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Morir en Sudafrica – Alberto Vazquez-Figueroa

Elliot Dunn se entretenía releyendo por enésima vez el télex, como si tratara de encontrarle un nuevo sentido oculto que no acababa de desentrañar, cuando la gorda Kety penetró en su despacho tan frescachona y pizpireta como siempre. —Aquí está lo que has pedido… —dijo—. La lista de todos los VLCC siniestrados durante los últimos ocho años, y la de los matriculados en Monrovia, Liberia. —¿Qué es eso de VLCC? —«Very Large Crude Carries…». Grandes Transportes de Crudos. Acabo de enterarme de que ésa es la denominación oficial con que se conoce a los superpetroleros de más de doscientas mil toneladas y, lógicamente, no he podido resistir la tentación de demostrar mis profundos conocimientos en la materia. ¿A qué te ha impresionado? Elliot echó una ojeada a las listas y asintió convencido. Luego la miró de frente. —Terriblemente. Y ahora déjame trabajar. Tengo mucho que hacer. Kety negó con un gesto de niña mimada, mientras tomaba asiento, según su inveterada costumbre, en el borde de la mesa, que crujió y se lamentó bajo su peso. —No me iré mientras no me digas qué estás maquinando. Me he pasado la mañana en el archivo y quiero… ¡Necesito! Saber de qué se trata. Él dudó un instante, por último le alargó el télex y señaló la puerta con ademán autoritario: —¡Llévatelo y saca tus propias conclusiones! Se supone que eres periodista y te pagan por pensar. —Sí, maestro. Le dejó solo, enfrascado en el estudio de los documentos que le había traído; el primero de los cuales era una larga lista de doce nombres: Golar Patricia, Berge Istra, Olimpic Bravery, Amoco Cádiz, Andors Patria, Atlas Titam, Aeregeans Captain, Atlantic Express, Berge Vanga, Energy Determination, Salem y María Alejandra, siniestrados en este orden y a partir de 1973, ocho por explosión, dos por colisiones, uno por fuego y otro encallado. Tan sólo en cuatro de los casos las causas del accidente aparecían perfectamente claras. Los restantes se encontraban, de un modo u otro, bajo sospechas o investigación por las compañías de Seguros. Se disponía a analizar la segunda lista, mucho más extensa, cuando sonó el teléfono y reconoció, de inmediato, la voz de su ex-esposa. —¿Elliot? —inquirió Ángela con aquel marcado acento hispano que jamás perdería por más que se lo propusiera. —Sí. Soy yo, cariño… Dime. —Necesito verte urgentemente. —Pasaré por casa esta tarde.


—No. —La voz de Ángela sonaba extrañamente firme y decidida—. En casa no. Estarán las niñas y se trata de ellas. —¿Qué han hecho ahora? —Me he enterado de que María del Sol está saliendo con Don Ziadie. —¿El jockey? —El mismo. —Demasiado pequeño para ella. ¿No te parece…? —¡No seas estúpido…! —Fue la furiosa respuesta—. No me preocupa su altura. Me preocupa que ese maldito enano tiene fama de haber cabalgado más mujeres que caballos. ¡Voy para allá! —¡Pero Ángela! Fue inútil. Había cortado y Elliot Dunn sabía por experiencia que cuando su ex-esposa se proponía hacer algo, lo hacía de inmediato. Se encogió de hombros y se centró de nuevo en la larga lista de los VLCC matriculados en Monrovia, ya que Liberia, pese a su minúscula extensión territorial y su casi nula importancia política y económica, figuraba a la cabeza de las flotas mercantes del mundo gracias a un especialísimo régimen fiscal cuajado de trampas y triquiñuelas. Tuvo que repasar, por tanto, una larga relación que incluía a más de la tercera parte de los grandes tanqueros que navegaban por los siete mares, y se emborrachó de nombres, cifras y direcciones hasta que, al tercer repaso uno de aquellos nombres reclamó su atención. Se trataba del Amauri, un petrolero de doscientas veinte mil toneladas, construido en Japón en 1974, y vendido, ocho años más tarde, a la Naviera Kadar de Liberia. Por más que buscó, no logró descubrir que la Naviera Kadar fuera propietaria de ningún otro barco en toda la lista que tenía ante él. Descolgó el teléfono y marcó el número de Kety en el departamento de información. —Averíguame lo que puedas sobre la Naviera Kadar, propietaria del Amauri —pidió—. Y entérate también de dónde se encuentra ese barco. Es urgente. Tres pisos más abajo, la computadora del Saturday News se puso en marcha, conectó con otra, gigantesca, situada a cinco manzanas de distancia, en la confluencia de la calle 37, y a los pocos instantes, empezó a recibir datos que la gorda Kety y otras dos muchachas ordenaron con ayuda de un gigantesco archivo manual. Media hora más tarde, la propia Kety penetraba, satisfecha y sonriente, en el despacho de Elliot y colocaba de nuevo ante él una hoja de papel pulcramente mecanografiada. El periodista se caló las gafas para no verse obligado a extender el brazo todo lo que daba de sí y leyó con atención. «Naviera Kadar: Villa Flora, Avenida Lincoln, Monrovia, Liberia. Fundada en 1982.

Barcos: Amauri. Director-gerente y único accionista: Alexander Kadar. »Alexander Kadar: Villa Flora. Avenida Lincoln, Monrovia, Liberia. Chipriota nacionalizado norteamericano. 37 años. Experto en Banca, Bolsa y empresas navieras. Soltero. En 1982 recibe una herencia con la que funda la Naviera Kadar. A los seis meses compra el Amauri por trece millones de dólares. »Amauri: VLCC 220 000 toneladas. El tres de julio cargó ochenta mil toneladas de crudo en Qatar. Actualmente navega por el Índico con destino a Lisboa». Se quitó las gafas y la miró: —¿Eso es todo? —De momento. Aunque extraoficialmente, Information señala que Kadar es, a todas luces, un hombre de paja. El monto de la herencia no está muy claro, y tampoco se sabe quién puede haberle proporcionado tanto dinero. —Tendría unos ahorrillos. —Dejó el papel junto a los otros—. ¡Bien! —exclamó—. Mi trabajo estriba ahora en averiguar de dónde sacó esos ahorrillos. Lo que está claro es que aquí hay una historia. —Buscó un cigarrillo y ofreció otro a Kety que había tomado asiento, una vez más, en el borde de la mesa—. Te apuesto una cena a que, antes de lo que nos imaginamos, el Amauri va a parar al fondo del mar. Es más… —añadió—, según mis cálculos ese hundimiento debe producirse frente a Senegal. —¿Por qué Senegal? —Porque es el punto de aguas más profundas, cerca de la costa, en toda su ruta.

Ahí se hundió el Salem veintitantos días después que un «buque-fantasma» de nombre Lema, descargara en el puerto de Durban. La historia se repite. Incluso en el detalle de la herencia. También el propietario del Salem había heredado. —¿Y crees que las compañías de Seguro lo aceptarán? —¿Qué remedio les queda en el caso de que no aparezcan supervivientes…? Han asegurado un barco y ese barco desaparece en el mar. Sin testigos. Probablemente tan sólo una solitaria llamada de auxilio en la noche. Cuando ese auxilio llega no hay nada, únicamente quizá, una gran mancha de petróleo y unos cuantos salvavidas con el nombre del barco que estará a miles de metros bajo ellos. —Agitó la cabeza negativamente—. O lo sacan, y demuestran que no llevaba petróleo en los tanques sino agua salada, o pagan… Les sale más barato pagar. —¿Y los tripulantes? —Unos mueren… Otros, los que están en el ajo, se salvan y desaparecen para siempre. Cambian de nombre y buscan otro barco. —¡Diantre! —Exclamó la gorda—. Si logras demostrarlo será un reportaje cojonudo. ¡Un reportaje cojonudo! —Pequeña… —Fue la respuesta de Elliot—. Todos mis reportajes son cojonudos… —… Y si no le han dado todavía el Pulitzer es porque el mundo del periodismo es injusto y está lleno de envidiosos. ¡La historia es vieja! Ángela había hecho su aparición en la puerta completando la frase, los besó uno tras otro en la mejilla y tomó asiento encendiendo un cigarrillo. —¿Te importaría dejarnos solos, querida? —Inquirió sonriendo amablemente a Kety—. Tenemos que discutir asuntos familiares. La muchacha cruzó con Elliot una significativa mirada con la que parecía querer anunciarle que el mundo se les venía encima, y salió sin una palabra, cerrando la puerta a sus espaldas. Ex-marido y ex-mujer se miraron unos instantes; ella con gesto de irritación y él de fastidio. —Explícame —pidió al fin Elliot—. ¿Qué diablos pretendes que haga porque a una de nuestras hijas le gustan los caballos y a la otra los jinetes? Por lo menos no se pelean. —¡Muy gracioso! —Rió Ángela sin ganas—. Muy gracioso.

¿Tienes idea de qué clase de tipo es Don Ziadie? —El que más dinero ha ganado en este país subiéndose a un caballo después de John Wayne… Es rico, simpático, famoso, y con una facha increíble pese a ser tan bajito. Treinta centímetros más y desbanca a Robert Redford. —¡Pero es casado! —¡Vamos, Ángela! —protestó él molesto—. Desde que nos divorciamos te has acostado por lo menos con cuatro tipos casados, que yo sepa. ¿A qué vienen esos remilgos? —A que Don Ziadie tiene seis hijos con su segunda esposa. Y cinco con la primera. —Eso de montar garañones debe ser contagioso. —Una de sus hijas estudia con María del Sol. ¿Es que no te das cuenta? Él ya es cincuentón y les separan más de treinta años. —Nunca lo hubiera imaginado —señaló—. Pero ahora que lo dices, tienes razón. Por lo que recuerdo, debe ser mayor que yo. —Lo es —remachó Ángela—. Nuestra niña anda con un viejo zorro que cualquier día la deja embarazada. Elliot meditó un instante, encendió una curvada cachimba que únicamente utilizaba en su despacho y soltó un resoplido de consternación. —¡Bien! —Admitió al fin—. De momento te aconsejo que empieces a disolverle píldoras contra el embarazo en el cacao del desayuno. Luego pensaré a ver qué se me ocurre. —¡Sigues siendo un hijo de puta! —sentenció Ángela segura de sí misma y convencida—. «Pensarás en lo que se te ocurre». ¡Lo que tienes que hacer es ir a partirle la cara a ese enano de mierda! —Eso no solucionaría nada. —Elliot parecía ir adueñándose poco a poco de la situación—. El año pasado cuando me acostaba con Lily Carson, que apenas es mayor que María del Sol, tanto Paola como tú me avisabais del peligro, pero yo estaba tan ciego que ni la más espantosa paliza me hubiera obligado a dejarla. Menos efecto tendría en Ziadie, acostumbrado desde siempre a que le pateen los caballos. Es un duro, y lo más probable es que acabara coceándome.

—Hizo una pausa—. Pero yo sé que tiene puntos débiles. —Alzó la mano como pidiendo paciencia y tomó el teléfono marcando un número—. ¿Carolina? —inquirió—. Soy Elliot. Por favor, busca en tu archivo privado todo lo que tengas sobre hipódromos, apuestas, caballos y, en especial, sobre un jockey llamado Don Ziadie… Si no recuerdo mal, debe haber algo, muy especial, de hace dos o tres años relacionado con una yegua que, inexplicablemente, no ganó el Kentucky Derby. —Colgó y se volvió sonriente hacia su ex-esposa—. Voilá! —exclamó—. O poco conozco ese ambiente, y me he dejado fortunas en el hipódromo, o en cuanto le insinúe a ese enano que me gustaría entrevistarle con vistas a un gran reportaje en torno a las apuestas y las carreras amañadas, captará la indirecta y dejará en paz a María del Sol. ¿Contenta? —¿Estás seguro de que la dejará? —Escucha, pequeña —señaló en tono convincente—. Ziadie sabe que si yo publico lo que tenemos sobre él, la mafia del juego, que es tan dura como la otra, no le permitirá vivir más de veinticuatro horas. Y nadie arriesga la vida por un capricho de diecisiete años, aunque sea tan linda como nuestra hija y haya sacado tu culo. —¿Y crees que lo que haces es ético? —¡En absoluto! —admitió sonriendo—. Pero es tremendamente eficaz, no lo dudes. Tú siempre has asegurado que tan sólo soy ético y honrado cuando escribo. —Su sonrisa se hizo beatífica—. Pero no tengo por qué serlo de igual modo cuando únicamente amenazo con escribir. Y ahora háblame de ti. ¿Cómo te encuentras? La respuesta sonó poco auténtica. —Bien. —¿Sales con alguien? —No encuentro a nadie con quien valga la pena salir. —Hizo una pausa—. No puedo evitar comparaciones. —Eso resulta siempre perjudicial, pequeña —le hizo notar—. Debes sobreponerte.

Aunque a mí personalmente no me agradara, reconozco que Cameron era un gran tipo y tal vez hubieras podido rehacer tu vida con él, pero está muerto. Nadie va a resucitarlo y tú eres aún joven y atractiva. Hay más hombres. Yo entre ellos, sin ir más lejos. ¿Quieres que cenemos juntos esta noche? Conozco un nuevo restaurante japonés que tiene un pescado crudo increíble… —Odio el pescado crudo —fue la tajante negativa—. Es a tu amiguita Blanca a quien le gusta el pescado crudo, no a mí. —Se puso en pie bruscamente y se encaminó a la puerta, malhumorada—. A veces tengo la impresión de que lo haces a propósito. ¡Vete al infierno! Salió, cerrando de un portazo, y dejando a Elliot desconcertado y meditabundo. —Hubiera jurado que era ella quien se moría por el pescado crudo —comentó para sí—. Debo estar perdiendo la memoria. Decidió olvidar el incidente, tomó de nuevo sus gafas y releyó una vez el informe sobre la Naviera Kadar, reafirmándose en la idea de que se encontraba en el buen camino. Había muchos puntos oscuros y muchas coincidencias en la mayoría de los siniestros marítimos de los últimos años. Sudáfrica sufría, a causa de su política de apartheid, un duro embargo petrolero, y como el petróleo era una de las pocas riquezas naturales que no poseía, se veía obligada a proporcionárselo por todos los medios a su alcance. Por fortuna para Sudáfrica, frente a sus costas tenían que pasar, necesariamente, los grandes tanqueros, que, viniendo del golfo Pérsico, transportaban casi el setenta por ciento del crudo que consumía Occidente. Conseguir que una pequeña parte de ese crudo se quedara en el estratégico puerto de Durban no constituiría, sin duda, más que una simple cuestión de astucia y dinero. Calculó por última vez la velocidad del Amauri y la distancia que habría recorrido desde que saliera de Durban. Debería encontrarse ya a la altura de la Ciudad del Cabo adentrándose en el Atlántico en un viaje de más de tres mil millas hasta las Islas de Cabo Verde y las costas de Senegal, viaje en el que emplearía al menos dos semanas. Y dos semanas era el tiempo que él necesitaba para investigar cuanto se refiriera al misterioso tanquero, sacando la información completa en el momento mismo en que los teletipos transmitieran la noticia de que un nuevo «accidente» había enlutado los océanos, haciendo sonar una vez más la campana del edificio del Lloyd’s de Londres que, por tradición, tañía lúgubremente cada vez que un navío se hundía en algún lugar del mundo. Alzó una vez más el teléfono, marcó un número y cuando una secretaria respondió al otro lado, pidió:

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