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Milena o el fémur más bello del mundo – Jorge Zepeda Patterson

La belleza de Milena también fue su perdición. Convertida en esclava sexual desde la adolescencia, intenta huir cuando muere su protector, un magnate de la comunicación que sufre un fallo cardiaco mientras hace el amor con ella. En su angustiosa fuga, se cruza con los Azules, un trío de justicieros formado por el periodista Tomás Arizmendi, la política Amelia Navarro y el especialista en alta seguridad, Jaime Lemus. Ellos desean liberarla, pero Milena guarda con recelo un espinoso misterio que atesora en su libreta negra y que supone su salvación y, sobre todo, su venganza. Una vigorosa novela de acción y amor que denuncia los abusos de poder y la corrupción, pero que sobre todo, nos muestra el alma abierta de una mujer vejada, como tantas otras, en un mundo cada vez más globalizado.


 

Milena Jueves 6 de noviembre de 2014, 9.30 p. m. No era el primer hombre que moría en brazos de Milena, pero sí el primero que lo hacía por causas naturales. Aquellos a los que había asesinado no dejaron rastro ni remordimiento en su ánimo. Ahora, en cambio, la muerte de su amante la sumía en la desolación. En asuntos del corazón, el sexo siempre había terminado por imponerse en la vida de Rosendo Franco. El día en que falleció no fue distinto. Bajo la exigencia del Viagra que lo inundaba, sus coronarias se vieron en la difícil disyuntiva de bombear la sangre exigida para sostener el violento ritmo con que penetraba a Milena o atender a otros órganos. Fieles a la historia de Rosendo, sus entrañas optaron por el sexo. El corazón se desgarró en bocanadas desatendidas aunque concedió al cerebro del viejo unos instantes adicionales para adivinar lo que sucedía. Una imagen acudió a la mente del dueño del periódico El Mundo. La contracción del pecho proy ectó la cadera hacia delante, profundizando la penetración. Se dijo que por fin iba a correrse, que iba a lograr eso que llevaba esquivándole los diez minutos de cabalgata febril sobre las blancas caderas de su amante. Rosendo siempre creyó que su último pensamiento sería para el diario al que había dedicado sueños y desvelos; en años recientes, cada vez que pensaba en la muerte experimentaba un ramalazo de rabia y frustración al imaginarse la orfandad en que dejaría la gran obra de su vida. Y pese a ello, destinó los breves instantes de su agonía a exigirse una gota de semen para despedirse de su último amor. Milena tardó unos segundos en percatarse de que los ruidos que emitía el hombre no eran de placer. No pudo hacer mayor cosa. Su amante la sujetaba por la cintura, envolviéndola con los brazos mientras estrellaba sus estertores agónicos contra su espalda enrojecida, como olas menguantes sobre una play a extensa. El viejo encajó la frente en la nuca de la mujer y la nariz en su cuello.


Su respiración violenta agitó un rizo indisciplinado. Milena percibió de reojo el tenue vuelo de su cabello impulsado por el lánguido aliento del moribundo, luego el rizo quedó estático y la quietud reinó en el cuarto. Se mantuvo inmóvil largo rato, salvo por las gruesas lágrimas que resbalaban por su rostro y morían en la almohada. Lloraba por él, pero sobre todo por ella misma. Se dijo que prefería suicidarse antes que regresar al infierno del que Rosendo la había rescatado. Peor aún, sabía que en esta ocasión la represalia sería despiadada. Se vio a sí misma tres años antes, desnuda frente a dos grandes perros dispuestos a destazarla. No entendía por qué habían comenzado a amenazarla en las últimas semanas después de dejarla tranquila durante varios meses. Ahora, sin la protección del anciano, se convertiría en un saco de carne y huesos destinado a pudrirse en algún barranco, sin que importara el hecho de que los hombres pagaban mil doscientos dólares por el privilegio de macerar sus carnes. Imaginó el hallazgo de su cuerpo meses más tarde y el desconcierto de los forenses ante el fémur anormalmente largo de sus piernas kilométricas. La imagen la sacó del trance en que había caído y al fin la puso en movimiento. Se incorporó a medias para ver el rostro del muerto, limpió un rastro de saliva en su barbilla y lo cubrió con la sábana. Observó el blíster de Viagra sobre la mesita de noche y decidió ocultarlo en un último acto de lealtad para con el orgulloso viejo. Caminó al baño impulsada por los sentidos alertados, con la lucidez febril del sobreviviente. Su mente ocupada en el contenido de la maleta que tendría que llenar antes de tomar un avión, aunque solo le importara la libreta negra que escondía en el armario de la habitación. No solo era su venganza última en contra de aquellos que la habían explotado, también una garantía de supervivencia por los secretos que guardaba. Nunca llegó al aeropuerto, no se llamaba Milena ni era rusa como todos creían. Tampoco se percató de la gota de semen que cay ó sobre la baldosa. 2 Los Azules Viernes 7 de noviembre, 7 p. m. Si hubiera podido incorporarse desde el fondo de su ataúd, Rosendo Franco habría estado más que satisfecho de su capacidad de convocatoria. La funeraria transfirió a otras sucursales los difuntos menos connotados para dedicar todas las salas de vela a albergar a las dos mil personas que acudieron al velatorio del dueño de El Mundo. Incluso el presidente del país, Alonso Prida, había permanecido veinte minutos en el recinto mortuorio y con él buena parte de su gabinete. Prida ya no tenía el porte majestuoso e imperial que ostentaba en su primer año de gobierno; demasiadas abolladuras inesperadas, pocas expectativas cumplidas en lo que se suponía iba a ser un espectacular regreso del PRI. Con todo, la presencia del mandatario mexicano electrizó el ambiente, y tras su partida la mayoría de los presentes se habían relajado y dedicado a beber.

Dos horas antes, a las cinco de la tarde, Cristóbal Murillo, secretario particular de Franco, decidió que el café no era una bebida que hiciera honor a la calidad de los visitantes que acudían a despedir a su patrón y exigió a la funeraria un servicio con copas de vino blanco y tinto de las mejores marcas. En el salón principal al que solo llegaban los VIP que él mismo seleccionaba, demandó que se distribuyeran champaña y viandas frías. « En la muerte también hay códigos postales» , se dijo Amelia al ver la funeraria parcelada en varios cotos entre los que el atuendo y hasta los rasgos étnicos contrastaban visiblemente. No era cercana a la familia de Rosendo Franco, a quien apenas había conocido, pero en su calidad de líder del principal partido de izquierda su presencia en el funeral resultaba imprescindible, al igual que la de toda la clase política. Amelia lamentó, de nuevo, la presencia de los tres escoltas que la acompañaban desde hacía dos años y que ahora hendían como un ariete los corrillos atiborrados de la funeraria para hacerle paso. En realidad la dirigente no habría necesitado ayuda para que los asistentes se hicieran a un lado; su melena rizada, sus ojos enmarcados por enormes pestañas y su tez aceitunada eran señas de identidad de una figura tan conocida como respetada en la escena pública del país, gracias a los largos años dedicados al activismo en defensa de niños y mujeres sometidos a abusos por hombres de poder. Una Madre Teresa de Calcuta con la belleza intimidante de una María Félix joven, había dicho algún agudo periodista en una ocasión. Al cruzar los sucesivos salones, la dirigente se percató de que solo en el segundo, el de concurrencia más humilde, se oían llantos de duelo. Eran los trabajadores de las rotativas y las secretarias, quienes se lamentaban del desamparo en que los dejaba la muerte del empresario tantos años reverenciado. En el resto de los salones que cruzó ahora también acompañada de un ujier, solo advirtió visitas de compromiso, actos de relaciones públicas e incluso ánimo de fiesta en algún corrillo alentado por los vinos y los chistes indefectibles en todo velatorio. Al llegar a la sala principal, Amelia percibió dos ambientes que podían cortarse con cuchillo. Una treintena de familiares y amigos íntimos del difunto rodeaban el féretro como un comando dispuesto a sostener a sangre y fuego el último bastión frente a las hordas de políticos que llenaban el lugar; defendían el ataúd como si fuese la única bandera en la colina sitiada por el enemigo. Ocasionalmente un gobernador o un ministro se desprendía del resto de los funcionarios y acudía furtivo a dar un breve pésame a la viuda y a la hija, tras lo cual regresaba con sus colegas para despedirse y tomar el camino de salida. Amelia tardó unos segundos en distinguir a Tomás, acodado bajo un amplio ventanal a un costado del recinto, como si quisiera mantenerse al margen de la imaginaria batalla que enfrentaba a las dos fuerzas. Como tantas veces en la vida, la sosegó la simple vista de la figura desaliñada, de pelo ensortijado y ojos acuosos, de su viejo amigo y ahora amante. Algo tenía la presencia de Tomás que apaciguaba su espíritu guerrero. —Lograste cruzar los siete salones del purgatorio —dijo él al saludarla con un breve beso en los labios. —A juzgar por los presentes, esto se parece más al infierno —respondió ella mientras pasaba una mirada por los asistentes que abarrotaban el sitio. Los dos contemplaron durante un rato los corrillos de políticos y poco a poco sus miradas convergieron en Cristóbal Murillo, el único embajador que transitaba entre los dos grupos instalados en el salón. Iba y venía para atender a un secretario recién llegado o para hacer alguna consulta con la viuda del empresario. Pasaba de un bando a otro con la confianza de saberse útil en ambos. Era servil allá donde se requería e imperativo donde era posible serlo. Tomás, destacado articulista de El Mundo, nunca lo había visto tan rozagante y expansivo. Su corta estatura incluso daba la impresión de haberse alargado dos o tres centímetros en las últimas horas. Después de tres décadas de imitar a su jefe, actuaba como si fuese el legítimo heredero.

Y ciertamente lo parecía; a fuerza de cirugías plásticas había logrado una buena imitación del rostro del dueño del diario. No era gratuito el apodo que le endilgaban a sus espaldas por su extraño parecido con el finado: el Déjà Vu. Amelia fue la primera en expresar lo que ambos pensaban. —Oye, y tú que estás adentro, ¿qué sabes? ¿Cómo quedará el diario sin Franco? ¿No me irás a decir que ese payaso se hará cargo de la administración? —preguntó a Tomás. Él se encogió de hombros y enarcó las cejas, pero instintivamente los dos miraron a Claudia, la única hija de Franco, quien rodeaba con un brazo a su madre, ambas al pie del ataúd. A la distancia, la auténtica heredera no parecía más afectada de lo que delataba la lividez de su semblante, resaltada por un elegante atuendo oscuro. Tomás pensó que la indomable cabellera roja de Claudia era infiel a cualquier vestimenta fúnebre. Aunque su hombro tocaba el de doña Edith, su mirada mortecina atrapada en los mosaicos del suelo revelaba que su mente se encontraba muy lejos. Él supuso que su examante se habría perdido en algún pasaje familiar de la infancia y creyó confirmarlo cuando ella salió del trance y sus ojos quedaron prendidos en la caja donde yacía su padre. Un camarero con canapés de salami y jamón bloqueó la vista que ofrecía la familia Franco. Detrás del empleado apareció la figura de Jaime. —Mala selección de bocadillos tratándose de un negocio de carnes frías — dijo el recién llegado mientras alzaba la vista hacia el techo. Ninguno de los dos dio muestras de la reacción que les provocaba encontrarse con el viejo amigo de su infancia, pero a ambos les incomodó: aún no perdonaban el comportamiento de Jaime en el caso de Pamela Dosantos, una actriz cuy o asesinato salvaje había sacudido al país un año antes e involucrado a Tomás como periodista y a Jaime como especialista en temas de seguridad. Los tres amigos formaban parte de un cuarteto que había sido inseparable a lo largo de la infancia y la adolescencia conocido como los Azules, por el color de los cuadernos que el padre de Jaime traía de Francia. La crisis provocada por el asesinato de Pamela Dosantos, amante del secretario de Gobernación, había quedado resuelta con saldos variopintos: las amenazas en contra de Tomás habían sido conjuradas, Amelia y él habían iniciado una relación amorosa tres décadas después de los escarceos suspendidos durante la adolescencia, y Jaime había sido clave en la resolución del caso aunque con métodos que sus amigos encontraron reprobables. Pese al tono desenfadado con el que los había abordado, Jaime tuvo que vencer la resistencia inicial que le provocaba acercarse a Tomás y Amelia. Durante la adolescencia y la vida universitaria los dos jóvenes habían rivalizado por el amor de su compañera, ambos con escaso éxito debido a la temprana atracción que los hombres maduros ejercieron en ella. Pero ahora, a los cuarenta y tres años de edad, la relación que había surgido entre el periodista y la líder removía en Jaime la antigua obsesión por su primer amor. Como otras veces en el pasado, se preguntó si su aversión al matrimonio o a una relación de pareja estable se relacionaba con la pasión desmedida con la que amó a Amelia en su juventud y a la terrible frustración que experimentó al verla en brazos de su padre veinte años atrás. Contemplarla hoy al lado de su antiguo compañero no era ningún consuelo. Por enésima vez hizo una comparación mental con Tomás, como en tantas ocasiones a lo largo de la vida: inventarió atributos físicos y éxitos profesionales y, de nuevo, encontró inexplicable que Amelia lo eligiese a él. De un lado, Jaime Lemus, exdirector de los organismos de inteligencia y dueño de la principal empresa en temas de seguridad en el país. Un hombre poderoso y seguro de sí mismo. Un cuerpo bronceado y de músculos largos y fibrosos, un rostro de facciones esculpidas con dureza pero armónicas. En conjunto, una figura deseada y atractiva.

Su porte elegante y su 1,82 de estatura contrastaban con el cuerpo de Tomás, diez centímetros más bajo, que sin ser obeso proyectaba una imagen de blandura y afabilidad con su pelo entrecano, la sonrisa pronta y la mirada cálida. En suma, el rostro de un hombre en apariencia bueno. Una mezcla que solía inspirar en las mujeres una sensación de confianza e intimidad que Jaime envidiaba. —¿A qué hora llegaste? —preguntó Tomás en tono neutro; no quería ser grosero aunque tampoco pretendía recibir a Jaime con los brazos abiertos. Amelia en cambio se envaró de inmediato, y estuvo a punto de dar media vuelta y dejarlo con la mano extendida. Al final prefirió ignorarlo aunque no se movió del sitio. El rechazo no pasó inadvertido a Jaime, quien tensó las mandíbulas e hizo un esfuerzo para sobreponerse. —Hace un rato. Estaba entretenido escuchando algunas de las historias sobre Rosendo Franco que se cuentan en los corrillos. Era todo un personaje. —¿Como cuáles? —inquirió Tomás inmediatamente interesado. —Un amigo suy o se negaba a venderle unos terrenos a las orillas de la ciudad, donde Franco quería construir los nuevos talleres de impresión —contó Jaime—. Por más que le insistía al propietario, este se resistía en espera de una mejor oferta. Un día, Franco se enteró de que su amigo era fanático del horóscopo de El Mundo; lo primero que hacía por las mañanas era leer lo que le deparaba su signo. Enterado de su debilidad, llamó al responsable de la sección en su diario y le pasó el texto del signo de Sagitario para toda la siguiente semana. Luego invitó a su amigo a comer el viernes, día en que los astros ofrecían a todos los bendecidos por el Sol en Sagitario una oportunidad única en materia de bienes raíces. Ese día don Rosendo obtuvo los terrenos que codiciaba. Tomás y Jaime rieron de buena gana, aunque de forma embozada en atención al lugar en que se encontraban. A su pesar, Amelia insinuó una sonrisa; la fuerza de la costumbre enhebrada durante tantos años compartidos comenzaba a imponerse sobre el resentimiento que le guardaba a su viejo amigo. —Creo que yo me sé una mejor —dijo Tomás—. Hace dos o tres años la principal cadena de cines decidió suspender el anuncio de su programación en el periódico con el argumento de que la gente utilizaba Internet y el teléfono para enterarse del horario de las películas. El gasto en el diario les parecía superfluo. Franco no se inmutó, a pesar de que perdía un ingreso regular nada despreciable. Simplemente ordenó a la sección de espectáculos que publicara una página con la programación de las películas pero con un horario equivocado: en lugar de las siete de la noche, se decía que la proyección comenzaba a las ocho, por ejemplo. Las taquillas de los cines se convirtieron en fuente de reclamaciones: en cada función había cinco o seis personas indignadas por haber llegado una hora tarde.

A la siguiente semana la cadena reanudó la publicación de los anuncios. De nuevo los Azules festejaron la ocurrencia; no obstante, Jaime alegó que la anécdota del horóscopo era mejor. Tomás argumentó a favor de la suya y, como tantas veces en el pasado, acudieron a Amelia en busca de un veredicto. Esta los contempló un momento y no pudo evitar que la invadiera la nostalgia; se vio a sí misma treinta años atrás, rodeada por sus amigos en una esquina del patio de la secundaria en la que los Azules constituían un coto privado, repudiado y a la vez envidiado por el resto de sus compañeros. Recordó a Jaime y su enjundiosa defensa de la práctica del kárate, a la que tanto se aficionó en la adolescencia, y la respuesta falsamente desdeñosa de Tomás, quien solía cuestionar las actividades atléticas y privilegiar la lectura de libros, intimidado por su tardío desarrollo muscular. Para fortuna de Amelia, el arribo del omnipresente Murillo le evitó pronunciarse. No solo no quería hacer de juez entre ambos, tampoco deseaba interactuar con Jaime, pese a tenerlo a un lado. —¿Qué tal la concurrencia? Impresionante, ¿verdad? —dijo el secretario particular de Franco recorriendo con la vista el salón—. Y mañana la primera sección es de noventa y seis páginas por la cantidad de esquelas que llevamos — agregó con entusiasmo mientras se estiraba las mangas de la camisa para lucir mejor los gemelos con incrustaciones de diamante. La mirada impávida de sus interlocutores le hizo notar que su comentario pecaba de entusiasmo. —El patrón habría estado orgulloso —murmuró en voz baja con fingida humildad. —Su patrón seguramente habría preferido estar hoy en las oficinas de su periódico y no en un ataúd —respondió Amelia sin ocultar su desprecio. El hombrecillo la miró con furia un segundo, antes de que el gesto servil se instalara de nuevo en su semblante. Jaime lo observó con la cabeza ligeramente ladeada, como un antropólogo examina un extravagante ritual apenas descubierto en la etnia objeto de estudio. Con ánimo de molestar a la líder perredista, conocida por sus causas a favor de las mujeres, Murillo les compartió una confidencia: —Pues lo cierto es que murió como un rey, sobre el cuerpo de una damita bellísima y muy joven. ¡Ese era mi patrón! —dijo con orgullo y gesto desafiante, mirando a Amelia de soslayo. Tomás observó a la sexagenaria esposa que lloraba al lado del ataúd y no resistió hacer la pregunta que Murillo deseaba escuchar.

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