le pegase de tal manera a la cara que casi podía saborear la seda de sus hilos. La aparición de Megan, o más bien el rebuzno que le provocó verla vestida de blanco caminando hacia Warren y que lanzó unos cuantos centímetros lejos de su cara el velo, fue lo que la salvó de morir atragantada. Como que se llamaba Hannah Shepard que, si ella podía hacer algo al respecto, esos dos no tendrían la boda perfecta. Estirando la mano, recogió el bolso. Necesitaba un poco de coraje líquido para hacer lo que había ido a hacer, y mantenerse alejada de la vista de todos hasta el momento oportuno para llevar su plan a cabo, resguardada entre las sombras del porche, iba a ser toda una prueba para su escasa paciencia. Y no es que no la tuviera, es que Warren y Megan habían acabado con ella. En realidad, esos dos habían roto mucho más que su paciencia, pero ahora, visto con un poco de distancia y perspectiva, era lo mejor que le podía haber pasado. Librarse de un futuro marido infiel y una mejor amiga traidora de la manera en la que ella lo había hecho, con un embarazo explotándole en la cara, no es que hubiera sido agradable, pero, a la vista de los acontecimientos, no podía dejar de verlo como algo liberador. No sabía qué era lo que la tío Luther había metido en aquella petaca, pero con solo un sorbo sintió que el infierno se desataba en su boca, bajaba por su garganta y explotaba en su estómago. Casi la misma sensación que sintió al encontrar a Warren y Megan «celebrando» en su cuarto de la colada que iban a ser padres. Se apartó de un manotazo el tul de la cara y dio un otro trago recordando la segunda estocada, cuando Elliot, su hasta entonces adorado cuñado, le había confesado —no de manera muy voluntaria— que esos dos llevaban viéndose a hurtadillas prácticamente desde el mismo momento en que Warren la había invitado a ella a aquel Baile de Primavera que había sido el comienzo de su relación. Podían casarse, claro que sí. Después de todo, se pertenecían el uno al otro como los mocos verdes a un pañuelo gastado. Pero si al mundo le quedaba algo de justicia, no lo harían con el tipo de boda que ella había estado esperando tener durante los últimos cinco años. Colarse en la casa para la celebración no había sido nada complicado. De hecho, nadie conocía mejor que ella hasta el último rincón, aunque solo fuera porque había sido diseñada siguiendo sus instrucciones. Y ahora Warren y Megan iban a formar una familia en ella.


Le dolía más la idea de lo que había perdido, la ilusión del futuro que llevaba años dibujando en su cabeza y deseando poder alcanzar, que lo que realmente se había malogrado. Porque además de dos de las personas de más peso en su vida hasta entonces, esa jugarreta también le arrebataba su casa y su trabajo. Lo primero casi hasta lo merecía, por ingenua y ciega. Lo segundo… Dio otro trago a la petaca en honor a eso, a su necesidad imperiosa de buscar un nuevo empleo y así poder dejar de abusar de la hospitalidad de sus tíos. Casi ni le ardió, solo sintió el regusto desagradable de algo a lo que has acabado acostumbrándote, como a encontrarse al tío Luther sonámbulo y en calzoncillos en su puerta cuando se levantaba a media noche al servicio y lo confundía con su «habitación». Necesitaba un trabajo con mucha urgencia. Volvió a concentrarse en los novios. Megan llevaba una corona de flores, una que en cualquier otra persona le hubiera parecido algo dulce, bonito, como el símbolo del reinado de un hada, pero a su examiga a lo máximo que podía hacerla ascender era a reina de las pelotas de Pilates. Puede que fuera feo meterse con el tamaño de una embarazada, pero Hannah creía que tenía derecho al menos a un poco de rencor. Peor sin duda era el caso de Warren, que no tenía ni la excusa del embarazo para justificar esa prominencia colgona que ni la chaqueta cerrada, seguramente con cola de contacto, lograba disimular. Bueno, quizá no fuera para tanto. Tal vez Warren solo hubiera perdido un poco la forma; lo suficiente para que sus marcados abdominales ahora fueran solo un vientre plano, pero Hannah lo miró con asco. Una mujer podía soñar, ¿no? Al margen de la pérdida del cuerpo atlético de su ex, había algo que realmente la entristecía de aquella estampa: esa pequeña personita en camino. Lamentaba que fuera a criarse con unos padres entre los que ni siquiera había amor, porque, a esas alturas, todo Fairvalley era consciente de que esos dos no se querían, nunca lo habían hecho y nunca lo harían. Era un secreto a voces que, cuando nadie observaba, Megan y Warren se trataban como si se hubieran arruinado la vida el uno al otro. No sería ella la que les enviase besos de parte del equilibrio cósmico, pero no le daba ninguna pena que todo el pueblo considerase que tenían exactamente lo que merecían. La ceremonia no avanzaba lo suficientemente rápido y Hannah empezaba a impacientarse. Era evidente por la forma rítmica con la que su pie golpeaba el terrazo —ese que ella misma había elegido para que combinase con la madera del porche—, y por la notable ligereza de la petaca, que casi había tenido que poner vertical en el último trago. Tampoco es que tuviera ella una seguridad total de en qué punto exacto se encontraba la boda; el alcohol y la distancia segura no eran los mejores acompañantes para la audición fina. Pero junto entonces: —Si alguno de los presentes tiene algo que objetar a este enlace, que hable… Ni siquiera llegó a escuchar el final de la frase. No lo necesitaba. Había llegado el momento; su momento. Se aseguró de escurrir hasta la última gota de la petaca, sopló para aclararse la vista, sin tener muy claro si lo que les quitaba nitidez a los novios era el velo o el whisky barato del tío Luther, y se estiró orgullosa justo antes de dar un paso adelante para emerger de las sombras y dejar salir alto y claro todo su torrente de voz. —Yo. Yo tengo algo que objetar.

Pero nadie llegó a escuchar ni una sola de esas palabras, ni siquiera ella misma; quedaron amortiguadas bajo una palma grande y masculina. Hannah trató de revolverse, pero entonces otra mano se deslizó por su cintura hasta alcanzar su ombligo, haciéndola retroceder hasta presionarla contra algo que, por su consistencia, habría descrito como un muro de hormigón, pero que por su olor debía de ser un muro con una estrecha relación con la perfumería masculina de alta gama. Por si eso no fuera suficiente para tensar todo su cuerpo como las cuerdas de un violín, el «muro» comenzó a vencerse sobre ella, a envolverla como una capa de armiño, y, antes de ser consciente de lo que estaba sucediendo, sintió la tibieza de un aliento mentolado rozando su oreja. Nadie podría culpar a Hannah por el gemido que quedó atrapado entre sus labios y la suavidad de esa mano firme pero cuidadosa que la mantenía amordazada. Por descontado, tampoco por la piel de gallina. Mucho menos por el calambre que le recorrió una a una cada vértebra cuando su captor dejó que su voz rasposa como la lija bailara sobre su piel. —Te tengo.

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