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Mientras Pueda Pensarte – Inma Chacón

«No sé quién soy». A los cuarenta años, Carlos, un publicista de éxito, descubre que quienes creía que eran sus padres no lo son. Él fue dado en adopción de forma ilegal con la complicidad de un médico, una monja y un taxista. Cuarenta años antes, en una casa cuna de Valladolid, María Dolores, una joven soltera, da a luz un bebé. A las pocas horas del alumbramiento, le comunican que el niño ha muerto de una extraña infección. Pero algo en su interior le dice que las cosas no son lo que parecen.


 

No sé quién soy. Tengo casi cuarenta años, un trabajo estable y bien remunerado como creativo de una de las agencias publicitarias más solventes de Europa y un currículum que acredita cada paso de mi vida laboral. Mi nombre figura en mi expediente universitario, en los certificados de mis másteres, en mis notas del colegio, mi DNI, mi pasaporte y el libro de familia de mis padres, con mi fecha y lugar de nacimiento, el número de tomo y la página del registro donde me inscribieron al nacer. Todo oficial, todo correcto, todo legalmente constatado. Pero no sé quién soy. Quizá debería conformarme con lo que me han dicho siempre y seguir ejerciendo como el soltero de oro que muchas madres desearían como y erno. Dedicarme a disfrutar del éxito; de un ático con terraza en la milla de oro de una de las capitales de provincia con más renta per cápita del país; de mis novias itinerantes, mis fiestas, mis viajes de negocios, las escapadas a Nueva York y la colección de corbatas de seda. Al fin y al cabo, somos lo que hemos conseguido ser —unos con más dificultades que otros, eso sí—, pero a nadie le preguntan por los primeros pasos si los últimos lo han llevado hasta la cima. Y ahí estoy yo. Instalado en el último peldaño. Mi nombre aparece con frecuencia en los periódicos, y no siempre por motivos de trabajo —que también —, sino porque algunas de mis compañías femeninas son asiduas a esa prensa que se empeñan en llamar del corazón y que mi padre compraba todas las semanas para hacer un álbum de recortes y, de paso, echarme en cara que era la única forma que tenía de verme. Y la verdad es que no le faltaba razón. En los últimos tiempos, mis visitas a su casa se espaciaron tanto que podían pasar varios meses sin que la pisara. Pero así es la vida. Los padres echan de menos a los hijos cuando estos abandonan el nido, y hay polluelos que olvidan el camino de vuelta cuando extienden sus alas y descubren que hay otro horizonte mucho más allá del que les mostraron. Yo soy uno de esos. Me encantan los altos vuelos y los saltos que parecen imposibles. Así que no dejo de lanzarme al aire. Mis compañeros suelen mirarme con envidia cuando les presento a las modelos o a las aspirantes a actriz que me acompañan en las fiestas que organizo en mi terraza, entre los macetones de prunos, lilos y naranjos que son el orgullo del portero del edificio, quien me los cuida dos veces por semana por una módica propina con la que engrosa su nómina.


Mis jefes me consienten porque, a pesar de mi arrogancia, mis cuentas de resultados superan con creces los objetivos que me marcan en los briefings. Mis subordinados me respetan, mis vecinos me soportan, mi peluquero me adula y mis amantes se resignan cuando me canso del juego y decido abandonar la partida. A veces, solo a veces, me arrepiento de no haber sido sensato y haber formado una familia como Dios manda, tal y como le habría gustado a mi padre, que soñó con tener nietos hasta su último suspiro. Pero el arrepentimiento casi nunca combina con el color de mis corbatas italianas, de manera que, cuando asoma la cabeza, suelo guardarlo en la mesilla y le doy varias vueltas a la llave. Son muchos años los que llevo ya en este paraíso. Y me gusta. Me gusta demasiado. No tendría sentido darle la espalda. Vivo muy bien así. Pero no sé quién soy. 2 El Hogar Cuna, una maternidad de beneficencia que atendía a muchas jóvenes solteras embarazadas, se encontraba situado a las afueras de la ciudad, en la margen derecha del río, ocupando un antiguo convento secularizado durante la desamortización de Mendizábal. Para obtener su personal sanitario, se nutría de la escuela de enfermeras perteneciente a una congregación de religiosas muy extendida por la zona. Los pasillos eran largos y anchos, fríos, desapacibles, grises, como la piedra centenaria de sus muros. Sus techos altos y abovedados devolvían el eco de los tacones de las enfermeras de guardia, aumentando la sensación de enormidad que producía el edificio. En la habitación número once del tercer y último piso, la noche había transcurrido en un completo desconcierto, y la mañana no se presentaba muy distinta. Había estado nevando y el viento helado se colaba por las rendijas de los ventanales, por cuyos cristales sin visillos asomaba una completa oscuridad. —El niño no ha dejado de llorar en toda la noche, y la nueva madre no acaba de decidirse. Habrá que hacer algo. La monja acunaba al recién nacido, paseándolo a grandes zancadas de un lado a otro de la habitación, mientras el médico se pasaba las manos por la cabeza una y otra vez en un gesto de impaciencia que no hacía sino aumentar el nerviosismo de los dos. —¿Ha informado ya a la recién parida? —Aún no. —Entonces no habrá más remedio que hacer lo de la última vez. En poco menos de una hora, el hospital se inundaría de gente. Las enfermeras del turno de mañana estaban a punto de fichar; los pasillos se llenarían de pacientes externos que acudían a las consultas; y las salas de visita pronto rebosarían de familiares de los enfermos ingresados. No había mucho más tiempo que perder. —¡Lléveselo! Si conseguimos que lo duerma, podremos sacarlo de aquí sin hacer ruido.

Está claro que la madre no lo quiere. Habrá que hacer algo. Llamaré a la inclusa. La monja le ofreció el dedo meñique al bebé, que buscaba desconsolado el pecho de su madre desde que había llegado al mundo hacía seis horas. —Entonces ¿se lo llevo con el pañuelo? —Sí. Pero no se separe de ella. Que no pase como con el último. —Descuide. Anoche le dije lo de la infección. Se quedará tranquila solo con poder ponérselo al pecho. Momentos después, la monja entraba en la habitación de al lado con el bebé, a quien había tapado la carita con un pañuelo que solo dejaba al descubierto su boca hambrienta. La madre se incorporó al verlos y extendió los brazos para coger a su hijo, pero la monja dio un paso atrás, apretando al niño contra su pecho como si quisiera protegerle, e hizo el gesto de no entregárselo. —Recuerda que no debes tocarlo si no quieres que se contagie. —¿Y los calostros? ¿No le harán daño? —¡Todo lo contrario! Le protegerán. Lo peligroso es el contacto con la piel. —¡Déjeme verle la cara! No lo tocaré. —Tú sabrás lo que haces. Pero si te ve y luego se te retira la leche por la infección, no querrá los biberones. 3 —No lo entendí, ¿sabe usted?, pero lo dijo con tanta seguridad… Yo solo tenía diecisiete años, y el doctor entró detrás de ella y me dijo lo mismo: que había cogido una infección en el quirófano que podría transmitirle al niño y que los recién nacidos identifican la cara de la madre con el pecho, y si se acostumbran a ella desde el principio, no quieren otra cosa y no podría destetarle si se me pudría la leche. » Le habían puesto unas manoplas que le llegaban por encima de las mangas del jersey, porque tenía las uñas muy largas y se arañaba la carita. No consintieron en quitárselas para que por lo menos le besara las manos. Me dijeron que por ahí era por donde más podía entrarle la infección y me quedé sin verle ni siquiera un trocito de la piel. » Ella me arrimó a mi niño al pecho mientras él me sujetaba los brazos para que no cayera en la tentación de quitarle el pañuelo de la cara, y después se lo llevaron. —¿Tiene usted pruebas? —No, señoría, no las tengo. Pero yo estaba sana, y el niño también.

—¿Algún testigo que pueda ratificarlo? —No, señor, no los tengo. Mi abuela no pudo venir para el parto, no podía dejar la viña sola. No había nadie que se encargase de la mula. —¿Vio al niño en algún momento? —Nunca lo vi. Me explicaron que había que dejarlo en la incubadora porque se había puesto muy malito, y luego me enseñaron una caja de cartón y me dijeron que el entierro era muy caro, que ellos se encargarían de todo. —Déjeme ver las partidas de nacimiento y de defunción. —¿Las partidas, dice usted? Pero si no me dieron nada. ¡Nada! Ni siquiera la ropita que yo había llevado. —¿No las pidió en su momento? —Me dijeron que le enterrarían como un feto abortado y que no hacía falta que yo tuviera ningún papel. Aquella monja se había portado tan bien conmigo que la creí a pies juntillas. Se la recomendó a mi abuela una chica de mi pueblo a la que le había pasado lo que a mí. ¡Cómo iba y o a figurarme nada de una monja! Ella me buscó una habitación en un piso con otras chicas, me consiguió trabajo como limpiadora en un colegio y me firmó la cartilla del Servicio Social para que no tuviera que hacerlo. » Si hubiera sabido y o entonces lo que hacían… Pero a los dos días me pusieron en la puerta y nunca más supe de ellos. Y yo soñaba todas las noches que el niño me llamaba. Me despertaba envuelta en sudor y después ya no me podía dormir. Y así llevo casi cuarenta años. Durmiendo a ratos. Porque yo no he podido olvidar. ¡No, señor! —¿Y el padre? —El padre no se hizo cargo. Desapareció cuando yo me vine a la ciudad. Me casé con un ferretero después de esperarlo cinco años, ¿sabe usted? Y tuve dos hijos como dos soles, que me han dado cinco nietos. Quién sabe si del primero tengo también alguno… —¿Y por qué está tan segura de que ese hombre es su hijo? —¡Ay, señor juez! ¡No me pregunte usted eso! ¡Lo sé! ¡Tiene que ser! ¿Cómo si no habría dado conmigo? —Igual que habrá dado con otras madres. Probablemente, la suya no sea la única puerta que hay a tocado. —Pero será la única en la que haya dicho mi nombre. —¿Y cuántas María Dolores González Rodríguez cree usted que habrá en España? —¡Es mi hijo, señoría! ¡Tiene que ay udarme a encontrarlo! No puedo perderlo otra vez.

Por lo que más quiera, ayúdeme a dar con él. Necesito verle. Por favor. Me lo arrancaron con malas artes. Por favor. Yo le quería. —¡Está bien, no se ponga usted así! No llore. Si está en lo cierto, volverá a preguntar por usted. —Pero ¿y si no vuelve? Ya va para un mes que preguntó por mí. ¡Dios mío! ¿Por qué me iría yo a la playa? ¡Un capricho de mis hijos! ¡Con lo bien que habría estado y o en mi casa…! Si me viera así mi difunto, que no consentía en que derramara una lágrima… ¡Mi santo sí que era un buen hombre! Pero se me murió hace un año. ¡Ayúdeme! En el hospital me han dicho que usted puede abrir una investigación. ¡Por lo que más quiera, señor juez! —¡Vamos! Tranquilícese. Tome un poco de agua. —No quiero agua. ¡No, señor! Yo lo que quiero es que me ay ude a buscar a mi hijo. Porque sí, habrá muchas María Dolores González, seguro que sí, pero dígame usted cuántas habrán parido a los diecisiete años en el Hogar Cuna. —Sí, lo comprendo, señora, pero se lo he dicho todas las veces que ha venido: sin pruebas no puedo hacer nada. Si le dijeron que murió sin cumplir las veinticuatro horas, lo inscribirían como legajo en el registro de abortos. Tráigame eso, al menos. 4 La única persona del pueblo que supo que María Dolores se había quedado embarazada a los diecisiete años recién cumplidos fue su abuela materna. Se llamaba Camila, aunque en el pueblo la conocían como la abuela Mila. Vivía en una casilla a la que todo el mundo llamaba La cabañuela de la Ventolera, situada a unos kilómetros del pueblo, junto a las viñas que había heredado de sus padres. La casilla había sido previamente una especie de chamizo de ramas de árboles que su marido construyó cuando se acercaba la vendimia de 1936, para vigilar que nadie le robase la uva. El abuelo Vicente trabajó en el ayuntamiento como mozo para todo hasta que le ofrecieron el puesto de alguacil, que él aceptó siempre y cuando le permitiesen ausentarse en la época de la vendimia. Sus suegros habían plantado el viñedo con el único propósito de obtener un buen vino para el uso familiar, pero sin ningún tipo de orden.

Unas cuantas hectáreas salpicadas de cepas de verdejo, tinta y viura en medio de la meseta pedregosa que rodeaba el pueblo. El terreno se distinguía de las fincas vecinas por un surco en barbecho permanente que actuaba como linde, de forma que, hasta que alcanzaba la vista, todas las fincas parecían una sola, una enorme extensión de verde que se perdía en el horizonte. Un mar tranquilo, sin olas, suspendido sobre los cantos rodados entre los que se enraizaban los plantones. Nada más heredar el terreno, el abuelo ingresó en la cooperativa que había fundado un grupo de vecinos unos años atrás para comercializar la uva, y decidió transformar la viña en un auténtico majuelo, como habían hecho los demás cooperativistas, un viñedo limpio y ordenado, mucho más fácil de vendimiar, cuyas cepas se agrupaban según el tipo de uva, alineadas en paralelo. Por un lado, el verdejo, de racimos apretados y pequeños; por otro, el viura, de uva grande y brillante; y por último, el tinto, con sus hollejos de color negro azulado. Todos los años, cuando los racimos empezaban a pintar, el abuelo Vicente construía su cabaña y se instalaba allí desde que salía el sol hasta que se ocultaba en aquel horizonte de cepas, con la única compañía de un botijo y una petaca en la que guardaba su tabaco de liar y su mechero chisquero. A mediodía, la abuela Mila le llevaba un cocido recién hecho y permanecía con él hasta que pasaban los calores de la siesta. A veces, cuando la solana se estrellaba contra los guijarros, el abuelo echaba unas ramas sobre el suelo de la cabaña y le pedía a la abuela que se tumbase a su lado. Mientras el sol apretaba, ellos aprovechaban la sombra de la cabañuela para perderse el uno en el otro. A la abuela le encantaba decir que allí, sobre las ramas secas, habían engendrado a la madre de María Dolores a los pocos meses de casados. La niña nació el 29 de julio de 1931, el día de san Urbano, por lo que, según mandaba la costumbre, con ese nombre debían bautizarla. Pero el gobierno de la República estaba preparando una orden ministerial que abría la posibilidad de asignar a los recién nacidos nombres de cosas o ideas que no tenían por qué proceder del santoral, señalando, por ejemplo, que tan buenos eran los nombres de Libertad o Constitución como el de Rosa, y que el único límite a respetar, para poder inscribirlos en el registro, era el del buen gusto. La madre de la abuela Mila había sido maestra antes de casarse, y solía contarle a su hija leyendas antiguas sobre lugares lejanos. Una de las que más le gustaba a la abuela Mila era la de la hermana del rey Arturo, pelirroja como ella, la reina de Avalón, la discípula del mago Merlín, que podía transformase en cualquier cosa y curar las enfermedades: la reina Morgana. Y así fue como le pusieron a la niña, Morgana. Un bebé pelirrojo y feúcho que a la abuela le parecía el más bonito del mundo, con la piel tan clara que casi parecía transparente. La abuela Mila se pasaba horas mirándola mientras dormía. Olía como los cachorrillos de los animales, a pura inocencia. Muchas veces, cuando estaba muy quietecita, la madre acercaba la oreja a su boca para comprobar si respiraba. Había nacido tan pequeña que apenas tenía fuerzas para mamar, pero ella se sacaba la leche y se la metía en la boca con una cuchara hasta que se vaciaba los pechos. Y así consiguió que engordase, poco a poco, con mucha paciencia, la misma que tuvo que emplear a medida que crecía, porque cada cucharada que le acercaba a los labios suponía un desafío. Cada comida era un llanto que le duraba hasta la siguiente, y una negociación detrás de otra para acordar cuántas porciones podían quedarse en el plato. Sin embargo, a pesar de su desgana permanente, aunque nunca llegó a tener el tamaño de los otros críos de su edad, la niña creció sana y bien proporcionada. Parecía una muñeca, pequeñita y feliz, con la piel clara y llena de pecas

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