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Mitos y Falacias de la Historia de España – César Vidal

¿Fue considerada España una nación en el pasado? ¿Fue Cervantes cristiano nuevo? ¿Es cierto que Gibraltar no es español? ¿Era la Generación del 98 de izquierdas? ¿Es el voto femenino una conquista de las izquierdas? ¿Estuvo el atentado del 11-M provocado por la guerra de Irak? ¿Eran los hispanoamericanos fervientes independentistas? ¿Fue el alzamiento del 2 de mayo la respuesta de todo un pueblo a la invasión extranjera? ¿De verdad fue el PNV leal al Frente Popular? Toda historia está llena de interrogantes, de tópicos y de malentendidos. César Vidal examina diversos episodios de la nuestra, y muestra la verdad de lo sucedido. En las páginas de esta obra aparecen, entre otros, Godoy, Mariana Pineda, Felipe II, el Frente Popular, Negrín, Francisco Franco o Rodríguez Zapatero y, mediante una narración amena, documentada y fidedigna, queda desvelada la verdad de algunos de nuestros episodios históricos más relevantes.


 

Seguramente son muchos los lectores que conocen aquella historia referente a un octogenario que acude al médico para efectuar una consulta. Cuando el facultativo le invita a contarle su problema, el anciano le dice: « Mire, doctor. Yo todos los días mantengo relaciones sexuales tres veces. Eso… ¿es bueno o malo?» El médico mira de hito en hito a su interlocutor y le responde: « Eso no es ni bueno ni malo… es mentira.» Cuento esta anécdota porque muchas de las afirmaciones que se escuchan — con notable tono dogmático y pontificador— en el terreno de la Historia merecen, de entrada, un juicio semejante. No es que sean buenas o malas, es que son mentira. Lo grave es que muchas de esas mentiras —mitos y falacias— buscan, de manera no tan neutra moralmente, forjar una especie de « verdad oficial» de la que se espera, no sin razón, obtener beneficios. Éticamente, a diferencia de las jactancias del personaje de nuestra historieta, esos comportamientos sí que son abiertamente perversos. Se trata, en última instancia, de engañar y manipular para someter con más facilidad a los semejantes a los propios intereses. Dicho sea de paso, ése y no otro fue el pecado de la serpiente en el huerto del edén: mentir para dominar. Dicho sea también de paso, el resultado sobre los engañados es siempre el mismo: son utilizados y luego tienen que cargar con las consecuencias de haber creído en la mentira. Dicho sea, por último, de paso, del historiador honrado se espera que desvele esos mitos y falacias y no que los propale como si fuera un comisario político. En este volumen he recogido algunos de esos mitos y falacias referidos de manera muy concreta a la historia de España. Comprobarán los lectores que rara vez son inocentes y proceden de la mera ignorancia. A decir verdad, tienen —o han tenido— intencionalidades muy concretas de creación del discurso social con fines de mantener o alcanzar el poder. Y es que, a lo largo de la Historia, el ser humano no suele dar muchas muestras de candor. Lo comprobarán en las páginas siguientes. Pero no los entretengo más. Los mitos y las falacias los están esperando. Madrid-Jerusalén-Madrid-Key Bizcayne, primavera-verano de 2009 E I España se convirtió en nación en el s. XV n el curso de las últimas décadas, ha existido una agresiva insistencia encaminada a negar a España la calidad de nación o, al menos, a asignarle esa condición en fecha muy tardía. Así se ha repetido hasta la saciedad la inexistencia de España hasta finales del s.


XV con la reunificación llevada a cabo por los Reyes Católicos o incluso —¡mayúsculo disparate!— hasta la promulgación de la Constitución liberal de Cádiz de 1812. La realidad histórica es que España es una de las naciones más antiguas de Europa —quizás incluso la que más— y que es precisamente esa conciencia de ser nación la que explica fenómenos verdaderamente extraordinarios como la Reconquista. E l nacimiento de España —la Hispania romana— como nación debe no poco a acontecimientos que tuvieron lugar en Extremo Oriente. En el s. I a.C., precisamente cuando Hispania estaba atravesando por un proceso de romanización que marcará de manera esencial su historia, el general chino PanChao obtuvo una sonora victoria contra los hunos. Al no poder éstos expandirse hacia oriente, se dirigieron a occidente y en el curso de los siglos siguientes empujaron —o aniquilaron— a su vez, a todos los pueblos que encontraron a su paso. De entre éstos, los más importantes fueron los godos —arios y de lengua indoeuropea como el griego y el latín— que avanzaron hacia las fronteras romanas en un intento de escapar de la presión procedente de Oriente. A finales del s. IV, los visigodos —los godos occidentales— llamaban desesperados a las puertas del Imperio romano suplicando que se les franqueara la entrada para así escapar del exterminio a manos de los hunos. Roma accedió —sellando así su propio destino— y el acuerdo quedó sellado formalmente en 376 entre el emperador Valente y el rey de los visigodos. Los arios recién llegados debían instalarse en la región de Mesia, actual Bulgaria, y servir allí de valladar al imperio frente a las nuevas y amenazantes migraciones. Sin embargo, la Historia resulta incontrolable por los mortales, como supieron advertir tanto los sabios de Grecia como los profetas de Israel. En tan sólo medio siglo, los visigodos no sólo abandonaron la pactada Mesia y se adentraron por los territorios del imperio sino que, por añadidura, cruzaron los Pirineos e invadieron una Hispania que era, ante todo, romana y cristiana. En el año 476, un siglo justo después del pacto con los godos, el Imperio romano se desplomó en Occidente ante el empuje de las distintas inmigraciones de pueblos bárbaros. A esas alturas, los visigodos habían creado un reino que se hallaba situado a horcajadas sobre Hispania y el sur de las Galias. En 507, derrotados por el rey franco Clodoveo, los visigodos se replegaron en las Galias y establecieron la capital de su reino al sur de los Pirineos. Su número era escaso —en torno a los doscientos mil— y no fueron acogidos, en general, de manera hostil por los hispanorromanos. Semejante comportamiento no es de extrañar porque, tras padecer las invasiones de suevos, vándalos y alanos y los males inherentes a la falta de orden, para los hispanorromanos los visigodos significaban la estabilidad, circunstancia esta, dicho sea de paso, que apenas se veía empañada por el hecho de que sustentaran ideas heréticas. Los visigodos eran arrianos y, a diferencia de los cristianos hispanos, no creían en la doctrina bíblica de la Trinidad. Los aportes de los visigodos fueron escasos —poco más de la alcachofa, el lúpulo y las espinacas— pero, curiosamente, de su mano vendría el nacimiento de la nación española. Como todos los arios desde los que invadieron la India en el II milenio a.C. a los seguidores del nacionalsocialismo alemán, los visigodos no deseaban mezclas raciales y mucho menos contraer matrimonio con la población dominada.

Sin embargo, a diferencia de otras experiencias históricas paralelas, los godos encontraron en Hispania una cultura superior a la que llevaban consigo. Abrumados ante una vida urbana que, a pesar del desplome del imperio, seguía siendo pujante y ante la existencia de un sistema educativo basado en las escuelas municipales, los bárbaros recién llegados del norte acabaron por absorber la cultura hispanorromana, incluida la lengua latina. Paso a paso fueron derribando las barreras que ellos mismos habían levantado frente a la población hispanorromana y justo ochenta años después de la invasión incluso reconocieron la superioridad del cristianismo de los hispanorromanos sobre el arriano que ellos profesaban recibiendo el rey visigodo Recaredo el bautismo. No se trató, sin embargo, de una mera absorción de la cultura romana. En realidad, se produjo una mutación mucho más profunda y llamada a tener una existencia más que milenaria. Aniquilado sin remisión el imperio, tanto los habitantes de la península que procedían de una estirpe goda como los que hundían sus raíces en el humus hispanorromano comenzaron a considerarse miembros de una nación independiente, ya no vinculada a imperio alguno, a la que daban el viejo nombre romano, Hispania, España. Esta conciencia de españolidad aparece de manera absolutamente irrefutable precisamente en el representante más cualificado de la cultura hispana: Isidoro de Sevilla. Autor de la gran enciclopedia de la época, las Etimologías, Isidoro redactó precisamente un canto a su patria amada que, entre otras cosas, decía: ¡Oh España! La más hermosa de todas las naciones que se extienden desde Occidente hasta la India. Tierra bendita y feliz, madre de muchos pueblos… de ti reciben la luz el Oriente y el Occidente. Tú, honra y prez de todo el orbe; tú, el país más ilustre del globo… No hay en el mundo región mejor situada. Ni te abrasa el estío ni te hiela el rigor del invierno sino que, circundada por un clima templado, te nutren céfiros blandos. Cuanto hay de fecundo en los ejidos, de precioso en las minas y de provechoso en los animales, tú lo produces… Rica, por lo tanto, en hijos, joy as y púrpuras, fecunda también en gobernantes y en hombres que poseen el don de mandar, te muestras tan fecunda en adornar príncipes como feliz en producirlos. Con razón, y a hace mucho tiempo, te deseó la dorada Roma, cabeza de gentes, y, aunque vencedor, aquel empuje romano te desposara primero, luego, el muy floreciente pueblo de los godos, tras haber conseguido numerosas victorias, a su vez te tomó y te amó… Difícilmente hubiera podido expresar nadie mejor el sentimiento de orgullo de nación que imbuía a los hispanos. Mezcla de la herencia romana, la cristiana y, en menor medida, la germánica, consideraban entonces a España no sólo una nación, sino una nación especialmente dichosa. Semejantes afirmaciones resultan aún más dignas de tener en consideración cuando se comprende, primero, que el reino visigodo no fue especialmente estable a causa de su raíz germánica que, por ejemplo, insistía en el mantenimiento de una monarquía electiva y, segundo, que, a pesar de ello, la cultura española de los ss. VI y VII d.C. resultó con mucho la más refinada y extraordinaria de todo Occidente. Junto a reyes poetas como Sisebuto (612-621) encontramos a figuras de primer orden como el erudito Isidoro, el poeta Merobaudes, los historiadores Paulo Orosio e Idacio, el filósofo Juan de Bíclaro o el teólogo Leandro de Sevilla. Son ejemplos —y no una relación exhaustiva— de una cultura floreciente, pujante y fecunda que se sustentaba en un sistema educativo y a en vigor desde el s. V y que, a la sazón, carecía de paralelos en el Occidente que antaño había sido romano. No deja de ser significativo que, a diferencia de lo que sucedería con otras naciones europeas, España ya contaba entonces con unas características bien definidas que se mantendrían a lo largo de los siglos. Se trataba, fundamentalmente, de su herencia romana y de su identificación con una cosmovisión cristiana hasta el punto de que los mismos godos se verán absorbidos por ella. Sobre esa nación romanizada e independiente, con unas endebles estructuras políticas inficionadas entre otros males de sectarismo y antisemitismo, pero provista de una cultura en aquellos momentos incomparable, descargó sus golpes la invasión islámica. A inicios del s.

VIII, España comenzó a sufrir la terrible tragedia de verse agredida por los invasores islámicos. El resultado fue verdaderamente pavoroso. Sin embargo, igual que sucedería con otros momentos trágicos de su historia, si, por un lado, las instituciones se desplomaron; por otro, la reacción del pueblo resultó excepcionalmente aguerrida. A decir verdad, la gesta española contra el islam carece de paralelos en la historia universal. Junto con algunas porciones de Italia y de Europa oriental, España fue uno de los escasos territorios invadidos que consiguió librarse del yugo islámico. Sin embargo, a diferencia de la Grecia del s. XIX, por citar un ejemplo, España recuperó su libertad sin ayuda extranjera. De manera bien significativa, para los musulmanes, España nunca fue una nación a la que pertenecieran sino una porción más del dominio del islam sobre el mundo. Durante las primeras décadas de ocupación —una ocupación nada fácil en contra de lo que suele afirmarse— España constituyó el apéndice más alejado del califato de Damasco. Con los abasidas siendo califas de Bagdad, se convirtió en un lugar remoto en el que habían encontrado refugio los últimos omey as que acabaron constituy endo un califato alternativo. Precisamente cuando ese califato saltó atomizado en multitud de taifas, sus régulos tampoco contemplaron a España como nación sino que todo su interés se centró en mantener su poder sobre pequeñas entidades políticas. Finalmente, para los sucesivos invasores norteafricanos —almorávides, almohades y benimerines— España sólo fue una presa más en el camino hacia la conquista del mundo para el islam. Por el contrario, en el mundo cristiano, la situación fue contemplada de manera muy diferente. De entrada, para los poderes extranjeros, resultaba obvio que España era una entidad concreta aunque ahora dividida e invadida. No deja de ser significativo que los reyes francos que habían convertido en marca buena parte del territorio de lo que siglos después sería Cataluña señalaban en sus documentos que tanto los que habitaban en esa zona como en la ocupada por los musulmanes eran « españoles» . Así, en abril de 815, poco después de la creación del condado de Barcelona como territorio colchón entre el reino de los francos y los musulmanes, Ludovico Pío, rey de Aquitania y soberano de Septimania, promulgó un precepto destinado a la protección de los habitantes del condado de Barcelona y otros condados subalternos. En el texto se habla, literalmente, de los « españoles» Juan, Chintila y un largo etcétera, y, sobre todo, se dice algo enormemente interesante sobre los habitantes de lo que ahora denominamos Cataluña. « Muchos españoles —señala el documento citado— no pudiendo soportar el y ugo de los infieles y las crueldades que éstos ejercen sobre los cristianos, han abandonado todos sus bienes en aquel país y han venido a buscar asilo en nuestra Septimania o en aquella parte de España que nos obedece» . En el documento —como era de esperar— no aparecían ni la palabra « Cataluña» ni la palabra « catalanes» porque se trataba de ideas aún inexistentes, pero sí se hacía referencia a cómo esa zona territorial formaba parte de España y sus habitantes eran españoles. No puede caber la menor duda. España era la nación situada al sur de los Pirineos y que, en parte, resistía al islam y, en parte, estaba ocupada por él. No menos clara fue la postura de los monarcas que combatieron a los invasores venidos del norte de África. Alfonso III de León, en el s. IX, se proclamó « rey de toda España» (rex totius Hispaniae) no porque lo fuera, sino porque era consciente de que no otra podía ser su meta que la de recuperar y reunificar una España fragmentada por la invasión. El gran rey Sancho de Navarra —convertido disparatadamente en los últimos tiempos en rey de Euzkadi— se hizo sepultar como « rey de España» y señaló su vinculación con los monarcas visigodos que habían reinado siglos atrás en España antes de la invasión islámica.

Alfonso X de Castilla, el monarca más sabio de la Edad Media, escribió una Estoria de España donde hablaba de la unión histórica entre el reino de España antiguo y los que ahora luchaban por restablecer esa unidad. Por supuesto, esa misma idea de fidelidad a la nación española aparece en los territorios de la Corona de Aragón y, de manera especial, en lo que luego sería Cataluña. Como y a hemos indicado, la zona de la Marca hispánica fue considerada por los monarcas francos una parte de España que se hallaba bajo su dominio, de la misma manera que había otra que se encontraba bajo el poder musulmán. No puede extrañar, por tanto, que hasta el año 1096, la familia de los condes de Barcelona —que seguían siendo vasallos del reino franco— fuera de origen extranjero y con la excepción de Berenguer III, que se casó con María, hija del Cid Campeador, los matrimonios siempre se contrajeran con mujeres procedentes de algún lugar situado al norte de los Pirineos. Sin embargo, en el año 1137, un conde de Barcelona llamado Ramón Berenguer IV rompió con esa tradición seguida durante siglos por sus antecesores y contrajo matrimonio con la princesa Petronila de Aragón. De esta manera, el condado de Barcelona —que no era ni Cataluña, ni una nación catalana ni tenía pretensión de serlo— volvió a reintegrarse en el proceso de reconstrucción, de Reconquista, de una España que había estado a punto de desintegrarse por completo a causa de la invasión islámica, y lo hacía como parte no de una confederación catalano-aragonesa inexistente en las fuentes históricas, sino como parte voluntaria de la Corona de Aragón. Esa conciencia de que Cataluña era tan sólo una parte de España y no una nación independiente la encontramos también en los reyes que ejercieron sobre ella su soberanía. Citemos algunos ejemplos. Cuando en 1271, Jaime I salió del concilio de Ly on, tras haber ofrecido la cooperación de sus hombres y de su flota para emprender una cruzada, exclamó: « Barones, y a podemos marcharnos; hoy a lo menos hemos dejado bien puesto el honor de España» . De la misma manera, cuando socorrió a Alfonso X de Castilla en la lucha contra los moros de Murcia, Jaime I sostuvo que lo hacía « para salvar a España» . De modo semejante, el rey Pedro III afirmó que había salvado el honor de España al acudir a Burdeos para batirse con Carlos de Anjou, manteniendo su palabra. Y si esto pensaban los monarcas que reinaban sobre diversos territorios, no otra cosa sostenían sus historiadores. Ya hemos mencionado a Alfonso X y su historia de España en la que une a los reinos de la época con la historia nacional previa. Su caso no fue excepcional. En el s. XIV, el catalán Ribera de Perpejà escribió la Crònica d’Espanya señalando precisamente cómo Cataluña era una parte de esa España despedazada por la invasión musulmana, pero ansiosa de reunificación. Y el gran historiador catalán Muntaner reclamó una política conjunta de los cuatro reyes de España, «que son —escribió— d’una carn e d’una sang». Nada de esto puede extrañar si se tiene en cuenta que guerreros tan catalanes como los almogávares se lanzaban al combate gritando no Cataluña, sino « ¡Aragón! ¡Aragón!» . Por su parte, Bernat Desclot nos ha dejado referencias bien significativas. Por ejemplo, al relatar la batalla de las Navas de Tolosa de 1212, señaló en su Crónica que en dicho combate habían intervenido « los tres reyes de España, de los cuales uno fue el rey de Aragón» . De la misma manera, al narrar un viaje del conde de Barcelona a Alemania para entrevistarse con el emperador, Desclot relató que el conde se había presentado ante Su Majestad imperial diciendo: « Señor, yo soy un caballero de España» . Acto seguido, ese mismo conde de Barcelona había dicho a la emperatriz alemana: « Yo soy un conde de España al que llaman el conde de Barcelona» . No resulta extraño que el emperador, según nos cuenta el mismo Bernat Desclot, dijera a su séquito: « … han venido dos caballeros de España, de la tierra de Cataluña» . Ciertamente, cuesta mucho no ver que los españoles medievales tenían las ideas muy claras sobre la nación española. Durante la plena Edad Media, España quedó claramente configurada en una división que colocaba, a un lado, a los invasores islámicos, y a otro, a los reinos que ansiaban recuperar la unidad deshecha en el s.

VII. Al noroeste, León y Castilla se unieron y se desunieron hasta acabar formando una corona común, la castellana. Al nordeste, la Corona de Aragón consiguió saltar de los montes aragoneses para acabar absorbiendo los condados de la actual Cataluña y extenderse hacia Levante. Entre ambas coronas se encontraba el reino de Navarra, que había perdido la importancia de los siglos precedentes en que soñaba con acaudillar la Reconquista contra los musulmanes y la reconstrucción de la unidad perdida. De manera bien significativa, las provincias vascongadas — aquellas que no estaban pobladas originalmente por vascones, pero que fueron vasconizadas, es decir, vascongadas— prefirieron una por una sumarse a Castilla a someterse a Navarra. En el seno de Castilla, conservaron sus libertades; en Navarra, hubieran sido sólo poblaciones sometidas. Durante el s. XV, la Reconquista experimentó un frenazo ya que los problemas internos de las coronas de Aragón y de Castilla impidieron lanzar el asalto final contra el reino de Granada, último bastión del islam. Sin embargo, este último acto se produjo ya a finales del siglo cuando la reunificación de España era un hecho gracias al matrimonio de Isabel, la reina de Castilla, y Fernando, el rey de Aragón. España —la España que se había visto como nación y a casi un milenio antes— volvía a reunificarse y, ciertamente, no se puede negar que las consecuencias de esa reunificación fueron extraordinarias. Fue esa España reunificada la que concluyó la Reconquista, la que logró coronar las ambiciones mediterráneas de la Corona de Aragón apoderándose del sur de Italia, la que asentó bases en el norte de África para impedir una nueva invasión islámica, la que fortaleció las alianzas europeas de Castilla (especialmente con Flandes e Inglaterra), la que tendió puentes hacia una reintegración de Portugal a España, la que frenó la amenaza francesa que siempre había soñado con apoderarse de porciones de la Corona de Aragón, especialmente Cataluña; la que lanzó las naves hacia el Atlántico arrebatando el monopolio de los mares a Portugal y descubriendo América; y la que creó un nuevo derecho internacional derivado de la conquista de las Indias. No fue el suyo un reinado sin sombras, ciertamente, y así, el poder político, a pesar del pragmatismo maquiavélico de Fernando el Católico, no supo distinguir entre los intereses nacionales y los de la Iglesia católica, y no sólo asentó la Inquisición en territorio español, sino que además expulsó a los judíos de una España en la que estaban asentados desde varios siglos antes del nacimiento del judío Jesús. Como si de un castigo divino se tratara —así lo vieron los autores judíos de la época— la política matrimonial naufragó en los años siguientes y las riquezas americanas fueron mal utilizadas creando más pesar que beneficio. Aún peor. La hija de los Reyes Católicos, Juana, sufrió la enfermedad mental que ensombreció la vida de su abuela y el trono español pasó a una dinastía extranjera, la de los Austrias. Sin embargo, no podemos detenernos ahora en esos otros capítulos de la historia de España, una nación que no surgió a finales del s. XV, sino que, para aquel entonces, llevaba siglos pugnando por volver a ser la nación unida que existía con anterioridad a la llegada del islam.

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