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Mentiras de la Historia… De uso Común – César Vidal

«Las mentiras históricas nunca han sido inocentes». Con este libro del que en poco tiempo se han vendido varias ediciones, César Vidal quiere desenmascarar esas mentiras que no resisten el menor análisis histórico riguroso, pero que gozan de amplio predicamento precisamente porque se han difundido de manera asfixiante con fines propagandísticos. Expone a la luz de la verdad las tergiversaciones que han sufrido una veintena de sucesos clave para la historia del hombre —desde el cristianismo hasta nuestra guerra civil—, y nos acerca a la Historia auténtica, la que desbarata los mitos.


 

L AS referencias históricas sobre Jesús son relativamente abundantes. Aparte de los cuatro Evangelios canónicos —Mateo, Marcos, Lucas y Juan—, el Nuevo Testamento contiene otros veintitrés libros en los que se recogen datos sobre la vida y la enseñanza de Jesús. A estas fuentes se añaden distintos escritos apócrifos de valor desigual y referencias patrísticas que pueden situarse todavía en el siglo I. Sin embargo, precisamente por los orígenes de esas fuentes — cristianos y heréticos— resulta de interés preguntarse si hay otras más, históricas, que mencionen a Jesús y, sobre todo, si éstas son distintas de las cristianas. La respuesta es rotundamente afirmativa. Las primeras referencias a Jesús fuera del marco cultural y espiritual del cristianismo las encontramos en fuentes clásicas. A pesar de ser limitadas, tienen una importancia considerable porque surgen de un contexto cultural previo al Occidente cristiano y porque —de manera un tanto injustificada— son ocasionalmente las únicas extrabíblicas conocidas incluso por personas que se presentan un tanto alegremente como especialistas en la Historia del cristianismo primitivo. La primera de esas referencias la hallamos en Tácito. Nacido hacia el 56-57 d.C., Tácito desempeñó los cargos de pretor (88 d.C.) y cónsul (97 d.C.), aunque su importancia radica fundamentalmente en haber sido el autor de dos de las grandes obras históricas de la Antigüedad clásica: los Anales y las Historias. Fallecido posiblemente durante el reinado de Adriano (117-138 d.C.), sus referencias históricas son muy cercanas cronológicamente en buen número de casos. Tácito menciona de manera concreta el cristianismo en Anale. XV, 44, una obra escrita hacia el 115-117. El texto señala que los cristianos eran originarios de Judea, que su fundador había sido un tal Cristo —resulta más dudoso saber si Tácito consideró la mencionada palabra como título o como nombre propio— ejecutado por Pilato y que durante el principado de Nerón sus seguidores ya estaban afincados en Roma, donde no eran precisamente populares. La segunda mención de Jesús en las fuentes clásicas la encontramos en Suetonio.


Aún joven durante el reinado de Domiciano (81-96 d.C.), Suetonio ejerció la función de tribuno durante el de Trajano (98-117 d.C.) y la de secretario ab epistulis en el de Adriano (117-138), cargo del que fue cesado por su mala conducta. En su Vida de los doce asares (Claudio XXV), Suetonio menciona una medida del emperador Claudio encaminada a expulsar de Roma a unos judíos que ocasionaban tumultos a causa de un tal « Cresto» . Los datos coinciden con lo consignado en algunas fuentes cristianas que se refieren a una temprana presencia de cristianos en Roma y al hecho de que en un porcentaje muy elevado eran judíos en aquellos primeros años. Por añadidura, el pasaje parece concordar con lo relatado en Hechos 18, 2 y podría referirse a una expulsión que, según Orosio (VII, 6, 15), tuvo lugar en el noveno año del reinado de Claudio (49 d.C.). En cualquier caso, no pudo ser posterior al año 52. Una tercera referencia en la Historia clásica la hallamos en Plinio el Joven (61-114 d.C.). Gobernador de Bitinia bajo Trajano, Plinio menciona a los cristianos en el décimo libro de sus Carta. (X, 96, 97). Por él sabemos que consideraban Dios a Cristo y que se dirigían a él con himnos y oraciones. Gente pacífica, pese a los maltratos recibidos en ocasiones por parte de las autoridades romanas, no dejaron de contar con abandonos en sus filas. A mitad de camino entre el mundo clásico y el judío nos encontramos con la figura de Flavio Josefo. Nacido en Jerusalén el año primero del reinado de Calígula (37-38 d. C.), y perteneciente a una distinguida familia sacerdotal cuyos antepasados —según la información que nos suministra Josefo— se remontaban hasta el periodo de Juan Hircano, este historiador fue protagonista destacado de la revuelta judía contra Roma que se inició en el año 66 d.C. Fue autor, entre otras obras, de La guerra de los judíos y las Antigüedades de los judíos. En ambas obras encontramos referencias relacionadas con Jesús.

La primera se halla en Ant. XVIII, 63, 64, y su texto en la versión griega es como sigue: « Vivió por esa época Jesús, un hombre sabio, si es que se le puede llamar hombre. Porque fue hacedor de hechos portentosos, maestro de hombres que aceptan con gusto la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos de origen griego. Era el Mesías. Cuando Pilato, tras escuchar la acusación que contra él formularon los principales de entre nosotros lo condenó a ser crucificado, aquellos que lo habían amado al principio no dejaron de hacerlo. Porque al tercer día se les manifestó vivo de nuevo, habiendo profetizado los divinos profetas estas y otras maravillas acerca de él. Y hasta el día de hoy no ha desaparecido la tribu de los cristianos» . (Ant. XVIII, 63-64). El segundo texto en Antigüedade. XX, 200-203 afirma: « El joven Anano… pertenecía a la escuela de los saduceos que son, como ya he explicado, ciertamente los más desprovistos de piedad de entre los judíos a la hora de aplicar justicia. Poseído de un carácter así, Anano consideró que tenía una oportunidad favorable porque Festo había muerto y Albino se encontraba aún de camino. De manera que convenció a los jueces del Sanhedrín y condujo ante ellos a uno llamado Santiago, hermano de Jesús el llamado Mesías y a algunos otros. Los acusó de haber transgredido la Ley y ordenó que fueran lapidados. Los habitantes de la ciudad que eran considerados de may or moderación y que eran estrictos en la observancia de la Ley se ofendieron por aquello. Por lo tanto enviaron un mensaje secreto al rey Agripa, dado que Anano no se había comportado correctamente en su primera actuación, instándole a que le ordenara desistir de similares acciones ulteriores. Algunos de ellos incluso fueron a ver a Albino, que venía de Alejandría, y le informaron de que Anano no tenía autoridad para convocar el Sanhedrín sin su consentimiento. Convencido por estas palabras, Albino, lleno de ira, escribió a Anano amenazándolo con vengarse de él. El rey Agripa, a causa de la acción de Anano, lo depuso del Sumo sacerdocio que había ostentado durante tres meses y lo reemplazó por Jesús, el hijo de Damneo» . Ninguno de los dos pasajes de las Antigüedades relativos al objeto de nuestro estudio es considerado de manera absoluta como auténtico, aunque es muy común aceptar la autenticidad del segundo texto y rechazar la del primero en todo o en parte. El hecho de que Josefo hablara en Ant. XX de Santiago como « hermano de Jesús llamado Mesías» —una alusión tan magra y neutral que no podría haber surgido de un interpolador cristiano— hace pensar que había hecho referencia a Jesús previamente. Esa referencia anterior acerca de Jesús sería la de Ant. XVIII 3, 3.

La autenticidad de este pasaje no fue cuestionada prácticamente hasta el siglo XIX ya que, sin excepción, todos los manuscritos que nos han llegado lo contienen. Tanto la limitación de Jesús a una mera condición humana como la ausencia de otros apelativos hace prácticamente imposible que su origen sea el de un interpolador cristiano. Además, la expresión tiene paralelismos en el mismo Josefo (Ant. XVIII, 2, 7; X, 11, 2). Seguramente también es auténtico el relato de la muerte de Jesús, en el que se menciona la responsabilidad de los saduceos en la misma y se descarga de culpa a Pilato, algo que ningún evangelista (no digamos cristianos posteriores) estaría dispuesto a afirmar de forma tan tajante, pero que sería lógico en un fariseo como Josefo y más si no simpatizaba con los cristianos y se sentía inclinado a presentarlos bajo una luz desfavorable ante un público romano. Otros aspectos del texto apuntan asimismo a un origen josefino: la referencia a los saduceos como « los primeros entre nosotros» ; la descripción de los cristianos como « tribu» (algo no necesariamente peyorativo) (Comp. con Guerr. III, 8, 3; VII, 8, 6); etc. Resulta, por lo tanto, muy creíble que Josefo incluyera en las Antigüedades una referencia a Jesús como un « hombre sabio» , cuy a muerte, instada por los saduceos, fue ejecutada por Pilato, y cuyos seguidores seguían existiendo hasta la fecha en que él escribía. Más dudosas resultan la clara afirmación de que Jesús « era el Mesías» (Cristo) y las palabras « si es que puede llamársele hombre» , así como la mención de la resurrección de Jesús. La referencia como « maestro de gentes que aceptan la verdad con placer» posiblemente sea también auténtica en su origen, si bien en la misma podría haberse deslizado un error textual al confundir (intencionadamente o no) el copista la palabra TAAEZE con TALEZE. En resumen, podemos señalar que el retrato acerca de Jesús que Josefo reflejó originalmente pudo ser muy similar al que señalamos a continuación: « Jesús era un hombre sabio, que atrajo en pos de sí a mucha gente, si bien la misma estaba guiada más por un gusto hacia lo novedoso (o espectacular) que por una disposición profunda hacia la verdad. Se decía que era el Mesías y, presumiblemente por ello, los miembros de la clase sacerdotal decidieron acabar con él entregándolo con esta finalidad a Pilato, que lo crucificó. Pese a todo, sus seguidores, llamados cristianos a causa de las pretensiones mesiánicas de su maestro, DIJERON que se les había aparecido» . En el año 62, un hermano de Jesús, llamado Santiago, fue ejecutado por Anano, si bien, en esta ocasión, la muerte no contó con el apoyo de los ocupantes, sino que tuvo lugar aprovechando un vacío de poder romano en la región. Tampoco esta muerte habría conseguido acabar con el movimiento. Aparte de los textos mencionados, tenemos que hacer referencia a la existencia del Josefo eslavo y de la versión árabe del mismo. Esta última, recogida por un tal Agapio en el siglo X, coincide en buena medida con la lectura que de Josefo hemos realizado en las páginas anteriores; sin embargo, su autenticidad resulta problemática. Su traducción al castellano dice así: « En este tiempo existió un hombre sabio de nombre Jesús. Su conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones se convirtieron en discípulos suyos. Los que se habían convertido en sus discípulos no lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo; según esto, fue quizá el Mesías del que los profetas habían contado maravillas» . En cuanto a la versión eslava, se trata de un conjunto dé interpolaciones no sólo relativas a Jesús sino también a los primeros cristianos. Con todo, posiblemente la colección más interesante de textos relacionados con Jesús se halle en las fuentes rabínicas.

Este conjunto reviste un enorme interés porque procede de los adversarios espirituales de Jesús y del cristianismo, porque resulta especialmente negativo en su actitud hacia el personaje y, de manera muy sugestiva, porque viene a confirmar buen número de los datos suministrados acerca de él por los autores cristianos. Así, en el Talmud se afirma que Jesús realizó milagros. Ciertamente, insiste en que eran fruto de la hechicería (Sanh. 107; Sota 47b; J. Hag. II, 2), pero no los niega ni los relativiza. De la misma manera, se reconoce el seguimiento que tuvo en ciertos sectores del pueblo judío —un dato proporcionado también por Josefo — al señalar que sedujo a Israel (Sanh. 43a). Este último dato reviste una enorme relevancia porque se relaciona con la razón de la muerte de Jesús. En las últimas décadas, por razones históricas fáciles de explicar, ha existido una tendencia muy acusada a distanciar a los judíos de la ejecución de Jesús. Si con ello se pretende decir que no todos los judíos de su época tuvieron responsabilidad en su ejecución y que los actuales no deben cargar con la culpa, la meta de semejante corriente historiográfica es correcta. Si, por el contrario, lo que se desea señalar es que la condena y muerte de Jesús fue un asunto meramente romano, entonces se falta a la verdad histórica. Los Evangelios indican que en el inicio del proceso que culminaría con la crucifixión de Jesús hubo una acción de las autoridades judías que le consideraban alguien que extraviaba al pueblo. El dato es efectivamente repetido por el Talmud, que incluso atribuy e toda la responsabilidad de la ejecución en exclusiva a esas autoridades y que señala que lo colgaron —una referencia a la cruz— la víspera de Pascua (Sanh. 43a). Aún de mayor interés son los datos que nos proporcionan las fuentes rabínicas sobre la enseñanza y las pretensiones de Jesús. En armonía con distintos pasajes de los Evangelios, el Talmud nos dice que Jesús se proclamó Dios e incluso se señala que anunció que volvería por segunda vez (Yalkut Shimeoni 725). Ambas doctrinas —la de la conciencia de divinidad de Cristo y la de su Parusía— han sido atacadas desde el siglo XIX como creaciones de los primeros cristianos desprovistas de conexión con la predicación original de Jesús. Curiosamente, son los mismos adversarios rabínicos de Jesús los que confirman en estos textos las afirmaciones de los Evangelios en contra de la denominada Alta crítica. De enorme interés son también las referencias a la interpretación de la Torah que sustentaba Jesús. En las últimas décadas, en un intento por salvar la distancia entre el judaísmo y Jesús, se ha insistido en que la reinterpretación de la Torah no se debía a Jesús sino a Pablo y a los primeros cristianos. De nuevo, la suposición es desmentida por los textos rabínicos. De hecho, se le acusa específicamente de relativizar el valor de la Ley, lo que le habría convertido en un falso maestro y en acreedor a la última pena. Este enfrentamiento entre la interpretación de la Torah propia de Jesús y la de los fariseos explica, por ejemplo, que algún pasaje del Talmud llegue incluso a representarlo en el otro mundo condenado a permanecer entre excrementos en ebullición (Guit. 56b-57a).

Con todo, debe señalarse que este juicio denigratorio no es unánime y así, por ejemplo, se cita con aprecio alguna de las enseñanzas de Jesús (Av. Zar. 16b-17a; T. Julin II, 24). El Toledot Ieshu, una obra judía anticristiana, cuy a datación general es medieval, pero que podría ser de origen anterior, insiste en todos estos mismos aspectos denigratorios de la figura de Jesús, aunque no se niegan los rasgos esenciales presentados en los Evangelios sino que se interpretan bajo una luz distinta. Esta visión fue común al judaísmo hasta el siglo XIX y así, en las últimas décadas, se ha ido asistiendo junto a un mantenimiento de la opinión tradicional a una reinterpretación de Jesús como hijo legítimo del judaísmo aunque negando su mesianidad (J. Klausner), su divinidad (H. Schonfield) o aligerando los aspectos más difíciles de conciliar con el judaísmo clásico (D. Flusser). De la misma manera, los últimos tiempos han sido testigos de la aparición de multitud de movimientos que, compuestos por judíos, han optado por reconocer a Jesús como Mesías y Dios sin renunciar por ello a las prácticas habituales del judaísmo (Jews for Jesus, judíos mesiánicos, etc.). Resumiendo, pues, puede señalarse que efectivamente contamos con fuentes históricas distintas de las cristianas para conocer la vida y la enseñanza de Jesús. Todas ellas eran hostiles —a lo sumo, indiferentes— pero, de manera muy interesante, corroboran la mayoría de los datos que conocemos por el Nuevo Testamento. Su judaísmo, su pertenencia a la estirpe de David, su autoconciencia de mesianidad y divinidad, la realización de milagros, su influencia sobre cierto sector del pueblo judío, su afirmación de que vendría por segunda vez, su ejecución a instancias de algunas autoridades judías, pero a manos del gobernador romano Pilato, la afirmación de que había resucitado y la supervivencia de sus discípulos hasta el punto de alcanzar muy pronto la capital del imperio, son tan sólo algunos de los datos que nos proporcionan —no con agrado, todo hay que decirlo— las diferentes fuentes no cristianas. Es mucho más de lo que sabemos por fuentes alternativas en el caso de la mayoría de los personajes de la Antigüedad. Bibliografía La historicidad de Jesús y la investigación de las fuentes relacionadas con ella han sido objeto de distintos estudios anteriores. Una amplia bibliografía sobre ello se encuentra en César Vidal, Diccionario de Jesús y los Evangelios, Estella, 1995. Un estudio en profundidad sobre la manera en que paganos y judíos contemplaron a los primeros discípulos de Jesús en César Vidal, El judeocristianismo palestino en el s. I, Madrid, 1995. Para analizar la prehistoria de los Evangelios, debo remitir a César Vidal, El documento Q. El primer Evangelio, Barcelona, 2005. Un análisis histórico sobre la figura de Jesús en comparación con los judíos del periodo del Segundo Templo puede hallarse en César Vidal, Jesús y los manuscritos del mar Muerto, Barcelona, 2006. Por último, resulta de interés la cuestión de la relación entre el mensaje de Jesús y el de Pablo. He analizado el tema en mi libro Pablo, el judío de Tars. (Madrid 2006), una obra que ha ganado el IV Premio Algaba de biografía.

P Mentira II Arturo fue rey OCAS veces ha tenido un personaje literario una resonancia tan universal como el rey Arturo. Desde Geof rey de Monmouth a Wagner pasando por Chrétien de Troyes, los relatos sobre Arturo y sus caballeros han alimentado la imaginación de generaciones enteras de manera creciente y polimórfica. Mel Ferrer, Nigel Jerry y Sean Connery le han prestado su rostro. En mayor o menor medida, la existencia del rey Arturo es admitida actualmente por los historiadores, aunque se preocupen de matizar las circunstancias históricas. La cuestión esencial, sin embargo, es que afirmar que Arturo fue rey es una mentira histórica. L AS discusiones sobre el origen de las distintas partes, personajes y episodios de los mitos artúricos y sobre la historicidad de sus protagonistas han hecho correr ríos de tinta y en no pocas ocasiones se han caracterizado mucho más por la imaginación que por el rigor histórico. Sin embargo, por encima de las especulaciones, hoy en día no puede discutirse el hecho de que Arturo fue un personaje real. Su verdadero nombre era Artorius y, a diferencia de lo establecido en la inmensa mayoría de los relatos, no era celta sino romano. La familia de los Artorii ya tenía una dilatada tradición de permanencia en Bretaña cuando nació nuestro personaje. Su llegada a la isla tuvo lugar en torno al año 180 d.C. En esa época, un tal Lucius Artorius Castus comenzó a desempeñar el cargo de praefectus castrorum (prefecto de campamento) de la Legión VI Victrix, con base en Ebocarum, York. Sus descendientes continuaron ejerciendo tareas relacionadas con la defensa del Imperio romano frente a las incursiones bárbaras. Uno de ellos, también llamado Lucius Artorius Castus, constituye la base histórica del mito del rey Arturo. Artorius nació en Dumnonia, una población de Cornualles. Cuando tenía quince años de edad, entró en el ejército romano y en 475 se convirtió en oficial de caballería a las órdenes de Catavia, el magister militum y jefe de la base militar romana en Cadbury. Artorius cumplió sus funciones castrenses con notable competencia y al cabo de tres años llegó a ser comandante de la base romana de Dunkery Beacon. Se trataba de un enclave pequeño, pero de una notable importancia estratégica en el dispositivo de defensa frente a los bárbaros. Nuevamente, Artorius volvió a desempeñar sus ocupaciones correctamente y, en 481, Aurelio lo nombró procurator rei publicae, un empleo consistente en realizar las requisas para el ejército. Artorius no tardó en ser ascendido a magister militum. En calidad de tal, libró con éxito una serie de campañas cuya finalidad era quebrantar el creciente poder bárbaro en el sur de la isla. Nennio menciona una docena de esos choques armados que, no obstante, quedaron eclipsados por una hazaña de mayor envergadura consistente en repeler una gran invasión bárbara procedente de Irlanda. Las fuentes célticas mencionan repetidamente la manera en que Artorius logró expulsar a los irlandeses y es muy posible que de haber fracasado en su empeño Bretaña se hubiera visto anegada por los bárbaros y hubieran desaparecido conjuntamente el poder romano y la religión cristiana. A pesar de eso, todo indica que el número de bajas sufrido por las tropas de Artorius fue elevadísimo, en otras palabras, se trató de un choque a la desesperada cuy o desenlace, de haber sido distinto, hubiera cambiado la Historia. La victoria de Artorius tuvo además consecuencias de enorme importancia para el imperio —cada vez más acosado por los bárbaros y viviendo sus días finales— y, sobre todo, para Artorius y el desarrollo de su mito.

Aurelio lo designó para sucederle como Regissimus Britanniarum, adoptándolo además como hijo. La única condición era que el propio Artorius a su vez nombraría sucesor a un miembro de la familia de Aurelio. La posteridad confundiría, en parte por ignorancia, en parte por interés, ese cargo con el de rey de Bretaña, lo que explica la evolución ulterior de la leyenda, en la que Arturo ya no es un militar romano sino un monarca. No fue ése el único punto de contacto entre la historia del Arturo-Artorius histórico y la del rey Arturo. Algo similar sucede, como veremos más adelante, con aspectos como la sede de su gobierno situada en Camelot, la rebelión de Mordred o el exilio en Avalón. Mientras Artorius combatía contra los invasores bárbaros procedentes de Irlanda —sin duda, un episodio que los nacionalistas irlandeses no desearían recordar— tuvo lugar la muerte de Aurelio, el Regissimus Britanniarum. Artorius era el sucesor designado, pero para que la transición se llevara a cabo sin complicaciones estaba obligado a rendirle honores funerarios y, especialmente, a recorrer las distintas guarniciones militares a fin de asegurarse la lealtad de las mismas. De este periodo parten precisamente dos de los elementos más conocidos del ciclo artúrico: el establecimiento de su capital en Camelot y la creación de una orden de caballería. El invierno de 491 lo empleó Artorius en la visita a los distintos contingentes de tropas y, acto seguido, estableció la sede de su gobierno en Camulodunum, una base que estaba conectada por una red de calzadas romanas. Sería precisamente este enclave el que pasaría a la leyenda como Camelot aunque debe indicarse que Artorius lo cambiaría en el futuro. Aún más interesante es el origen de la leyenda referente a una orden de caballería. La lucha contra los bárbaros irlandeses había ocasionado, como ya vimos, un número considerable de bajas a las fuerzas de Artorius y, al parecer, éstas fueron especialmente elevadas en lo que a la caballería romano-britanna se refiere. Urgía, por lo tanto, renovar un cuerpo de jinetes que —resulta comprensible— los narradores posteriores convertirían y a en caballeros. No deja de ser significativo que incluso en algunos de los caballeros legendarios del rey Arturo pueda rastrearse a los hombres que sirvieron a las órdenes de Artorius. Por ejemplo, el famoso sir Kay quizá fuera Cayo, uno de los oficiales de Artorius; Bedwyr pudo ser el romano Betavir y Gawain seguramente fue Valvanio Vorangono, sobrino de Artorius. Los contingentes de caballería resultaron eficaces, como lo demuestra el que, en torno al 493, Artorius logró un triunfo resonante contra los anglos en la batalla de la colina de Badon. Difícilmente puede infravalorarse esta victoria porque aseguró la paz con los anglos durante medio siglo. Los restos arqueológicos son bien reveladores al respecto, pero apenas nos pueden transmitir el tremendo impacto emocional que causó esta batalla entre los contemporáneos de Artorius. Para ellos, seguramente, fue un claro ejemplo de cómo la Luz vencía a las Tinieblas, la Civilización a la Barbarie y Cristo a los dioses paganos. Parece ser que Artorius chocó ocasionalmente con algunos monasterios, pero su relación con la Iglesia fue muy fecunda y él mismo era considerado —y se consideraba — un cristiano devoto. El periodo de paz que se vivió después de la batalla de Badon encaja, por lo tanto, con la época de esplendor y sosiego de las leyendas artúricas, logrados ambos —no lo olvidemos— por la acción de sus caballeros. No son éstos los únicos paralelismos bien significativos entre Artorius y Arturo. Pasemos a su vida privada. El ciclo artúrico habla del matrimonio del monarca con Ginebra y del adulterio ulterior de ésta. La base real de la leyenda es obvia.

En la historia, Artorius se casó dos veces. Su primera esposa fue Leonor de Gwent. Que ese matrimonio no duró resulta indiscutible, aunque no es fácil saber si Artorius se divorció de ella —la práctica del divorcio no planteó problemas canónicos hasta muy avanzada la Edad Media y aún entonces sólo en el cristianismo occidental— o si Leonor lo abandonó, lo que podría ser la base de la leyenda del adulterio regio. La segunda esposa de Artorius sí se llamó Ginebra. Al parecer, era de ascendencia romana y había sido criada en la casa de Cador, el magister militum de Artorius. El matrimonio debió celebrarse en torno al año 506. El enlace con Ginebra fue muy cercano temporalmente —nueva coincidencia— a la proclamación de Artorius como imperator en una nueva capital, situada ahora en Luguvalium. El título era honorífico y, generalmente, sólo implicaba haber logrado una gran victoria militar lo que, en realidad, había ocurrido. Sin embargo, no puede descartarse que Artorius intentara cimentar un nuevo orden político ahora que resultaba obvio que el Imperio romano de Occidente —desaparecido en el año 476— no iba a volver a existir. Que Artorius no estaba falto de razón al actuar así es obvio para nosotros que conocemos la Historia posterior, pero, desde luego, distaba mucho de estar tan claro para sus contemporáneos. De hecho, fueron varios nobles romanos los que se opusieron directamente a las acciones de Artorius. Su peor adversario fue Medrautus Lancearius —el Mordred de la leyenda—, que era hijo del rey norteño Dubnovalo Lotico y de Ana Ambrosia, la hija de Aurelio. Dado que Artorius había sido adoptado por Aurelio cuando era joven, Ana Ambrosia era su hermana y el hijo de ésta, Medrautus Lancearius su sobrino… exactamente igual que en las leyendas artúricas. Medrautus contaba además con un enorme ejército al que había incorporado escoceses, irlandeses, anglosajones y otros enemigos de Artorius. En el año 514 Artorius, con una parte de sus fuerzas, abandonó una campaña que mantenía contra los bárbaros y se dirigió hacia su capital. Medrautus lo esperaba para aniquilarlo. El primer choque tuvo lugar en Verterae y concluyó con la victoria de Artorius. Sin embargo, Medrautus logró romper el cerco y escapar. Perseguido por Artorius, se dirigió al norte, hacia la fortaleza romana de Camboglanna —la Camlann de las ley endas— situada en el Muro de Adriano. Allí —en un enclave conocido actualmente como Birdoswald— se produjo el enfrentamiento decisivo con Artorius. El combate se mantuvo indeciso durante bastante tiempo pero, finalmente, Artorius lanzó una carga de caballería (los caballeros, otra vez) contra las fuerzas enemigas que las aniquiló, resultando muerto Medrautus. La victoria fue indudable, pero el coste no resultó pequeño. La necedad de Medrautus —que hubiera sido designado seguramente heredero por Artorius y que, por lo tanto, hubiera obtenido lo que deseaba evitando la guerra— ocasionó la muerte de Artorius como consecuencia de una herida en la batalla. Aún agonizante, Artorius fue llevado a Aballava, un fuerte romano situado en el Muro de Adriano. La ley enda posterior convertiría este enclave en la isla de Avalón, la actual Glastonbury.

Era el año 514 y con el fallecimiento de Artorius la lucha para defender Britannia del paganismo y de la barbarie llegaba a su fin. Ni la civilización romana ni el cristianismo iban a contar ya con una defensa eficaz en mucho tiempo. Comenzaba la « Edad Oscura» . Sin embargo, el esfuerzo de Artorius había sido tan titánico y sus metas —la defensa de la paz, el orden, el imperio de la ley y el cristianismo— habían rezumado tanta nobleza que la leyenda se apropiaría del personaje convirtiéndolo en un símbolo nacional y, dicho sea de paso, en rey. Según ésta, las hadas cuidan de él en la isla de las manzanas — Avalón— y de allí regresará, valiente y victorioso, si algún día Inglaterra ve cernirse sobre ella una amenaza similar a la de los bárbaros que antaño derrotó el inigualable caudillo. Bibliografía La bibliografía artúrica es inmensa, lo que resulta lógico dada la proyección del personaje. Excelente obra de compendio —a nuestro juicio insuperada— es la Arthurian Enciclopedia, Nueva York, 1986, cuyo editor fue Norris J. Lacy. Interesante desde el punto de vista del contexto sigue siendo la obra de John Morris, The Age of Arthur. A History of the British Isles from 350 to 650, Nueva York, 1993. Intentos —más o menos afortunados— de trazar su trayectoria histórica en J. Markale, King of the Celts. Arthurian Legends and Celtic Tradition, Rochester, 1994 (desde una perspectiva céltica muy discutible), E. Jenkins, The Mystery of King Arthur, Nueva York, 1990; P. E J. Turner, The Real King Arthur. A History of Post-Roman Britannia, A.D. 410 A.D. 59. (2 vols), 1993; y N. Lorre Goodrich, King Arthur, Nueva York, 1989. La geografía artúrica ha sido estudiada por G. Ashe en The Landscape of King Arthur, Londres, 1987.

Finalmente, he de hacer una referencia obligada a mi novela Artorius, Barcelona, 2006, en la que he intentado describir la historia verdadera de Artorius desde la perspectiva personal de Merlín que, por cierto, no fue un mago.

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  1. César Vidal me parece un genio

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