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Mientras llueva – Teresa Viejo

La noche de su veintiséis cumpleaños es una noche de boleros rotos y citas devastadas antes de empezar. La mesa permanece vestida. La melena y las uñas pulidas en la peluquería. En la nevera, el salmón y un champán francés conseguidos de estraperlo y en los cuales ha dilapidado el beneficio mensual de la botica. Ella, impecable. Inquieta al transcurrir los primeros minutos de retraso. Desesperada en los últimos. Hoy, mientras recorría Madrid para ultimar sus recados, ha detectado en sus calles indicios de la inminente Navidad de 1945 a pesar de que apenas es 16 de diciembre, y de nuevo se ha sentido sola. La aflige este capítulo del calendario. Con la bandeja de petisús de Embassy entre las manos, se ha retraído a las tediosas tardes de domingo, años atrás, en que sus amigas tiraban de ella y su madre a fin de entretenerlas con chocolate caliente y churros. Entonces precisaban olvidar, o cuanto menos amortiguar el punzón afilado en que se había convertido el duelo de ambas. Su madre no pudo con él y ahora ella no puede con el dolor de haberla perdido. Menos mal que existe Damián. Que solo posee ojos y oídos, piernas y brazos, para él. Y unas manos con las que urdir la madeja de amor que se les ha embrollado, y ahora cuesta desanudarla. Corre el tiempo, y pasa de la mesa del salón de la que ha sido la casa de sus abuelos —donde nació su padre y ha recibido el cariño más desinteresado del mundo, en el primer piso del número 17 de la calle Alburquerque— al sofá. Del sofá a la entrada, esperanzada de hallar sobre la tarima alguna de esas notas a las que Damián la tiene acostumbrada. Y de la entrada al teléfono, ansiosa por escuchar el sobresalto de su timbre. Ni una cosa ni otra. A las diez de la noche baja a la farmacia. Teme no haber sido muy explícita precisando el lugar del encuentro y a lo peor la está esperando en la puerta. No siente frío mientras levanta el cierre de hierro. Una vez dentro pulsa los interruptores, alza el tablero del mostrador y rastrea entre los estantes, agitando los fantasmas de las batas colgadas en el perchero, algún porqué de su ausencia. En la rebotica cambia de sitio los frascos que antes descansaban alineados sobre la mesa. Más de uno revienta contra el suelo.


Las fórmulas magistrales que prepara con la conciencia de tener los ojos del padre clavados en su cogote se derraman por el piso y un reguero de lágrimas redibuja los diseños de los baldosines. Entonces se empiezan a despeñar las suyas sobre ellas. Cuando logra recuperarse desanda sus pasos hacia el piso y, tras recoger el bolso y un abrigo, toma un taxi en dirección a la plaza de Cibeles. Minutos después se aproxima al mostrador del Hotel Palace. El recepcionista la inspecciona de arriba abajo tras comprobar que van a dar las once y no parecen horas para una mujer sola. Ella se da cuenta. —Disculpe las horas, pero me urge localizar a un cliente —dice, esforzándose por hablar tranquila—. Es por un motivo familiar. Le anota su nombre para no incurrir en un error. El empleado dilata la consulta. Se dirige a quien representa ser su jefe y regresa. —Señorita, no hay nadie hospedado con estos datos. —¿Quiere decir que se ha marchado? —Quiero decir que no lo hay. He revisado el archivo de registros del último mes y no aparece. Puede que se confundiera usted de hotel. —Sí, va a ser eso —se excusa, percibiendo el incendio de sus mejillas—. Las urgencias es lo que tienen, nervios y… Gracias, muy amable. * * * El retorno a su domicilio cristianiza las calles en un erial y su ánimo en un cementerio. —¿Mal día? —pregunta el taxista, mientras le pasa un pañuelo—. Quédeselo. Guardo una colección con los que la gente se olvida. Mi mujer los lava, los plancha y los deja como nuevos. Lo que hago es volver a ponerlos en circulación. La gente llora mucho en los taxis. —Es mi cumpleaños —atina a reconocer.

—¡Oh, no! Nadie debería llorar en una fecha así, salvo de alegría. Sin embargo, a ella le ha resultado el día más amargo del año. Más incluso que ese otro en que murió su madre y el pasado devino en un mero álbum de fotos. Y el concepto de familia quedó reducido desde entonces a un par de apellidos sin más representación que la suya. * * * Las siguientes mañanas las ha dedicado a despachar medicamentos. Y las madrugadas a rumiar recuerdos. El jueves 19 ha sonado el teléfono al poco de entrar en la casa. Su corazón lo ha descolgado dando brincos. Se figura a Damián al otro lado y se dice que debe perdonarle el olvido de su cumpleaños, su ausencia sin explicaciones. Mientras abraza el auricular se deshace de amor. —¿Lucía? ¿Eres tú, querida? —preguntan entre interferencias. La desilusión le ha enronquecido la voz, siendo incapaz de proyectarla más arriba de su faringe. —No. Ella no está. Soy su hija. Qué estupidez maquillar lo inevitable. Por qué diantres se le hace tan difícil contestar que Lucía, su madre, ha muerto. La mujer del otro lado es Eunice, una tía política, que tiene a bien llamar dos veces al año: por Todos los Santos y antes de Navidad. Siempre la atendía su madre, pero al no dar con nadie la última vez desistió. Así se lo aclara algo desconcertada. Desde que ingresó en la universidad, se cortó el pelo, renovó su vestuario en Sederías Carretas y tomó su primer tranvía en solitario, era extraño que se pusiera cuando ella telefoneaba, pues no entendía un formalismo que la obligara a saludar a una señora a la que no había visto jamás; por tanto, está a punto de inventariar su dolor a una desconocida. A una fotografía desleída. Una vez informada, Eunice muestra tanta conmoción que parece sincera. —Querida niña, solo quedamos tú y yo —asegura al despedirse—. La Constante es tu casa.

Nunca lo olvides, aquí está lo que queda de tu familia dispuesta a darte un abrazo. Le ha emocionado el afecto de alguien a quien no conoce en persona y, tras colgar, el nudo de la garganta le ha brotado por los ojos. * * * Durante la ajetreada mañana del viernes 20 de diciembre truena el teléfono en la farmacia. —Hola, ¿qué tal te encuentras? —inquiere Damián al descolgar. La afluencia de clientes no le permite responder como quisiera. —Tengo el local lleno, ahora no puedo… —Tranquila, no pretendía molestarte. Hablaremos en otro momento. —¡Noooo! —gruñe ella, comprobando la elasticidad del cable mientras se esconde en la rebotica—. ¿Qué sucede? ¿Qué te pasa? —Nada, solo pretendía felicitarte las Pascuas. —¡¿Cómo?! —exclama incrédula—. Tenemos que vernos. Tras un fatigoso tira y afloja, quedan citados a las cinco de la tarde del domingo. Ni siquiera se ha ofrecido a recogerla y ha preferido encontrarse en un lugar público: «Junto al merendero del puente de los Franceses». Ella ha aceptado sin rebatir. Hasta entonces procede escribir las razones que habrá de sostener cuando le vea. De ese modo inicia una carta donde resume lo que ha venido sintiendo estos meses, pero al darse cuenta de que el día 22 se cumple el aniversario de su primer beso, la hará añicos. Al final condensará su mensaje en pocas líneas. Lo hará dos veces en el acostumbrado papel azul y guardará en el bolsillo del abrigo estas copias por temor a extraviar lo que tantísimo le ha costado redactar. El destino que le acecha es incierto. ¿Qué ha sucedido para que ese ideal de amor se esfume? Si fuese cierto que la costumbre termina por fulminarlo, a ellos ni siquiera les ha dado tiempo a la costumbre. * * * No es ella desde que volvió de su encuentro con Damián. Puede que nunca vuelva a serlo. Ahora su afán se centra en identificar algún anclaje que le ayude a fortalecerse y exterminar así sus demonios. Sostén, ayuda. Un estímulo.

Un tronco donde agarrarse en mitad de ese mar que la acorrala y lo fagocita todo. Y solo distingue la invitación de Eunice a La Constante. Poco importa que se tratara de un gesto de cortesía, porque se aferra a su ofrecimiento como náufrago a salvavidas. De esta forma proyecta un viaje que posee la improvisación de cualquier marcha apresurada: unas maletas que rebosan con lo que no sabe si necesitará, las cortinas echadas, las persianas bajadas sin dejar tregua al sol. Papeles caducos en la basura. Un cartel de «Cerrado por motivos personales» en la puerta de la farmacia el mismo día de su decisión. El cierre asegurado con candados, antes de dirigirse a la estación la última tarde. Sin rastro de ella. Simplemente desaparece.

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