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Mentiras Peligrosas – Becca Fitzpatrick

La vida de Stella Gordon es una mentira. En tanto que testigo principal en el juicio contra de un traficante de drogas, Stella está en el programa de protección de testigos y tiene que vivir en el pequeño pueblo de Thunder Basin, Nebraska, cuyos habitantes no deben saber, jamás, quién es en realidad. Ni siquiera Chet Falconer, el chico que hace que desee revelar su verdadera identidad. Stella sabe que si dice la verdad solo traerá violencia a ese lugar seguro. Pero a pesar de lo mucho que intenta mantenerse oculta, el peligro está cercano. Los asesinos siempre intentan deshacerse de los testigos, y Stella ha cometido un error que podría convertirse en la pista crucial para encontrarla.


 

Unos airados golpes sacudieron la puerta de la habitación del motel. Permanecí absolutamente quieta sobre el colchón, mi piel caliente, húmeda y pegajosa. A mi lado, Reed atrajo mi cuerpo hacia el suyo. Se acabaron los diez minutos, pensé. Intenté no llorar al posar la cabeza en el cálido hueco del cuello de Reed. Mi mente absorbía hasta el último detalle, atesorando el momento con mimo para poder revivirlo durante mucho, mucho tiempo, después de que me llevaran. Sentí el loco impulso de huir con él. A un lado del motel había un callejón, visible desde la habitación donde me tenían encerrada. Detalles como dónde íbamos a escondernos y cómo íbamos a evitar acabar en el fondo del río Delaware con bloques de cemento atados a los pies me impidieron ceder a ese impulso. Los golpes se hicieron más fuertes. Acercando su cabeza a la mía, Reed respiró profundamente. También él intentaba recordarme. —Seguramente habrá micrófonos en la habitación. —Hablaba tan bajo que estuve a punto de confundir sus palabras con un suspiro—. ¿Te han dicho adónde te llevan? Meneé la cabeza de un lado a otro, y en su rostro, cubierto de cortes y con los pómulos hinchados, expresó desaliento. —Ya, a mí tampoco. Se colocó de rodillas con cautela, ya que también tenía el cuerpo magullado, y buscó a lo largo del cabecero de la cama. Abrió el cajón de la mesita de noche y volvió las hojas de la Biblia. Miró debajo del colchón.


Nada. Pero sin duda habían puesto micrófonos en la habitación. No confiaban en que no habláramos de aquella noche, aunque mi testimonio era lo último en lo que estaba pensando. Después de todo lo que había aceptado hacer por ellos, no podían darme siquiera diez minutos, diez minutos en privado con mi novio antes de que nos separaran. —¿Estás enfadado conmigo? —susurré sin poderlo evitar. Estaba metido en aquel lío por mi culpa, por culpa de mi madre. Eran sus problemas los que habían acabado por arruinar su vida y su futuro. ¿Cómo no iba a estar molesto conmigo, aunque solo fuera un poco? Su vacilación hizo que sintiera una ira profunda e infinita hacia mi madre. —No —dijo él entonces. En voz baja, pero con firmeza—. No digas eso. No ha cambiado nada. Estaremos juntos. No será ahora, pero sí pronto. Sentí un alivio inmediato y claro. No debería haber dudado de él. Reed era el hombre de mi vida. Me amaba y me había demostrado una vez más que podía contar con él. Se oyó una llave en la cerradura. —No olvides la cuenta de Phillies —susurró Reed con apremio. Lo miré a los ojos. En los segundos que siguieron, mantuvimos una conversación sin palabras. Con una leve inclinación de cabeza le dije que le comprendía. Después lo abracé con tanta fuerza que oí cómo se quedaba sin respiración. Lo solté justo cuando el alguacil Price abrió la puerta de un empujón.

A su espalda, dos berlinas Buick de color negro aguardaban en el aparcamiento con el motor en marcha. Nos lanzó una mirada. —Hora de largarse. Un segundo marshal, al que no reconocí, condujo a Reed al exterior. Reed echó la vista atrás y me sostuvo la mirada. Intentó sonreír, pero solo un lado de la boca se volvió hacia arriba. Estaba nervioso. Empezó a latirme con fuerza el corazón. Era el momento. La última oportunidad para escapar. —¡Reed! —grité, pero él ya estaba dentro del coche. No se le veía la cara tras el cristal ahumado. El coche abandonó el aparcamiento con un viraje y aceleró. Diez segundos más tarde lo había perdido de vista. Fue entonces cuando el corazón se me desbocó del todo. Estaba ocurriendo de verdad. Apreté con fuerza el asa de la maleta entre los dedos. No estaba lista. No podía abandonar el único lugar que conocía. Abandonar a mis amigos, mi casa, mi escuela… y a Reed. —El primer paso es siempre el más duro —dijo el alguacil Price, conduciéndome al exterior por el codo—. Mírelo de esta forma. Podrá iniciar una nueva vida, reinventarse a sí misma. No piense ahora en el juicio. Faltan meses para que tenga que ver a Danny Balando, puede que años.

Sus abogados no harán más que entorpecer el caso. He visto a abogados defensores retrasar juicios con excusas tan dispares como haber perdido la tarjeta para peajes, o un atasco en la autopista Schuylkill. —¿Retrasar? —Los retrasos llevan a la exculpación. Por norma general. Pero esta vez no. Con su testimonio, Danny Balando acabará en prisión. —Me apretó el hombro con convicción—. El jurado la creerá. Balando se enfrenta a la perpetua sin posibilidad de libertad condicional, y es lo que recibirá. —¿Permanecerá en prisión durante el juicio? —pregunté con inquietud. —Encarcelado sin fianza. No podrá hacerle nada. Escondida en un lugar seguro durante las últimas setenta y dos horas mientras esperaba a que procesaran al camello de mi madre por un cargo de asesinato en primer grado y múltiples cargos por posesión y tráfico de drogas, me había sentido como una prisionera. Durante los últimos tres días, un par de alguaciles de los US Marshals me habían estado protegiendo en todo momento. Dos por la mañana, otros dos durante el día, y un par más para el turno de noche. No se me permitía hacer ni recibir llamadas telefónicas. Me habían confiscado todos los aparatos electrónicos. Me habían proporcionado un vestuario compuesto de prendas disparejas que uno de los alguaciles había recogido del armario de mi casa. Y ahora, como testigo principal en un caso federal pendiente de juicio, dado que Danny Balando se había declarado inocente de los cargos, estaba a punto de ser trasladada a mi cárcel definitiva. Paradero desconocido. —¿Adónde me llevan? —pregunté. Price carraspeó. —Thunder Basin, Nebraska. —Había un levísimo matiz de disculpa en su tono, que me indicó todo lo que necesitaba saber. Era un acuerdo de mierda.

Yo les estaba ayudando a poner entre rejas a un peligroso criminal y, a cambio, ellos me desterraban de la civilización. —¿Y a Reed? —Ya sabe que no puedo decírselo. —Es mi novio. —Así es como mantenemos a salvo a los testigos. Ya sé que no resulta fácil para usted, pero estamos haciendo nuestro trabajo. Le hemos conseguido los diez minutos que pidió, saltándonos un montón de normas. Lo último que quiere un juez es que uno influya en el testimonio del otro. Me obligaban a separarme de mi novio, ¿y esperaban que les diera las gracias? —¿Y qué hay de mi madre? —Directa, sin emoción. Price llevó rodando mi maleta hacia la parte posterior del Buick, evitando deliberadamente mi mirada. —Enviada a rehabilitación. No puedo decirle adónde, pero si se esfuerza, estará lista para reunirse con usted a finales del verano. —Los dos sabemos que no es eso lo que quiero, así que dejemos este juego. Price se mostró sensato y lo dejó correr. Aún no había amanecido y ya estaba acalorada y sudada a pesar de los pantalones cortos y la camiseta sin mangas. Me pregunté cómo podía ir cómodo Price con tejanos y camisa de manga larga. No miré el arma que llevaba al hombro, en la pistolera, pero notaba su presencia. Me recordaba que el peligro no había pasado. No estaba segura de que llegara a pasar algún día. Danny Balando no dejaría de buscarme. Estaba en la cárcel, pero el resto de su cártel de drogas campaba por sus respetos. Podía pagar a cualquiera de ellos para que cumpliera sus órdenes. Su única esperanza radicaba en darme caza y matarme antes de que pudiera testificar. Price y yo nos metimos en el Buick y él me tendió un pasaporte con un nombre que no era el mío.—No puedes volver, Stella. Jamás.

Toqué el cristal de la ventanilla con las yemas de los dedos. Al abandonar Filadelfia en las horas que preceden al amanecer, pasamos por una panadería. Un chico con delantal barría el umbral de la entrada. Pensé que tal vez levantaría la vista y haría una pausa para observarme hasta que me perdiera de vista, pero no interrumpió su trabajo. Nadie sabía que me iba. De eso se trataba. Las calles estaban desiertas y de un negro reluciente a causa de la lluvia recién caída. Oía el chapoteo del agua bajo los neumáticos, intentando no perder por completo la compostura. Aquel era mi hogar. Era el único sitio que conocía. Dejarlo atrás me hacía sentir como si renunciara a algo tan vital como el aire. De pronto me pregunté si sería capaz de seguir adelante con todo aquello. —No me llamo Stella —dije al fin. —Normalmente dejamos que los testigos mantengan el nombre de pila, pero el suyo es poco corriente —explicó Price—. Es una precaución extra. El nombre nuevo suena parecido al antiguo, y eso debería ayudarla a adaptarse. Stella Gordon. Stell-a, Stell-a, Stell-a. Repetí el nuevo nombre mentalmente hasta que las sílabas encajaron. Detestaba ese nombre. El Buick aceleró al incorporarse a la interestatal. Pronto vi señales indicando el aeropuerto, y en ese momento, un fuerte dolor me atenazó el pecho. Mi avión despegaba al cabo de cuatro horas. Me costaba respirar, el aire se negaba a entrar, se metía a empujones como algo sólido. Me sequé las palmas de las manos en los muslos.

Aquello no parecía un nuevo inicio. Alargué el cuello para no perder de vista las luces de Filadelfia, o Philly, como decimos los nativos. A medida que el coche las dejaba atrás, sentía que mi vida estaba llegando a su fin. 2 El sol iluminaba las llanuras de Nebraska, atravesando un banco de nubes en el horizonte con sus intensos rayos rosáceos y dorados. Era casi el ocaso y el terreno se extendía en una interminable sucesión de maizales, salpicado tan solo por la elevada silueta de algún molino de viento o silo de grano. Atrás habían quedado los esbeltos rascacielos de luces brillantes, las históricas fachadas de ladrillo de los comercios de la Main Line, empapeladas de llamativos anuncios, y los exuberantes y cuidados jardines y las carreteras sinuosas de los barrios residenciales. Nada de ajetreo de personas apresurándose por llegar al metro para ir al centro de la ciudad, nada de bocinas de coches lanzando entrecortadas ráfagas cacofónicas al hacerse más denso el tráfico. El alguacil Price y yo pasamos junto al ganado que pastaba a ambos lados de la desierta autopista espantando moscas con el rabo. Algunas alzaron la voluminosa cabeza triangular para mirar con curiosidad en nuestra dirección, haciendo que me preguntara cuándo habrían visto un coche por última vez. Bajé un poquito la ventanilla. El aire que entraba silbando olía a vegetación y a algo vivo y extraño. Tres chicos descamisados, flacos como alambres, caminaban descalzos junto a la autopista con cañas de pescar apoyadas en los hombros tostados por el sol. Me parecía oír la voz de mi mejor amiga, Tory Bell. Te han enviado a la tierra de Los chicos del maíz. Peores que los traficantes de drogas italianos. Aquí no vas a durar ni veinticuatro horas. —Las clases han terminado ya —dijo Price—. Todo el verano para hacer lo que le venga en gana. Ha tenido suerte. —Qué suerte —dije. —Aquí estará a salvo. Esperó a que yo respondiera, pero ambos sabíamos que no estaba a salvo. Todas las mañanas me despertaría preguntándome si sería el día en que me encontraría Danny. —Vivirá con Carmina Songster. Policía retirada.

Muy competente. Sabe la verdad sobre usted y le servirá de tapadera. —¿Y si no me cae bien? —Carmina le cae bien a todo el mundo. La llaman Gran. Todo el mundo la llama Gran. —¿Y me va a proteger? Price volvió la cabeza para mirarme desde detrás de las Ray Ban. —Un consejo de amigo. Cómo le vaya este verano dependerá de usted. Demonios, podría ser incluso mejor que tolerable. Sé que está enfadada con su madre… —No la meta en esto —dije, poniéndome tensa. —Carmina puede llamarla cuando esté usted preparada. Tiene el número de la clínica. Lo fulminé con una mirada glacial y llena de significado. —He dicho que no quiero hablar de ella. —Tiene derecho a sentirse traicionada y dolida, pero su madre va a mejorar. De verdad lo creo. No se dé por vencida. Ahora la necesita a usted más que nunca. —¿Y cuando yo la necesitaba a ella qué? —le espeté—. Hace tiempo que dejé de contener el aliento esperando a que mejorara. Ella es la responsable de que yo esté aquí, en lugar de estar en casa con mis amigos en un mundo en que todo tiene sentido. —Me quedé sin aliento. Price guardó silencio unos minutos antes de contestar. —Después de presentarle a Carmina, tengo que regresar, pero ella sabe cómo ponerse en contacto conmigo. Llámeme siempre que quiera.

—Ella no es de mi familia. Usted no es de mi familia. Así que dejemos esto también. Se quedó muy callado y comprendí que mi comentario le había dolido. Estaba poniendo su vida en peligro para protegerme, lo menos que podía hacer yo era demostrarle algo de gratitud. Pero lo que había dicho era cierto. Para él yo era un trabajo. No éramos familia, yo no tenía familia. Tenía un padre al que no veía nunca y que había rechazado la oferta del fiscal para entrar en el programa de protección de testigos conmigo. No podía volver a ponerme en contacto con él nunca más. Y tenía una madre en rehabilitación, a la que esperaba no volver a ver jamás. La familia implicaba amor, compromiso, un sentimiento de solidaridad. Cuando menos implicaba vivir juntos. Recorrimos el resto del trayecto en silencio. Me desentendí de Price para contemplar el sol que se fundía bajo el horizonte. No imaginaba que él solo pudiera ocupar tanto espacio. Allí fuera, sin edificios ni bosques ni colinas que lo ocultaran de la vista, el sol no era una simple esfera; parecía expandirse como tembloroso oro líquido, como un grueso brochazo de pintura sobre la línea del horizonte. Había oscurecido ya cuando Price tomó un desvío para enfilar una carretera rural. Nubes de polvo cubrieron las ventanillas. Los baches sacudían el coche y yo iba dando botes en el asiento. Altos y retorcidos álamos flanqueaban la carretera, y por un instante me pregunté cómo sería trepar por sus gruesas e inclinadas ramas hasta llegar a lo alto de la copa. De niña, soñaba con tener mi propia casita en un árbol con un neumático por columpio. Pero ahora ya era demasiado mayor para desear esas cosas. Vislumbré apenas la silueta de una casa de dos plantas. Tenía la extensión de césped más grande que había visto, y álamos que se elevaban por encima del tejado.

El césped daba paso a campos abiertos y más allá no se veía nada más que un cielo de color zafiro salpicado de estrellas. Aquella inmensidad resultaba casi abrumadora. Me sentía completamente sola. Había viajado hasta los confines del mundo; no había nada más allá de aquel lugar. Si daba unos cuantos pasos más, caería tal vez por el borde de la Tierra. Nerviosa por esta idea, abrí de nuevo una rendija de la ventanilla para respirar aire fresco, pero la brisa era húmeda y pegajosa. Los insectos nocturnos zumbaban con un suave y monótono ritmo. Era una calma inquietante y vacía como ninguna otra que hubiera experimentado. De repente añoré los sonidos que me eran familiares. Jamás me acostumbraría a aquel lugar. Price aminoró la velocidad al llegar al buzón, comprobando el número con el documento que sostenía en la mano. Tras confirmar que era la casa correcta, enfiló el sendero de entrada de una imponente casa de tablillas blancas. La casa tenía porche tanto en la planta baja como en la primera planta, con dos barandillas blancas que recorrían la fachada en toda su longitud. Una enorme bandera americana colgaba de la segunda, ondeando suavemente bajo la brisa. Varias banderas más pequeñas clavadas en el césped trazaban un camino desde los escalones del porche hasta el sendero de entrada que discurría a lo largo de la casa. Al final del sendero, montones de vistosas flores crecían en toneles de whisky. —Hemos llegado —dijo Price, apagando el motor. Accionó la apertura del maletero, donde aguardaba mi maleta. Sabía que tenía que bajarme del coche, pero mis piernas se negaban a moverse. Miraba la casa fijamente, incapaz de imaginarme allí dentro. Pensé en mi verdadera casa. El año anterior, como regalo de cumpleaños (o más bien para disculparse por no haberme inscrito en la autoescuela porque estaba demasiado ocupada colocándose, y casualmente el momento había coincidido en el tiempo), mi madre había contratado a un decorador para que me cambiara la habitación. Yo lo había elegido todo. Estanterías pintadas de blanco, una araña de luces de estilo vintage, paredes de color azul Tiffany, y un escritorio victoriano de caoba que habíamos comprado en nuestro último viaje a Nueva York. Mi diario seguía guardado bajo llave en el cajón superior.

Mi vida estaba allí. Todo estaba allí. Cuando salíamos del coche, una mujer se levantó del columpio del porche y descendió los peldaños. Los tacones de sus rojas botas camperas sonaron con fuerza sobre la madera envejecida. —Ha encontrado el sitio —dijo. Llevaba tejanos entremetidos en las botas y una camisa de tela vaquera con unos cuantos botones abiertos en el escote. Los cabellos plateados le llegaban justo hasta los hombros. Nos examinó con penetrantes ojos azules—. Estaba disfrutando de un vaso de limonada escuchando a las cigarras. ¿Le apetece beber algo? —Es una oferta que no puedo rechazar —replicó Price—. ¿Stella? Miré a uno y a otro. Ellos me observaron con sonrisas contenidas. Sentí que empezaba a darme vueltas la cabeza y parpadeé unas cuantas veces, intentando enderezar el mundo. Las botas rojas de la mujer empezaron a dar vueltas como un caleidoscopio y comprendí que había perdido la batalla. De repente me encontraba de vuelta en Philly, con un hombre desangrándose en el suelo de nuestra biblioteca y la pared del fondo salpicada de tejido humano. Sentí el peso de la cabeza de mi madre en mi regazo y unos sollozos extraños, histéricos brotándome de la garganta. Oí sirenas de policía en la calle y la sangre que me zumbaba en los oídos. —¿Quizá prefieres que te acompañe a tu habitación, Stella? —dijo la mujer, sacándome de mis recuerdos. Sentí que me tambaleaba y Price me sujetó por el codo. —Llevémosla adentro. Ha sido un viaje largo. Una noche de descanso hará maravillas. —No —dije, recobrándome lo suficiente para desasirme de él. —Stella… —¿Qué quiere de mí? —le espeté, encarándome con él—. ¿Quiere que beba limonada y me comporte como si todo esto fuera normal? No quiero estar aquí.

Yo no he pedido esto. Todo lo que conozco ha desaparecido. ¡Nunca… nunca se lo perdonaré! —barboté las palabras antes de que me diera cuenta. Tenía el cuerpo tenso y sudoroso. Me froté los ojos, negándome a llorar. Al menos hasta que estuviera sola y pudiera correr el riesgo de desmoronarme. Me clavé las uñas con fuerza en la palma de la mano para arrancar el dolor de mi corazón y concentrarlo en un lugar más soportable. Antes de llevar mi equipaje hasta la casa, vi a la mujer, Carmina, apretando los labios, y a Price dedicándole una mueca de disculpa como diciéndole que el comportamiento adolescente era impredecible. Me daba igual lo que pensaran. Si creían que estaba siendo egoísta y difícil, seguramente tenían razón. Y si convertía aquel verano en un infierno para Carmina, tal vez me dejaría marcharme antes para vivir por mi cuenta. No era la peor idea que había tenido. Price subió rápidamente los peldaños del porche y sujetó la puerta con malla metálica para dejarme pasar. —Quizá será mejor posponer la visita a la casa hasta mañana. Puede que lo que necesite ahora sea dormir —dijo Carmina. —No puedo ser el único que está agotado —convino Price de inmediato. Yo no estaba cansada, pero tenía tantas ganas de encerrarme tras una puerta como ellos, así que no discutí. Me daba igual que me hiciera parecer obediente. Carmina tardaría muy poco en darse cuenta de que, por mucho que el Departamento de Justicia me hubiera dado una nueva vida y una tapadera, yo no iba a fingir que estaba de acuerdo con todo aquello. El interior de la casa olía a agua de rosas. El bonito papel estampado en flores de las paredes se iba despegando, y en la sala de estar vislumbré unos sofás de raída pana azul. Sobre la chimenea colgaba la cabeza de una especie de ciervo con astas. Jamás había visto nada tan rústico y hortera. Carmina encabezó la marcha por la gastada escalera. En la pared había agujeros de clavos, pero los retratos se habían quitado.

Por primera vez sentí curiosidad sobre Carmina. Quién era. Por qué vivía sola. Si antes tenía familia y qué había pasado con ella. Pero deseché las preguntas al instante. Aquella mujer no significaba nada para mí. Era una sustituta de mi madre proporcionada por el gobierno hasta que yo cumpliera los dieciocho años a finales de agosto y legalmente pudiera vivir por mi cuenta. Al final de la escalera, Carmina abrió una puerta. —Dormirás aquí. Hay toallas limpias en la cómoda y lo básico para el aseo personal en el cuarto de baño de al lado. Mañana podemos pasar por la tienda y comprar lo que haga falta. El desayuno es a las siete en punto. ¿Alguna restricción en la dieta que deba conocer? ¿No serás alérgica a los cacahuetes, no? —No. —Pues hasta mañana entonces —dijo ella, asintiendo complacida—. Que duermas bien. Carmina cerró la puerta y yo me senté en el borde de la cama individual. Los muelles emitieron un chirrido discordante. La ventana estaba abierta y entraba una brisa cálida y húmeda. Me pregunté por qué Carmina no ponía el aire acondicionado. No pensaría dejar las ventanas abiertas todas las noches, ¿no? ¿Eso era seguro? Cerré la ventana, eché el pestillo y corrí las cortinas de algodón azul de un tirón, pero inmediatamente el aire caliente se hizo sofocante. Me levanté el pelo para abanicarme el cuello. Luego me quité la ropa y me dejé caer de nuevo en la cama. La habitación era pequeña, con las dimensiones justas para dar cabida a la cama y la cómoda de roble. El techo a dos aguas hacía que las paredes parecieran cernirse aún más sobre mí. Seguí con la mirada el rastro de rectángulos azules en el techo deslucido donde los pósters, ahora desaparecidos, habían conservado el color original de la pintura.

Pintura azul, cortinas azules, sábanas azules. Y un polvoriento guante de béisbol en el estante superior del armario abierto. Allí debía de haber vivido un chico. ¿Adónde se habría ido? A algún lugar muy lejano, sin duda. En cuanto yo cumpliera los dieciocho también me iría lejos de aquel lugar. Metí la mano en el bolsillo delantero de mi maleta y saqué un puñado de cartas. Contrabando. Se suponía que no debía llevar conmigo nada de mi antigua vida, nada que constituyera una prueba de que procedía de Filadelfia, y sentí la emoción de aquella pequeña rebeldía, aunque fuera accidental. Llamadme sentimental, pero últimamente llevaba conmigo las cartas de Reed a todas partes. Cuanto más inestable se iba volviendo mi vida familiar, más consuelo encontraba en ellas. Cuando me sentía sola, me recordaban que tenía a Reed. Él me quería. Él me apoyaba. Hasta hacía tres noches, tenía las cartas guardadas en el bolso. Las había pasado a la maleta para evitar que las descubrieran. Algunas eran recientes, pero otras se remontaban a dos años atrás, cuando Reed y yo habíamos empezado a salir juntos. Prometiéndome a mí misma racionarlas, agarré una de las primeras y devolví el resto a su escondite. ESTELLA, NO SÉ SI ALGUIEN TE HABRÁ DEJADO ALGUNAVEZ UNANOTADEBAJO DEL LIMPIAPARABRISAS, PERO ME HAPARECIDO QUE SERÍADE LACLASE DE COSAS QUE TE PARECERÍAROMÁNTICA. ¿RECUERDAS AQUELLA NOCHE EN EL TREN, CUANDO NOS CONOCIMOS? NO TE LO HE DICHO NUNCA, PERO TE HICE UNAFOTO AESCONDIDAS. FUE ANTES DE QUE TE DEJARAS EL MÓVIL EN EL ASIENTO YYO FUI TRAS DE TI PARADÁRTELO (TODO UN HÉROE QUE SOY). BUENO, EL CASO ES QUE FINGÍAMANDAR MENSAJES PARAQUE NO TE DIERAS CUENTADE QUE TE HACÍAUNAFOTO. AÚN LA TENGO EN EL MÓVIL. TE QUIERO. AHORA HAZME EL FAVOR DE DESTRUIR ESTO PARA QUE PUEDA CONSERVAR LA DIGNIDAD INTACTA. XREED Apreté la carta contra mi pecho y noté que se relajaba mi respiración.

Por favor, que pueda volver pronto a verlo, rogué en silencio. No sabía cuánto tiempo me servirían las cartas para seguir adelante. Pero la carta de aquella noche había cumplido con su cometido; la sensación de soledad abandonó mi cuerpo, dejándome con un profundo agotamiento físico. Me tumbé de lado esperando dormirme enseguida. En cambio, cada vez era más consciente de la silenciosa quietud. Era un sonido vacío, esperando a ser llenado. Mi imaginación no perdió el tiempo inventando explicaciones para los leves crujidos de las paredes, que se encogían al disiparse el calor diurno. No podía borrar de mi mente la imagen de los negros ojos de Danny Balando cuando acabé sumiéndome en un intranquilo sueño.

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