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Misterioso asesinato en casa de Cervantes – Juan Eslava Galan

V 1 DE LA LLEGADA DEL PESQUISIDOR CON QUE DA COMIENZO ESTA VERDADERA HISTORIA iernes primero de agosto, pasada la hora de las grandes calores, cuando el sol declina y las sombras se alargan, un joven caballero de gentil talle descabalgó en el patio empedrado de la venta de Palomares, a una legua de Valladolid. Avisado por un zagalejo, salió el ventero y, advirtiendo por el atuendo y la calidad de la montura que el viajero era persona principal, aunque no se acompañara de criados ni mucho equipaje, le dispensó las zalemas y reverencias que los de su oficio usan con los huéspedes pudientes. —Pasad, caballero, y mandad lo que gustéis, que en esta casa hallaréis de todo. —Un aposento que no haya de compartir con nadie —solicitó el caballero. —Tenemos un cuarto arriba donde vuesa merced se encontrará como en la gloria, sin molestia alguna —dijo el ventero—. El daño está en que es de dos camas y de aquí a la noche otro huésped podría demandar la vacante. —Yo pagaré las dos de buena gana con tal de que nadie ronque a mi lado —contestó el caballero —. Poned sábanas limpias y subidme agua con la que refrescarme. Y ahora mostradme el camino de las cuadras y acomodaré al caballo. —Eso puede hacerlo mi zagal —ofreció el ventero. —Yo sabré hacerlo sin ayuda —objetó el caballero—. Que el zagal traiga un cuartillo de cebada y mirad que no esté vana ni tomada de la roya. El ventero advirtió que el caballero era más avisado de lo que su poca edad prometía, pues se guardaba de los latrocinios que en las ventas comúnmente se cometen cuando quitan al animal la cebada, en cuanto el amo traspone, y le dejan solo la paja y las granzas. Apiensado el caballo, el caballero subió a su cuarto, donde ya la ventera le había prevenido una jofaina de agua fresca del pozo con la que, despojándose del jubón, se refrescó el rostro y el cuello. Puesta la jofaina en el suelo, se sentó en la cama e introdujo en el agua los pies que traía recocidos de las botas. En ello estaba cuando regresó la ventera trayéndole un pañizuelo para que se secara y quedó prendada de los pies blancos y delicados del caballero, que más le parecieron de doncella. Había en la posada mucho trajín de arrieros, por lo que el caballero se hizo servir la cena en su aposento. Una criadita joven le subió una escudilla con más repollo que carnero, que le supo a manjar por los buenos apetitos que la jornada le había despertado, y una jarrilla de aguamiel de la que apenas probó unos sorbos. Levantado el servicio, el caballero corrió el cerrojo de la puerta, cerró el postigo del ventanuco que daba al campo, dejando tan solo una rayita de luz de luna sobre la tablazón del suelo, acomodó su faltriquera debajo de la almohada y, despojándose de la ropa hasta quedar en paños menores, se echó a dormir sin que a su cansancio importunaran la dureza del colchón de borra, el apresto de las sábanas, la serenata de las chicharras ni las risotadas de los arrieros que en el patio tomaban el fresco entre tientos de frasca, canturreos de borracho y las bromas soeces que entre la gente baja se usan. Antes de conciliar el sueño, nuestro caballero desdobló un papel y a la luz de una palmatoria leyó, una vez más, la carta de la duquesa de Arjona que lo había puesto en camino, en especial la parte donde decía: «… han acusado de homicidio a nuestro buen amigo don Miguel de Cervantes y lo han encerrado en la cárcel de la corte junto con sus hermanas, su hija y su sobrina. Está tan abatido y apesadumbrado que ni habla ni come, ni parece que quiera seguir viviendo…». Leída la misiva, el caballero mató la luz y abandonándose al cansancio de la jornada se durmió presto hasta que, bien entrada la mañana, lo despertó el silbato de un capador de puercos que transitaba por el camino real anunciando su oficio. Bajó el caballero a las cocinas, donde, excusándose de beber el aguardiente que la ventera le ofrecía, desayunó pan tostado en la lumbre con el unto de cáscara de naranja amarga confitada con miel que llaman letuario y, tras satisfacer los haberes del hospedero, reanudó su viaje camino de Valladolid con sobradas ganas de entrar en aquella ilustre ciudad que los forasteros alaban como el más regalado y apacible lugar del mundo. Estaba fresca la mañana y la pintada pajarería acudía a saludarla con sus trinos en la arboleda que festoneaba el camino. Nuestro caballero, viéndose solo, dio en cantar con fina y armoniosa voz el villancico que dice: El bajel está en la playa listo para navegar, ¡ay!, quién se quiere embarcar.


Acudan a la marina los que fueren del Amor para quitarles su ardor, pues que la vela se tira al son de esta mi bocina. Os quiero yo pregonar: ¡ay!, quién se quiere embarcar… Así entretenía el camino nuestro caballero y alegraba su joven corazón. Brillaba el sol y a su paso bullía la vida en el ancho mundo. Tan solo lamentaba nuestro viandante que el negocio que lo llevaba a tan gran ciudad y corte del rey de España fuera más enojoso que placentero. H 2 EN EL QUE SE DA NOTICIA DE LA ILUSTRE CIUDAD DE VALLADOLID, CORTE DE LAS ESPAÑAS, ASÍ COMO DE LA VISITA DEL PESQUISIDOR A LA DUQUESA DE ARJONA EN HÁBITO FEMENIL aciendo la última etapa del camino, don Teodoro de Anuso, que así se llama el caballero de nuestra historia, iba recordando lo que de Valladolid le contara un viajero francés con el que trabó amena conversación jornadas atrás. —¿A Valladolid vais? —preguntó el caballero—. Por Dios que es una gran ciudad, de las más ilustres que tiene el rey de España. En ella hallaréis más de treinta palacios, y tantas iglesias y conventos que el día del Corpus huele el aire a incienso como si estuviera en llamas el Gran Bazar del turco. —No sabía que hubiera ciudad semejante fuera de Roma —dijo don Teodoro. —¿Os parece que exagero? —replicó el francés—. Mirad que habitan en la corte no menos de veinticinco duques, treinta y cinco marqueses, sesenta condes, no sé cuántos vizcondes y muchísimos hijosdalgo cuyo número aumenta casi cada día con las patentes de nobleza que el rey, generoso como joven, otorga a los que lo sirven bien. Sumad a eso los numerosos servidores y criados, desde mayordomos hasta pícaros de cocina, que sirven en esos palacios, añadid las muchas personas de hábito y sotana que el cuidado de tantas almas requieren y tendréis una muchedumbre de moradores que engrandecen la villa. Y putas para contentar a tanta gente… más habrá que en el serrallo del bey de Túnez. —Ya veo —asintió don Teodoro. —Y aún me dejo gente en el tintero, mi joven amigo —añadió el francés—. Desde que hace tres años el rey mudó la corte a Valladolid, esta gran ciudad ha atraído a una multitud de ricos mercaderes y a laboriosos artesanos. Paseando por sus plazas y en las amenas riberas de su río percibiréis una babel de lenguas: genoveses, gallegos, aragoneses, vascones, tudescos, flamencos, napolitanos y otras varias gentes de distintas leches, cunas y naciones se han establecido en la ciudad. —Que me place —dijo don Teodoro. Era nuestro caballero discreto y por ello no dejó de notar que su interlocutor, por ser extranjero, extremaba las alabanzas y prudentemente se abstenía de mencionar los entuertos e injusticias que en la corte se perpetran, como el agravio que él mismo venía a averiguar y desbaratar. Otro viajero, un mercader de paños en Burgos con el que hizo parte del camino, lo informó de que Valladolid frisaba las sesenta mil almas, de las que quince mil eran mendigos de pedir, profesos en la cofradía de los menesterosos que viven del aire o de la sopa boba de los conventos, otros veinte mil no pedían pero pasaban necesidad, diez mil no sabían qué es comer caliente y los restantes quince mil eran curas, frailes o criados al amparo de unas docenas de pudientes. —En parte alguna veréis tantos criados, que hasta los propios pobres los tienen —advirtió el pañero—. Allí las casas nobles mantienen infinita servidumbre. —¿Tantos necesitan? —preguntó nuestro caballero. El mercader se rio por lo bajo. —No, ciertamente, sino que lo hacen por vana ostentación, para pregonar que tienen más criados que el que vive al lado o a la otra punta de la calle.

También encontraréis gran copia de ganapanes ociosos que, acuclillados con la espalda en tapias y bardales, pasan sus horas descansando de no hacer nada, quién en coloquio con el vecino, quién callado y pensativo, quién dormitando, quién triste, quién alegre, el uno sentado, el de más allá tumbado, todos sin afán ni pesadumbre, que así Dios los socorre como socorre a las avecicas del campo y les da de vivir sin hacer nada, libres de cuidados. En esas rememoraciones de conversaciones pasadas entretenía don Teodoro el camino cuando, doblado un recodo, en la cuesta que llaman del Higuerón, dio vista a Valladolid, y, teniendo un momento las riendas de su cabalgadura, se recreó en la mucha belleza que ante sí parecía: las espadañas de los treinta y nueve conventos y las levantadas torres de las doce iglesias, cada cual con su traza, a cual más acabada, las extendidas murallas y los tejados pardos, los huertos verdes que sobre las tapias alegremente asomaban, con sus higueras y cipreses y otro género de árboles que dan apacible sombra y dulces frutos; y los muchos palacios de la noble ciudad. Bajando la mirada la contentó en los verdes huertos y en las prietas arboledas que como cinta tendida marcan el curso del Pisuerga, la orilla amena a la que en el estío desciende una muchedumbre de gentes de toda condición por refrescarse y huir de los rigores del sol, bañarse en el río o pasear por la floresta. Con eso nuestro caballero espoleó su cabalgadura y apretando el paso descendió al arrecife empedrado que discurre entre plantíos y casas de recreo hasta el ojo polifemo del puente del Meloncillo, sobre el Esgueva, donde declaró al oficial del fielato que no llevaba mercancía alguna, y entrando en la jurisdicción de la ciudad descabalgó y murmuró una piadosa oración ante el humilladero de san Andrés. Siguió luego su camino y, llegando al cruce de Herradores, le salieron al encuentro algunos mendigos mostrando llagas y escapularios en demanda de limosna. Apretó el paso nuestro caballero y pasando bajo el arco de la puerta de Tudela, y atravesada la plazuela de san Andrés y la calle del Verdugo, ancha y franqueada de buenas casas, llegó a la Plaza Mayor cuando las campanas llamaban a las oraciones de la hora tercia. Caminaba don Teodoro mirando con curiosidad y asombro la Plaza Mayor con sus quinientos pórticos, dos mil ventanas y la muchedumbre que bullía entrando y saliendo de las numerosas tiendas que bajo sus soportales se cobijan, sin contar el laberinto de tenderetes y tratos que en su magna extensión se abren. No habrá mercadería en la cristiandad que no encuentre acomodo en tan famoso lugar: paños y bayetas, frisa y lencería, botones, sedas y brocados. Deambuló nuestro caballero por los puestos de los plateros, de los albardoneros, espaderos, especieros y boticarios, rechazó cortésmente el ofrecimiento de los perfumistas que dan sahumerio de olor por unos maravedíes, y llegando al lugar donde los viandantes se desayunan en los bodegones de puntapié se le acercó un rapazuelo de quince o dieciséis años que poniéndole la mano en el estribo le dijo: —Señor caballero, ¿sois don Teodoro de Anuso, por un casual? —Esa es mi gracia —respondió el interpelado. —Vengo de parte de mi señora doña Teresa, la duquesa de Arjona, para guiaros a vuestra posada. —¿Cómo te llamas? —le preguntó el caballero. —Diego Cortado, para servir a vuecencia —dijo el rapaz, y añadió—: Aunque vuesa merced me vea en hábito de pobre, sepa que procedo de familia sin tacha, de Mollorido, cerca de Medina del Campo, la de las ferias, donde nos enseñan a no morder la mano que te da de comer. Por eso la señora duquesa me ha tomado fe y me tiene en sus cocinas de mandadero, que Dios la bendiga. Lo digo para encareceros que soy de fiar y bien podéis tomarme a vuestro servicio. —Muy despabilado te veo, mozo —contestó don Teodoro—. Lo que me place. —Llamadme Dieguillo, señor, como la duquesa hace. —Muy bien, Dieguillo. Pasaron adelante y el mozo iba espantando a los mendigos para que no incomodaran al amo. —Nunca vi pobres tan tenaces —comentó don Teodoro. —Es por el hambre, señor, que no respeta calidad ni cortesía —los disculpó Dieguillo—. En la corte ha quedado poco que comer. Todo se gastó en las pasadas fiestas cuando conmemoramos el nacimiento del príncipe y la venida de los embajadores ingleses. Como se suele decir, días de mucho son vísperas de nada. En esta plática salieron de la plaza por la calle de la Sortija y, atravesando la plazuela de la Fuente Dorada, tomaron el carril de los Chapineros, en cuyo cabo estaba la posada del caballero.

—Aquí viviréis —dijo Dieguillo, mostrando una casa mediana de dos pisos y buhardilla. Abrió la puerta el muchacho con la llave que llevaba prevenida y tomando las riendas condujo el caballo a la cuadra a desensillarlo y abrevarlo, mientras don Teodoro recorría las estancias de la posada. Las halló aireadas y limpias, aún con charcos someros en los ladrillos del suelo por haberlo baldeado y refrescado aquella mañana. Subió al cuarto y halló un buen aposento con cama bien vestida y dos arcones roperos de los que uno contenía vestidos de mujer y otro, de hombre.

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