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Motin en la Bounty – John Boyne

Instalado en los últimos compases de su vida, el capitán Turnstile rememora los extraordinarios acontecimientos que dieron inicio a su larga y fructífera carrera de marino.

A sus catorce años, de padres desconocidos, John Jacob Turnstile es un chico alegre y vivaz que se gana el sustento de forma no muy honrosa por las calles y mercados de Portsmouth.

Justo cuando está a punto de dar con sus huesos en la cárcel, surge una última tabla de salvación: embarcar como ayuda de cámara del capitán en un navío destinado a una importantísima y exótica misión.

El capitán es William Bligh, la nave es la fragata HMS Bounty y el destino, Tahití. Así pues, a lo largo de este apasionante relato, el grumete Turnstile no sólo nos ofrece una versión muy distinta del capitán Bligh y del insubordinado Fletcher

Christian, sino también nos dibuja con encomiable realismo un variopinto retablo de personajes que entretejen un denso entramado de relaciones personales.

Tras el fabuloso éxito de su novela anterior, El niño con el pijama de rayas, John Boyne vuelve a mostrar su particular don narrativo con otra novela diferente, en la que el motín más famoso de la historia es el vehículo idóneo para sumergir al lector en un complejo microcosmos donde el juego de la ambición, el poder,

las jerarquías, la lealtad y el valor reflejan con inusitada precisión toda la miseria y la grandeza de la condición humana.


Había una vez un caballero, un tipo alto con cierto aire de superioridad, que acudía a la plaza del mercado de Portsmouth el primer domingo de cada mes con el propósito de reabastecer su biblioteca.

Me fijé en él por el carruaje en que viajaba. El vehículo era del negro más profundo que haya visto en mi vida, pero tenía el tejadillo moteado con una hilera de estrellas plateadas, como si al propietario le interesara un mundo más allá del nuestro.

El hombre solía pasar buena parte de la mañana hurgando entre los puestos de libros que instalaban ante las tiendas, o acariciando los lomos de los volúmenes que había en las estanterías de dentro, sacando unos para echar un vistazo a las palabras que contenían, pasándose otros de una mano a otra mientras examinaba la encuadernación.

A veces parecía olisquear la tinta de las páginas, tanto se acercaba a algunos. En ocasiones se marchaba con cajas de libros que era preciso asegurar en el techo de su carruaje con una gruesa cuerda.

Otras veces tenía suerte si encontraba un solo ejemplar que fuera de su interés. Pero mientras él buscaba una forma de aligerar su cartera mediante las compras, yo perseguía un modo de aligerarle los bolsillos, pues tal era mi oficio por aquel entonces.

O uno de ellos, al menos. De vez en cuando conseguía birlarle algunos pañuelos, y una chica que conocía, Floss Mackey, les quitaba el monograma bordado,

MZ, por un cuarto de penique, de modo que yo podía venderlos a una lavandera por un penique, y ella a su vez encontraba un comprador para cada uno y se sacaba un buen beneficio que le permitía seguir abasteciéndose de ginebra y pepinillos.

En una ocasión, el hombre dejó su sombrero sobre un carro en el exterior de una mercería y me lo llevé para canjearlo por una bolsa de canicas y una pluma de cuervo.

Ocasionalmente trataba de hacerme con su cartera, pero él la mantenía a buen recaudo, como hacen los caballeros. Por eso, cuando la veía aparecer para pagar al librero, siempre pensaba que era de esos hombres a los que les gusta llevar el dinero encima, y finalmente decidí que algún día me haría con él.

Lo menciono ahora, justo al principio de este relato, con vistas a narrar lo que ocurrió una de esas mañanas de mercado dominical en que hacía una temperatura inusualmente cálida para la semana de Navidad y las calles estaban más silenciosas que de costumbre.

Fue una decepción para mí que no hubiese más caballeros y damas haciendo sus compras en ese momento, pues tenía intención de concederme un almuerzo especial al cabo de dos días para celebrar el nacimiento de Nuestro Salvador y andaba necesitado de algunas monedas para pagarlo.

Pero ahí estaba él, mi caballero particular, ataviado con sus mejores galas y envuelto en un tufo a colonia, y ahí estaba yo, rondando en segundo plano, a la espera del momento idóneo para mi siguiente paso.

Normalmente habría hecho falta una estampida de elefantes para distraerlo de sus lecturas, pero esa mañana de diciembre sintió la inclinación de mirar hacia donde yo me hallaba. Por un instante pensé que venía por mí y que estaba perdido, pese a no haber cometido aún el delito.

—Buenos días, muchacho —me dijo, quitándose los anteojos para mirarme, sonriendo un poco y haciéndose el estirado—.


Una bonita mañana, ¿no es así?

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